Capítulo trece
Capítulo trece
Juan Urbano llevaba varias noches sin dormir bien. Desde que Alicia había salido de su casa, tres días antes, con dirección al aeropuerto y rumbo a Italia, no había vuelto a tener noticias suyas, ni una llamada, ni un mensaje en el móvil, ni un correo electrónico. Y lo peor de todo es que ni siquiera sabía qué sentir, si indignación o miedo. ¿Le habría ocurrido algún accidente? ¿Lo había abandonado después de la absurda discusión de aquella mañana? El miedo ve debajo de la tierra, dice Cervantes, y él la veía alternativamente en una cama de hospital, llena de tubos y agujas; en un hotel, con otro hombre; en un tanatorio, cubierta con una sábana demoledoramente blanca y metida en una cámara frigorífica… ¿Dónde estaba?
Por supuesto, él también sabía que su pareja no marchaba excesivamente bien en los últimos tiempos; que Alicia estaba harta de su vida e impaciente por cambiar de rumbo y que él, por el simple hecho de estar a su lado, pagaba la cuota de rencor que las personas cansadas suelen sentir hacia quienes los rodean, porque así somos los seres humanos, tan incapaces de aceptar nuestras culpas que hemos tenido que inventar la religión, la política y el matrimonio para poder responsabilizarlos de nuestros errores.
Mientras tomaba su tercer café negro de la mañana, éste ya en el bar del instituto donde trabajaba como profesor de Lengua y Literatura, volvió a telefonear a Alicia, pero al segundo tono saltó una grabación que decía que el buzón de voz estaba lleno, igual que las otras veces que lo había intentado, la comunicación se cortó y las preguntas volvieron a dar vueltas dentro de su cabeza: ¿habría tenido una avería?; ¿se lo habían robado o lo había perdido?; ¿estaba en una zona sin cobertura?; ¿olvidó en casa el cargador?; ¿le había sucedido algo a ella y no podía cogerlo porque estaba inconsciente, escayolada, en coma?… No quiso aún llamar al periódico, por si eso la molestaba, o descubría sus cartas de algún modo, o le causaba cualquier problema. Porque lo cierto es que con Alicia nunca se sabe, es una persona llena de aduanas y de incógnitas, que divide su existencia en áreas incomunicadas entre sí, es muy reacia a permitir que Juan se relacione con su familia más allá de lo imprescindible o que tenga una conversación a solas con alguno de sus amigos o de sus colegas; y de hecho, la única vez que a él se le había ocurrido tomar una copa con uno de ellos, después de encontrárselo por casualidad a la puerta del Deméter, un restaurante vegetariano al que suele ir a comer con frecuencia, la molestó tanto que lo hiciese y le preguntó de una forma tan obsesiva de qué habían hablado y si ella había sido el tema central de la conversación, que no le quedaron ganas de repetir la experiencia; lo cual sabía, por otra parte, que era un error, el mismo de siempre, el que cometió desde el principio y que consistía en irse doblegando mientras ella se desdoblaba e iba apilando la pirámide del poder en su territorio; porque en eso consisten, por suerte o por desgracia, la mayor parte de las relaciones: si uno deja de vigilar sus fronteras, el otro cambia sus límites de sitio, y te va dejando sin espacio. Tras una relación de tres años con ella, Juan Urbano veía a Alicia Durán como una persona independiente, hermética, desconfiada y tan celosa de su intimidad que preguntarle sobre cualquier aspecto de su pasado, por irrelevante que fuese, era como intentar resolver un jeroglífico hecho de figuras borrosas, datos parciales y silencios incómodos. Si le hubieran obligado a resumirlo en un verso, no habría sido muy distinto a éste: «Hace ya mucho tiempo que no nos conocemos».
¿Por qué seguían juntos y continuaban haciendo planes como el de la escuela de Inteligencia Emocional, si los dos sabían a ciencia cierta que cada vez les quedaba más pasado y menos futuro y que, más pronto que tarde, acabarían por separarse? Alicia pensaba exactamente igual, de modo que se puede decir que si todavía estaban juntos era porque aún compartían sus dudas, algo que en su caso tenía un sentido, porque lo cierto es que ellos eran la clase de pareja más difícil de romper, esa en la que uno y otro se quieren y están bien juntos, hablan de todo, comparten muchas cosas y de ninguna manera se les podría definir con ese proverbio inglés que afirma que la única manera de salvar un matrimonio de más de tres años es consiguiendo que siempre haya invitados a cenar. Pero la locura se había terminado, y sin ella hay poco que hacer. A nadie se le ocurriría intentar conquistar a la persona de la que está enamorado diciéndole: «Estoy completamente cuerdo por ti».
Juan decidió pensar que no ocurría nada por lo que debiera intranquilizarse, y que la única explicación a tanto silencio era que Alicia estaba ocupada, tensa por la acumulación de trabajo y por la magnitud del esfuerzo que le exigía, y un poco distante a causa de las frases hirientes que se habían cruzado en casa. Todo estaba bien porque, de lo contrario, lo hubiera sabido: las malas noticias vuelan. Así que de camino a casa pararía en un local que solía frecuentar, para beberse una copa de Château Cantemerle, que era uno de sus vinos predilectos, y al llegar se pondría a escribir, porque tenía entre manos su segunda novela y había llegado la hora de dejar de pensar en Alicia para pensar en sí mismo: al fin y al cabo, la primera que publicó había tenido un éxito más que notable, y sirvió para que él se demostrara que no era un oscuro profesor de instituto, como ella parecía insinuarle. «Hasta aquí hemos llegado», se dijo, y con eso abarcaba tanto su vida privada como su vida profesional. Porque lo cierto es que aunque Alicia, siempre tan confiada en su poder de seducción y tan segura de su autoridad sobre él, no pudiera ni imaginarlo, Juan también empezaba a pensar que lo mejor sería separarse de ella, aunque sólo fuera por ser consecuente con sus principios: «No ser felices es de cobardes», suele decir; y como él es uno de esos hombres que tratan de parecerse lo más posible a sus teorías, nunca le ha temblado la mano a la hora de cortar una relación. Para él, no hay nada más fácil que escapar de un callejón sin salida: sólo tienes que dar la vuelta y correr hacia el otro lado.
La novela que escribía Juan Urbano contaba la historia, increíble pero cierta, de un estafador austriaco, llamado Albert Elder von Filek, que había venido a España en los años cuarenta, para pescar en río revuelto, y le había vendido al Generalísimo ni más ni menos que la gasolina en polvo, una supuesta fórmula para convertir el agua en combustible mezclándola con algunas plantas fermentadas y añadiéndole, como es preceptivo en esos casos, un ingrediente oculto que permitiría producir tres millones de litros diarios de carburante; lo cual, una vez que el invento hubiera sido patentado, haría de nuestro país una potencia económica. Le había creído hasta el punto de que empezaron a tramitar la construcción de una fábrica a orillas del río Jarama, le adelantaron una buena suma de dinero, diez millones de pesetas, lo que aquí y entonces, en aquel país arrasado por el hambre y la destrucción, era una auténtica fortuna, y Von Filek y su cómplice, que era el chófer del Caudillo, llegaron a convencerlo, durante uno de sus viajes a Galicia, de que el motor del coche en el que iba se alimentaba con un doble depósito, mitad gasolina y mitad agua mágica, que era el primer prototipo de la creación de aquel científico que aseguraba ser reconocido en toda Europa como una eminencia y haber sido propuesto varias veces como aspirante al premio Nobel de Química. Seguir el rastro de ese timador le estaba resultando a Juan complicado y apasionante. Se acordaba perfectamente de la conversación que había tenido con Alicia el día en que le contó esa historia.
—¿Gasolina en polvo? ¿Como la leche?
—Sí, supuestamente la disolvías en agua y a correr.
—Pero ¿y cómo es posible que se tragaran algo tan inverosímil?
—Pues supongo que porque ellos eran unos militares muy estúpidos y Von Filek un timador muy competente.
—Ya, pero ¿tan estúpidos y tan competente?
—Yo creo que sí, y que además se daban todas las condiciones para favorecer ese tipo de quimeras: en España faltaba de todo, no había industria, ni mercado, ni materias primas, ni alimentos, nada en absoluto, y entonces lo único que quedaba era espacio para las chapuzas, como los trolebuses o el gasógeno, que movía a duras penas los vehículos con carbón y madera, y para las fantasías, porque por otra parte esa gente se llenaba la guerrera de condecoraciones y proclamaba un imperio, describía su matanza como una gesta, se llamaba vigía de Occidente y trataba de colar su epopeya barata a cualquier precio. Lo de la gasolina sintética lo llegó a insinuar el dictador en un discurso, lo mismo que en otros anunció a bombo y platillo que se habían descubierto grandes bolsas de petróleo y unas inmensas minas de oro en diferentes lugares del país. El que no se lo crea puede ir a la hemeroteca, y verá como los periódicos recogieron lo que dijo en su discurso de Fin de Año de 1939, dado ya en su calidad de Jefe del Estado: «Tengo la satisfacción de anunciaros que España posee en sus yacimientos oro en cantidades enormes, lo que nos presenta un porvenir lleno de agradables presagios».
—Pero ¿y él? ¿Se lo creía o no? ¿Le habían dado gato por liebre o eran montajes que hacía por su cuenta y riesgo, para embaucar a los incautos?
—Sinceramente, yo creo que no daba para más. Siempre fue inculto por vocación y mediocre con gusto, despectivo con cualquier clase de refinamiento y sin más ideología que la que cupiese en su cartuchera; un hombre con tan pocas luces que en treinta y ocho años de gobierno no dejó una sola frase para la Historia, sólo majaderías como aquella de aconsejarles a sus ministros que no se metiesen en política, y esa clase de bobadas. Naturalmente, sus propagandistas lo presentaban como alguien que tenía mucho que callar, no nada que decir, y extendían su imagen de persona astuta e insondable. En realidad, su único mérito fue el de ser más sanguinario que los demás, eso lo decía hasta su propio padre. Lo del motor de agua, de hecho, lo intentaron más de una vez; y otros farsantes le vendieron la idea de hacer piscifactorías de delfines, que según le contaron se reproducían a tal velocidad que en cuanto se comercializara su carne, que por añadidura era muy sabrosa y muy nutritiva, los españoles se iban a hartar de comer. Como además era tan vanidoso, resultaba presa fácil para cualquiera que le dorara la píldora, que es lo que hizo Von Filek, que le contó que le perseguían los comunistas y las grandes multinacionales del petróleo y que si había elegido poner en sus manos aquel hallazgo era por lo mucho que lo admiraba desde que supo la categoría de sus hazañas en Marruecos, durante la guerra del Rif.
—La verdad es que eran bobos —dijo Alicia—, y de la peor clase, que es la de los bobos con pistola, pero lo más preocupante es que no lo eran más que otros. Hace unos días estuve consultando unos documentos desclasificados de la CIA en los que se cuenta que en 1975 España estuvo a punto de declararle la guerra a Portugal, porque creían que la Revolución de los Claveles y la llegada de la izquierda al poder eran una amenaza para nuestro país.
—No te puedo creer…
—Pues así fue. El Presidente del Gobierno se presentó en Jerusalén para decirle al representante de los Estados Unidos que España estaba dispuesta a mandar su ejército a Lisboa y que, de momento, «ya se habían tomado las precauciones apropiadas para impedir que los sucesos de Portugal se extendiesen al otro lado de la frontera». Quería que Washington, que era desde los tiempos de Eisenhower el aliado que les mantuvo a flote y que, entre otras cosas, les había dado más de setecientos millones de dólares para modernizar sus Fuerzas Armadas, le garantizase su apoyo militar si estallaba el conflicto, e incluir ese punto en la negociación que mantenían con ellos en aquel momento, que consistía en pedirles que impulsaran nuestra entrada en la OTAN a cambio de renegociar el alquiler de sus bases militares en Zaragoza, en Sevilla, en Torrejón y en Rota. Al final, autorizaron otra en Navarra.
—Y tú has investigado eso por lo que me contaste de la CIA y la red Gladio, ¿no?
—Claro. A fin de cuentas, todo lo explicaba la misma palabra: anticomunismo. Y eso no era algo que ni unos ni otros se tomasen a broma, especialmente si reparaban en las coincidencias evidentes que había entre el Movimento das Forças Armadas portugués que derrocó a la dictadura de Salazar y de sus herederos, y la Unión Militar Democrática de la que empezaba a hablarse aquí en España. De hecho, y esto es por lo que te digo que chiflados los había aquí y en la Casa Blanca, los norteamericanos llegaron a enviar a Madrid varios senadores, para estudiar el asunto, después de que su embajador les mandara un informe en el que decía que «a causa de la extensión de su frontera con Portugal, a España le resultaría difícil protegerse de una acción subversiva de sus vecinos». Y no te olvides de que el secretario de Estado era Henry Kissinger.
—… Que sería partidario de montar en Portugal el mismo golpe de Estado que montó en Chile y en otros muchos lugares…
—Lo era. Por muy increíble que pueda parecer, lo era. Estaba decidido a hacerlo y, al parecer, fue Willy Brandt, el Canciller de la República Federal Alemana, quien le convenció de que sería un error intervenir militarmente en Europa y le hizo ver que eso desestabilizaría todo el continente e impediría, en primer lugar, la reunificación de su país, que a este lado del Telón de Acero se veía como la mayor derrota imaginable de la URSS. También logró que los norteamericanos pusieran dinero para financiar a algunos grupos que impulsaran la socialdemocracia en los países en los que el comunismo tenía posibilidades de entrar en el Gobierno. En el caso de Portugal lo hicieron, por ejemplo con Mário Soares, que estaba exiliado en París, llevándolo de regreso a Lisboa, dándole todo el dinero que necesitó para limpiar de rojos su propia formación política, el PSP, para llegar a Jefe del Gobierno y para acabar desde allí con la influencia del MFA y del Partido Comunista. Lo logró todo, y también meter de nuevo a su país en el redil de la OTAN.
—Al suyo y al nuestro, porque supongo que luego él, Brandt, Kissinger y sus amigos se preocuparon de que la Transición en España tampoco se les fuera de las manos.
—¿Tú qué crees? Apoyaron la democracia, desde luego, pero con condiciones: nada de banderas rojas ondeando en los tejados del Congreso. Aunque después, ya sabes: cuando las cosas no van como él quiere, el amigo americano cambia de caballos en mitad de la carrera y te monta un 23-F, porque todo indica que ellos metieron la cuchara en aquel intento de golpe de Estado, como parecen probar dos cosas: la primera, que dos días antes del asalto de la Guardia Civil al Congreso, en 1981, un comandante del CESID que era el principal enlace en España de la CIA y que fue uno de los coordinadores del golpe, visitara al embajador de los Estados Unidos en Madrid para que diese su visto bueno a la conjura; la segunda, que su entonces secretario de Estado se diera más prisa de la necesaria en lavarse las manos y cuando aún no se sabía si el pronunciamiento iba a triunfar o no declarase que el golpe era «una cuestión interna de los españoles».
—Pues ya es raro que si ellos estaban detrás la cosa no saliera adelante, porque lo que suele ocurrir cuando apoyan un levantamiento es que su general acabe sentado en la silla del Presidente. Pero a ellos no les interesaba otra dictadura, sólo querían afianzar sus bases militares y que España entrara en la OTAN, cosa imposible con un gobierno golpista. Así que eso no encaja.
—Tal vez. Y también es posible que los intimidase la reacción de la gente, ¿no? Se echaron millones de personas a la calle, lo mismo que en el funeral de los abogados de Atocha. Supongo que eso les pararía los pies a unos y a otros.
—Bueno, siempre se ha dicho que el entierro de los abogados fue en realidad el de la dictadura. Y yo creo que eso es verdad, por mucho que luego ocurriese lo del 23-F, que con o sin la CIA, fue cosa de cuatro locos.
—No estés tan seguro de eso. Pero de lo otro sí: al entierro de los abogados asistieron más de ciento cincuenta mil personas, en un silencio que todavía te pone el corazón en un puño cuando ves las imágenes que hay de ese día. Miras las caras de los que estaban allí y son un libro abierto, no hace falta ser Louis Corman para verles la rabia, el dolor, la tristeza… Pero no hay miedo en ellos, y eso me llamó muchísimo la atención desde la primera vez que las vi. Quizás las vieran otros y pensasen lo mismo: esa multitud no se va a dejar amordazar tan fácilmente.
—Louis Corman es aquel psiquiatra francés del que me has hablado, ¿no? El que era alumno de Marie Curie en la Sorbona. El inventor de la morfopsicología.
—… Y las huelgas y el paro general que vinieron después avalarían aquella suposición —dijo Alicia, pasando ostentosamente de largo por sus preguntas y, al mismo tiempo, fulminándolo con la mirada, para que recordase cuánto detestaba que la interrumpieran. Y luego, para dejar claro que si a él no le interesaba lo que estaba diciendo, a ella le daba lo mismo no contárselo, añadió a modo de punto y final—: Ya sabes, el pueblo unido jamás será vencido, y todo eso.
No dijo nada más, ni siquiera se molestó en sacar a relucir la anécdota con la que pensaba coronar su relato, que era que entre las indemnizaciones que fijó el tribunal que juzgó el crimen de la calle de Atocha estaba la de un millón y medio de pesetas que se impuso al Colegio de Abogados de Madrid, por los gastos que le ocasionó el sepelio al ayuntamiento de la ciudad y al Ministerio del Interior.
Pero eso no lo sabría ya Juan, que por otra parte estaba acostumbrado a los enojos de Alicia y había llegado a la conclusión de que la mejor manera de huir de ellos era quedarse quieto, igual que se hace cuando te embiste un toro. Esa noche, cuando ella, para hacerle un desplante, no le quiso echar el cierre a la historia que le estaba contando, él hizo lo mismo con la suya, y no le contó que aquel truhán austriaco que había engatusado al dictador, Albert Elder von Filek, no supo retirarse a tiempo con los diez millones de pesetas que le habían dado y acabó en la cárcel —tal vez hasta su muerte, porque nunca más se supo de él— junto con el chófer del Generalísimo, que tan estupidísimamente se había tragado aquel fraude. Esos dos silencios son una buena metáfora no sólo de la relación entre Alicia y Juan, sino del carácter autodestructivo de los seres humanos: con todo lo que las parejas se callan podría evitarse el ochenta por ciento del rencor que van acumulando y que al final las sepulta. El rencor es la cáscara del odio, es decir, una auténtica basura.
Pero una cosa eran las discusiones pueriles y otra desaparecer durante tres días, y en cuanto pudo regresar de sus recuerdos, Juan volvió a preocuparse por su compañera. ¿Seguía en Italia? ¿Habría regresado y fue directamente al periódico? No pudo contenerse más y llamó por teléfono a la redacción, primero al número directo de Alicia, en el que saltó un contestador automático que decía que en ese momento no podía atenderle, y después a la centralita, desde donde le pasaron con el redactor jefe de su sección, que primero le dijo, con evidente mala sombra, que «la detective Durán» estaba de viaje, fuera de España, y luego añadió, con una sorpresa que no parecía impostada: «Ah, pero ahora que lo pienso, ¿no volvía ayer? Se supone que esta tarde tenía que cubrir una rueda de prensa».
Juan le dio las gracias, volvió a llamar al móvil de su novia, sin obtener respuesta, y se puso un plazo: si esa noche no daba señales de vida, a la mañana siguiente llamaría a la policía. De momento, se preparó un café negro como el betún, encendió su ordenador para ver los correos que Alicia se había mandado a sí misma, como hacía siempre antes de dar por concluida una sesión de trabajo, con el fin de poner a salvo sus artículos o sus entrevistas, y así poder tener acceso a ellos en caso de necesidad. «Aprietas un botón y tu despacho es cualquier cibercafé en el que puedas gastarte cinco euros», solía decir, alardeando de su carácter previsor. Esos textos profesionales los mandaba por duplicado, a su propia cuenta y a otra de la que Juan sabía la clave, por si en algún momento tuviera que recurrir a su ayuda, pedirle que le dictase algo por teléfono, que lo reenviara a la redacción en el caso de que se hubiese extraviado, ella no tuviera un portátil a mano y su móvil estuviese sin cobertura, o que solucionara cualquier otro imprevisto. Alicia no dejaba cabos sueltos.
Juan vio que los últimos archivos que había mandado eran una serie de anotaciones para su libro, una entrevista, hecha una semana antes de salir de España, con el dirigente histórico del PSOE, Isidoro Mercado, y otra, enviada desde Florencia, con el juez Pier Luigi Baresi. Las leyó, fue a la cocina para prepararse un café muy cargado y después siguió con el resto del manuscrito, que se titulaba Operación Gladio. A medida que avanzaba, fue sintiendo miedo.