Capítulo veintitrés

Capítulo veintitrés

Mientras caminaba hacia el café en el que se había citado con el inspector Medina, tuvo la impresión de que Héctor, el profesor de francés y Juan Urbano daban vueltas en su cabeza igual que ropa de tres personas distintas dentro de una lavadora. A sus treinta y tantos años, después de haber tenido más relaciones ocasionales, interinas y esporádicas de las que hubiese querido, Mónica Grandes se acusaba de ser feliz sólo en grado de tentativa y era consciente de llevar, por así decirlo, una vida eventual, en la que todo parecía inestable, confuso, estacional, discontinuo… Se dijo que tal vez tuviesen algo de razón Bárbara y Héctor al pensar que todo aquel asunto de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica era un modo de llenar lo que estaba desocupado, pero ¿y qué? Mejor gastar el tiempo en una tarea noble que en una persona indigna, como le dijo en una ocasión a la jueza Valdés. Y además, ella siempre fue así, alguien que nunca se conformaba con menos de lo que creía merecer y a quien sólo podría saciar un hombre al que quisiera y admirase. Cuando Juan le dijo que para él la rutina era «la ruina con un árbol en medio» y que todos sus fracasos sentimentales se debían a que jamás quiso aceptar ni decorados, ni laberintos, ni casas en llamas, sintió que además de identificarse la definía. Si alguien la hubiese obligado a elegir la palabra del diccionario que menos la caracterizaba, es muy posible que hubiera elegido resignación.

Pero aparte de otro posible error suyo, ¿quién era Juan Urbano, qué había ocurrido entre ellos y qué podía esperar de él? Por fuera era inteligente, guapo a su manera y un poco cínico, y a ella le gustaban las tres cosas. Por dentro, era difícil imaginárselo. Es verdad que la situación en la que se encontraba era muy compleja, forzado por las circunstancias a convertir en su principal preocupación a una mujer que ya no le importaba, como le vino a decir la noche en que habían salido, con una sinceridad algo violenta que, en su opinión, hablaba bien de él porque demostraba que podía ser un farsante pero no era un hipócrita. «Abandonaré a Alicia en cuanto aparezca, pero nunca antes», le había dicho, y a ella la impresionó el sentido del deber que ocultaba ese sarcasmo.

Lo que ocurrió entre ellos después de la cena con Bárbara y Enrique no tenía por qué ser otra cosa que el resultado de sumar el alcohol, la noche y sus problemas, así que Mónica decidió no ilusionarse con Juan, ni correr tras él, ni mucho menos pedirle explicaciones. «¿Para qué apresurarse? —se dijo—. Si la cosa cristaliza, perfecto. Si no, calma: no puedes llegar tarde a donde no te esperan».

Había estado con Dolores y Paulino al salir del museo, para comentarles que desde la ARMH habían mandado un escrito al Presidente del Gobierno y al Tribunal Supremo para exigirles que aplicasen la Ley de Memoria Histórica que había sido aprobada por el Congreso y que, entre otras cosas, dieran los permisos oportunos y pusiesen los medios necesarios para sacar del Valle de los Caídos a Salvador Silva y a todos los republicanos cuyas familias así lo habían solicitado. El ejemplo que ponían en su informe, que también se había remitido a las agencias de noticias y a los principales medios de comunicación, era la historia del impresor asesinado en Navacerrada, porque la consideraban un símbolo de los atropellos que cometió la dictadura y del abandono en que se encontraban los familiares de sus víctimas. El documento calificaba de «insulto a la inteligencia» la tesis de que el deterioro de los restos impedía su identificación y desaconsejaba su rescate: «La ciencia es capaz de reconstruir a un homínido de cuatro millones de años, aparecido en Adís Abeba, a partir de una tibia, medio fémur y dos vértebras; y la civilización consiste en gastar millones de euros e invertir cientos de horas de estudio para demostrar que el Hombre de Hielo tiene treinta y cinco siglos, trabajó en una mina de cobre, usaba un gorro de piel de oso y una espada de sílex y comió carne de ciervo antes de que lo asesinaran en los Alpes y fuese enterrado al pie de un glaciar. Todo lo demás es barbarie».

—Bueno, pues esa carta está muy bien, pero ¿qué va a pasar ahora? —le preguntaron Dolores y Paulino. Y ella les respondió que no tenía la más mínima duda de que aquel despropósito iba a solventarse, pero que el problema no estaba en el qué sino en el cuándo, y eso no se podía saber.

—No se crea —dijo él—, está más claro que el agua: cuando ya sea demasiado tarde. Fíjese en nosotros: no tenemos hijos, ni parientes cercanos, así que si nos vamos de este mundo sin resolver esa sinrazón, nadie lo hará. A eso esperan, a que nos muramos.

Mónica le respondió que probablemente estuviera en lo cierto pero que, en cualquier caso, no se iban a salir con la suya. La verdad es que se fue de su casa tan indignada por el abandono en que el Estado tenía a esa gente, que el enfado le vino bien, porque lo aprovechó para librarse del profesor de francés, contestando por fin al teléfono cuando volvió a llamarla: «¿Sí? Hola… Muy bien… No, no puedo… No, mañana tampoco… Mira, no lo hagas más difícil, ¿vale?… Ésa es tu opinión, pero no es la mía… Tú crees que tenemos que hablar y yo no… Pues lo siento, y créeme que no me gustaría herirte, pero para mí ha sido una simple equivocación, o tal vez una disculpa, no sé, algo que hice para obligarme a dejar a Héctor… Exacto, no era por ti sino contra él… Te pido perdón, pero en estos momentos sólo quiero vivir tranquila y no necesito estar con nadie. Adiós, espero que podamos ser buenos amigos».

Con esos pensamientos en la cabeza, llegó al Café Comercial, en la glorieta de Bilbao, donde había quedado con el inspector Medina, a quien nada más entrar reconoció al fondo de la barra, donde la esperaba con un periódico sobre el mostrador y una taza en la mano, por la mirada vigilante con la que controlaba a todo aquel que entrase al local, propia de quien está acostumbrado a vivir alerta y parece rastrear en cada movimiento de los demás un posible peligro, una amenaza latente. Con las cosas que había leído sobre él la noche anterior y aquella misma mañana, en el museo, no le pareció extraño que ese hombre no se fiara ni de su sombra. Tenía pensado hacerle la entrevista, transcribirla y editarla igual que si fuera a publicarse en un periódico, y así se la entregaría a Juan. Se dijo que lo importante era conseguir que el texto produjese la misma impresión que ella había sacado al leer en los periódicos la historia de ese hombre, contada en las noticias, casi todas diminutas, que fueron apareciendo sobre él a lo largo de unos diez años, tal y como sabía hacer Alicia Durán en sus textos, que siempre te dejaban claro, aunque fuera implícitamente, cuál era su punto de vista. Y lo que Mónica había deducido acerca del inspector Medina era que había sufrido dos persecuciones, una por parte de sus compañeros y otra por parte de sus rivales, ambas para evitar que contase la verdad. «Haz que te hable primero de cuando estaba a punto de ir a Roma para identificar a los del CESID que le dieron la metralleta de Atocha, 55 a los italianos —se dijo—. Que te dé su versión de por qué lo metieron en el gallinero de la Brigada Antigolpe para que vigilase a los policías involucionistas y luego filtraron el informe y lo pusieron al pie de los caballos. Pregúntale por cuando estuvo infiltrado en el PCE. Y quién tomó, según él, la decisión de que no fuera a ver a Vinciguerra y, por lo tanto, de parar la investigación del asesinato de los abogados. Y si es inocente o culpable del delito que le atribuyeron poco después, cuando fue detenido por robar documentos del Ministerio del Interior. Y si todo eso tendrá algo que ver con la CIA, con la guerra sucia contra ETA y con el ministro que la ordenó. O sea, que si fue traicionado por sus superiores, porque él era un socialista convencido y todos sus infortunios los padeció mientras gobernaban los suyos. Y qué tiene que decir del resto de las acusaciones gravísimas que le hicieron en los siguientes años, en los que aparece en la prensa como un policía corrupto que lo mismo robaba aceite requisado que falsificaba talones bancarios o trataba de extorsionar a una serie de empresarios haciéndose pasar por activista de los GRAPO… Que te diga lo de las amenazas de muerte que le hacían, lo del notario en el que depositó un informe en el que salían muy malparados algunos líderes políticos y varios mandos de las Fuerzas Armadas. Y cómo se sintió al padecer aquel calvario judicial… ¿O todo eso es una mala interpretación tuya, derivada del deseo de inventarte un héroe, y el inspector Medina sí que es aquel delincuente sin escrúpulos que dibujaban los diarios, especialmente los más conservadores?».

Mónica puso su mejor sonrisa y avanzó hacia él con paso firme. Juan valoraría que le ayudase con aquel asunto que, por otro lado, una vez más le hacía ver que sus pequeños problemas sentimentales no tenían ninguna trascendencia al lado de los dramas de las familias Silva y Valverde y de la desaparición de Alicia Durán. Incluso al lado de las penalidades del inspector Medina. El verdadero tamaño de las cosas no se sabe al medirlas sino cuando se las compara.

En Módena, Juan Urbano había dejado su maleta en el hotel Donatello y paseaba junto a la Torre Cívica de la catedral para hacer tiempo hasta las nueve, que era la hora en la que había quedado con la amiga de Bárbara Valdés y con el juez Casson en la osteria La Francescana; atravesaba la Piazza Grande y, sintiéndose un poco absurdo, echaba una moneda en la Fuente de los Dos Ríos para formular un deseo: que Alicia esté viva.

Las esperanzas, sin embargo, se iban haciendo más pequeñas cada día, y ése también, porque después de hablar a última hora de la tarde, por teléfono, con la policía española, tuvo la impresión de que las investigaciones estaban tocando fondo: no tenían ninguna pista, ni testigos que hubiesen observado algo extraño; según les informaban desde Italia, los carabinieri no encontraron nada irregular en su llegada al aeropuerto de Roma, ni señales de que la puerta de la habitación de su hotel de Florencia hubiese sido forzada, cosa que él mismo comprobó mientras estuvo hospedado en el Pendini, y el sistema informático de la recepción demostraba que no se había hecho ningún duplicado de la llave magnética, así que nadie pudo entrar allí de ese modo y, en consecuencia, todo parecía indicar que Alicia salió del edificio por voluntad propia. Tampoco recibió ninguna llamada en el teléfono del cuarto, de manera que en Italia sólo estuvo en contacto con el juez Baresi y sus colaboradores, y a través del correo electrónico con Vinciguerra, a quien habían interrogado en la cárcel de Opera, en Milán, sin ningún éxito: el ultraderechista les dijo que se había limitado a contestar aquel formulario lo mismo que contestaba todas las cartas y mensajes respetuosos que llegaban a su página web, y que no tenía la más mínima idea de quién era su autora, aunque nada más verlo advirtió que se trataba de alguien «informado, serio y relativamente ecuánime». Las incógnitas, por lo tanto, seguían siendo las mismas. Por ejemplo, ¿para qué salió a la calle a esas horas, sin duda ya muy tarde, como demostraba el hecho de que las preguntas al terrorista de Ordine Nuovo fueran remitidas a las doce y cuarto de la noche, es decir, que hasta ese momento tuvo que estar obligatoriamente en el hotel? «Todo resulta más enigmático precisamente porque no parece haber nada anómalo —le explicó el agente con el que hablaba, que como suele ser habitual en ese tipo de funcionario recurría a un lenguaje de complexión burocrática—. Entiéndame, quiero decir que aparte del hecho ya constatado de que la señorita Durán se encuentre en paradero desconocido, no parece haber pasado nada fuera de lo común; no se perciben movimientos extraños a su alrededor, ni actividades que ella pudiera haber emprendido en Florencia y que nos pareciesen temerarias o susceptibles de comportar algún riesgo; no fue, al menos que nosotros sepamos, a ningún lugar presuntamente peligroso; ni se encontró con individuo alguno de quien se pudiera temer una acción agresiva, tan sólo con el juez Baresi y sus ayudantes; ni tenía previsto en su agenda, que estaba en su mesilla de noche y ha sido estudiada cuidadosamente, reunirse con ninguna otra persona a la que hoy nos pudiésemos dirigir, porque de lo contrario no hay duda de que se lo hubiera dicho al magistrado… A día de hoy, todo esto parece un misterio insondable —se lamentó—, pero a ver qué pasa, estamos a la espera de que el juez dé la orden oportuna para poder comprobar las llamadas recibidas en su móvil o realizadas desde él, y en el momento en que tuviésemos alguna novedad se lo comunicaríamos».

Entró a tomar un café en el bar Molinari, y le preguntó a uno de los camareros cómo llegar a Via Stella. Mientras iba hacia allí, se dijo que tal vez había llegado el momento de avisar a la madre de Alicia, que al parecer era su único pariente cercano, de su desaparición, aunque no sabía de qué manera hacerlo gracias al modo en el que durante tres años ella lo había mantenido absolutamente al margen de su familia, de casi todos sus amigos y, en realidad, de todo su pasado, a lo que él reaccionó como lo hacen todas las personas orgullosas: fingiendo que no le importaba y pagándole con la misma moneda, con lo cual salía perdiendo dos veces, una porque ella lo maltrataba y otra porque él se veía obligado a tratarla peor de lo que querría. «Lástima que no se haya descubierto ningún antibiótico para el rencor», se dijo, sintiendo su memoria infectada por aquellos recuerdos que lo asediaban a la vez que le seguía dando vueltas a la pesadilla en la que de repente se había convertido su vida y al modo en que aquella calamidad lo apartaba de todos sus proyectos. Pensó en El vendedor de milagros y en la «ilusión sin prisas», como él la llamaba, que había depositado en ese segundo libro que tal vez consolidase la buena reputación que se había ganado con el primero, una novela titulada Mala gente que camina con la que logró cierta notoriedad y que le había dado el suficiente crédito como para que sus editores aguardasen con alguna expectación su siguiente trabajo. Él lo quería hacer de forma metódica, sin precipitarse ni dejar que lo hipnotizaran los cantos de las sirenas, y Alicia le incitaba a escribir dándole unos ánimos que él recibía como un insulto, porque parecían ridiculizar todo lo que hacía al compararlo con lo que ella preferiría que hiciese: así, al lado de sus aspiraciones la realidad resultaba tan insignificante que toda ella, el instituto, sus artículos para alguna revista literaria y sus clases, se volvía algo trivial, vacío, sin futuro. Consigo misma actuaba del mismo modo, era exigente, rigurosa y autocrítica hasta el límite y, a fin de cuentas, su famoso hotel de montaña en el que dar clases de Inteligencia Emocional era una forma de desacreditar su profesión y su modo de vida. Juan, eso sí, tuvo que reconocer de nuevo la manera en que Alicia se dejaba la piel en todo aquello que hacía, y en este caso, con sus agotadoras investigaciones sobre la red Gladio, y el modo en el que trataba de salir por la puerta grande de un oficio en el que ya no creía y del que desde hace mucho tiempo deseaba alejarse, lo cual era una extraordinaria lección de integridad. Aunque visto desde la otra orilla, ¿era posible que hubiese tenido la mala suerte de que acabaran con ella cuando estaba a punto de abandonar el barco? «Bueno, pues entonces igual que yo —se dijo—, que estoy aquí y la tengo que buscar porque la he perdido, o alguien se la ha llevado, un segundo antes de abandonarla». Se sonrojó, porque esa clase de ideas le producían vergüenza, pero ¿cómo evitarlas? En este mundo no hay nada más difícil que saber dónde acaba el espíritu de supervivencia y empieza el egoísmo.

Pero para entonces esa clase de razonamientos ya no tenía sentido alguno, porque lo cierto es que estaba en Módena, había ido allí para entrevistarse con el juez Casson y tras un agradable paseo por el casco histórico de la ciudad en el que admiró a la carrera la Chiesa di San Bartolomeo o el Palacio Ducal, ya se encontraba en Via Stella, 22, y frente a él brillaban suavemente las distinguidas luces doradas de la osteria La Francescana.

—Mire usted, a mí me han calumniado, me han perseguido, me han utilizado, me han tenido incomunicado sin una orden judicial en el calabozo de una comisaría, he recibido amenazas de muerte, me han procesado… y siempre guardé silencio. Ahora quizá ya no tengo nada que perder, pero aún no confío en nadie, de manera que no me importa que hablemos, pero me va usted a permitir que yo también registre la conversación, por si acaso.

El inspector Medina dijo eso y, efectivamente, colocó su propia grabadora sobre la mesa a la que se acababan de sentar, en un ángulo, al fondo del establecimiento y de cara a la puerta. Mónica Grandes le había dicho que acababa de leer sucesivamente un manuscrito de la periodista desaparecida en Florencia en el que se diseccionaba el atentado de la calle de Atocha y se lo citaba a él, y después las noticias que salieron en los periódicos cuando fue incriminado en varios delitos, y que su conclusión era que una cosa era consecuencia de la otra.

—Déjeme, antes de nada, que le pregunte algo que tal vez no quiera responder —dijo Mónica, intentando copiar el estilo directo de Alicia Durán—: ¿Es o ha sido usted un espía?

La observó con una expresión torva en la que también había un punto de fatiga, como si aquella cuestión le aburriese. Era un hombre serio, de rasgos tupidos y ojos inescrutables, labios cautelosos que apenas se separaban al hablar, muy probablemente para que nadie pudiera leer a distancia en ellos lo que decía, nariz atormentada por el recuerdo de alguna fractura, que le daba un cierto aspecto de boxeador, mandíbula maciza y unas manos lentas que, de todos modos, entrelazó antes de empezar a hablar, como si le encomendase a cada una de ellas la neutralización de la otra para que sus movimientos no dijeran nada que no quisiese decir él. Miró hacia los lados, para comprobar que no había nadie con Mónica, tal vez un fotógrafo que pudiera tomar imágenes suyas de manera encubierta, y luego dijo, en un tono de voz sorprendentemente grave y bajo, en el que cada palabra parecía desconfiar de la anterior y de la siguiente, y que sin duda usaba para que no le pudieran oír las personas que estaban a su alrededor:

—¿Ha puesto ya su grabadora en marcha?

—Todavía no —dijo Mónica.

—Pues hágalo y empecemos. Yo no tengo por qué decirle a usted nada que no merezca saber todo el mundo. Ya he estado callado demasiado tiempo.