Capítulo once
Capítulo once
Desde la ventana de su hotel, que estaba en la Via Strozzi, en pleno centro histórico de la ciudad, se veían el Campanario de Giotto y la cúpula de Santa Maria del Fiore, y en un breve paseo que había dado aquella misma mañana antes de desayunar, muy temprano, pasó a la carrera por la Piazza del Duomo, cruzó como alma que lleva el diablo el Ponte Vecchio y, mientras buscaba en los alrededores de la catedral una famosa bodega de la que le habían hablado, le echó un vistazo a la basílica de Santa Cruz y al baptisterio de San Juan; pero ése era todo el turismo que iba a hacer Alicia Durán en Florencia: nada de museos, ni un minuto para ver el David de Miguel Ángel, ni el palacio Uffizi, ni las capillas de los Médici, porque sólo tenía tiempo para repasar su entrevista con el juez Pier Luigi Baresi y para cenar con él a las nueve, en el restaurante del hotel Regency, en la Piazza d’Azeglio. Pasó la tarde poniendo en orden sus notas sobre la red Gladio y su presunta relación con el crimen de los abogados de la calle de Atocha, y tratando de seguir un rastro de sangre que iba de Washington a Roma y de ahí a Milán, Bolonia, Madrid, Lisboa, Santiago de Chile, Buenos Aires, La Paz, Caracas… A las ocho se dio un baño y se vistió con una chaqueta roja, una camisa elegante y ni más ni menos escotada de lo que convenía, y unos pantalones oscuros a juego con los zapatos, bastante clásicos, por los que se había decidido, antes de salir de Madrid, después de probarse alrededor de ocho o diez pares. El conjunto, en su opinión, le daba un aspecto a la vez atrevido y respetuoso, que era justo lo que buscaba. En el taxi, sin embargo, se olvidó de sí misma y sólo tuvo ojos para las preguntas que tenía escritas en su libreta y para comprobar que llevaba con ella su pasaporte, su acreditación de periodista y sus dos grabadoras, la principal y la suplente por si la otra fallase, y también que su máquina de fotos funcionaba. Todo estaba en orden.
Vio un par de llamadas perdidas de Juan en su móvil, pero no quiso responder, y se justificó ante sí misma diciéndose que en aquellas circunstancias no debía distraerse y que, en cualquier caso, para tomar decisiones importantes se necesita tiempo, calma y espacio. Romper algo no tiene por qué ser más fácil que construirlo, de hecho las relaciones sentimentales son como las plantas: cuesta menos sembrarlas que arrancarlas.
El hotel Regency era todo cortinas rojas y cubiteras de plata, y el restaurante, llamado Relais Le Jardin, un local sofisticado con porcelana en las paredes, lámparas de araña y un mobiliario que representaba esa idea del buen gusto que consiste en creer que es posible ser moderadamente pretencioso. Intentó traducir todo eso a euros, imaginando que en el periódico iban a poner el grito en el cielo al ver la cuenta. El juez Baresi no estaba allí cuando ella llegó, tal vez porque lo hizo con diez minutos de antelación, sino en un ángulo del jardín, con un Martini seco en la mano derecha y un teléfono móvil en la izquierda, y quien la recibió y la llevó ante él fue un guardaespaldas que, antes de nada, le pidió amablemente que le permitiera inspeccionar su bolso y ver su pasaporte y su carnet de periodista. Luego, otra mujer del servicio de seguridad del magistrado la cacheó, le informó de que no estaba autorizada a tomar fotos, aunque ella podría proporcionarle una reciente si lo deseaba, y le hizo, en un tono amenazador de puro cortés, algunas preguntas de prueba: qué número de ejemplares vendía su diario; en qué estación de metro había que bajarse para llegar a él; cuál era su extensión telefónica en la redacción; cuánto cobraba al mes; cuáles eran los nombres de sus compañeros en la sección de Nacional, de los redactores jefe de Deportes, Cultura y Sociedad y de las dos secretarias del director. La mujer la interrogaba con los ojos clavados en ella, atenta a cada gesto, y luego comparaba minuciosamente las respuestas mirando la pantalla de un iPad que llevaba consigo. Cuando acabó el cuestionario, le pidió que la siguiese. Alicia se fijó en su manera de andar, un tanto profesional, mecánica. Le cayó bien, como todas las personas que hacen su trabajo con seriedad.
El juez Baresi era un hombre pequeño y macizo, que vestía con una elegancia disfrazada de simple formalidad, camisa azul hecha a medida, corbata del mismo tono y traje de un color fronterizo entre el verde y el gris. Alicia se detuvo en sus zapatos de marca, que eran brillantes y flexibles como panteras mojadas, pero sobre todo reparó en lo quietos que estaban bajo la mesa, lo cual probaba su aplomo y confianza en sí mismo. Su mirada era frugal, sus gestos competentes y sus modales defensivos, todas ellas características muy comunes entre las personas que tienen secretos que defender, que se exponen al público y que temen ser analizadas. La saludó con un apretón de manos neutro y tan rápido que en él ya estaba el aviso de que la conversación iba a ser corta y exigía a partes iguales dinamismo y concisión. De hecho, nada más saludarse, y sin siquiera preguntarle si le apetecía tomar algún aperitivo, le propuso que pasaran directamente al comedor, con un ademán que hacía acrobacias entre la cortesía y el autoritarismo y que ella vio que, en diferentes versiones, era muy habitual en aquel ser acostumbrado a tomar la iniciativa y dictar la ley. El juez sólo le preguntó qué tal habían ido el vuelo y el tren desde Roma —«com’e andato il suo viaggio? A che ora è arrivata?»— mientras ponía en silencio su móvil, se sentaba a la mesa, le indicaba con un gesto acompasado de la mano y de los ojos que ella lo hiciese frente a él y le informaba de que se habían tomado la libertad de pedir un pequeño menú de degustación, que él dijo que serviría para que pudiese «di conoscere il gusto squisito di Firenze», y ella dedujo que era simplemente un modo de ahorrar tiempo. En cuanto le hizo la primera pregunta, pudo comprobar que Baresi hablaba una mezcla de español descuidado e italiano cuidadoso que hacía fácil la tarea de entenderlo, y que además no escatimaba ningún esfuerzo en ese sentido: cuando tenía la más mínima duda de que sus palabras hubieran sido comprendidas al cien por cien, desandaba el discurso y lo repetía de otro modo, añadiendo para asegurarse: «Hai capito? È chiaro?». Y si aun así le quedaba alguna sospecha, le pedía a su asistente, la mujer que había registrado e interrogado a Alicia, que lo tradujese: «Marta, per favore, ripeti letteralmente in spagnolo». Ella lo hacía con la eficiencia con que debía de hacerlo todo, y con la misma seguridad con que, sin pedir permiso a nadie ni dar explicación alguna, había puesto su propia grabadora sobre la mesa, para avisarla de que no intentase manipular las palabras de su señoría; es decir, que hizo exactamente lo mismo que había hecho unos días antes, en su despacho de Madrid, el abogado Juan Garcés.
Pier Luigi Baresi: «Los asesinos de la calle de Atocha trabajaban para la CIA, aunque tal vez no lo supieran».
Si alguien te pregunta qué tienen en común los malhechores más peligrosos de Italia y respondes que al juez Baresi, podrá pensar que exageras pero no que desvarías. Naturalmente, no resulta ni mucho menos sencillo acercarse a una persona que vive en el punto de mira de la Mafia y de otras asociaciones criminales, que han encontrado en él a un enemigo incorruptible y capaz de poner en jaque al propio Gobierno de su país, investigando los vínculos entre la política y la Cosa Nostra y sentando en el banquillo a relevantes cargos públicos. En 1990, junto al juez veneciano Felice Casson, forzó al propio Presidente de la República, Giulio Andreotti, a hacer públicos en el Parlamento los informes policiales que obraban en su poder y que probaban la existencia en Italia de la red Gladio, que es el nombre que adoptó en Europa la organización terrorista Stay Behind, montada por la CIA para cometer una larga cadena de atentados que lograsen crear un clima de inseguridad continua e impidieran la expansión del comunismo por el continente, puesto que todas las matanzas se atribuían por sistema a bandas paramilitares que actuaban al servicio de la Unión Soviética o a individuos de ideología comunista o anarquista. Las acciones de Gladio incluyeron masacres como las llevadas a cabo en la Piazza Fontana, de Milán, o en la Piazza della Loggia, en Brescia, y también son muchas las pistas que la relacionan con la ejecución, en 1978, del jefe de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, al que probablemente se permitió que secuestrasen las Brigadas Rojas, o al cual, como mínimo, se dejó que asesinasen, sin hacer nada por evitarlo, pese a las cartas desesperadas que mandó a sus compañeros de partido y a la prensa pidiendo un canje de prisioneros entre el Estado y los terroristas, y por cuya muerte el juez Pier Luigi Baresi logró que en el año 2002, tras un largo proceso, se condenara al propio Andreotti, como instigador de aquel magnicidio, a veinte años de prisión. Uno más tarde, esa pena fue anulada por la corte di cassazione de Perugia.
—¿Cuándo oyó hablar por primera vez de la red Gladio?
—En mi profesión, uno no puede prestarles oídos a las habladurías, sólo a los hechos, y siempre y cuando esos hechos sean demostrables. Por eso debo contestarle que en el año 1976. Por supuesto que antes de esa fecha manejábamos ciertos indicios y algunos datos que parecían establecer conexiones entre diversos atentados llevados a cabo en diferentes países de Europa e indicar que esa organización que usted menciona existía; pero ese año, una investigación del Senado norteamericano a la CIA certificó oficialmente su existencia. Dos años más tarde, su antiguo director dio en sus memorias detalles muy exactos de cómo entrenaban y armaban a los pistoleros de Gladio.
—¿El director de la CIA?
—Eso es. William Colby. El libro se titula Honorable men y, si me lo permite, me atrevo a recomendarle que lo lea, aunque tal vez ya lo haya hecho.
—Lo conozco y sé que en él describe a sus mercenarios de Stay Behind como «una nueva generación de templarios, encargados de defender la libertad occidental contra el oscurantismo comunista».
—Sí, un hombre disparatado… Pero también era el jefe de la trama y nos dio una información muy útil.
—De hecho, parece que dio demasiada: murió de manera misteriosa, nada más jubilarse, mientras pescaba en su bote…
—Sí, así es como funcionan las cosas en ese mundo en el que todo lo que no es lealtad ciega es traición. En cualquier caso, permítame decirle que se equivoca usted en algo: no todos los extremistas que reclutaba esa gente eran simples mercenarios, aunque los había, lo mismo que había antiguos miembros de la Gestapo y las SS, casi todos ellos espías atrapados en la retaguardia después de la retirada de la Wehrmacht. Pero la mayor parte estaban allí por razones puramente ideológicas. Es el caso de los jóvenes españoles de Fuerza Nueva y de nuestros neofascistas de Ordine Nuovo, que coinciden en muchas más cosas que en el nombre. De hecho, los primeros ensayos de aquel movimiento subversivo comenzaron en Italia, cuando ofrecieron al antiguo líder de los escuadrones de la muerte, el príncipe Valerio Borghese —quien, por cierto, también encontró asilo en España y murió en su casa de Cádiz, en 1982—, la posibilidad de que revelara los nombres de sus agentes, para así poder salvarlos, convirtiéndolos en soldados clandestinos de una guerra sucia contra las fuerzas del Pacto de Varsovia. Después hicieron lo mismo en Francia, alistando al antiguo comisario general de la policía colaboracionista, y en la propia Alemania, donde pusieron al frente de los servicios secretos del país al mismo general que había dirigido la inteligencia del ejército nazi.
—Reinhard Gehlen. A principios de los años cincuenta, la prensa alemana denunció la existencia de un grupo ultraderechista, el Bund Deutscher Jugend, cuyos militantes habían sido adiestrados por los Estados Unidos y cuya primera misión era tener lista la ejecución de los principales líderes de la izquierda, para llevarla a cabo en el momento en que se produjese una eventual invasión de Europa por parte de la URSS. Él había organizado esa nueva «noche de los cuchillos largos».
—Exacto. Y todo parece indicar que había uno como él en cada país de Europa. Todas las comisiones parlamentarias que investigaron esos sucesos en la mayor parte de las naciones del continente llegaron a la misma conclusión: la red Gladio no era, en modo alguno, una simple fantasía.
—Al contrario, esa gente orquestó desde Washington la famosa strategia della tensione, y sus comandos la pusieron en práctica dedicándose a la conspiración y el crimen.
—Bueno, la expresión stay behind la usaban los británicos para calificar la tarea de sus agentes secretos atrapados detrás de las líneas enemigas, cuya misión era organizar la resistencia, y ése es un concepto muy amplio: incluye demasiadas cosas que están al margen de la ley y que si en tiempos de guerra tal vez puedan llegar a tener alguna justificación, en épocas de paz resultan de todo punto intolerables. Pero sí, en cualquier caso resulta obvio que, salvo algunas excepciones que confirman la regla, los movimientos de sus agentes no eran espontáneos, sino parte de un programa. Los asesinos de la calle de Atocha, por centrarnos en el suceso que a usted le interesa, interpretaron su papel, pero no escribieron el guión.
—De hecho, unos documentos de la CIA que llegaron a hacerse públicos cuando fueron desclasificados explican cómo la organización se dividía en cinco grupos, dedicados a la «guerra psicológica», la «guerra política», la «guerra económica», la «acción directa preventiva» —es decir, la que tenía como cometido la ayuda a las guerrillas, el sabotaje, la destrucción y la infiltración de los agentes dobles— y, finalmente, un grupo que, bajo el epígrafe de «actividades diversas», es el más temible por ser el más indeterminado.
—Sin duda. Es más que probable que las matanzas de Milán o Brescia, aquí en Italia, y tantas otras cometidas a lo largo y ancho de toda Europa, fuesen incluidas en esas «actividades diversas». En el ámbito criminal, el fin siempre justifica los medios. Y, de hecho, en esos papeles que usted acaba de mencionar se argumenta que las Stay Behind deben tener carta blanca a la hora de desestabilizar los países en los que operen, porque de lo contrario «el enemigo podría tomar el poder por vía electoral en cualquier momento, gracias a las votaciones democráticas».
—Para conseguir todo eso hacen falta dos cosas: un Gobierno falso, es decir, manejado por fuerzas oscuras, y un auténtico ejército. ¿Tiene idea de cuántos paramilitares integraban la red Gladio?
—Es difícil de saber, porque obviamente no contamos con la ayuda de ninguno de los Gobiernos implicados, esos a los que usted llama «falsos», aunque yo no llegaría tan lejos. Las únicas cifras a nuestra disposición son de 1952, y ya para entonces contaba con tres mil colaboradores, con medio centenar de células operativas en el extranjero y con un presupuesto anual de doscientos millones de dólares. En esa época, sus acciones más sonadas fueron el derrocamiento de los presidentes de Irán, en 1953, y de Guatemala, un año más tarde, aparte de una serie de acciones desestabilizadoras llevadas a cabo en países de la órbita comunista, como Albania, Corea y Polonia.
—Pero la máquina no se detuvo ahí, la política exterior fue suplantada por el terrorismo de Estado y la violencia desplazó a la diplomacia: por qué enviar embajadores, pudiendo mandar pistoleros. En los años setenta, las Stay Behind se multiplicaron y la organización se fue propagando por toda Latinoamérica.
—Sobre todo a partir de 1973, cuando la llamada Dirección de Operaciones lanzó una ofensiva destinada a frenar el avance de la izquierda en países como Argentina, Chile o Uruguay, y para ello se reclutó a agentes como el fundador de Avanguardia Nazionale, Stefano Delle Chiaie, o el nazi Klaus Barbie, el tristemente célebre Carnicero de Lyon, que estaba refugiado en Bolivia, donde, por cierto, colaboró con Delle Chiaie en el golpe de Estado de los militares contra la presidenta Lidia Gueiler.
—Delle Chiaie y Barbie estaban en Bolivia, donde también fue a parar uno de los ultras que mató a los abogados laboralistas de la calle de Atocha, porque los habían llevado allí a través de lo que en su jerga se llama una ratline, es decir, una de las rutas de escape que montó la CIA para librar de la cárcel a los criminales de guerra que había alistado a su servicio. Barbie, efectivamente, asesoró en La Paz a varios dictadores, entre 1964 y 1981, dirigió grupos paramilitares que les hacían el trabajo sucio y hasta se dice que fue él quien diseñó la emboscada que culminó con la muerte del Che Guevara, en 1967.
—Corren muchas leyendas. Pero lo que es seguro es su relación con el Plan Cóndor, aquel engranaje montado por la CIA para coordinar la represión llevada a cabo por las dictaduras del Cono Sur, entre 1970 y 1980. La llamada Doctrina Truman explicaba que su tarea era «perseguir, detener, torturar y promover la desaparición o muerte de personas consideradas subversivas del orden instaurado», y los escuadrones de la muerte de Uruguay, Argentina, Brasil, Chile, Bolivia o Paraguay la siguieron al pie de la letra. El rastro que dejaron es desolador y se pudo calcular a finales de 1992, cuando un juez de Paraguay mandó registrar una comisaría de los suburbios de Asunción y se encontró con los que pronto fueron conocidos como Archivos del Terror, en los que se detallaba el calvario de alrededor de medio millón de víctimas de los tétricos servicios de seguridad de Uruguay, Brasil, Argentina, Chile, Bolivia y Paraguay, cincuenta mil muertos declarados, más de treinta mil desaparecidos y alrededor de cuatrocientas mil personas encarceladas.
—Las conexiones entre el Plan Cóndor y la red Gladio son indudables: a los ex ministros chilenos Bernardo Leighton y Orlando Letelier los fueron a matar a Roma y a Washington, igual que hicieron con el general Carlos Prats en Argentina; y el atentado que dejó parapléjico al primero de ellos fue organizado por Stefano Delle Chiaie, que además de ser uno de los líderes del neofascismo italiano, como jefe de Avanguardia Nazionale, que era una escisión de Ordine Nuovo, trabajaba para la policía secreta de Pinochet, la DINA, y para los servicios secretos españoles.
—También hay testimonios fiables que sostienen que poco después del intento de asesinato de Leighton en Roma, el propio Pinochet le encargó en Madrid a Delle Chiaie, durante el funeral de Franco, que asesinara al secretario general del Partido Socialista Chileno, Carlos Altamirano. Para llevar a cabo ese encargo, Delle Chiaie se reunió en Francia con otros ultraderechistas, miembros de la OAS, pero no pudieron cumplir su cometido, porque Altamirano estaba amparado por la República Democrática Alemana, fuertemente protegido por la Stasi… Los caminos de ida y vuelta son innumerables: ese mismo año de 1975, por ejemplo, está demostrado que el máximo responsable de la DINA viajó a los Estados Unidos para pasar quince días en el cuartel general de la CIA en Langley, Virginia. Y los miembros de Avanguardia Nazionale, con Stefano Delle Chiaie a la cabeza, pasaron de España a Sudamérica, pelearon contra los montoneros en Argentina, organizaron el aparato represor del Ministerio del Interior en Bolivia y fueron el brazo armado de Pinochet tanto dentro de Chile como fuera, entre otras cosas.
—Delle Chiaie estaba muy cerca de otro personaje importante, Licio Gelli, que era el Venerable Maestro de la logia masónica Propaganda Due y antes y después de eso había sido agente de Mussolini, soldado en la Guerra Civil española y miembro de la CIA.
—Sí, y sobre todo, siempre un hombre muy cercano al poder, del que podemos recordar, a modo de ejemplo, que estuvo en la toma de posesión de tres presidentes norteamericanos, sentado en la tribuna reservada a las personalidades más relevantes del mundo. Gelli era un fascista convencido, que efectivamente había ido a combatir a España como voluntario de los Camisas Negras. Después actuó como enlace en la Alemania del Tercer Reich y acabó, al igual que tantos otros de su clase, en la CIA. Su papel esencial en la creación de la red Gladio y del Plan Cóndor es incuestionable. A ese respecto, merece la pena señalar que fue muy amigo de Perón y de los dirigentes de la Triple A. Muchos lo veían como el modelo a imitar, y Delle Chiaie estaba, naturalmente, entre ellos.
—¿Cómo descubrió su vinculación con el crimen de la calle de Atocha?
—No fue difícil, si quiere que le sea sincero, porque las pruebas tanto de su presencia en el país como de su colaboración con los ultras de Fuerza Nueva y con los servicios secretos, son abrumadoras; y las sospechas sobre su implicación en diversos homicidios, también. Él encontró allí, como tantos elementos de la extrema derecha, un refugio seguro; de hecho, cuando lo interrogamos, Delle Chiaie declaró haber tenido siempre «el mejor salvoconducto, que era la aprobación personal del Generalísimo». Había llegado a Barcelona en 1973, más que probablemente con la ayuda del Servizio Informazioni Difesa de Italia y a través de una falsa empresa de importación y exportación que se encargaba de desplazar y de poner a salvo a los terroristas, llamada ENIESA, y de allí pasó a Madrid, donde organizó un cuartel general para los ultraderechistas de los dos países, en la pizzería Il Appuntamento. En ese restaurante, él y los policías de la antigua Brigada Político-Social pusieron en marcha diversos actos delictivos, y uno de ellos fue el asesinato de los abogados laboralistas. Por eso el ultra al que usted se refería, y que era uno de los autores confesos de la masacre, se escapó a Bolivia, para reunirse con él, aprovechando un inexplicable permiso penitenciario. A día de hoy, sabemos a ciencia cierta que él no fue el italiano que ametralló a los abogados laboralistas de la calle de Atocha, sino otro llamado Carlo Cicuttini, pero sí que tuvo mucho que ver con aquel crimen, entre otras cosas porque el arma con la que se llevó a cabo, la famosa Ingram M-10, fue encontrada en poder de uno de sus lugartenientes, Vincenzo Vinciguerra, durante un registro ordenado por mí, y se pudo averiguar que a éste se la había entregado su jefe.
—Pero fuese Delle Chiaie en persona o uno de sus hombres, de lo que no tienen dudas, en cualquier caso, es de que allí hubo un miembro de Ordine Nuovo al mando de los ultraderechistas españoles.
—No, realmente no las tenemos, ni los colegas de Roma y Venecia que iniciaron la investigación sobre el neofascismo y sus conexiones con el extranjero, ni yo mismo: allí hubo una ametralladora y fue un terrorista italiano quien la disparó, muy probablemente Cicuttini, que se había refugiado en Madrid tras llevar a cabo el atentado de Peteano di Sagrado. Las evidencias son innegables y, además, las confirmó un arrepentido de la Internacional Negra que decidió colaborar con nosotros. El asesinato de los abogados de la calle de Atocha es un capítulo terrible, pero sólo uno más, de la guerra sucia de Stay Behind y de su filial europea, la red Gladio, contra el comunismo. A veces actuaban a pequeña escala, con golpes como ése, y otras desplegando un ataque de gran envergadura: el día que explotó la bomba de la Piazza Fontana, en las oficinas de la Banca Nazionale dell’Agricoltura, lo hicieron otras dos, una en la propia Milán y otra en Roma, y una cuarta fue desactivada en Parma. Las Brigadas Rojas surgieron, según algunas teorías, como respuesta a esos actos, lo mismo que Avanguardia Nazionale decía haber tomado las armas para evitar que la Democracia Cristiana propiciase la entrada del PCI en el Gobierno, tal y como planeaba su jefe, Aldo Moro. Todos tenían una disculpa pero ninguno tenía conciencia, y gracias a unos y otros, vivimos durante toda la década de los setenta lo que nosotros llamamos nuestros anni di piombo. En España ocurrió algo parecido.
—¿Por qué fue tan difícil detener a Delle Chiaie, si las pruebas contra él eran tan concluyentes?
—Pues porque lo amparaban los países en los que se fue escondiendo. Pero la Justicia italiana hizo su trabajo: fue condenado en rebeldía por sus actividades al frente de Avanguardia Nazionale, por el Golpe Borghese, por las masacres de la estación de Bolonia y la Piazza Fontana, por un ataque contra una escuela de Roma y por el asesinato del juez Vittorio Occorsio, que ya rastreaba la pista a la red Gladio y dictó contra él una orden internacional de busca y captura que, finalmente, dio sus frutos, porque fue detenido en Venezuela, a comienzos de los años ochenta, y deportado a Italia para sentarse en el banquillo y responder a las acusaciones que se le hacían por su participación en las matanzas de Milán y Bolonia.
—Y no sirvió de nada, dado que fue absuelto, por falta de pruebas.
—Sí, así es, no se le pudo condenar, pero aun así no estoy de acuerdo en que todo el trabajo llevado a cabo para ponerlo ante un tribunal fuese inútil. Ejercer la justicia nunca lo es, en mi opinión. Y Delle Chiaie arrojó luz sobre algunos puntos de gran interés durante ese juicio y también a lo largo de una comparecencia celebrada en el Parlamento, en 1997, ante la Comisión contra el Terrorismo, donde reconoció la existencia de la Internacional Negra y de la red Gladio, y dijo que ésta trabajaba para una supuesta Liga Anticomunista Mundial que, según sus propias palabras, «no era más que una fachada de la CIA». También aceptó haber participado en algunos sucesos ocurridos en España e hizo referencia expresa al secuestro, tortura y ejecución del activista vasco Pertur, en el sur de Francia, y a otros episodios de la guerra sucia contra ETA, alguno de ellos con víctimas mortales, que en su momento habían sido reivindicados por el Batallón Vasco Español. Con respecto a la matanza de la calle de Atocha, lo único que declaró fue que «los autores materiales de la matanza estaban estrechamente relacionados con un sector de la policía española que buscaba provocar una intervención del Ejército y luego culparnos a nosotros los neofascistas». Según él, cuando se dio cuenta «de las verdaderas pretensiones de esos miembros de la Brigada Político-Social que iban a Il Appuntamento» ordenó a sus hombres la retirada.
—¿Hasta dónde llegaban las raíces de la red Gladio? Ha mencionado los casos de Italia y España, y en ambos parece evidente que los terroristas no sólo tenían cómplices en las Fuerzas Armadas y los servicios secretos europeos, que se coordinaban a través del llamado Club de Berna, sino también dentro del sistema judicial; y por eso la mayor parte de los detenidos se daba a la fuga aprovechando un permiso carcelario, terminaban siendo absueltos por falta de pruebas o amnistiados si se les llegaba a condenar. Eso sirve para los ultras implicados en la matanza de los abogados laboralistas de la calle de Atocha y, como usted sabe mejor que nadie, para el ex presidente Andreotti.
—El caso de Andreotti es de otra clase, harina de otro costal, como dicen en su país. No conviene mezclar las cosas.
—Lo es relativamente. Ustedes lo acusaron de encargar los asesinatos del periodista Mino Pecorelli y de Aldo Moro. A los dos los mataron las Stay Behind, y de hecho su colega el juez Felice Casson, que instruía el sumario, dijo que descubrió la existencia de Gladio leyendo las cartas que Aldo Moro escribió en el lugar donde lo tenían secuestrado.
—Debemos ser cautelosos y, sobre todo, evitar a cualquier precio caer en la tentación de desprestigiar el sistema judicial en su conjunto, porque eso pondría en peligro nuestros Estados. Hay que encontrar las manzanas podridas, no tirar toda la fruta. Dejando eso claro, no puede negarse que hay demasiadas coincidencias en la sucesión de huidas, desapariciones, negligencias policiales, amnistías y puestas en libertad de los activistas de la red Gladio, especialmente en Italia y España. Y en cuanto al caso Moro, sólo hay que recordar que cuando fue asaltado en Roma por los terroristas de las Brigadas Rojas que mataron a sus cinco escoltas y lo secuestraron a él, se dirigía al Parlamento a formar un Gobierno de coalición con el Partido Comunista Italiano; y luego conviene leer sus cartas, en las que deja entrever que estaba seguro de que su detención y condena a muerte estaban organizadas por los servicios secretos norteamericanos y avaladas por algunos miembros de su propio partido.
—Lo que ocurre es que esas manzanas de las que usted habla además de estar envenenadas eran invisibles, y muy ambiguas: del Presidente de la República, Francesco Cossiga, nunca se supo si era enemigo de Gladio o era uno de sus miembros; ni si intentó salvar a su compañero Aldo o lo abandonó a su suerte para que lo ejecutaran.
—Bueno, a Cossiga le tocó un papel doloroso pero inevitable, que fue el de anunciar al pueblo italiano que el Gobierno no iba a negociar con los terroristas de las Brigadas Rojas, pese a que Moro les suplicaba en sus cartas que lo hiciesen. Él mismo lo dijo años después en una entrevista: «No sé si los otros miembros del partido eran conscientes de que lo estábamos condenando a muerte, pero yo sí». Tal vez por eso fue el único componente del Ejecutivo que dimitió cuando el 10 de mayo encontraron el cuerpo sin vida de Moro en el maletero de un coche. Pero, en cualquier caso, nos podemos repetir la pregunta que se hace el escritor Leonardo Sciascia, que por aquel entonces era diputado del Partido Radical y participó en la comisión encargada de investigar los hechos, en su libro El caso Moro: ¿Por qué tanta firmeza a la hora de negarse a negociar con las Brigadas Rojas? ¿De dónde salió esa tenacidad, en un Estado que llevaba más de un siglo conviviendo con la Mafia siciliana, con la Camorra napolitana y con la delincuencia sarda? Y con respecto a su otra pregunta, piense que cuando él denuncia la existencia de la red Gladio, hay que tener en cuenta que uno de los grandes empeños de esa organización era evitar que el mayor partido comunista de Europa, el italiano, llegase al Gobierno, y que, como acabo de decirle, en esos instantes la Democracia Cristiana y el PCI estaban hablando de formar una coalición para alcanzar el poder. ¿Actuaría él contra los intereses de su propio partido, por muy anticomunista que fuera? Es difícil saberlo, porque uno nunca pisa terreno estable con alguien así, capaz de erigirse en guardián de la democracia y, en el otro extremo, de reprimir las manifestaciones de estudiantes y obreros de la primavera de 1977 con tanta dureza que hubo varios muertos, y explicar su actitud de este modo: «Ha sido fácil aniquilar los disturbios, sólo tuve que mandar unos tanques a la Universidad de Roma y a unos carabinieri con metralletas a las calles de Bolonia».
—También el director de los servicios secretos de su país, el almirante Fulvio Martini, reveló al Corriere della Sera que a Moro lo había mandado eliminar la red Gladio, que la CIA «promovió una serie de atentados con bomba en Italia entre los años 1960 y 1970» y que el Gobierno de su país conocía sobradamente la existencia de ese «ejército invisible» de la OTAN.
—Lo sabía todo el mundo, incluido el propio Moro, que habla en una de las cartas que escribió durante su cautiverio de la implicación en el mismo de esa red criminal. Cómo no iban a saberlo, si Gladio llevaba operando en Italia desde 1949, que es cuando la CIA estableció aquí una unidad de inteligencia de sus fuerzas armadas, con el nombre de SIFAR, integrada en parte con los antiguos miembros de la policía secreta de Mussolini, entre ellos el agente nazi Licio Gelli, que dejó de estar al servicio de Hitler para estarlo al de Henry Kissinger, y que también era la máxima autoridad de la logia masónica P2 en Italia. Las pruebas de esa trama son abrumadoras. Durante el juicio por el atentado de 1969 en Milán, por ejemplo, el antiguo jefe de nuestra inteligencia militar, el general Gianadelio Maletti, declaró que los explosivos habían sido suministrados por la CIA, a través de un grupo terrorista alemán. Y cinco años después, su sucesor, el general Vito Miceli, sentado en el banquillo por haber «promovido, instaurado y organizado en Italia, con la ayuda de otros cómplices, una asociación secreta que agrupaba civiles y militares y cuyo objetivo era provocar una insurrección armada para modificar ilegalmente la Constitución y la composición del Gobierno», se defendió exclamando: «¡Yo no hice más que obedecer las órdenes de Estados Unidos y de la OTAN!».
—Siempre Kissinger. Parece mentira que le dieran el premio Nobel de la Paz…
—En este caso, es inevitable nombrarlo, porque lo que voy a decirle a continuación no prueba nada, pero resulta muy sospechoso: cuatro años antes de su muerte, en 1974, Aldo Moro fue a Washington en visita oficial, como Primer Ministro italiano, y se sabe que el secretario de Estado norteamericano le dijo: «Usted debe abandonar su política actual… o tendrá que pagar un alto precio por ello». Tal vez sólo fuera una frase.
—¿Las Brigadas Rojas, por lo tanto, estaban en realidad al servicio de la CIA, como tal vez lo estuvieron los GRAPO en España?
—No sé si se podría afirmar eso de manera concluyente, pero cuando uno de sus fundadores, Alberto Franceschini, fue detenido, dejó claro en sus declaraciones que el jefe de la banda era Mario Moretti, que además del líder de las Brigadas Rojas era un espía al servicio de los servicios secretos de Estados Unidos. Y él fue el cerebro del asesinato de Aldo Moro.
—Entonces, todo encaja.
—Las Brigadas Rojas, como ya hemos dicho, secuestraron a Moro cuando iba a dirigir en el Parlamento una sesión en la que su partido, la Democracia Cristiana, doblegándose a su apuesta por el llamado «compromesso storico», iba a propiciar la entrada del Partido Comunista en el Gobierno. Un alto representante del Departamento de Estado norteamericano, enviado a Roma al día siguiente del secuestro, confesó que Moro «había sido sacrificado para ayudar a la estabilidad de Italia» y que él y Cossiga habían escrito y hecho pública la carta en la que se afirmaba que había sido ejecutado, y se la habían atribuido a las Brigadas Rojas para impedir cualquier negociación y precipitar su muerte, porque al parecer tenían miedo de que revelara ciertos secretos de Estado entre los cuales, a la luz de algunas de las cartas que escribió, bien podría estar el asunto de la red Gladio. Las investigaciones posteriores a su asesinato llevaron a los carabinieri a una imprenta que se llamaba Triaca y estaba en Via Pio Foà en la que se compuso ese comunicado falso, atribuido a los secuestradores pero hecho por los servicios secretos, que anunciaba la ejecución de Moro, seguramente para predisponer a sus captores a matarlo y para pulsar la reacción de los ciudadanos ante la noticia, que no era cierta pero lo iba a ser muy pronto. La policía comprobó que las máquinas que allí había eran propiedad del Ministerio de Transportes y del Ejército. Treinta años más tarde, el psiquiatra y experto en la lucha antiterrorista que los Estados Unidos enviaron como mediador ha declarado a La Stampa que «manipuló, por orden de su Gobierno, al grupo terrorista de extrema izquierda para que asesinara al antiguo Primer Ministro y líder democristiano».
—Según un documental de la BBC que, como no podía ser menos, se titula Operación Gladio, todos los países que formaban parte integrante de la OTAN habían firmado un protocolo secreto en el que se comprometían a no perseguir a las organizaciones nazi-fascistas. ¿Cree usted que eso es cierto?
—Conozco ese rumor, y creo que no es en absoluto descartable, pero como le dije al inicio de esta entrevista, mi tarea no es creer o no creer las cosas, sino demostrarlas. En cualquier caso, no creo que se pueda hablar de todos los países de la OTAN: sólo estuvieron implicados los más corruptos. Me temo que España e Italia estaban entre ellos.
—Usted se quejó, en su momento, de la falta total de colaboración por parte del Gobierno de España cuando le pidieron su ayuda para investigar la participación de los terroristas italianos en el crimen de la calle de Atocha.
—Eso es absolutamente cierto. Pedimos informes que nunca nos enviaron, y les dimos a conocer las confesiones del fascista arrepentido del que antes le he hablado, pero desafortunadamente las autoridades españolas ni siquiera se molestaron en respondernos. Les pedimos también que nos explicaran la base legal que sustentó la puesta en libertad sin cargos de los dos italianos interrogados en Madrid tras el asesinato de los abogados, pero tampoco lo hicieron. Y, finalmente, les insistimos en que nos dieran su punto de vista sobre las metralletas Ingram M-10 de ida y vuelta que aparecen en toda esta trama: por un lado, la que se usó para asesinar al juez Occorsio, que era propiedad de la policía española, y por otro la que se utilizó para ejecutar a los abogados de la calle de Atocha y que después fue encontrada en Roma, en poder de Pier Vincenzo Vinciguerra. Tampoco logramos que nos diesen contestación alguna.
—Dos inspectores de la Brigada Antigolpe siguieron la pista de las Mariettas, y descubrieron que eran subfusiles pertenecientes al Servicio Central de Documentación de la Presidencia del Gobierno, compradas por la Policía española a la fábrica de armas norteamericana Military Armament Corporation, de Atlanta. Pero cuando estaban a punto de viajar a Roma y a Milán para mostrarle a Vinciguerra fotos de varios miembros del SECED, con la intención de que el ultraderechista identificase a la persona que le había dado el arma, ambos fueron cesados y la investigación se cerró.
—Como ya le he comentado —dice el juez Baresi, recogiendo unos papeles para guardarlos en su cartera, lo cual es un signo inequívoco de que está a punto de dar nuestra conversación por terminada—, la contribución de las autoridades españolas a nuestras pesquisas fue nula, y si quiere que le sea sincero, a mis colaboradores y a mí nos dio la impresión de que tenían más deseos de pasar esa página de la historia de España que de que alguien la contase y, por qué no decirlo, también nos pareció que protegían descaradamente a los neofascistas italianos que nosotros perseguíamos y de cuyos delitos había múltiples pruebas en Italia y sospechas más que fundadas de los que pudieron haber cometido en España, por ejemplo en el caso de los abogados laboralistas de la calle de Atocha. A alguno llegaron a casarlo precipitadamente con la hija de un general para así concederle por la vía rápida la nacionalidad española y blindarlo contra los tribunales de mi país. A partir de ahí, cada uno puede sacar las conclusiones que crea convenientes. Para nosotros tampoco es nueva esa actitud: nuestro propio Gobierno también mantuvo en esos años las puertas cerradas para los jueces y abiertas para los criminales, y la mayoría de los incriminados en las diferentes acciones de la red Gladio fueron encubiertos y se han mantenido tan fuera de la ley como a salvo de ella. Y otros nunca llegaron a ser más que un fantasma, como el pistolero de Ordine Nuovo que estuvo en la calle de Atocha o el misterioso hombre con acento extranjero que ametralló en la Via Fani de Roma a los cinco guardaespaldas que formaban el servicio de seguridad de Aldo Moro.
—¿Sabía usted que nada más cometerse el crimen de Atocha alguien se presentó en el despacho de los abogados y tapó los agujeros de bala de las paredes, sin duda para que las ráfagas de la ametralladora no fuesen evidentes?
—Habíamos oído esa historia, sí; y de hecho también preguntamos a nuestros colegas de su país si era cierta; pero por desgracia esa pregunta también quedó en el aire.
Hablamos, para terminar, del papel de la CIA en todo aquel drama, y el juez Pier Luigi Baresi, a la vez que se pone en pie y me estrecha la mano, me recuerda que un informe del Parlamento de Italia, publicado en el año 2000, concluyó que «agentes de inteligencia de los EE.UU. estaban al corriente de varios ataques terroristas como los de Piazza Fontana, en Milán, y Piazza della Loggia, en Brescia, y a pesar de ello no hicieron nada para alertar a las autoridades italianas». Le pregunto si eso también vale para el crimen de la calle de Atocha y me dice que «no es una hipótesis descartable», y cuando le pido que me aconseje algún modo de llegar hasta uno de los jefes de Ordine Nuovo, Vincenzo Vinciguerra, que muy probablemente fue quien recibió de los fascistas españoles la Ingram M-10 utilizada en el atentado y que aún cumple condena en una cárcel de Milán, le hace una seña a su ayudante para que me facilite el contacto que necesito. Nada más apuntarlo, y cuando creo que seguramente ya no se lo espera, lanzo una última cuestión: «¿Si titulo que a aquellos abogados laboralistas los mandó matar la CIA, estaré engañando a mis lectores?». Titubea unos segundos pero se rehace pronto, me observa con un asomo de condescendencia en la cara y dice: «Si pone que, aunque quizá no lo supiesen, los asesinos trabajaban para ella, será más precisa». Regreso al hotel con la sensación de que en este mundo no hay nada más difícil que saber la verdad, porque los que la escriben son los dueños de las mentiras.
Alicia Durán transcribió y redactó esa entrevista en su hotel, frente a la cúpula de Santa Maria del Fiore, siguiendo su costumbre de hacerlo mientras aún pudiera recordar la voz y los gestos de la persona con la que había hablado, porque consideraba eso una parte esencial de su trabajo, que en su opinión consistía en lograr que lo que decían los personajes con los que hablaba fuera, de un solo golpe, su autorretrato y su radiografía. Acabó extenuada pero contenta con el resultado, segura de que las revelaciones del magistrado Pier Luigi Baresi eran una pieza de caza mayor, aunque no pudo evitar echarse en cara su alegría: pero por qué haces esto, a ti qué te importa, si tú lo que quieres es dejar el periodismo y montar tu hotel en un bosque, dar tus clases de Inteligencia Emocional y Morfopsicología, y vivir rodeada de nieve como esa arqueóloga, Mónica Grandes, y su amiga, la jueza Bárbara Valdés. En algún momento tuvo la tentación de llamar a Juan para decirle que le echaba de menos y para contarle que aquella mañana había gastado la mitad de su brevísimo paseo por Florencia en ir a la fiaschetteria más famosa de la ciudad, la Cantinetta Antinori, entre Santa Maria Novella y la catedral, para comprarle una botella de Ca’Bianca Barolo, pero no fue lo suficientemente fuerte como para dejarse vencer por ella. Si hubiese sabido lo que iba a pasar, sin duda habría actuado de una forma muy distinta.