Capítulo cinco

Capítulo cinco

Alicia y Juan se dejaron caer, consumidos, cada uno en su lado de la cama. Habían estado en la sierra toda la mañana, visitando algunos terrenos en venta donde pensaban que se podría construir su hotel y dar sus cursos de Inteligencia Emocional, y por la noche, de regreso a Madrid, primero fueron al teatro y después a un restaurante que les gustaba a los dos, a él porque tenían platos vegetarianos y alguno de sus vinos favoritos, y a ella porque había una buena cocina mediterránea. Se habían tomado una botella de Château Cantemerle a la luz de una vela, mientras hacían planes y hablaban del libro de entrevistas de Alicia y de una novela que Juan acababa de empezar a escribir; y al regresar a casa se habían arrebatado uno a otro la ropa en el recibidor con manos urgentes, como si fuera una vez más la primera vez. Antes de quedarse dormidos, los dos le dijeron al otro que era el gran amor de su vida, aunque uno de ellos no lo pensaba de verdad.

Juan la despertó temprano, con un buen desayuno listo en la cocina, y aprovechando que era sábado y ninguno de los dos tenía que ir a trabajar, cada uno se puso a escribir en una habitación distinta. Ella tenía tiempo sólo hasta el mediodía, porque después había quedado con los dos primeros personajes desconocidos a los que pensaba entrevistar, que eran el matrimonio que había visto en la plaza, ella vestida con un chándal y él con una camisa a cuadros, y que a primera vista le habían parecido tan diferentes, o más bien tan opuestos en todo, desde su expresión a su forma de moverse y de hablar. Aunque quién sabe, porque las parejas son como los números impares: si los divides para ver qué hay dentro, el resultado nunca es una cifra redonda, sino que está lleno de decimales, de inexactitudes. Una pareja es un río con tres orillas.

Alicia llegó puntual y enfadada a la casa de Dolores y Paulino, que así es como se llamaban. El enfado provenía de una discusión que acababa de tener con el redactor jefe de su sección, que la había llamado para ponerle unas cuantas pegas absurdas a un reportaje que dejó preparado para que el periódico lo publicara el domingo. El muy cretino era de esos a los que les gusta que quede claro quién manda, sin importar si sabes más o sabes menos que la persona a quien le das las órdenes. Y sin que le preocupara tampoco, como había vuelto a quedar claro esa mañana, meterse en tu vida privada y amargarte un sábado que tenías libre para que le hicieras a un texto dos correcciones innecesarias que, en cualquier caso, podría haber hecho cualquiera de los periodistas que estaban en la redacción. Ella siempre se preguntaba cómo era posible que hubiese llegado tan lejos un individuo así, tonto a jornada completa, cuyo nivel intelectual daba, según solía decir Juan, «para trabajar en una fábrica de conservas metiéndoles las anchoas a las aceitunas». Se rió al recordar esa broma, y tuvo un cierto arrebato de nostalgia al rehacer la conversación que habían tenido al poco de conocerse, cuando ella se aficionó a la forma en que la hacía reír aquel profesor de instituto y a la manera en que escuchaba sus problemas, siempre atentamente, y luego, por lo general, la animaba a restarles importancia.

—¡Odio a ese tío! —se oyó decir tres años antes, durante una cena en la que le contaba a su nuevo amigo alguna de las faenas que disfrutaba haciéndole su superior.

—Pues no lo hagas, no es necesario. ¿Por qué perder el tiempo en odiar a un idiota, cuando basta con que lo desprecies?

—Llámalo como quieras, pero el caso es que no lo soporto. No sabe nada de nada pero se mete en todo. Es un estúpido, aunque sea redactor jefe.

—No, no —la interrumpió Juan, fingiéndose muy alarmado—, el aunque no va ahí, y el estúpido tampoco; tienes que ponerlos al revés para que digan la verdad.

—¿El aunque?

—Sí. Los aunque, los pero… Hay que saber dónde colocarlos, porque lo que queda es lo que va detrás de ellos. Es decir, en este caso hay que darle la vuelta para que diga: «Aunque sea redactor jefe, es un estúpido».

Alicia recordaba bien aquella noche, porque fue la primera que durmieron juntos, y no podía olvidar lo mucho que le gustaron algunos detalles de Juan, como el de pedir una botella de Nuits-Saint-Georges, que sin duda valía mucho más de lo que podía permitirse, y además hacerlo sin añadirle una sola palabra a aquel alarde, igual que si beber ese vino imponente fuera lo más normal del mundo. «Un hombre con estilo, para variar», se dijo, mientras se enamoraba de sus manos porque eran fuertes, habladoras y elegantes.

Pensando en todo eso para no tener que pensar en el redactor jefe, ni en ninguna otra cosa desagradable que pudiese distraerla, Alicia Durán fue a hacer su entrevista, tomó sus notas y, al regresar a casa, se puso a escribir de inmediato, como hacía siempre, sin darse un respiro y antes de que el perfume de lo que acababa de ver y oír, que era mucho más intenso de lo que esperaba, pudiera evaporarse:

Los dos entierros del camarada Salvador Silva.

La casa de Dolores Silva y Paulino Valverde está en un barrio periférico, y es bastante humilde. En el pequeño salón hay una foto enmarcada que, aunque está al fondo del cuarto, es su centro, porque toda la conversación gira a su alrededor. El protagonista del retrato, que fue tomado en 1929 o 1930, ha muerto hace casi setenta años, pero su hija, Dolores, habla de él como si aún viviera, o al menos como si el último capítulo de su vida estuviese por escribir. Lo primero que dice, como si lo tuviese preparado, es que la democracia no ha sido justa con él y que no dejará de luchar hasta que su memoria se rehabilite. «¿Usted no lo haría?», me pregunta, envuelta en las púas del enfado y usando un tono agresivo que se combina en su forma de hablar con una inseguridad que le hace repetir las cosas y buscar sinónimos como quien prueba diferentes llaves en una cerradura. A veces, incluso, le faltan las palabras, y entonces su discurso se colapsa y se llena de sonidos de tanteo, una serie de uh…, ahmmm… y ehhh… que forman un archipiélago de islas vírgenes aún no colonizadas por el lenguaje. En su cara, dominada de forma autoritaria por unos ojos carismáticos, que son negros como el carbón, se alternan la ira y el desengaño.

—Es que no hay derecho —añade— a que a un ciudadano honrado al que asesinaron, metieron en una fosa común y luego llevaron al Valle de los Caídos robando sus restos, se le considere redimido con romper su ficha policial y darle una pensión ridícula a su mujer. Éstos se creen que una mancha de humedad se arregla pintando encima; pues no, señores: hay que llamar a los albañiles, abrir la pared y cambiar la cañería. ¿Me explico?

—Sí, mujer, sí; te explicas perfectamente, quédate tranquila —dice Paulino, el marido, un hombre de rostro accidentado y ojos impenetrables que habla poco y de forma laboriosa, pero que de vez en cuando da la sensación de perder la paciencia con ella; aunque lo hace de un modo raro, que es dándole la razón en lugar de llevarle la contraria, para detener así las vueltas interminables que suele dar su esposa.

—Yo siempre estoy tranquila —le responde, con un tono oblicuo, pero él sonríe, niega con la cabeza y me mira como si quisiese decir que entre la tranquilidad y el carácter de esa mujer hay las mismas diferencias que entre un balneario y un gallinero.

El hombre de la fotografía se llamaba Salvador Silva y en el momento en el que se la tomaron tenía diecinueve años y acababa de llegar a Madrid desde Asturias, para trabajar en la rotativa del periódico comunista Mundo Obrero, que estaba a punto de salir a la calle. Había nacido en Oviedo, en una aldea minúscula llamada Freal, que está cerca de Navia y donde por aquel tiempo casi todo el mundo se dedicaba a la agricultura y a la ganadería, naturalmente trabajando las tierras de otros, o estaba empleado en las minas de carbón. Su padre era ferroviario, militaba en el movimiento sindical y por esa razón, al producirse el levantamiento de 1936, cuatro pistoleros de la Falange lo fueron a buscar a su casa, en mitad de la noche, y lo asesinaron junto a otros cuatro camaradas en la cuneta de una carretera. Tenía cuarenta y nueve años. A Salvador siempre le había torturado imaginarlo allí, esperando a que lo mataran, de pie en medio de la oscuridad, tan indefenso y tan solo, con los faros de un camión iluminándolo para que los verdugos no fallasen los tiros, pero nunca pudo imaginar que poco después a él le iba a suceder lo mismo.

Pero para que eso le ocurriera al hombre de la fotografía, aún faltaban algunos años, aunque no muchos, y de ninguna manera ese muchacho en mangas de camisa y con corbata oscura, que sonríe a alguien situado más allá de la cámara y agita un brazo optimista en señal de saludo, podría haber sospechado lo cerca que él y los suyos estaban de la perdición.

En Madrid, además de aprender un oficio, divertirse lo que le permitía su sueldo y encontrar a la mujer con la que iba a compartir su tempestuosa vida, Salvador siguió el camino de la lucha obrera con una convicción que había heredado de su padre; participó en huelgas y manifestaciones y, nada más producirse el golpe de Estado de 1936, se afilió al Partido Comunista y trabajó toda la primera parte de la guerra para la Junta Delegada de Defensa de Madrid, imprimiendo carteles antifascistas. Estuvo también en Gerona, trabajando en un monasterio en el que había una tipografía y donde se hicieron algunos libros muy importantes, de Pablo Neruda y César Vallejo, en las Ediciones Literarias del Comisariado. En 1938 huyó a Valencia, pero allí siguió con su labor, participando en la edición de la revista Comisario, donde colaboraban poetas como Rafael Alberti, Miguel Hernández o Antonio Machado, a quien conoció cuando fueron a llevarle un ejemplar de aquella publicación a Villa Amparo, la casa en la que vivía en el pueblo de Rocafort, o tal vez un poco más tarde, cuando ya estaba en Gerona, en la masía Mas Faixat, cerca de Viladasens. Solía contar que el último número no se pudo distribuir, porque el enemigo estaba ya en la ciudad, y que cuando lo dejaron abandonado en los talleres, junto a él estaban dos libros que ellos habían compuesto: El hombre acecha, del propio Miguel Hernández, y Colección de canciones de lucha, de Carlos Palacio, un compositor famoso por haber escrito el himno de las Brigadas Internacionales. Tras caer la ciudad, Salvador y su esposa, que se llamaba Visitación, se dirigieron a Barcelona e intentaron cruzar la frontera con Francia, pero algo ocurrió cerca de Cerbère, o tal vez fuese aún a este lado de la frontera, en Portbou, eso no está claro, porque fue detenido y entregado a la policía española. A ella, que estaba embarazada de ocho meses, la recogió a la mañana siguiente un coche lleno de republicanos que huían de sus perseguidores, pasó la aduana y, nada más hacerlo, tuvo en un hospital de Bourg-Madame a su hija Dolores, que de ese modo se convirtió en ciudadana francesa y le otorgó a su madre el derecho a permanecer en el país. Salvador fue trasladado a Madrid y asesinado en Navacerrada. ¿Qué habría sucedido si aquella noche no se hubiese separado de ella? ¿Por qué fue a Cerbère, si es que de verdad llegó hasta allí? Seguramente ésa es una pregunta absurda: en el destino no existen las opciones.

—Mi padre tenía lo que entonces se llamaba orgullo de clase —dice Dolores— y unas ideas que defender, un sentido de la justicia, un espíritu de lucha… Todo eso que ha desaparecido ahora que lo único que les importa a los obreros es vivir como abogados. Pero él no era así y no lo fue desde niño, porque aprendió de su familia a pelear por las cosas en las que creía. Nada más llegar aquí, que fue al poco de caer la dictadura de Primo de Rivera, se había afiliado a las Juventudes Socialistas, y participó en muchas de las cosas que pasaron por entonces, estuvo en los mítines y en las barricadas, lo detuvieron, los policías le pegaron en los calabozos hasta darlo por muerto…, pero no se echó atrás, ni renegó de sus principios; al contrario, lo que no lo mató lo hizo más fuerte, y siguió bregando, siguió asistiendo cada noche a la Casa del Pueblo, no se sometió nunca. Mi madre solía recordar una cosa que por lo visto él decía siempre, y que se me ha quedado grabada: «Yo no tuve valor para rendirme, no lo tuve jamás». Es bonito eso, ¿no? Pues sí —se responde a sí misma—, es muy bonito y no sirvió para nada, porque luego llegaron los otros y sí que se rindieron, con tanta Transición y tanto firmar todo lo que les pusieron delante. Y nos han dejado solos, hija, nos han dejado completamente solos.

Como la sonrisa que le cruza la cara parece la de un hombre cautivado por lo que mira, es posible que la persona a quien Salvador saluda en la foto fuera Visitación, la joven planchadora que había conocido en la Casa del Pueblo, en una reunión en la cual los sindicalistas de la UGT estudiaban los problemas de las trabajadoras del servicio doméstico, y de la que no volvió a separarse el resto de su vida. Le gustaba contar que en eso sí tuvo suerte, porque la disculpa para acercarse a ella y entablar conversación fue sencilla, ya que su periódico acababa de iniciar una campaña de apoyo a las mujeres que trabajaban en casa, que reclamaba para ellas mejores salarios y una jornada laboral de ocho horas, y que ayudó a que se organizasen en grupos como la Asociación de Obreros y Obreras del Hogar, la Unión de Modistas o el conocido como Sindicato de la Aguja, fundado por una amiga de Visitación que se llamaba Petra Cuevas y que era compañera suya en La Bordadora Española, un taller de Lavapiés en el que casi mil empleadas cosían la ropa de las mujeres de la alta sociedad.

—Mi madre no era una modistilla ignorante en busca de marido —dice Dolores en un tono retador y adelantando el cuerpo mientras echa hacia atrás los hombros, como si quisiese recortarle espacio a la duda—, sino una persona con inquietudes, a la que le gustaba ir al cine y leer. También salía con Petra y con el resto de sus amigas a pasear por Madrid, que una cosa no quita la otra, siempre desde el Banco de España hasta la calle Peligros, que era por donde andaban también los dependientes de los comercios, que les decían cosas, las invitaban a un helado, o a un café… Y ya estoy viendo a cuatro —aquí hace una pausa y aprieta los labios como para esperar a que se pacifique dentro de su boca el enjambre de los insultos—… a cuatro idiotas que piensan: ¿ves como esas republicanas eran unas perdidas? Pues miren ustedes: no. Y si me tiran de la lengua, les digo que peor eran las otras, las que nunca hicieron más que pescar a un hombre, dejarse hacer cinco hijos y que las mantuviesen toda su vida. Las nuestras tenían su empleo, eran independientes, se divertían y en los ratos libres se iban de voluntarias al Socorro Rojo para escribirles a las mujeres de los presos las cartas que ellas no podían mandarles, porque eran analfabetas. Vamos, que a muchas que yo me sé les podían dar lecciones de honradez y de bondad. Luego, cuando la guerra, mientras las señoras de derechas ayudaban a los suyos rezando el rosario, mi madre pasaba las noches en un taller que había en la calle de Atocha, cosiéndoles los agujeros de bala a los uniformes de los muertos, para que los pudieran usar otros soldados. Cuando cayó Madrid, a su camarada Petra, que estaba también en estado, la metieron en la prisión de San Isidro, y allí tuvo a su hija, y se le puso mala… y la perdió. Y después la llevaron de penal en penal, porque esa gente no tenía piedad, fue a Amorebieta, a Guadalajara, a Bilbao, a Zaragoza… En fin, que muchas veces he pensado que si aquel camión de milicianos hubiera pasado cinco minutos antes por el lugar donde estaba mi madre y no la hubiese podido recoger, ella no habría cruzado la frontera y yo habría muerto en la enfermería de alguna cárcel, igual que la niña de Petra.

Después de decir eso, Dolores levanta la cabeza, mira al cielo y aprieta los labios para fortalecerse, porque da la impresión de que está a punto de llorar. Pero toma aire, sacude violentamente su melena, teñida de un negro rabioso cuyos reflejos tantean el azul, va a buscar un remedio contra la emoción al botiquín del orgullo y vuelve a mirarnos a su marido y a mí con ojos retadores, como si no dejar caer una lágrima hubiera sido una victoria sobre nosotros. Luego sigue contándome que al quedar viuda, Visitación fue con ella a Burdeos, donde lograron sobrevivir a duras penas. Allí encontró trabajo en una sastrería y siguió en contacto con los compañeros del Partido Comunista. Con el tiempo, lograron reproducir en algunas tertulias de café las reuniones que tenían en Madrid, en la Casa del Pueblo de la calle Piamonte, donde Salvador había participado muy activamente en las discusiones que dieron lugar a la escisión comunista del PSOE de la que salió el PCE. Allí habían aprendido que el primer objetivo de los obreros era combatir la ignorancia al tiempo que luchaban contra la desigualdad, adquiriendo a la vez cultura y conciencia de clase. Para lograrlo, la Casa del Pueblo les ofrecía la llamada mutualidad obrera, una cooperativa que ponía a su disposición médicos de cabecera, ginecólogos, cirujanos, odontólogos, farmacéuticos y hasta empresarios de pompas fúnebres, pero también becas de estudio en el extranjero y una biblioteca que llegó a contar con treinta y cinco mil volúmenes, cien de ellos donados por el novelista Benito Pérez Galdós. En los años cuarenta, sin embargo, las noticias que llegaban de España decían que la Falange se había incautado del edificio para usarlo como tribunal y que su biblioteca fue asaltada, algunos libros se destruyeron y los demás se dispersaron. Años más tarde, en 1953, el edificio sería derribado.

Para relajar el ambiente, Paulino, que durante todo este tiempo ha callado, me ofrece un vermú, y yo aprovecho que él y Dolores van a la cocina a servirlo para darle otro vistazo a la fotografía de Salvador y al salón en el que estoy sentada. Tengo la certidumbre de que la humildad de la casa deriva de la persecución política que sufrió aquel hombre, pero tal vez sea porque soy de esas personas que creen más en las circunstancias que en el destino. En cualquier caso, Dolores y Paulino son dos seres que parecen vivir sin perspectivas, en un tiempo plano en el que no hay ni pasado ni futuro, uno porque está lejos y el otro porque ya los ha dejado atrás.

Me fijo en que cuando estaban a punto de salir del cuarto para servir el vermú, él le ha pasado un brazo por el hombro y ella se ha erguido orgullosamente al notarlo. Qué unidos parecen y qué distintos son, Dolores tan nerviosa, irritable, expansiva y, tal vez, tan agobiada por algún inexplicable sentimiento de culpa, como suele ocurrirles a las personas emocionalmente frágiles; y él, en el otro extremo, absolutamente entregado al ejercicio del autocontrol, quizá por contraste, obligado por la necesidad de repartirse los papeles que hay en toda pareja. O porque adora a su mujer, sin más. Intuyo que si Paulino dibujase su árbol vital, ese que se hace poniendo en el tronco lo que somos y en las ramas lo que nos ha llevado a serlo, es decir, los acontecimientos que marcaron grandes puntos de inflexión en nuestra existencia y las decisiones cruciales que nosotros mismos tomamos, en su caso la rama de la pareja sería la más robusta, mucho más que las de la profesión o la amistad.

—Ya ves tú qué maravilla: ¡la Transición! —dice Dolores a mi espalda, agrandando esa última palabra, Transición, al ponerle encima la lupa de la sospecha—. ¿Sabes lo que ocurrió en esos años? Yo te lo voy a explicar: ocurrió que ahí había cuatro para repartirse la tarta y el más tonto fue el nuestro. Eso es lo que ocurrió. ¿Me explico?

Paulino le hace un gesto para que se calme, le coge de las manos una bandeja de alpaca en la que hay una botella de Martini rojo, unos vasos con hielo y limón, un cuenco con patatas fritas y un plato de aceitunas, y la pone con cuidado encima de la mesa. Es un hombre sujeto a una continua tensión, alguien que sabe dominarse, pero que parece hacerlo trabajosamente. Su postura cuando está sentado es rígida y le da el aspecto de alguien que se mantuviese siempre alerta, listo para echar a correr. Escucha más de lo que habla, aunque a menudo da la impresión de ir a decir algo y contenerse para no resultar violento. En general, aparenta ser uno de esos individuos que mantienen más la calma cuanto mayor es la excitación que los rodea, y por eso resulta muy llamativa su actitud de aquella noche en la plaza, cuando insultó a los que se oponían al levantamiento de la estatua del dictador. ¿Fue por solidaridad con su esposa o él también tiene su propia historia que contar? Se lo pregunto directamente, y después de mirarme de arriba abajo, sin ninguna prisa y con los ojos llenos de escrúpulos, me responde:

—Pues claro, hija. Ésa es la otra historia que podríamos contarte… —dice, igual que si las palabras de esa frase quemaran y él las sorbiese con cuidado—. Mi padre y el de ésta eran camaradas. Y a él, que vivió siempre con la necesidad de vengarse de todo lo que les habían hecho, lo detuvieron en el hospital de La Paz, en noviembre del 75, cuando estaba a punto de matar al Caudillo, en un atentado. Una pena, porque al final el canalla se murió él solo.

Me digo que sí, que sin duda ésa es una historia que voy a tener que contar.

Alicia dejó de escribir después de esa frase, porque sonó el teléfono y al leer el número y el nombre que salían en el visor, 630 20 18 14, María Rey, supo que la llamada le interesaba. Era una compañera que vivía cerca del polígono industrial hasta el que ella había perseguido la estatua del dictador, la noche que la retiraron, y al que había pedido que investigara lo que había pasado, que se enterase de si seguía allí o la habían trasladado a cualquier otra parte. Por cierto, que aquella aventura la había tenido que pagar Alicia de su bolsillo, dado que en el periódico no le habían reembolsado el dinero del taxi porque su amigo el redactor jefe se negó a firmar el recibo, argumentando que la decisión de seguir a aquel camión la había tomado por su cuenta, sin pedir permiso a nadie. ¿Qué diferencia hay entre un explotador y un buitre? Que uno es un despreciable animal carroñero y el otro un inocente pajarito.

—¿Qué tal, María? ¿Has descubierto algo?

—Una cosa que te va a encantar. Me la contó el encargado de un taller que hay enfrente de la nave donde llevaron la estatua.

—Dispara…

—Pues resulta que cuando estaban metiendo el camión, oyeron un golpe brutal, y era que la cabeza del general había dado contra el borde, porque no entraba por la puerta. Como ahí no tenían una grúa para bajarla, y no sabían qué hacer, llamaron a algún superior, para preguntar si la podían cortar.

—¡No fastidies! ¿La decapitaron? Es todo un símbolo.

—Sí, pero justo de lo contrario de lo que tú crees: les dijeron que ni hablar; que si no cabía, que rompieran la pared con un mazo, o cortaran la chapa, si era de metal, o lo que fuese. Y eso hicieron. Y así es como entró allí, por un hueco hecho a su medida.

Alicia le dio las gracias, le dijo que le debía una y le prometió invitarla a comer cualquier tarde. Y luego se dio la razón a sí misma: efectivamente, en este mundo hay historias que uno no tiene ningún derecho a dejar de contar.