Capítulo quince

Capítulo quince

No había dicho nada en el hotel, y como la habitación la pagaba el periódico y al revisar la nevera comprobaron que no había consumido nada del minibar, nadie se preocupó por que se fuese de allí sin avisar de su salida y llevándose la tarjeta de la puerta, como por otro lado hacían la mitad de los clientes, «senza rendersi conto che esso genera determinati costi», se lamentó el recepcionista que le había atendido al teléfono. En el cuarto, según le dijo, no era probable que hubiera ningún objeto o prenda de vestir olvidados, porque en ese caso las mujeres del servicio de limpieza se lo habrían comunicado, pero de todas formas haría algunas averiguaciones y, si se volvía a poner en contacto con él media hora más tarde, le podría confirmar ese extremo. «Per noi è un piacere servirla», concluyó, en un tono que hacía ver que empezaba a intranquilizarse por las preguntas de Juan o, simplemente, que lo reclamaban otras obligaciones.

Mientras transcurría ese tiempo, intentó hacer otras gestiones, pero ni en la estación de tren de Santa Maria Novella, en Florencia, ni en el aeropuerto de Roma le fue posible dar con alguien que le pudiera confirmar si Alicia había salido de la ciudad y había tomado su vuelo a Madrid, porque no estaban autorizados a proporcionarle esa información ni a revelar datos sobre los pasajeros, aparte de que era incapaz de entender tres cuartas partes de lo que le decían las personas con las que hablaba, tras cuyas voces, para empeorar la complicación de entenderse en otro idioma, se oía el fragor característico de esos lugares: altavoces, escaleras mecánicas, timbres, motores, treno per Milano proveniente da Bologna sul binario due; inter-regionale per Venecia proveniente da Napoli sul binario cinque; conversaciones, teléfonos, maletas nerviosas que ruedan hacia la dársena, el andén o la puerta de embarque, Iberia annuncia la partenza de volo numero 915… ¿Había desaparecido de repente, sin más? ¿La habían secuestrado, o algo aún peor, y a esas alturas ya estaba en el fondo del mar Tirreno, o enterrada en las colinas de Chianti? ¿Se había extralimitado en sus averiguaciones y esa gente de la que trataban sus entrevistas y su futuro libro decidió eliminarla? Juan no podía creerlo sin encontrarse paranoico, porque a él le ocurre lo mismo que nos pasa a todas las personas normales, que nos sentimos al margen del mal y, por lo tanto, leemos cada día las noticias sobre mafias, crímenes, espías, mercenarios y bandas paramilitares convencidos de que existen en otro plano de la realidad, sin darnos cuenta de que nada puede ser al mismo tiempo habitual e imposible, estar a nuestro alrededor y al margen de nuestras vidas.

«La profesión de Alicia es peligrosa y más para ella, que siempre dice que la única manera de cazar una exclusiva es metiéndose en la boca del lobo —pensó Juan Urbano—. Y es verdad que quiere dejarlo, poner un hotel en un bosque y dar clases de Inteligencia Emocional, Morfopsicología y todas esas cosas que tanto la apasionan; pero también es cierto que hasta que lo haga va a seguir bailando en el alambre. Y de ahí te puedes caer o te pueden tirar. ¿Cuántos colegas suyos son asesinados cada año en el mundo? ¿No ha ocurrido eso siempre y sigue ocurriendo hoy en día?». Juan pudo responderse esa pregunta que lo torturaba sin tener que ir muy lejos, porque en el propio manuscrito de Alicia había algunas muestras de ese horror: ¿no habían matado a tiros y en la puerta de su casa de Portugalete, cerca de Bilbao, al periodista José María Portell, que intentó negociar un alto el fuego entre el Gobierno de la Unión de Centro Democrático y la banda terrorista ETA? ¿No habían acribillado en el centro de Roma y a plena luz del día al reportero Mino Pecorelli, tras culpar éste a la red Gladio y al Primer Ministro de Italia, Giulio Andreotti, de estar tras la muerte de Aldo Moro? De hecho, Pecorelli fue eliminado cuando estaba a punto de publicar un libro que podía dañar la reputación del jefe de la Democracia Cristiana, el cual fue juzgado y condenado por encargar el crimen, y luego absuelto de manera vergonzosa. Sintió miedo al leer en Internet que sólo en la primera década del siglo XXI habían sido asesinados más de ochocientos periodistas en todo el mundo.

Por lo demás, las operaciones de la red Gladio, tal y como las contaba Alicia en sus escritos, seguían un patrón claro que ponía de manifiesto que no les temblaba el pulso a la hora de eliminar rivales, testigos y hasta compañeros que hubiesen dejado de ser útiles o empezaran a ser comprometedores, como aquel militar suizo al que mataron con su propia bayoneta cuando quiso poner al descubierto los planes de la organización: se realizaba una matanza y se culpaba a un extremista, a veces de derechas y a veces de izquierdas; si la policía lo arrestaba, en algunos casos lo dejaban escapar, como hicieron con los acusados del crimen de la calle de Atocha y con los GRAPO que habían secuestrado, durante la Semana Negra, a los presidentes del Consejo de Estado y del Consejo Supremo de Justicia Militar; y en otros casos los liquidaban sin contemplaciones, como sucedió con dos de esos mismos terroristas en Barcelona y en Madrid, después de meterlos en una prisión, la de Zamora, de la que pudieran fugarse tranquilamente; o con el joven a quien habían culpado de la masacre de la Oktoberfest de Múnich, que apareció ahorcado mientras se encontraba bajo arresto; o con Giuseppe Pinelli, el anarquista al que atribuyeron el ataque al Banco Agrícola, en la Piazza Fontana de Milán, que supuestamente cayó de forma accidental por la ventana de una comisaría mientras estaba siendo interrogado, lo mismo que el joven estudiante español Enrique Ruano. «Esas cosas han ocurrido siempre y siguen ocurriendo ahora —reflexionó—, porque la situación no ha cambiado, sólo el enemigo: antes eran los comunistas y ahora los musulmanes, pero eso es todo». La red Gladio aún existía, se llamara ahora como se llamase, y los grupos paramilitares que operan en Oriente Próximo lo demuestran. Juan volvió a marcar el número de Alicia, y la única respuesta que logró fue el mismo mensaje de todas las otras veces: el teléfono al que usted llama está apagado o sin conexión. No sabía qué hacer, porque aunque era muy raro que hubiese desaparecido de ese modo por voluntad propia, no era imposible: cuando se peleaban, sus enfados eran una sucesión de furia, orgullo, soberbia y crueldad, así que durante la pelea sus palabras ardían y después de ella el silencio era territorio quemado, porque Alicia no era muy dada a pedir excusas y se podía pasar un par de días o tres sin hablarle, o abrir la boca sólo para hostigarlo si estaba convencida de llevar la razón; y si no lo estaba, prefería dejar pasar el tiempo y arreglarlo presentándose en casa, por ejemplo, con una botella de Château d’Yquem, o invitándolo a cenar en algún restaurante que le gustara. Él jamás se atrevió a no aceptar, pero las heridas mal cicatrizadas habían terminado por infectarse y Juan estaba furioso consigo mismo por la forma en la que, de un tiempo a esa parte, se había rebajado para intentar conservarla, porque él no era así y porque eso no suele funcionar nunca: quien se humilla, se abarata.

En el momento en que Alicia se fue de viaje a Florencia, por lo tanto, Juan estaba seguro de que la suerte estaba echada, y lo único que pretendía era encontrar el mejor modo posible de ponerle un punto y final a aquella relación. Llevaban juntos tres años, tiempo más que suficiente para convertirse en dos desconocidos, como cualquier pareja normal.

Pero, como es lógico, todo eso había cambiado de tamaño ante la desaparición de Alicia. Y, además, él se había sentido tan impresionado al leer el manuscrito de su libro y comprobar la seriedad de su investigación, que volvió a tener dudas: ¿dónde y cuándo iba a encontrar a alguien tan excepcional como ella? Dudar es estar preso: juntas dos interrogaciones y forman unas esposas de policía. Y, en cualquier caso, había una cosa de la que Juan sí estaba seguro: no era el momento de preguntarse cómo dejar a su novia, sino de encontrarla.

La lectura del libro de Alicia le había causado un gran impacto, porque aunque era verdad que habían hablado a menudo de las cosas que ella iba descubriendo, siempre había sido en conversaciones mezcladas e intermitentes, en las que él la interrumpía y también le hablaba de su novela, le iba contando lo que averiguaba sobre aquel timador austriaco llamado Albert Elder von Filek que le había vendido al dictador la fórmula de la gasolina en polvo, o acerca de otros descubridores que también habían tratado de popularizar el motor de agua y que él mencionaba en su trabajo, que era un intento de reflejar la historia de un país tan arruinado que sólo podía entregarse a las supersticiones y las utopías baratas. A Alicia, que siempre lo animaba a pedir una excedencia, dejar el instituto y dedicarse en cuerpo y alma a escribir, le gustaba mucho esa parte de El vendedor de milagros, que era el título provisional que le había puesto Juan Urbano a su obra.

—¡Ah!, pero ¿es que había otros Von Filek? —le preguntó Alicia la noche que habían estado hablando de eso en París, cuando le invitó a un fin de semana en el hotel de Crillon y a una cena en La Coupole que incluía una botella de Château Mouton Rothschild, para compensarlo por la paciencia que había tenido mientras preparaba sus entrevistas sobre la Semana Negra. Juan recordó que iban hablando de eso mientras paseaban por la Place de la Concorde, junto a la iglesia de la Madeleine y al pie del Obelisco, y que le había hecho gracia que ella le contase metro a metro la historia de aquel lugar, sobre el que se habría informado en algún momento, igual que hacía siempre y con todo, porque era incapaz de no saber, como ella misma reconocía: «En realidad su nombre completo es Obelisco de Luxor, tiene más de trescientos años, se lo regaló Egipto a Francia y los jeroglíficos que tiene cincelados cuentan la vida de Ramsés I y de Ramsés II. ¿Sabes que esto, antes de ser la Place de la Concorde, lo fue de Luis XV y de la Revolución? ¿Sabes que aquí es donde estaba instalada la guillotina? Esas ocho estatuas son alegorías de las ocho mayores ciudades del país. Las dos fuentes son una réplica exacta de las que hay en la plaza de San Pedro, en Roma».

—No eran exactamente «otros Von Filek» —le respondió—, porque no eran timadores, sino gente que quería vender sus inventos, y como en aquellos años uno de los problemas más grandes era el del combustible, pues aparecían todas aquellas cosas, el gasógeno, el motor de agua de Arturo Estévez y hasta el automóvil a pedales.

—¡Venga ya! No fastidies…

—¿No te lo crees? Pues es tan verdad como que esto son los Campos Elíseos y aquello que brilla al fondo, la Torre Eiffel. Se llamaba Auto Acedo, y era un vehículo mixto, mitad mecánico y mitad a pedales. La gente cree que los españoles sólo hemos inventado el helicóptero, el submarino y el Talgo, pero no es cierto: el mundo también nos debe la grapadora, el afilalápices, el futbolín y el laringoscopio, ni más ni menos. ¡Ah!, y el más importante de todos: el mando a distancia.

—¿En serio?

—Claro que sí. Lo patentó en 1903 un santanderino llamado Leonardo Torres-Quevedo. Era un aparato llamado «telekino» y lo presentó en Bilbao, en presencia del rey Alfonso XIII y ante una gran multitud, guiando una barca por radiocontrol desde el puerto. Y eso no es nada: antes había inventado un dirigible, una máquina taquigráfica y un teleférico que se utilizó para unir Canadá y los Estados Unidos por encima de las cataratas del Niágara y que, lo creas o no, aún funciona.

—Bueno, me parece que el mando de tu televisión japonesa le debe tanto al telekino como La Gioconda al color negro o al lago de Como, que se supone que es lo que se ve a su espalda. Por cierto, ya que tanto te ríes de mis teorías sobre el paralenguaje, cuando mañana vayamos a verla al Louvre te voy a explicar por qué gracias a él se sabe que la Mona Lisa estaba embarazada, pesaba sesenta y tres kilos, medía uno sesenta y ocho y tenía principios de Parkinson.

—Sí, y Sigmund Freud decía que era un hombre disfrazado de mujer y sacó la conclusión de que se trataba de un amante de Leonardo da Vinci. Cada loco con su tema.

—Pero no está mal, porque en el fondo todo eso sirve para alimentar su misterio. ¿Sabes que cuando la robaron fue detenida mucha gente, y que entre los sospechosos a los que interrogó la policía estaban Apollinaire y Picasso? Por cierto, que el verdadero ladrón, un argentino llamado Eduardo de Valfierno, pertenecía al gremio de tu Albert Elder von Filek, porque también timó a cinco coleccionistas norteamericanos y uno brasileño, a los que vendió seis falsificaciones del cuadro, a un precio astronómico, jurándoles que era el original.

—¿Te he dicho alguna vez que te adoro? —dijo Juan Urbano, parándose a besarla junto a la fuente de Jacques Hittorff. Ella se separó pronto: no le gustaba mostrarse muy efusiva en público.

—¿Y lo del tal Arturo Estévez? Me parece que vi un reportaje sobre él en la televisión: un señor muy serio, de traje y corbata y de profesión perito mercantil, que le echaba agua de un botijo al depósito de una motocicleta, le añadía unos minerales, la arrancaba y se iba montado en ella, por una carretera.

—¡Sí, sí! Exacto. Siempre hacía tres cosas en sus demostraciones públicas a lo largo de toda España: beber del botijo antes de echar su agua al depósito; añadirle ese mineral secreto, que se supone que era boro, y una vez arrancado el artilugio, inclinarse sobre él, aspirar teatralmente el gas que salía por el tubo de escape y exclamar: «¡Oxígeno!».

Alicia rió a carcajadas por el tono campanudo que había usado Juan, obviamente imitando el estilo enfático que tanto les gustaba a los oradores de aquella época.

—¿Y Estévez se hizo millonario o acabó en la cárcel, como Von Filek?

—Ninguna de las dos cosas. Tenía cien patentes registradas y era pobre. Si hubiera logrado lanzar aquel artefacto al mercado, se habría hecho de oro, pero no hubo forma. Y mira que hizo de todo: se dio una vuelta por Sevilla con su moto, seguido de las cámaras de Televisión Española; en Madrid, subió el puerto de Guadarrama con un Renault-8 alimentado con su carburante prodigioso; en Badajoz, lo probó ante una muchedumbre en Valle de la Serena, donde él había nacido, añadiéndole a su representación habitual el golpe de efecto de pedirle a un niño que fuera él quien le diese un trago al combustible, antes de echárselo al generador. Pero nada, todo fue inútil y su famoso motor de agua acabó como el submarino de Cosme García, que se quedó hundido para siempre en el fondo del mar.

—Espera un momento: ¿el submarino no lo inventó Isaac Peral?

—Sí pero no. Es que el submarino lo inventamos dos veces, la primera aquel hombre, que era aprendiz de relojero y constructor de guitarras de Logroño, y que llegó a sumergirse en el puerto de Alicante con aquel ingenio que había fabricado en su taller y que él llamaba Garcibuzo, tripulándolo él mismo en compañía de su hijo y aguantando cuarenta y cinco minutos bajo el agua. Pero el Estado desestimó su compra y no llegaron ni a sacarlo otra vez a la superficie, así que allí debe de estar aún, rodeado de calamares.

A la vez que sentía caer sobre él los oscuros latigazos de la nostalgia, Juan pudo oír la risa de Alicia y ver su cara iluminándose en mitad de aquella noche monumental de París del mismo modo en que lo estaba el día en que dejó de atraerle y se enamoró de ella, sorprendiéndose a sí mismo, mientras cenaban magret de pato y mejillones de roca en el Caripén, un famoso restaurante del centro de Madrid que había sido el tablao flamenco de Lola Flores, a la luz de las velas y bebiendo un Mouton Rothschild. Se habían conocido en una rueda de prensa que convocó su editorial al aparecer su novela y a la que el infausto redactor jefe del periódico de Alicia la habría mandado para martirizarla, porque con toda la razón del mundo consideraría aquel debut una noticia sin importancia y por lo tanto perfecta para ella. Al acabar, estuvieron hablando un momento, ella le hizo una serie de preguntas penetrantes sobre los niños que la dictadura les había robado a los republicanos españoles tras la Guerra Civil, que era el tema de su obra, y él la invitó a un café. Al día siguiente, la llamó por teléfono al periódico, con la disculpa de que quería darle las gracias por la breve pero atinada información que había escrito sobre él, y le propuso que se vieran.

—No sé, la verdad es que ando bastante ocupada… ¿Cuándo? —preguntó Alicia.

—¿Qué te parece siempre? —dijo él.

—Hombre, para empezar, siempre me parece demasiado.

—Entonces, empecemos por el final.

—Mira —dijo Alicia Durán, en un tono cortante y tras un silencio que a él le hicieron creer lo que a ella le interesaba: que se había propasado—, te voy a contar una anécdota: un joven novelista le dejó el manuscrito de su primera obra a un escritor famoso, para que la leyera, y cuando al cabo de un tiempo quiso saber su opinión, el maestro le respondió, lacónicamente: «Decae un poco al principio». Una genialidad, ¿no? Bueno, pues a ti creo que te pasa justo lo contrario: comienzas demasiado arriba.

A pesar de todo, se citaron un par de días más tarde, para comer, y luego, todo siguió su curso. Durante el primer año fueron la pareja perfecta y los dos siguientes una combinación demoledora de ardor y discrepancias. En los últimos tiempos lo mejor eran las reconciliaciones y lo peor todo lo demás.

Juan miró su reloj y al ver que habían pasado tres cuartos de hora desde su primera llamada al hotel de Florencia, lamentó haberse entretenido en esa oscura burocracia del dolor que es la nostalgia. Sin embargo, ¿cómo escapar de ella? «Los lobos dan vueltas alrededor de los cementerios / donde descansan los hermosos días / que pasamos juntos», dice el poeta Louis Aragon, y ese verso resumía bien sus sentimientos.

Tardaron unos minutos en comprender lo que quería y en pasarle con el mismo encargado de la recepción que le había atendido la primera vez. «Posso parlare con il signor Giancarlo Sissa, per favore? Lui sta aspettando la mia chiamata», dijo laboriosamente, en su italiano de imitación. Y en cuanto aquel hombre educado y distante, que no debía de saber con seguridad si Juan le estaba pidiendo explicaciones o un favor, le dijo con gran cautela lo que habían encontrado en la habitación de Alicia, él supo que algo le había ocurrido: se había dejado sobre el mueble del minibar una botella de vino, marca Ca’Bianca Barolo, la que había ido a comprarle a la Cantinetta Antinori, aquella célebre bodega que estaba entre la catedral y Santa Maria Novella. Eso significaba dos cosas: la primera, que algo le había ocurrido, porque ella jamás se olvidaría de un regalo así; y la segunda, que a pesar de todo aún le quería, porque si no, nunca habría ido a comprárselo. Y las dos le hicieron llorar. Las lágrimas eran calientes y su sal le buscaba las heridas.

Cuando pudo serenarse, llamó al periódico para hablar con el director, y después a la policía. Se sentía como si estuviese sufriendo una alucinación y una niebla de irrealidad cayera sobre cada uno de sus actos. No era fácil aceptar que todo aquello estuviera pasando.