Capítulo veintiuno

Capítulo veintiuno

No iban a hacer nada. Ésa era la conclusión que sacaron Dolores y Paulino después de hablar con Mónica Grandes y con Francisca Prieto, que habían ido a su casa a comunicarles que su solicitud de exhumación había sido rechazada. Así que el Valle de los Caídos seguiría en su lugar, con su cruz diabólica, sus evangelistas y sus virtudes teologales, la Fortaleza, la Justicia, la Templanza y la Prudencia conmemorando la sanguinaria epopeya del dictador que lo hizo construir; y aunque tal vez él y el jefe de la Falange terminaran por ser trasladados a un cementerio normal, Salvador Silva y otras decenas de miles de republicanos seguirían allí por toda la eternidad, porque liberarlos de su última prisión resultaba complejo, problemático y muy costoso, y ese punto era tan importante que bastaba con mirar las cifras para darse cuenta del poco interés que tenía el Gobierno en el asunto y del carácter retórico de su Ley de Memoria Histórica, a la que había asignado un presupuesto de sesenta mil euros cuando el precio de un solo análisis de ADN con garantías judiciales era de quinientos.

—Si es que está más claro que el agua —dijo Dolores, moviendo la mano en el aire como si cortara sus frases en rebanadas—, Paulino ha echado la cuenta y si multiplicas los doce mil quinientos y pico cuerpos que dicen que hay ahí por esos quinientos euros, te salen más de seis millones. Y eso por hablar sólo de los que no están identificados, porque supongo que con los otros también habría que hacer algo. No hay que ser muy listo para ver que si no ponen encima de la mesa ni el diez por ciento de lo que vale hacer esas pruebas, es que no quieren hacerlas. Hay que comprenderlos, al fin y al cabo tienen el tiempo a favor: sólo necesitan esperar a que nos vayamos al otro mundo y listo. Muerto el perro, se acabó la rabia.

—Mujer, no te desanimes y sobre todo no seas fatalista —dijo Mónica, acariciándole la mano—. Esto es sólo el primer asalto y aún queda mucho combate. Presentaremos un recurso y, si no lo ganamos, otro más, y después de ése, todos los que sean necesarios. Apelaremos a las instancias más altas, en España y fuera, vamos a llegar al Parlamento Europeo, a las Naciones Unidas, a la Corte Penal Internacional y donde haga falta. Jamás nos vamos a rendir.

—Sí, pero imagínate —dijo Paulino— qué puedes pensar si resulta que ellos ofrecen esa limosna para sacar a los muertos de allí y resulta que el Caudillo gastó el equivalente a doscientos veintiséis millones de euros en llevarlos. Es un insulto.

—Ése es un problema importante, sin duda, pero no el principal, puesto que al fin y al cabo la gran mayoría de nuestras excavaciones las hemos hecho sin apenas ayuda, los voluntarios de la Asociación trabajando de manera desinteresada, como es natural, y las familias corriendo con los gastos de los laboratorios —le respondió Francisca Prieto—. Y también en este caso se podría estudiar alguna vía de financiación. Pero no se trata de eso. Aquí el gran impedimento es que los del Gobierno no se atreven a dar el permiso para abrir las criptas.

—Ni lo harán nunca —dijo Paulino—. Éstos han cubierto el expediente mandando hacer un censo, digitalizando los libros de registro de la abadía y dando un par de discursos o tres, y santas pascuas. Pero de Cuelgamuros no sale ni Dios.

—Ya veremos, porque además hay un precedente —dijo Mónica—: En febrero de 1980 se exhumaron ciento tres cuerpos allí. Eran víctimas que habían sido llevadas al Valle de los Caídos desde Navarra, y sus parientes, con la ayuda de un historiador muy conocido y de algunos periodistas influyentes, presionaron al Gobierno para entrar en las criptas y recuperar los osarios. Eso ocurrió y se puede demostrar, porque está consignado en el archivo de Alcalá de Henares. Es verdad que entonces yo creo que existía la voluntad política de entregarles a los descendientes de las víctimas que así lo solicitaran los restos de sus allegados, pero el 23-F lo paralizó todo.

—¿El 23-F? ¿Tanto miedo les pudo dar aquella chapuza de golpe de Estado? —exclamó Paulino.

—Pues eso parece. Pero no os preocupéis, es sólo cuestión de tiempo —les dijo Mónica Grandes—. Esa gente no se saldrá con la suya.

Paulino abrió los brazos y los dejó caer a plomo, con un ademán entre la irritación y el desfallecimiento.

—¿Por qué dice eso? ¿No se quejaba usted misma de que el Tribunal Supremo se dedique a expulsar de la Audiencia Nacional a los jueces que intentan investigar los crímenes de la dictadura?

—Sí, eso es verdad. De hecho, una de las cosas que ordenaba el auto del magistrado Baltasar Garzón era proceder a las exhumaciones de los republicanos en el Valle de los Caídos. Y se lo han cargado, lo cual es vergonzoso y explica la catadura ética e ideológica de esa gente, que, en mi opinión, son lo peor de este país: soberbios, inmorales, tendenciosos, caraduras y fachas a más no poder.

—Bueno, bueno, hay de todo, Mónica —la reconvino la doctora Prieto, sonriendo ante aquella catarata de insultos—, incluidos algunos jueces progresistas y otros que pueden tener las ideas que quieran pero son honestos. En cualquier caso, estoy de acuerdo en que esto es nada más que cuestión de tiempo. Al final se impondrán la justicia y el sentido común.

—Sí, sí, pero de qué nos va a valer a nosotros, si ya no estaremos aquí para verlo —se lamentó Dolores, con una nube en los ojos; aunque al instante, en uno de esos cambios de humor que caracterizan a las personas orgullosas, invirtió el gesto y el tono—. ¿Ustedes se dan cuenta de lo que lucharon nuestros padres por esta democracia que ahora los considera una molestia y se desentiende de ellos? Al mío lo secuestraron, lo asesinaron, lo enterraron en una fosa común y luego robaron su cadáver. Pero ¿y don Abel y todos los que se le parecían? El padre de Paulino se dejó la vida luchando por la libertad: perdió a su mujer en aquel bombardeo, en Cornellà del Terri; pasó las de Caín en el Reformatorio de Adultos de Alicante y en Cuelgamuros, donde se jugaba el pellejo cada día para construir esa basura que es el Valle de los Caídos; le quitaron a su hijo cuando tenía dos años y no lo volvió a ver hasta los ocho, en un seminario y bajo la vigilancia de un cura; y todavía tuvo agallas para seguir peleando al cumplir su condena y desde que volvió a pisar la calle se dedicó a combatir la dictadura. Iba a recibir órdenes a una oficina que puso el PCE en la calle de Carretas, donde se reclutaban guerrilleros para hacer sabotajes y atracos, y siempre cumplió con todo lo que le pedían, entre otras cosas imprimir propaganda en una imprenta clandestina que habían montado en un sótano de Carabanchel y distribuirla por la Universidad, sabiendo que estaba bajo vigilancia, lo mismo que todos los comunistas, y que si le pescaban iban a caerle otros veinte años de cárcel. O hacer circular los ejemplares de Mundo Obrero que se pasaban de contrabando desde Francia y que estaban hechos en papel biblia, para que se pudieran echar al inodoro si de pronto se presentaba a hacer un registro en tu casa la policía. Ésos eran los hombres a los que ahora se les da la espalda y se les niega el pan y la sal.

—Así que no abandonó ni la revolución ni las artes gráficas —dijo Mónica, tratando de suavizar un poco la aspereza del momento y justo cuando llamaban al timbre y Dolores le iba a abrir la puerta al profesor de francés. Francisca Prieto debía de haberle contado dónde estaban. Se miraron, él con los ojos llenos de interrogaciones y la arqueóloga con cara de contrariedad.

—Por supuesto que no —dijo Paulino—. Siguió en el oficio y en la lucha política, lo primero a duras penas, explotado por jefes que se aprovechaban de su situación y le pagaban una miseria, porque esos bandidos eran así, tan católicos que en vez de pagar sueldos daban limosna; y lo segundo, como dice mi señora, por convicción y por pura dignidad, pero corriendo un peligro enorme, ¿eh? Por ejemplo, él fue también uno de los que compusieron los dos únicos números que fue posible hacer del periódico Ataque, donde se pedía a los militantes seguir con las armas y realizar atentados. Tuvo suerte, porque vivía al borde de la perdición y no llegó a caer. De hecho, a los camaradas que dirigían las operaciones en la sede de la calle de Carretas, con Cristino García al frente, los cogieron uno por uno y los fusilaron sin contemplaciones en el campo de tiro de Campamento.

—Cristino García, uno de los símbolos españoles de la Resistencia francesa —dijo el profesor recién llegado, sin quitarle los ojos de encima a Mónica—, teniente coronel en la famosa División 158. El PCE lo mandó a Madrid para que organizase la guerrilla contra la dictadura y cuando fue detenido y lo condenaron a muerte, se produjo un escándalo internacional, y figúrense en qué momento ocurrió eso, unos meses después de la derrota de Alemania y de las muertes del Führer y de Mussolini, así que hubo muchas presiones, políticos e intelectuales de izquierda que reclamaban que los Aliados invadiesen España, que no permitieran que se ejecutase a un héroe de la Liberación cargado de condecoraciones y que, entre otras muchas cosas, había participado de forma decisiva en la batalla de la Madeleine y había logrado hacer prisioneros a mil doscientos soldados del ejército nazi. Pero todo dio igual.

—Y tanto que dio igual. Les hicieron un consejo de guerra, los liquidaron a él y a otros once y los echaron a una fosa común en el cementerio de Carabanchel. A los asesinos no les tiembla el pulso.

—Y dígame, ¿su padre también participó en las acciones armadas del grupo? Quiero decir, en la colocación de explosivos y en los atracos.

—No, eso no, lo suyo eran las rotativas, no la dinamita. Pero estaba al corriente de todo, y eso lo hubiese llevado ante el pelotón de fusilamiento si le llegan a descubrir. Él asistía a las reuniones y sabía de antemano si iban a poner una bomba en un transformador de luz en la carretera de Extremadura; si pensaban asaltar las oficinas de la Renfe en el paseo Imperial, o un cuartel de la Falange que había en la calle de Ayala, o el Banco Central del paseo de las Delicias, que fueron golpes muy sonados. Y también sabía que planeaban robar un polvorín del Ejército en Valdemorillo y repartir el arsenal entre los reclusos de varios campos de concentración y de batallones de trabajos forzados como el del Valle de los Caídos para que se sublevaran el 20 de noviembre. El objetivo era asaltar las cárceles de Madrid ayudando a evadirse a miles de republicanos, plantarles cara a los fascistas y resistir hasta que la URSS y el resto de los ganadores de la Segunda Guerra Mundial viniesen a completar su victoria, derrocando al Generalísimo. Una locura, supongo. Y una ingenuidad, porque por lo que nos ha contado la periodista Alicia Durán sobre la red Gladio y todo eso, las prioridades de esa gente ya eran otras y estaban en una batalla distinta: «Cuando el cañón de la pistola con que Hitler se había pegado un tiro en Berlín aún estaba caliente, en Washington ya preparaban la Guerra Fría»; así nos lo dijo, literalmente, y a mí se me quedó grabado. Pero en fin, imagínense de lo que estaba enterado mi padre y dónde habría acabado si lo descubren.

—¿Y por qué no lo hicieron? ¿Por qué no cayó en la redada? —preguntó Francisca Prieto.

—Pura suerte. Cuando detuvieron a Cristino y a sus lugartenientes en la Plaza Mayor, él y la señora Visitación se dirigían a su encuentro —respondió Paulino—, mi padre con la prueba de imprenta de un cartel subversivo, en el que se veía a unos soldados rusos llegando al Palacio de Oriente, escondida en el forro del abrigo; y si lograron salvarse fue porque ella se detuvo en una pastelería de la calle del Arenal para comprar unas yemas de Santa Teresa y dárselas a los compañeros.

—Siempre contaban que habían ido todo el resto del camino discutiendo —intervino Dolores—: Que si dónde vas con eso; que si a quién se le ocurre ponerte ahora a comprar dulces; que si no recuerdas que nos dijeron que en este oficio la impuntualidad es la inseguridad por adelantado y que debe interpretarse como una señal de peligro… Y mira, resulta que al final esas yemas de Santa Teresa les salvaron la vida, huyeron al ver que toda la zona estaba tomada por la policía y esa noche, mientras ellos se las tomaban en casa, Cristino estaba siendo torturado en los calabozos de la Dirección General de Seguridad.

—Por lo menos a él y a otros dos maquis los pudieron desenterrar a escondidas su familia y algunos compañeros del PCE, diez u once años más tarde, y poner sus huesos en una sepultura digna, en el mismo Cementerio Sur de Carabanchel —dijo Paulino—. Ahí deben de seguir, bajo su lápida barata, con sus nombres y la fecha en que los mataron grabados en el mármol de imitación y unas rosas de plástico rojo clavadas en la tierra de la jardinera.

—Pues mira, eso ya es más de lo que le he podido dar yo a mi padre —dijo Dolores, volviendo a hacer ese gesto tan suyo de quien se muerde la lengua o trata de contener las lágrimas con desesperación, como si intentara taponar los agujeros de un barco que se hunde.

—Permítame una última pregunta, don Paulino —dijo el profesor de francés—. ¿En qué año falleció su padre?

—El 24 de diciembre de 1991.

—¿Y cómo vivió la llegada de la monarquía, la Transición, las elecciones…?

—Pues y qué quiere usted —saltó Dolores—: Igual que todos los demás —le respondió, mientras su marido iba a buscar un álbum de fotos—. O sea, con la sensación de que el país se le iba alejando, como él mismo decía. Viendo, sin casi poderlo creer, la velocidad con que el PCE se rompía en peleas internas y escisiones, con su secretario general y el resto de sus dirigentes hablando de eurocomunismo, arrodillándose ante el Rey y haciendo patente que la famosa reconciliación nacional consistía en pasar por el aro y aceptar que el sufrimiento de tantos Salvador Silva y Abel Valverde y Lucrecia Zúñiga y Visitación Merodio como había habido en España era papel mojado. Y total a cambio de nada, ya ves tú, porque cuanto más renegaban de todo, más se los veía como una panda de nostálgicos sin futuro, y el resultado fue tan palpable que si en el 77 habíamos tenido diecinueve diputados, y eso ya se consideró una hecatombe, en el 82 tuvimos cuatro.

Al tiempo que Dolores Silva se entregaba a ese nuevo desahogo, Paulino fue pasando las hojas del álbum, en las que primero se veía a Lucrecia y Abel, muy jóvenes, junto a la fuente de la Cibeles, en una romería a orillas del Jarama y en una verbena, rodeados de bailarines, faroles de cartón y serpentinas; luego a él con su hijo, en alguna fiesta municipal y al lado de una caseta de tiro al blanco, y delante del Congreso, y en la Puerta del Sol. Después, pasando ya del blanco y negro al color, había un retrato de ellos dos con la Pasionaria y con el poeta Rafael Alberti, ella de luto riguroso y con el pelo recogido y él con una larga melena blanca, camisa de flores y una gorra de marinero, y una serie de imágenes de la fiesta anual del PCE en la Casa de Campo y de ocho o nueve mítines en los que cada vez se apreciaban menos banderas, menos público y más sillas vacías.

—Si es que aquí se ve muy bien lo que ocurrió —dijo Paulino—: Que se fueron quedando al margen, más solos que la una, transformados por sus rivales y por sus propios errores en un anacronismo, en una reliquia; viejos en un país que sólo quería novedades; encerrados en un círculo vicioso donde cada vez había más pasado y menos horizonte; sintiéndose rebajados, excluidos; quejándose de una ley electoral que no es equitativa, desde luego que no, pero con la que otros llegan a la Moncloa; con sus puños cerrados y su Internacional, que cada vez se sabía menos gente y que también se fue quedando antigua… Y luego es natural que ustedes, por su edad y por su educación, no puedan entender lo que fue para ellos la caída del Muro de Berlín, la desintegración de la Unión Soviética y el fin de todo aquello en lo que habían creído y por lo que habían dado su sangre, que no era por el Telón de Acero y el Pacto de Varsovia sino por las utopías obreras, por el sueño de la igualdad y por los paraísos del proletariado —dijo Paulino, golpeando con el dedo índice la última instantánea de la colección, en la que se veía un árbol, un río y, al fondo, un molino, mientras su tono, que durante ese discurso había crecido hasta volverse vibrante y lograr una musculatura trágica, una elocuencia pasada de moda que debía de haber aprendido de los oradores que arengaban a las masas en las asambleas, las concentraciones y los mítines a los que lo llevaba su padre, bajaba de golpe la intensidad y el volumen, hasta retroceder a su voz habitual, que era apacible, sofocada, tímida—. Para ellos fue devastador aquel vivir en un mundo en el que sus ideas estaban casi proscritas, porque la verdad oficial y sin matices era que el capitalismo es sólo la democracia y el comunismo fue sólo Stalin. Y claro, una vez ahí los otros lo tenían muy fácil, no se trataba más que de echar en unas tumbas la tierra que quitaban de otras y pasarse todo el tiempo hablando de Siberia y del maldito Archipiélago Gulag para no tener que decir nada del Valle de los Caídos y de los otros cientos de fosas comunes de nuestro país.

—O sea, exactamente igual que ahora —dijo Dolores—, cuando al mismo juez que jaleaban por investigar la dictadura argentina o la chilena lo desacreditan, lo calumnian, lo echan de la Audiencia Nacional y lo sientan en el banquillo por meterse con la nuestra. Aquí no hay democracia que valga, sino lo de siempre disfrazado de otra cosa, es decir, el mismo perro con distinto collar, unos que mandan y otros que obedecen, muchos trabajando para muy pocos. El pueblo vota y no pinta nada. Y las personas con ideas estamos de más y para ellos somos lo de siempre: unos indeseables, un estorbo.

—Tiene usted toda la razón, Dolores —dijo el profesor de francés—, y es verdad que en el mundo de la política, según se desciende van desapareciendo los peldaños de la escalera, pero lo que ocurre es que cuando nosotros reclamamos, por ejemplo, que saquen a su padre del Valle de los Caídos y se lo entreguen a ustedes, no estamos hablando de política, sino de Historia, no pedimos que nos den nada, sino que nos devuelvan lo que nos quitaron; y en ese terreno, como bien apunta Mónica, las cosas van a cambiar.

—¿En serio? ¿Y cuándo? ¿Y por qué está usted tan seguro? ¿O no lo está, y sólo quiere darnos falsas esperanzas? Y además, ¿a mí qué me importa, si ya no lo voy a ver?

—Cornellà del Terri —dijo Paulino, señalando de nuevo la última foto del álbum—. Al pie de esos chopos, detrás de nuestro molino y a veinte metros del río Fluvià, están mi madre y mi padre. Cuando murió, a causa de una neumonía mal curada, lo incineramos para llevar sus cenizas allí y que estuvieran juntos, que era lo que él siempre quiso. Como teníamos miedo de que nos quisieran hacer sacarlos de allí o de que alguien pudiese hacerles cualquier cosa, no hay ninguna lápida, ni nada, sólo sus nombres, escritos a cuchillo en el árbol, Lucrecia y Abel. Bueno, nosotros no creemos en el más allá, pero es una sepultura agradable.

—Al final lo conseguiremos, no lo duden, y será más pronto que tarde —dijo Mónica, queriendo que sus palabras resultaran a la vez enardecedoras y sedantes—. Pero me alegro de que antes haya mencionado a Alicia Durán, porque tenemos que contarles algo sobre ella que les va a sorprender.

Dolores y Paulino oyeron con estupor lo que les decían, turnándose en el relato, Francisca Prieto y Mónica Grandes, y cuando la historia se detuvo de pronto en aquel hotel de Florencia donde se había perdido de la noche a la mañana el rastro de la periodista, una y otro dieron la impresión de quedar profundamente conmocionados.

—¿Lo ves? —exclamó la hija de Salvador Silva, tras un largo silencio y sin dirigirse a nadie en particular—. Si es que no tiene vuelta de hoja, y es lo que yo digo: ellos siempre están ahí, en la sombra, con el cuchillo en la mano.

Todos los presentes entendieron a la perfección de quiénes hablaba y lo que quería decir.