Capítulo nueve
Capítulo nueve
«Gladio fue una organización terrorista creada y financiada por los servicios de inteligencia norteamericanos, al acabar la Segunda Guerra Mundial, para luchar contra el comunismo en Europa. La integraban grupos paramilitares de diferentes países, básicamente nutridos con los neofascistas de la Internacional Negra, pero donde más arraigó fue en Italia… No… Pero donde más cuajó… No, tampoco… Pero donde más acogida obtuvo fue entre los miembros de la ultraderecha italiana.»
Alicia dio por buena la última frase, apartó el ordenador, se echó hacia atrás en su asiento y cerró los ojos. Estaba aburrida de corregir su texto, debilitada por las pocas horas de sueño, porque se había levantado muy temprano para poder avanzar en su libro antes de ir al periódico, y también algo anonadada por las dimensiones del asunto en el que se había metido; aparte de que, por momentos, caía en el escepticismo clásico de las personas que se dedican a escribir, cuyos oídos suelen estar envenenados por esta pregunta: ¿de verdad crees que todo esto merece la pena? El hecho de que esa misma tarde, al acabar su jornada en el diario, tuviese que volar a Roma y allí tomar un tren para Florencia, con el fin de realizar otra de sus entrevistas, hacía que se sintiese aún más insegura acerca del valor de su esfuerzo. Sabía, sin embargo, que aquel episodio era crucial, que debería explicarlo bien y tratar de arrojar alguna luz sobre él, o al menos hacer un inventario completo de las sombras que lo rodeaban; porque el crimen de la calle de Atocha, tan célebre como lleno de ocultaciones, silencios y verdades a medias, era un tesoro, como lo es para cualquier investigador una historia de la que todo el mundo sabe algo pero de la que nadie sabe toda la verdad. Ése era el mismo argumento que había usado con el director de su periódico para que autorizase el viaje, que en principio no veía muy necesario.
—¿El juez Baresi? ¿Pretendes que te paguemos un viaje a Florencia para hablar con él?
—Es uno de los dos magistrados que relacionó a los neofascistas de Ordine Nuovo con el crimen de la calle de Atocha y a la red Gladio con los servicios secretos de los Estados Unidos. Y no te ofrezco la entrevista para ahorrarme el billete de avión, sino porque creo que puede ser importante para nosotros. Estamos hablando de darle otra dimensión al crimen de la calle de Atocha, de no verlo como un hecho casual ni aislado, sino como parte de la estrategia de la tensión que quería imponer la Internacional Negra en toda Europa, y en algunos otros países, para evitar la expansión del comunismo. Todo eso se instigó desde Washington tan claramente que, si me permites que lo diga así, los abogados laboralistas empezaron a estar muertos en la Casa Blanca, igual que otros cientos de personas caídas en Alemania, en Italia o en Grecia. Si no te parece oportuno, de verdad que no hay ningún problema: me voy en mis dos días de libranza, me pago yo el pasaje y lo publico nada más que en mi libro.
—A ver, a ver, explícame algo —le dijo, cruzándose de brazos, lo que Alicia recordó que, según la quinésica, que es la ciencia que estudia el significado de los gestos y los movimientos, es un modo de interponer una barrera entre tú y la persona que te habla—: ¿Y por qué si esa entrevista es tan importante no la hiciste en su momento?
—No hice ni ésa ni otras porque sólo tenía siete días y tres páginas para cada una.
—Bueno, eso suma veintiuna y descarta alrededor de quinientas. ¿Ése es el número de páginas que tendrá tu libro? Me parece perfecto; pero como periodista, tu trabajo era elegir qué veintiuna sí y qué cuatrocientas setenta y nueve no.
—Tienes toda la razón —dijo, para camelarlo, asintiendo de forma tan ostentosa que los pendientes que llevaba tintinearon como las pulseras de una bailarina árabe—, y creo que es lo que hice. Pero podía haber hecho más y quiero hacerlo ahora, porque asumo que si soy la responsable del error también lo soy de su arreglo. Ya sabes lo que dicen los norteamericanos: si lo rompes, es tuyo. Lo contabas tú, en el artículo del domingo…
—Sí, sí, es verdad —dijo, descruzando los brazos, metiéndose las manos en los bolsillos de los pantalones y sentándose en el borde de su mesa. En el idioma del lenguaje corporal, adoptar una postura relajada es una invitación a la cercanía, un gesto de confianza. Alicia tomó nota y se lanzó al ataque: el director había pasado de una postura cerrada a una postura abierta. Es decir, que se había vuelto vulnerable.
—Te pido que confíes en mí, porque he descubierto algunas cosas nuevas que creo que son importantes y que darán lugar a un buen artículo —dijo, mostrándole las palmas de las manos, un gesto que se ha interpretado a lo largo de la Historia como una señal de honestidad: antiguamente, eso se hacía para demostrar que uno no llevaba armas, que era una preocupación bastante extendida: los romanos se saludaban cogiéndose mutuamente de las muñecas, para comprobar que el otro no llevaba un puñal oculto en la manga.
—¿Qué cosas?
—Pues, por ejemplo, he encontrado la manera de seguir el rastro que dejaron las balas de aquella metralleta Ingram que estuvo en Atocha, 55 y no está en el sumario.
—¿Lo has leído?
—Por supuesto. De arriba abajo.
—¿No escribiste que, además, alguien había tapado con cemento los impactos, en la pared del despacho?
—Sí, pero no pudieron taparlos en la cara y el cuello de una de las supervivientes, que tenía una serie de balazos encadenados que demuestran de manera innegable que recibió una ráfaga de aquella Marietta. Ya sabes a quién me refiero, Lola González, la esposa de uno de los abogados muertos, que estaba embarazada y perdió el niño.
El director inclinó la cabeza hacia un lado y Alicia supo que eso era una demostración de que el asunto le interesaba.
—¿Por qué no hablaste con esa sobreviviente? Todo el mundo sabe quién es y supongo que no es difícil averiguar dónde está.
—Lo hice, di con su dirección, en Santander, y hablé con ella por teléfono, pero no quiso recibirme, porque no le apetece regresar una y otra vez a aquel horror, que para ella fue doble, porque era la segunda vez que lo vivía… ¿Sabes que esas dos veces están separadas por ocho años pero tienen en común al mismo policía?
—¿La segunda vez? ¿Ocho años y el mismo policía? ¿Qué quieres decir? No me vengas con acertijos.
Alicia dejó transcurrir unos segundos, para saborear su impaciencia.
—Es que ella, antes de casarse con ese abogado que iba a morir en la calle de Atocha, fue la novia de aquel famoso estudiante de Derecho llamado Enrique Ruano, al que mató la policía en 1969.
—No lo sabía, o al menos no lo recordaba. Pero él, desde luego, sé perfectamente quién era: los de la Brigada Político-Social lo arrojaron por la ventana y dijeron que se había caído cuando intentaba huir.
—No que se había caído, sino que se había suicidado. Llevaba tres días en comisaría, y los habían detenido a los dos, a Lola y a él, por repartir propaganda del Frente de Liberación Popular. En el bolso de ella encontraron unas llaves que resultaron ser de un piso en el que fabricaban las octavillas. Cuando lograron sacarles esa información a golpes, trasladaron allí a Ruano para hacer un registro y lo tiraron al vacío desde la séptima planta. Luego filtraron a la prensa un supuesto diario suyo en el que se expresaban ideas autodestructivas. Pero la versión oficial tenía numerosas contradicciones y algún misterio, como por ejemplo el hecho de que al cadáver le faltase la clavícula. El caso se archivó, naturalmente, pero la familia consiguió que el Tribunal Supremo ordenara reabrirlo, y en 1996 fueron encausados los tres policías que se encontraban con Ruano cuando éste cayó. Su jefe era el célebre Billy el Niño, el mismo sobre el que recaen las sospechas de estar detrás de la matanza de Atocha.
—No está mal… —dijo el director, acariciándose la barbilla con el pulgar y el índice—. ¿Y en qué se fundan esas sospechas?
—En lo que se refiere a los abogados laboralistas, está claro, todos hablaban de él como uno de los clientes asiduos de la pizzería Il Appuntamento y como el vínculo más obvio entre la policía y los ultraderechistas que cometieron el atentado de la calle de Atocha. De hecho, fue llamado a declarar y mantuvo algunos careos ante el juez. Y en relación con el asunto Ruano, un sindicalista que estudiaba Telecomunicaciones en Madrid y que también fue arrestado y golpeado por él, recuerda que en medio de la paliza otro de los agentes que participaban en el interrogatorio le gritó al torturador: «¡Ten cuidado, que se te va a ir la mano otra vez y lo vas a matar!». Y que Billy el Niño respondió: «No importa, hacemos lo mismo que con el tal Ruano: lo tiramos por la ventana y decimos que se quería dar a la fuga».
—Suena inverosímil. ¿Y lo de la clavícula?
—El abogado de la familia afirmó que había descubierto que uno de los policías le disparó antes de arrojarle por la ventana y que, posteriormente, serraron ese hueso para borrar las huellas que la bala había dejado allí y falsearon la autopsia. El proceso acabó con la absolución de los tres agentes, que antes de jubilarse fueron condecorados veintiséis veces. Uno de ellos perteneció a la escolta de la Casa Real y otro fue destinado a la Delegación del Gobierno en Madrid.
—¿Y Billy el Niño? ¿Dónde andaba por esa época?
—Se había jubilado en 1979, tras sufrir un infarto, o al menos eso es lo que se dijo; pero hasta entonces vivió igual de bien en la democracia que en la dictadura, porque pasó de dirigir la Brigada Político-Social a ser nombrado jefe superior de policía en Valencia, a encargarse de la desarticulación de los GRAPO y a dirigir la operación que acabaría liberando a los presidentes del Consejo de Estado y del Consejo Supremo de Justicia Militar, cuyo secuestro ya sabes que, en mi opinión, fue una farsa montada en beneficio del Gobierno o, como mínimo, aprovechada por él para lograr sus fines. No descarto que la matanza de la calle de Atocha también lo fuera.
—Es una acusación grave, de esas que no pueden hacerse sin pruebas… —dijo el director, mirando la hora: empezaba a aburrirse.
—Por supuesto. Pero hay hechos muy delatadores y personajes que son todo un símbolo del modo en que los siniestros servicios secretos de la dictadura siguieron activos después de 1975. A Billy el Niño, tras aquel éxito, lo ascendieron a comisario general de Información; después le fue impuesta la Medalla de Oro al Mérito Policial y luego lo mandaron al País Vasco para dirigir la lucha contra ETA. Eso sí, cuando murió, creo que en el año 94, ninguna autoridad quiso saber nada de él, ni asistió a su entierro. A mí me parece que estaría bien sacarlo de esa tumba de silencio y aclarar sus relaciones con los terroristas italianos, con los ultras españoles, con la CIA y con algunos políticos de la Transición.
—Habla con esa mujer, la sobreviviente de Atocha —dijo el director, cambiando de tema, como acostumbraba a hacer cuando quería transmitir la impresión de que en su periódico él era quien daba las órdenes—. Estaría bien una entrevista con ella, me parece que se ha dejado ver en muchos actos públicos pero apenas ha hecho declaraciones, al contrario que sus compañeros, porque uno que se ha muerto hace poco se prodigaba bastante, y otro incluso publicó un libro sobre aquello, ¿no?
—Sí, lo he leído, dice que ellos dos, Lola y él, se han preguntado a menudo de qué sirvieron aquellas muertes, y que ven en aquel tiempo una suma de años malgastados, malogrados… Creo que es un punto de vista que debemos tener en cuenta.
—… Pero, hasta donde yo sé, ella siempre ha sido muy reservada. Y, desde luego, tiene una historia que contar.
—… O una historia que olvidar, porque pasó por un auténtico calvario, ¿no te parece? Primero, el asesinato del novio; luego, el del marido; después, el trauma de sus propias heridas físicas y mentales, la pérdida del hijo que esperaba, las diez operaciones, o por ahí, que tuvo que hacerse para reconstruir su rostro… A pesar de eso, tengo la esperanza de que me reciba. Aunque, al parecer, según declaró en su momento, el día del atentado no vio gran cosa, porque cuando empezaron los tiros se tumbó en un banco y se tapó instintivamente con una trenca. De hecho, no recibió ningún impacto hasta el final, que fue cuando asomó la cabeza para ver qué pasaba. Lo único que recuerda es que uno de los pistoleros tenía los ojos muy azules.
—Tal vez… —dijo el director, lanzando una mirada acerada al vacío y frotándose las manos como hacía siempre que intentaba dilucidar qué hacer—. Porque, claro, no podemos volver a darlo en el periódico, eso sería aceptar que antes se nos había pasado… Pero quizá sí en el suplemento dominical y a modo de adelanto del libro, una semana antes de que salga a la venta.
—Eso sería perfecto. Me parece una gran idea. Ymuy generosa por tu parte. Te aseguro que mi trabajo no te defraudará. Iré a Florencia y hablaré con el juez Baresi; al regresar, intentaré por todos los medios verme con Dolores González; y con una cosa y la otra, voy a escribir un reportaje que te gustará publicar.
—Tenemos un corresponsal en Roma que podría hacer esa parte del trabajo, pero voy a dejarte ir porque espero que tu libro sea un éxito y que tu éxito le haga publicidad al periódico. ¿Me explico? Y, por supuesto —añadió, levantando el dedo índice a modo de advertencia, para dejar claro quién estaba al mando y ponía las condiciones—, cuando hables con la señora González ella tiene que recordar una metralleta. Si no lo hace, tu teoría y la del juez Baresi no valdrán nada.
Alicia recordó esa conversación en su casa, al día siguiente, mientras desayunaba té y fruta con yogur, le ponía mala cara al olor del café negro que le gustaba beber a Juan y se sentía inquieta por la complejidad de su investigación, que se iba llenando de esquinas según avanzaba. ¿Sería capaz de reconstruir aquel rompecabezas? La versión oficial del atentado de la calle de Atocha daba un resumen tan escueto de lo que había ocurrido, que más bien parecía un montaje, por no decir una caricatura. Y lo cierto era que ella estaba cada vez más convencida de que en el despacho de los abogados laboralistas no sólo se habían tapado los agujeros de bala que hizo la metralleta Ingram en las paredes.
—Pues sí, supongo que no te equivocas, pero te recomiendo que además de tener razón tengas cuidado —le había dicho Juan unos minutos antes, cuando hablaron del tema.
—¿Por qué?
—Porque puedes cometer un error muy común, que es el de juzgar las cosas desde el futuro, sin tener en cuenta que las circunstancias cambian, la gente no es la misma y los países se transforman.
—Dime algo que no sepa.
—Ya sé que lo sabes, lo que hace falta es que no lo olvides. Ten en cuenta que lo que ahora nos parece muy sencillo quizá no lo era tanto en el año 77 —dijo, mientras movía adelante y atrás las manos, con las yemas de los dedos apoyadas unas en otras, formando la figura que los morfopsicólogos llaman el campanario y que es un gesto propio de quien se siente superior a la persona con quien conversa.
—Eso es una obviedad —respondió Alicia con rabia— y yo no estoy juzgando a nadie, sólo pretendo descubrir lo que pasó.
—Sí, claro, y eso está muy bien; pero lo que yo quiero decir…
—… Es que no siempre hay que decir algo, ¿vale? A veces lo que hay que hacer es escuchar.
Hacia la ese o la ce de escuchar, Alicia ya lamentaba sus palabras, y aún más el tono que había empleado. Pero, sobre todo, sintió que él no le diera la respuesta que se merecía y que guardase silencio, como tantas veces. Lo vio coger un objeto cualquiera de la mesa y volver a dejarlo, poner las manos sobre los muslos igual que si buscara un punto de apoyo para levantarse y, en lugar de hacerlo, quedarse sentado, mirar al vacío y mover los pies de una manera absurda, como si fueran un limpiaparabrisas. Por algún motivo, eso la desagradó y la puso más furiosa, sin duda porque al traducirlo a lo que en el lenguaje de los gestos se llama el eco de las posturas, lo interpretó, una vez más, como la expresión de un carácter débil y, por lo tanto, incompetente. ¿Qué le había ocurrido a Juan? ¿Dónde estaba el hombre enérgico y seguro de sí mismo que la había conquistado? ¿Por qué no supo gestionar sus emociones y obtener de ellas algún beneficio, algún provecho que, como decían los profesores de Alicia, lograra transformar sus estados de ánimo en acciones específicas, sacarles un rendimiento práctico? ¿Por qué se conformaba con su vida de profesor de instituto y no apostaba por emprender una carrera literaria? La novela que publicó había tenido cierto éxito, pero eso no le hizo abandonar su rutina y tomarse en serio algo que ella le dijo en más de una ocasión: «¿Por qué vivir dando clases si podrías vivir de que otros dieran clases sobre ti?». Tal vez lo que ocurría era que ese Juan al que ella echaba de menos nunca existió; o sí, pero en dosis tan insignificantes como las que contienen esas muestras de perfumes o cosméticos que regalan las revistas de moda. O tal vez nada de eso era cierto, sólo era una cortina de humo que intentaba ocultar el hecho de que se había cansado de él, quería dejarlo y, al igual que hace la mayor parte de la gente, lo culpaba para no tener que culparse a sí misma. En cualquier caso, la palabra decepción es una miniatura perfecta de lo que sentía Alicia. ¿Para qué hacían entonces proyectos a largo plazo? ¿Por qué subían los fines de semana a la sierra para mirar terrenos donde construir su famosa escuela de Inteligencia Emocional? La única explicación que se me ocurre es que a la mayoría de las personas nos cuesta más desatar los nudos que hacerlos.
—Voy a ducharme, que se me está echando el tiempo encima —le dijo, al fin—. Si no me doy prisa, llegaré tarde. Y tengo que estar a las siete en el aeropuerto.
—Genial —respondió Juan—. Usa agua fría, que es mejor para bajar los humos.
Alicia puso gesto de pena.
—Estás harto de mí, ¿verdad?
—¿Eso es lo que te gustaría? De acuerdo: si tú quieres, lo estaré. Pero, bueno, perdona, yo también tengo obligaciones y debo irme ya al instituto.
—¿Por qué nos pasa esto?
—Tú sabrás. Tal vez es que has repetido tantas veces eso que tanto te gusta de que «la vida es lo que sucede mientras la planeamos», que al final nos ha ocurrido.
Siguiendo uno de esos cambios de dirección que suelen producirse cuando nos movemos por impulsos, de pronto Alicia y Juan salvaron los tres pasos del abismo que los separaba, se abrazaron hasta los huesos y, después de unos instantes sin decir nada, ella le preguntó por su novela y él por su libro de entrevistas: interesarse por las cosas del otro es siempre un buen recurso, y si dentro de la palabra trabajo está la palabra atajo, no debe de ser por casualidad. Cuando, finalmente, se fueron a cumplir con sus obligaciones, los dos se sentían moderadamente reconfortados. ¿Se puede dar por aprobada una mañana en la que has sacado un bien en afecto, un cinco en convivencia y un insuficiente en felicidad?
Alicia asistió en el centro de la ciudad a una rueda de prensa elegida para ella por el redactor jefe, entre todas las noticias del día, porque era la más irrelevante. Después fue al diario a escribir la columna que le habían reservado y al acabar, de nuevo, se quedó en su mesa a la hora de comer y le pidió a una compañera que le subiese un bocadillo de la cafetería, que comió a medias y con desgana mientras intentaba condensar la información que había reunido, seguía buscando noticias sobre la red Gladio y hacía algunas llamadas para concretar su cita en Florencia con el magistrado Pier Luigi Baresi, que, efectivamente, fue quien dictaminó la presencia de al menos un terrorista de Ordine Nuovo en el despacho de los abogados laboralistas y quien, más adelante, denunció la falta de interés del Gobierno de España en la resolución del caso.
«La red Gladio —escribió Alicia— fue creada por la CIA para impedir, por todos los medios, que los partidos de izquierdas, y especialmente los comunistas, llegasen al poder en los países de Europa occidental. La disculpa recurrente de quienes integraban la banda criminal era un supuesto peligro de invasión por parte de la URSS, y para evitarlo los pistoleros ultras, entre los que había veteranos del ejército nazi que a cambio de ser reclutados para esa causa evitaban un consejo de guerra, dejaron un rastro de sangre por todo el continente. En Italia, cometieron las masacres de la Piazza Fontana, en 1969; el atentado de Peteano, en 1972, y el de la estación de trenes de Bolonia, en 1980; intentaron provocar una sublevación en 1970, lo que se conoce como Golpe Borghese, y hay indicios que los vinculan con el secuestro y asesinato del presidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, ejecutado en 1978 por las Brigadas Rojas, cuyo papel en Italia es tan ambiguo como el de los GRAPO en España y genera la misma pregunta: ¿fueron esos presuntos radicales de izquierda manipulados por las organizaciones neofascistas y por los servicios secretos que auspiciaban el terrorismo de Estado, o fueron parte de ellos? El nombre original en inglés de la red Gladio era Stay Behind.
»Resulta evidente que no sólo hubo un sistema operativo común en las acciones de Gladio en toda Europa, sino también el mismo entramado de corrupción política. En Peteano di Sagrado, en el noroeste de Italia, un coche-trampa lleno de dinamita mató a tres carabineros; en Brescia, asesinaron a ocho manifestantes antifascistas lanzando granadas de mano en la Piazza della Loggia; y en el ferrocarril que cubría el trayecto Roma-Múnich, el Italicus Express, estalló otro artefacto en 1974, llevándose por delante a doce personas. En los tres casos, se acusó a los ultraderechistas de Ordine Nuovo y algunos de ellos pasaron por la cárcel, pero además fueron imputados varios agentes del servicio secreto italiano y, al igual que ocurrió en España con el crimen de la calle de Atocha, las evidencias fueron desestimadas por los tribunales y las averiguaciones de la policía se pararon cuando los indicios empezaban a apuntar en dos direcciones opuestas que eran la misma: hacia los sótanos del poder y hacia sus despachos más altos. No es una metáfora: tras el atentado de septiembre de 1980 en la Oktoberfest de Múnich, que dejó trece víctimas, se encontró una mano ejecutora, la de un joven de veintiún años miembro del Wehrsportgruppe Hoffmann alemán, integrado en Gladio; pero también se expresaron sospechas sobre la implicación de los servicios secretos alemanes, tan anclados en el siniestro pasado de su país que hasta 1968 habían estado dirigidos por Reinhard Gehlen, mayor general en la Wehrmacht durante la Segunda Guerra Mundial, responsable del espionaje nazi en el frente oriental y uno de los impulsores de la célebre operación ODESSA, montada para sacar de Alemania a los mandos de las SS y la Gestapo y llevarlos a Argentina y a España, donde vinieron a parar mandos tan destacados del Tercer Reich como Léon Degrelle, a quien apodaban “hijo adoptivo del Führer”, que murió en Málaga en 1994; o Hans Joseph Hoffmann, también conocido como Albert Fuldner, que estaba al mando de un grupo llamado Red Ogro, cuya función era espiar a alemanes residentes en España y sospechosos de no apoyar a Hitler, para secuestrarlos, deportarlos y hacer que fueran ejecutados como traidores. Hoffmann, que murió en Madrid en 1992, también fue quien montó en nuestro país, junto con el general Johannes Bernhardt, un complejo entramado económico, la Sociedad Financiera e Industrial (Sofindus), que invertía y multiplicaba el dinero de los nazis mediante la exportación de productos químicos, eléctricos y agrícolas; dedicándose a la construcción; manejando entidades como el Deutsche Bank o la aseguradora Plus Ultra; explotando minas, colegios o empresas navieras y, naturalmente, dedicándose al tráfico de criminales de guerra. También estaban por aquí Gerhard Bremer, que murió en Alicante, en 1989, y que había formado parte del círculo más cercano a Hitler; y Otto Ernst Remer, que lo salvó del célebre complot que pretendía matarlo en julio de 1944 y que, como sus compañeros, murió plácidamente al sol, en su casa de Marbella, en 1997; y el temible Otto Skorzeny, que había liberado a Mussolini en el Gran Sasso, rescatándolo de un hotel situado en la cumbre de los Apeninos, donde lo tenían preso las tropas aliadas. Skorzeny, a quien se conocía como “el hombre más peligroso de Europa”, murió en 1975, en Madrid.
»En cuanto a Reinhard, no tuvo que esconderse en España ni en ninguna otra parte, porque al caer Berlín lo reclutó la CIA como ideólogo de la guerra sucia contra la Unión Soviética. Los norteamericanos hicieron correr una biografía suya falsificada, en la que era presentado como un opositor a Hitler que, de hecho, había sido el único superviviente de aquella famosa conjura de oficiales que planearon asesinarlo en 1944. Él fue quien puso en marcha la Organisation Gehlen, eje de la red Gladio en Europa. Poco después, lo nombraron jefe del espionaje de la República Federal, el Bundesnachrichtendienst.
»España también se convirtió en el santuario de los neofascistas italianos, que colaboraban con los servicios secretos de la dictadura y a los que, a cambio, se les permitía vivir escondidos a plena luz del día, por así decirlo; se les dejaba hacer en la Imprenta Militar Española su revista Confidentiel, que era el principal órgano de expresión de los neonazis europeos, y, entre otras muchas cosas, se ponían a su disposición los estudios de Radio Exterior de España, desde donde lanzaban sus consignas, en italiano, inglés y francés, para todo el continente. Algunos de ellos eran los mismos que montaron en Milán, Brescia, Peteano di Sagrado y Bolonia las matanzas que acabo de referir, y participaron en otros sucesos como los de la calle de Atocha y los de Montejurra, Navarra, en 1976, donde liquidaron a tiros a dos militantes carlistas sin que les ocurriese nada, puesto que la policía y la Guardia Civil no intervinieron para evitar la tragedia y, cuando algunos de los culpables fueron detenidos, estuvieron siete meses en la cárcel y luego salieron libres, gracias a una amnistía general. Como tapadera de sus actividades, los terroristas de Ordine Nuovo montaron en nuestro país negocios como la mencionada pizzería Il Appuntamento, donde se reunían con los fascistas españoles, entre ellos algunos militares, policías y miembros de los servicios secretos».
Alicia releyó esos cuatro largos párrafos, subrayó expresiones como las matanzas que acabo de referir, liquidaron a tiros y la mencionada pizzería, que le sonaban farragosas, e hizo una pausa para telefonear a Mónica Grandes y citarse con ella al día siguiente, nada más regresar de Roma. Después de haber hablado con ella un par de veces, sabía que la arqueóloga iba a serle doblemente útil, por su trabajo en la ARMH y por su relación con la jueza Valdés: lo primero, le proporcionaría a los lectores una visión general del asunto, y lo segundo, a través del caso de Salvador Silva, un ejemplo de extraordinaria fuerza simbólica. «Lo de los abogados de Atocha es fascinante, pero no tienes que olvidar los demás episodios de esta historia —se dijo—. Al contrario, tienes que abrir los pasadizos que van de uno a otro».
A las cuatro y media, salió para el aeropuerto. En el taxi, en el avión y en el tren que la llevaba a Florencia, siguió preparando su entrevista con el magistrado Pier Luigi Baresi y tratando de atar los cabos que unían el crimen de la calle de Atocha con los otros atentados promovidos por la red Gladio: en Grecia, habían montado el golpe de Estado de los coroneles, en 1967; en Turquía, su mano negra estaba tras la masacre de la plaza de Taksim, en Estambul, en 1977, que dejó treinta y cuatro víctimas, y también tras la sublevación militar de 1980; en Argentina, manejaban el terrorismo de Estado; en Mozambique, asesinaron con un libro-bomba al líder del Frente de Liberación; en Bélgica cometieron en los años ochenta las llamadas Masacres de Brabante, una serie de asaltos indiscriminados a restaurantes, joyerías y tiendas de alimentación en los que perdieron la vida treinta personas. Sus métodos eran brutales y su disciplina interna era implacable: en Suiza, apuñalaron con su propia bayoneta a un coronel del Ejército que había estado en sus filas y que había decidido revelar «toda la verdad sobre la organización».
¿Y Juan? ¿Y su vida? Entre párrafo y párrafo, pensaba en él y, si era sincera, empezaba a verlo parecido al paisaje que iba transcurriendo a los lados del tren: algo inconcreto, algo que se alejaba. «Cuando las relaciones no van bien —se dijo—, ¿para qué continuar? En el territorio de los sentimientos, si no hay ilusión no hay futuro; y cuando eso ocurre, seguir adelante sólo te lleva hacia atrás, al pasado. Y yo no sirvo para resignarme». Alicia sacudió la cabeza intentando apartar esos pensamientos de ella, y lo hizo con tanta energía que el hombre que iba en el asiento de enfrente levantó los ojos del periódico que leía y la miró desconcertado, como si creyera que sufría un ataque o, peor aún, que iba a atacarlo a él. Luego, los dos se sonrieron igual que si se pidieran disculpas y regresaron a lo que estaban haciendo.
«El atentado más conocido cometido por las Stay Behind en Italia —escribió Alicia en su cuaderno de notas— fue un ataque contra el Banco Agrícola en la Piazza Fontana, de Milán, el 12 de diciembre de 1969, y en él murieron diecisiete personas. Se acusó del crimen a un anarquista llamado Giuseppe Pinelli, que, misteriosamente, también cayó por la ventana de una comisaría de policía al patio interior del edificio, mientras estaba siendo interrogado, exactamente igual que el joven estudiante español Enrique Ruano. Señalar esa similitud».
Cuando el tren ya entraba en la estación de Santa Maria Novella, en Florencia, su teléfono sonó un par de veces, pero al ver que era Juan, y dadas las circunstancias, prefirió no contestar.