Capítulo veinte
Capítulo veinte
Al abrir su correo electrónico, Juan Urbano encontró un mensaje de Vincenzo Vinciguerra, uno de los terroristas de Ordine Nuovo implicados en la matanza de la calle de Atocha, que seguía en una prisión de Milán condenado a cadena perpetua por sus actividades terroristas en Italia, entre otras por el atentado que le costó la vida a tres carabineros, en el año 1972, en Peteano di Sagrado: eran las respuestas a unas preguntas que le había mandado Alicia desde su hotel de Florencia, sin duda en cuanto regresó de su cita con el juez Baresi, inmediatamente después de terminar el texto sobre él y en menos de media hora. «Yo es que como mejor nado es con el agua al cuello», solía repetir.
Nada más ver lo que era aquel texto, Juan recordó las últimas líneas de su entrevista con el magistrado, en las que le peguntaba si sabía cómo llegar hasta ese individuo «que muy probablemente fue quien recibió de los fascistas españoles la Ingram M-10 utilizada en el atentado», y que él le había pedido a uno de sus ayudantes que le facilitara ese dato. El hecho de que la contestación a ese cuestionario urgente llegara en aquellas circunstancias, cuando ella parecía ya irse haciendo cada día más inmaterial, le daba un cierto matiz ultraterreno a aquel escrito, que Juan leyó con lentitud y desconfianza, igual que si fuese un jeroglífico y pudiera encerrar significados secretos o revelaciones cifradas. Al acabar volvió a revisarlo, y después de barajar diferentes posibilidades le puso un título que creyó que a Alicia no le hubiese disgustado, y al hacerlo se dio cuenta de dos cosas: la primera, que acababa de tomar la decisión de continuarlo él; y la segunda, que eso significaba que a esas alturas ya no tenía la más mínima esperanza de que ella regresase.
Vincenzo Vinciguerra: «Las Brigadas Rojas y los GRAPO fueron herramientas de la CIA».
—Señor Vinciguerra, usted ha declarado que tras el triple crimen de Peteano di Sagrado, pudo huir a España gracias a la ayuda de los servicios secretos italianos. ¿Lo puede corroborar hoy día?
—Por supuesto. La verdad es fácil de recordar y de repetir, al contrario que las mentiras, y por eso algunos antiguos camaradas que hoy interpretan el papel de Judas se contradicen tanto. La respuesta a su pregunta, por lo tanto, es afirmativa: recibí ese apoyo. Imagino que cualquiera que se pare a pensarlo puede comprender que sin la cobertura de los agentes del CESIS no habría sido posible cruzar la frontera. Mi foto y mi nombre estaban en todos los periódicos, en todas las pantallas de televisión y en las paredes de todas las comisarías, así que ¿cómo iba yo a escapar por mis propios medios? Entonces todas las fronteras estaban cerradas para mí, igual que hoy lo están todos los derechos.
—¿Por qué razón concreta lo llevaron a España y no a otro lugar? Ustedes tenían células operativas en media Europa.
—Allí éramos bienvenidos, nadie nos importunaba y había una buena infraestructura para nosotros. El Generalísimo, que en mi opinión, si es que se me permite expresarla, fue un gran hombre al que el país se le ha quedado pequeño, siempre nos trató bien.
—Supongo que si se eligió Madrid fue porque allí contarían también con el soporte y el amparo del espionaje español.
—Los edificios necesitan vigas y las estatuas pedestales. Los patriotas necesitamos comprensión y hermandad. En aquella España, donde se luchaba valientemente contra el mismo adversario al que combatíamos nosotros, es decir, contra la Unión Soviética, siempre sentimos el respaldo personal del Caudillo, pero tengo que decirle que esa protección continuó existiendo tras su muerte, hasta el punto de que en diciembre de 1976, antes de actuar contra los exiliados italianos, el ministro del Interior de su país tuvo un encuentro con Stefano Delle Chiaie, que como usted sabrá fue el fundador de Avanguardia Nazionale, para informarle de que España no podía ya albergar a personas que se habían vuelto incómodas para los Estados Unidos y para agradecerle sus acciones en la guerra sucia contra los separatistas del País Vasco, que habíamos llevado a cabo desde 1975 y que le puedo garantizar que no fueron ninguna invención, como ahora dicen, porque fui yo mismo quien recibió del propio Sánchez Covisa el listado de los etarras en el sur de Francia, con sus fotos y direcciones, así como la primera metralleta Ingram del Ejército. Pero aquello tenía que terminar, claro, porque eran momentos de cambio, y había que seguir con la estrategia que comenzó cuando la CIA preparó el magnicidio del almirante Carrero Blanco, al que decidieron eliminar para que no perpetuase el Régimen y para propiciar el retorno a la democracia. El que piense que aquella acción la pudo haber hecho la ETA en solitario es que es un ingenuo. Los norteamericanos lo quitaron de en medio, además, porque se opuso a que usaran sus bases en territorio español durante la guerra de Yom Kipur. Al famoso Argala, el etarra que se entrevistó con el enviado de Washington que le encargó el trabajo y que también fue su autor material, accionando la carga explosiva que voló el Dodge Dart del presidente, lo matamos nosotros en colaboración con un oficial de la Marina, al que apodábamos «Leónidas», un miembro del Ejército del Aire, un capitán de la Guardia Civil y un agente del SECED, para que no hablase, y luego le atribuimos la hazaña al Batallón Vasco-Español. Los componentes de Gladio que estuvieron en eso fueron un francés miembro de la OAS, un argentino de la Triple A y mi compatriota Mario Ricci. El jefe del comando, Kixkur, se nos escapó de milagro, le metimos tres tiros en 1984, ya en la época de los GAL, en una carretera francesa, entre Saint-Étienne-de-Baïgorry y Cambo, pero sólo pudimos herirle, aunque nos llevamos por delante al que iba con él, un tal Goikoetxea. Como se ve, el sistema operativo fue el de siempre: se lleva a cabo la misión, se culpa a un grupo de extrema izquierda, se les ayuda a huir y posteriormente, si se deduce que puedan llegar a causar problemas o a hablar más de lo debido, se les elimina. Simple pero infalible.
—Según su testimonio, grupos neofascistas como Avanguardia Nazionale y Ordine Nuovo actuaban a las órdenes de la OTAN. ¿Lo ratifica? ¿Estaba enmarcada su organización en la llamada red Gladio?
—Absolutamente. Fuimos reclutados por ellos para luchar contra el comunismo e impedir que su influencia contaminase todo el continente. La OTAN no era y no es más que una simple tapadera: los hilos los manejaban los norteamericanos y el resto de los países obedecían; es decir, exactamente igual que ahora. Los Gobiernos de nuestras naciones estaban al tanto de nuestras actividades y casi todos ellos albergaban en su territorio centros de captación donde se formaba a los activistas de Gladio, como por ejemplo la supuesta agencia periodística Aginter Press, creada por la CIA para coordinar las acciones de nuestros combatientes en Europa y América Latina y apoyada, de manera muy especial, por los servicios secretos españoles, franceses e italianos.
—¿Participó usted en el asesinato de los abogados laboralistas de la calle de Atocha, en Madrid, en enero de 1977? ¿Mantiene que fue Mariano Sánchez Covisa, el jefe de los Guerrilleros de Cristo Rey, quien le entregó la metralleta con la que los asesinaron?
—Puedo corroborar que ese episodio formó parte de la estrategia de la tensión que nos había ordenado la OTAN. Se lo repito, nosotros luchábamos contra la URSS al igual que lo hacían los Estados Unidos y otros muchos patriotas, equivocados o no, incluidos algunos líderes comunistas que peleaban por no ser engullidos por los rusos, como Tito en Yugoslavia o Ceaucescu en Rumanía. Este último y su policía, la Stasi, trabajaban muy activamente para la CIA y fueron los norteamericanos quienes propiciaron su caída y eliminación cuando dejó de serles útil. En cuanto a la ametralladora Ingram, por supuesto que mantengo lo que dije: altos mandos del Ejército español vinculados a la red Gladio se la dieron al jefe de los Guerrilleros de Cristo Rey y él me la entregó a mí. Yo soy un hombre de una sola palabra, lo contrario de los traidores que nos rodean. Ellos han olvidado nuestro lema, Il mio onore è la lealtà, pero yo no.
—¿Puso usted la Ingram M-10 en manos de Carlo Cicuttini, con quien había llevado a cabo el atentado de Peteano di Sagrado, y fue él quien estuvo en Atocha, 55, como certifican tanto un informe reservado del CESIS italiano como la confesión de un arrepentido de Ordine Nuovo?
—Le diré tres cosas: la primera, abundando en lo que antes le comentaba, que a Carlo lo trasladaron a España en un avión militar de las Fuerzas Aéreas italianas; la segunda, ésta con respecto al asunto de Peteano, que a él no lo acusaron de ser autor material de los hechos, sino de haber realizado una llamada a la comisaría que atrajo a los carabineros al coche-bomba; y la tercera, que él era español, lo que le permitió recibir un trato imparcial por parte de la ley: ustedes le dieron la nacionalidad porque se casó con la hija de un general, pero, sobre todo, para compensarle por su lucha generosa contra ETA en el sur de Francia, que entre otras cosas logró la desaparición de su jefe militar, el famoso Pertur, y por eso la Audiencia Nacional de su país no concedió su extradición cuando le fue pedida por Italia, en 1983 y 1986, por estimar que todos sus delitos quedaban perdonados por la amnistía dictada en octubre de 1977 «para lograr la reconciliación entre los españoles». ¿Acaso no fueron absueltos otros muchos, entre los que se contaban terroristas con las manos manchadas de sangre? A él lo trataron en España con la justicia que nunca habría tenido aquí, lo mismo que no la he tenido yo, de manera que lo detuvieron en 1982 y salió de la cárcel de Carabanchel al año siguiente. En 1985 lo volvieron a arrestar y lo soltaron. En 1998 cometió el gravísimo error de viajar a Francia y fue capturado en Toulouse, donde nuestros magistrados le habían tendido una trampa, haciéndole creer que una importante empresa le quería contratar. El resto de su historia es fácil de imaginar: fue entregado a las autoridades de mi país y éstas lo dejaron morir como un perro en una penitenciaría de Parma, en febrero de 2010, aunque cuando ya estaban absolutamente seguros de que la enfermedad que lo devoraba desde hacía año y medio era incurable, montaron el simulacro de llevarlo a un hospital de Udine. Algunos dirán que murió de cáncer, pero yo afirmo que fue víctima de un crimen de Estado. Sé bien lo que es eso, ya que para mí no existen las reducciones de pena, la libertad condicional ni los indultos. Es lo mismo, me utilizan como tapadera de la verdad, pero nunca van a conseguir callarme.
—Finalmente, el atentado de Peteano se les atribuyó en principio a las Brigadas Rojas, que fue una banda de ideología similar a los GRAPO en España. ¿Qué opina usted de esos grupos supuestamente formados por radicales de izquierda que parecen haberle hecho el juego a la red Gladio?
—Ésa es una cuestión de extraordinaria importancia y debo decirle que comparto sus sospechas: las Brigadas Rojas y los GRAPO fueron, según las circunstancias, socios, títeres o herramientas de las naciones que movían los hilos de la OTAN. No hace falta más que leer las cartas de Aldo Moro, me refiero a las que escribió desde el lugar en que lo tenían secuestrado: en ellas explica que sus problemas comenzaron dentro de su propio partido, la Democracia Cristiana, cuando él propuso hacer un pacto de gobierno con el PCI, y deduce que su cautiverio y condena a muerte habían sido instigados por la CIA. De manera que las Brigadas Rojas eran por un lado marionetas en manos de los Estados Unidos y por el otro hostiles a los comunistas, y además lo fueron desde sus orígenes. Le quiero recordar que a principios de la década de los sesenta, en un escenario que iba a presidir la ruptura de relaciones entre China y la Unión Soviética, se empezó a difundir por Italia una serie de manifiestos en los que se alababa como modelo del paraíso comunista al régimen de Mao Tse-Tung, que por entonces estaba a medio camino entre su Gran Salto Adelante y su Revolución Cultural, y se criticaba a las claras la política revisionista del PCI para desacreditar a sus dirigentes. Esa operación de propaganda fue dirigida por el Ministerio del Interior italiano y puesta en práctica por militantes de Avanguardia Nazionale caracterizados de maoístas. Imagino que no tengo ni que decirle que a partir del enfrentamiento entre los Gobiernos de Moscú y Pekín, éste empezó a trabajar con los aliados occidentales y en contra de los rusos. El punto de contacto habitual era la embajada china en Berna. Creo que si ustedes siguen esa línea de análisis advertirán que los GRAPO surgieron en París como una escisión del Partido Comunista de España tras acusar a su Comité Central y a la propia URSS de revisionistas, y quizás entonces podrán intuir en qué bando estaban realmente y comprender por qué los servicios de inteligencia de su país montaron una guerra sucia contra ETA pero no contra ellos. Blanco y en botella, como dicen ustedes.
Juan releyó una vez más el texto con atención y con un cierto malestar, producido por el perfume siniestro que parecían desprender cada una de aquellas palabras, que imaginó envueltas en un humo de huesos calcinados. Después se lo mandó por correo electrónico al director del periódico, con una nota en la que le explicaba qué era y cómo había llegado a sus manos. Lo hizo porque pensó que tal vez le interesaría publicarlo y porque, de todas formas, ése era su destino: él conocía los ataques de indignación que sufría Alicia cada vez que un texto suyo se levantaba para poner en el diario una página de publicidad llegada a última hora, y la mezcla de expectación, pesimismo y ansia con la que buscaba su firma en los artículos cada mañana, temerosa de que los compañeros del turno de noche los hubieran suprimido o cortado por la razón que fuese. Le gustaba definirse como alguien enamorada de su profesión hasta el punto de odiarla, y cuando él le decía que su problema era el de todos los adictos, que no pueden vivir sin el veneno que los mata, ella se ponía a hablar de su futura escuela de Inteligencia Emocional y alardeaba de lo sencillo que le iba a resultar romper con todo, cambiar de rumbo, alejarse de aquella pasión a la que había dedicado tantas energías y sacarse la tinta de las venas: «Le añades cuatro letras a la vocación y se convierte en la equivocación. Así de simple».
Pero las cosas simples no existen, porque todos nuestros pasos sobre la tierra están sometidos a las complicaciones del azar —o, si se prefiere, del destino— y a la barbarie de la política, que sin duda es el gran fracaso de la humanidad, y no hay más que leer las noticias de cada día para encontrar media docena de ejemplos demoledores que confirman esa afirmación y repiten con otras palabras un célebre poema de Neruda en el que la muerte lame insaciablemente el suelo en busca de difuntos y hay miles de ataúdes flotando en el río ominoso de la sangre vertida. Todo parecía indicar que Alicia no era más que otro episodio de esa ferocidad con que los poderosos eliminan a cualquiera que intente derribarlos o cuestionar sus autoridad. «Y eso —se dijo, igual que si les hablara a sus alumnos—, tal y como se aprecia muy bien en su libro, vale para explicar las tres cosas que nos ocupan: primero, las razones del levantamiento que llevó a la Guerra Civil española y la represión terrible que la sucedió, de la que es buen ejemplo la historia del cartelista e impresor republicano Salvador Silva; segundo, la sucesión de atentados que se produjeron en nuestro país en la época de la Transición y que se enmarcan en lo que vino a llamarse “estrategia de la tensión”; y tercero, la suma de olvidos estratégicos y verdades administrativas que sepulta a la mayor parte de las víctimas de uno y otro periodo de nuestra Historia».
Mientras enjuagaba la taza y la metía en el lavaplatos se figuró una vez más a Alicia en el fondo del mar, o enterrada en un bosque, en un jardín, en un vertedero. Las fuerzas oscuras que dirigen el mundo no negocian sus privilegios, pero ella había cometido la temeridad de rebatirlos y muy probablemente pagó el atrevimiento con su vida.
Juan movió la mano en el aire lo mismo que si espantara un insecto, para tratar de desentenderse de esas especulaciones, apagó el ordenador, fue a la cocina a servirse un café negro y se quedó allí sentado, escuchando con todo el cuerpo el reloj de pared mientras los malos presagios silbaban como balas en su interior. Se acordó de lo que él mismo le dijo a Mónica Grandes: ninguna de las personas a las que entrevistó Alicia habría sentido verla desaparecer. Se dijo que si de verdad las cosas eran como parecían ser y le había ocurrido algo en Florencia o en cualquier otro lugar de Italia al que pudieran haberla llevado, es muy probable que la última cosa que pensara fuese en algo que le oyó decir en una ocasión a la sexta mujer del novelista Norman Mailer, cuando le preguntaron cómo había soportado su famoso mal humor, sus constantes infidelidades y su temperamento narcisista: «Con naturalidad y sin reproches. ¿Cómo me iba a extrañar ver elefantes si yo misma compré las entradas para el circo?». A Alicia eso siempre le había hecho gracia. A él, en ese instante, le pareció una frase de mal agüero. Se frotó las manos, en señal de impaciencia, y luego dio una pequeña palmada para animarse a salir del estado de abatimiento en el que se encontraba y que a él mismo le sorprendía, porque su tristeza le dio la impresión de ser una caricatura, una parodia similar a la de esa gente que al pronunciar una palabra extranjera se adorna hasta tal punto con el acento que parece estar haciendo una imitación. Maldijo una vez más la botella de Ca’Bianca Barolo que le había comprado Alicia en Florencia y que le estaba quemando igual que si no tuviese dentro aquel vino con aromas de vainilla y notas de roble, sino alguna especie de líquido tóxico o ácido corrosivo. ¿Y si iba a Florencia y trataba de seguir él mismo sus pasos?
Apagó las luces del salón y fue a su cuarto. Mónica Grandes seguía allí, profundamente dormida, en el centro de la cama.