Capítulo seis
Capítulo seis
Si a la jueza Valdés la hubiesen obligado a definirse con una sola palabra, esa palabra habría sido equilibrio. Le gustaban las personas que, en su opinión, se le parecían; las que eran prudentes y demostraban tener aplomo en los momentos complicados; y solía añadir que a lo largo de su vida había encontrado tan pocas, que tuvo que casarse con una de ellas. Es cierto que Bárbara sospechaba que con los años Enrique se había entregado a su personaje y exageraba hasta la parodia, o tal vez hasta el simple cinismo, su papel de hombre sarcástico e inmutable, de esos que lo miran todo por encima de las gafas; y tampoco dejaba de notar que eso era un modo de poner distancia entre ellos y fomentar las suplantaciones a las que suelen entregarse casi todas las parejas: un hogar es una casa de cambios donde el amor se canjea por el cariño. A pesar de todo, y aunque resultaba obvio que en algunas cosas eran muy distintos, una evidencia a la que Enrique oponía una frase de Freud según la cual dos personas sólo pueden estar absolutamente de acuerdo en todo si una de ellas es estúpida, la verdad es que Bárbara se sentía cómoda con él. Una vez se lo dijo, y el psiquiatra le respondió, antes de regresar al libro que tenía entre las manos:
—¿Cómoda? ¿Que te sientes cómoda? Bueno, supongo que eso es lo que ocurre con los zapatos usados, los sillones viejos y los maridos.
En su trabajo, Bárbara era meticulosa y competente, pero lo cierto es que con los años se había vuelto también insensible, aunque ella lo llamaba ser profesional. Por supuesto, la sucesión de farsas, componendas y argucias que cada mañana le pasaban por delante de los ojos en el juzgado la había convertido en un ser suspicaz, pero también apático, como suelen serlo las personas que no creen en nada. Cuando llegó a sus manos el caso de Salvador Silva, lo primero que pensó fue que su hija pretendía lograr algún beneficio presentando aquella demanda a la que, nada más acabar de leerla, le dijo la jueza Valdés: «¿Qué es lo que andas buscando? ¿Notoriedad o dinero?». Pero claro, no obtuvo ninguna contestación, porque los documentos son como las caracolas: no oyen, sólo pueden ser escuchados.
Con su reserva habitual, Bárbara no sólo le había ocultado ese caso a Mónica, sino que tampoco le dijo que, en realidad, era contraria a la apertura de las fosas de la Guerra Civil, porque le parecía innecesario remover una época tan lúgubre y tan digna de ser olvidada. Si le hubiese dicho lo que pensaba, su amiga le habría dado una respuesta encerrada entre dos preguntas: «¿Para qué? Pues para no seguir caminando sobre cadáveres y para que los cadáveres dejen de caminar sobre sus familias. ¿Te parece poco?».
Sin embargo, ella estaba tan acostumbrada a ver el modo en que la verdad se llena de dobles fondos y esquinas, que pensaba que con tanta exhumación corríamos el peligro de que esos huesos cayeran en malas manos, que saliesen de detrás de las tumbas demagogos capaces de volver a montar con ellos el esqueleto del rencor. ¿Merecía realmente la pena arriesgarse? La jueza Valdés no tenía dudas, pero nunca dijo nada de eso en voz alta, ni a Mónica ni a nadie.
Pese a todo, debía reconocer que el caso de aquel impresor supuestamente ejecutado al finalizar la Guerra Civil y luego trasladado al Valle de los Caídos le interesaba y preocupaba a partes iguales, porque desde el primer momento supo que tenía sobre la mesa algo que podría volverse contra ella si no lo trataba con cuidado.
—Ándate con pies de plomo —le había dicho Enrique, que era la única persona con la que se permitió hablar del asunto—, porque ésta es la típica historia que a la prensa le gusta usar para pintarle la cara a un juez.
Estaba segura de que tenía razón; pero, sobre todo, estaba contenta de que aquella demanda hubiese conseguido lo que no lograba desde hacía una eternidad ninguno de sus pleitos, que era despertar el interés de su marido y conseguir que volviesen a hablar de su trabajo, que arrastraran la conversación iniciada en la cocina, durante la cena, al salón y de ahí al dormitorio, donde le estuvo contando que aquel hombre supuestamente había conocido al poeta Antonio Machado en Valencia, o tal vez en Gerona, había hecho algunos de los carteles de guerra más famosos de aquellos años, había participado en la composición de revistas en las que escribían los principales autores del momento, y sobre todo de algunos libros míticos —según los definía Dolores Silva, su hija—, como España en el corazón, de Pablo Neruda, y El hombre acecha, de Miguel Hernández. Bárbara estaría mintiendo si no aceptara que cuando al día siguiente pensó en llamar a la hija de Salvador Silva para tener una entrevista personal con ella, lo que la impulsó a hacerlo fue pensar que luego iba a contárselo todo a Enrique. Y se convenció aún más cuando a la mañana siguiente lo llamó desde el juzgado, para consultarle su plan, y a él pareció entusiasmarlo.
—Fantástico, ni lo dudes, me parece realmente perfecto. Te voy a decir lo que vamos a hacer: esta noche salimos a cenar a un restaurante, y así no tenemos que perder el tiempo en preparar nada en casa. Yo me dedico a leer algunas cosas sobre el tema, Machado, Neruda y todo eso; tú charlas con esa mujer y luego comparamos los resultados, ¿de acuerdo?
Silva, según afirmaba su hija, no sólo había conocido a Antonio Machado en Valencia, y había vuelto a verlo en Gerona, muy poco antes de su salida hacia el exilio, en la masía Mas Faixat, cerca de Viladasens, aunque no tenía pruebas de esos encuentros, sino que además, según sostenían su madre y sobre todo su suegro, el Partido Comunista le había encargado que actuase de avanzadilla y fuera a investigar lo que ocurría en los pasos fronterizos, para ver por dónde era más fácil sacar al poeta, y que esa misión fue la que propició que lo arrestasen. «Eso no era raro —continuaba el texto— porque la frontera estaba tomada por gendarmes senegaleses. Iban armados con metralletas y porras. Maltrataban sin contemplaciones a los que pretendían escapar de España. En muchos casos, los entregaban a los sublevados. En otros, acababan en campos de concentración como los de Le Perthus, Argelès-sur-Mer, Portbou o Saint-Cyprien. A él le hicieron las dos cosas: primero lo internaron en Argelès-sur-Mer y, unos meses más tarde, lo deportaron a España para que lo matasen». El texto, escrito con frases cortas que parecían golpes de fusta, daba a entender que quien las había escrito tenía prisa por llegar al final, y concluía recalcando «la trascendencia histórica del personaje» y «la obligación moral de rehabilitar su memoria». Lo firmaba Dolores Silva Merodio.
Aquella mañana, lo primero que hizo Bárbara Valdés nada más llegar a su despacho fue apuntar que tenía que preguntarle por aquello a esa mujer, y luego la telefoneó para decirle que le gustaría conocer algunos datos más de la demanda que había interpuesto, concertar una cita en el juzgado a esos efectos e iniciar la instrucción del caso, si no tenía inconveniente, con una declaración oral. Dolores Silva, cuya voz le pareció que tenía el sello imperativo de las personas acostumbradas a dar órdenes, lo cual la hizo preguntarse a qué se dedicaría, no pareció entenderla muy bien, y Bárbara notó que desconfiaba, hasta el punto de que en un momento determinado le preguntó si su llamada era «algo irregular» y si lo que le proponía era «un arreglo de carácter privado». Le explicó que en absoluto, y que en los tribunales no se hacían arreglos ni nada por el estilo, y quedaron en verse hacia el final de esa misma mañana, dado que a las dos les era posible. Dolores preguntó si podía acudir acompañada de una persona que, según dejó caer, la estaba asesorando en todo aquel asunto.
—¿Un abogado? ¿Se refiere usted a llevar a su abogado? —le preguntó la jueza Valdés, siendo consciente de que al hacerlo el tono de su propia voz se endurecía y afilaba—. Naturalmente, está en su derecho, aunque en este tramo del proceso no es estrictamente necesario.
—No, no, en absoluto —respondió, pronunciando esa última palabra en dos tiempos y con un ímpetu excesivo, igual que si antes de pasar a la ese saliera de la be dando un portazo—. Es una investigadora, alguien a quien le interesan mi padre y su historia.
Al oírle decir eso, Bárbara tuvo la seguridad de que no le convenía seguir adelante con aquello, y pensó poner cualquier disculpa barnizada de lenguaje legal y decirle a Dolores que lo olvidara y que, en todo caso, recibiría una citación en su domicilio. Pero lo que respondió, sin saber muy bien por qué, fue:
—Por supuesto, puede venir al juzgado con quien guste; pero a la hora de tomarle declaración sólo podrá estar o sola o acompañada por un abogado.
Cuando colgó el teléfono, lo hizo convencida de que estaba cometiendo un error. ¿Y si aquella investigadora escribía un artículo que la comprometiese? Tuvo el impulso de llamar a Mónica, para pedirle su opinión y, de paso, lavar la mala conciencia que tenía con ella, pero en dos segundos ya había descartado esa posibilidad: no se resuelve un problema a base de añadirle complicaciones. Sabía que tarde o temprano iba a tener que contarle a su amiga lo de Salvador Silva, pero ¿ése era el momento? Todavía no, hasta ver dónde desembocaba el asunto, se dijo. Llamó a Enrique para pedirle consejo.
—Pues claro que has hecho bien, Barbi —le contestó, sin dudarlo un instante—. Te has puesto en marcha y, como dijo el filósofo Joseph Joubert, la justicia es la verdad en acción. Hablando en plata: que para ir en su busca hay que mover el culo y, a veces, saltarse el reglamento. Lástima que yo no pueda acompañarte, porque si no, cambiaba la guardia en el hospital y lo hacía encantado. Y en cuanto a Mónica… Bueno, es tu amiga, ¿no? Queda con ella y se lo cuentas después. O marcharos todas a comer juntas y luego me cuentas lo que han dicho.
La jueza Valdés, sin embargo, no oyó ninguna de las noventa palabras que siguieron a Barbi, un apodo cariñoso que había inventado su marido para llamarla en la intimidad, pero que no usaba desde hacía lustros.
—Lo que tú digas —contestó, con una rudeza que aparentaba justo lo contrario de lo que sentía en ese momento—; si te parece bien, sigo adelante. Espero que al final no me pinten la cara, como tú dices…
Tuvo que atender dos demandas de divorcio para empezar la mañana. Las solucionó pronto y sin prestarles demasiada atención a los abogados de los maridos, que como era habitual intentaban hacer pasar a sus clientes por hombres arruinados y al borde de la desesperación. Mientras pensaba en lo que iba a preguntarle a la hija de Salvador Silva, entrevió frente a ella la misma comedia de siempre, los gestos enfáticos de los letrados y sus ademanes declamatorios; y cuando se levantaron para salir de la sala, mirándola con hostilidad, se fijó en la manera ridícula en que les asomaban los pantalones del traje gris o azul bajo las togas. En ambos casos le otorgó a la mujer la guarda y custodia de los hijos y el usufructo del domicilio familiar, como hacía siempre, y mandó que el cónyuge le pasara cada mes una cantidad de dinero que, según el cálculo de la fiscal, equivalía al cuarenta por ciento de lo que ganaba. Al oír el veredicto, uno de los padres se llevó las manos a la cabeza y en la cara del otro, un señor de melena erudita y mentón macizo, pelearon el orgullo contra la angustia y ganó el primero, porque logró no echarse a llorar. «Si no estáis de acuerdo —se dijo Bárbara, mirándolos con toda la displicencia que puede caber en un solo par de ojos—, ya apelaréis, y volveremos a vernos las caras». Su teoría era que quienes de verdad no pudieran pagar la pensión alimenticia que les impusiese, tarde o temprano serían capaces de demostrarlo; y el argumento que usaba para justificar ese modo de pensar era que, en todo caso, es mejor correr el riesgo de equivocarse con los padres que el de perjudicar a los niños.
En una ocasión, cuando salía de su casa rumbo al trabajo vio que alguien había hecho en el muro de su jardín una pintada que era una frase de Bertolt Brecht: «La mayor parte de los jueces son incorruptibles: nadie puede inducirlos a hacer justicia». Bárbara estaba segura de que la había hecho, o mandado hacer, un escritor bastante célebre a quien poco antes había condenado a que abonara dos mil euros al mes a su esposa, y al que había impuesto un régimen de visitas según el cual vería a su hija dos días por semana. ¿Quién si no? Estuvo tentada de ordenar una investigación, pero decidió dejarlo pasar al ver el efecto que aquello causaba en Enrique, que no sólo no montó en cólera, sino que se rió a carcajadas y hasta se puso a aplaudir.
—¡Muy bueno! Ja, ja, ja. ¡Sí señor! A eso lo llamo yo tener clase embadurnando paredes. No me digas que no es para quitarse el sombrero. Yo que tú, lo dejaba ahí escrito, para que no se te olvide nunca.
Por cierto, que el novelista recurrió la sentencia, ganó el segundo proceso en una instancia superior y, cuando ya tenía asegurada la custodia compartida de su hija, publicó en un diario un artículo en el que criticaba sin piedad a la Justicia española, enumeraba una serie de ejemplos en los que los magistrados habían cometido errores o negligencias sorprendentes, los llamaba inhumanos, altaneros y oportunistas y acababa citando, sin duda para mortificar a Bárbara, aquella misma sentencia de Brecht, que según él había visto un amigo suyo, por pura casualidad, pintada en una valla. A Enrique eso le hizo tanta gracia que fue a una librería y compró las dos últimas novelas del escritor vengativo. Le gustaron bastante.
Bárbara celebró otras dos vistas tras la pausa que cada día utilizaba para tomar un té rojo, soñando que todas las propiedades que se le atribuían fuesen verdad y esa infusión la llenara de vitaminas y sales minerales, la relajara, beneficiase su sistema digestivo y nervioso y, al llegar la hora de irse a la cama, la ayudara a conciliar el sueño.
Con su estilo habitual, cuando llamó a Mónica no se anduvo por las ramas, ni quiso perder el tiempo con demasiadas explicaciones. La verdad es que Bárbara es una persona tan apremiante que Enrique la suele definir como «alguien que lo primero que te ofrece siempre es tu última oportunidad».
—Hola, soy yo: Bárbara. Mira, te llamo para preguntarte si puedes comer conmigo. Me gustaría que me dieras tu opinión sobre algo. ¿Te parece a las dos y media, en el restaurante vegetariano del centro? El Deméter. ¿Lo recuerdas?
—Sí, claro.
A la jueza Valdés le sorprendió tanta circunspección en alguien tan elocuente como Mónica Grandes, y de hecho se quedó esperando a que añadiese algo. Pero la arqueóloga también guardó silencio.
—Bueno, pero ¿te apetece venir o no?
—Pues… La verdad es que acabo de llegar a casa y estoy muerta. No sé si te conté que iba a pasar el fin de semana en León. Ya sabes, en uno de esos desenterramientos míos…
Por el modo en que pronunció cada una de esas palabras, haciéndolas acabar en punta, Bárbara supo que, como había supuesto, Mónica estaba enfadada, y no tuvo dudas de que era porque alguien, seguramente cualquiera de sus compañeros de la ARMH, le había contado lo de Salvador Silva.
—A propósito —dijo—, la reunión de la que quiero hablarte es con la hija de un hombre que, al parecer, fue fusilado en 1940 y enterrado por esta zona, en una fosa común. Ha presentado un escrito en el juzgado, pidiendo permiso para exhumarlo. Pensé que te gustaría saberlo. Creo que algunos detalles del caso te van a interesar. Eso sí, te pido discreción absoluta.
—Ah, pues… gracias —dijo Mónica, cambiando el tono y despreciándose ligeramente por ser incapaz de mantener un solo minuto su propósito de no confiar nunca más en ella—. Y, claro, no te preocupes: como suele decirse, mis labios están sellados… De hecho, yo también quería contarte algo. Pero ¿qué detalles?
—¿Qué algo?
—Héctor. Te lo puedes imaginar.
—Luego hablamos. Ahora te voy a tener que dejar —respondió Bárbara, lacónicamente.
Al colgar sus teléfonos, ninguna de las dos se sintió demasiado bien. Empatar es repartirse la derrota.