Capítulo dieciocho
Capítulo dieciocho
Mónica Grandes tampoco había vuelto a saber nada de Héctor, que parecía haberse desvanecido sin dejar rastro y que ya empezaba a disiparse en su memoria, de esa manera en que las personas que salen de nuestras vidas van perdiendo consistencia, sus rasgos se deshojan y el recuerdo de su voz o de sus costumbres se atenúa como los colores de una bandera izada a la intemperie. Que él se hubiese llevado todas sus pertenencias contribuía al olvido: una tarde cuando ella regresó a casa desde el museo, su ropa, sus libros, sus discos, su ordenador y todo lo demás ya no estaban allí. Y las llaves con las que habría entrado para volver a buscar todo eso estaban sobre la mesa del salón. Al principio, Mónica no hizo nada, segura de que él intentaría regresar, pedirle perdón y volver con ella, y hasta un poco indignada al imaginárselo convencido del efecto demoledor que le causaría aquella exhibición de cables sueltos, estanterías despojadas y cajones vacíos; pero al ver que pasaban los días y no daba señales de vida, le llamó por teléfono y, como no contestaba, le escribió varios mensajes en los que le pedía que se viesen y que, al menos, acabaran su relación de forma civilizada. No obtuvo respuesta. Era evidente que había decidido cortar por lo sano, y a ella la deprimían e intranquilizaban dos cosas: no estar segura de lo que él sabía y pudiera contar, por ejemplo acerca del profesor de francés, y que las últimas palabras que le había dirigido fuesen tan amargas, tan insultantes: «Eres una simple puta», le había dicho, sin levantar la voz, igual que si en lugar de insultarla le contara un secreto; y un segundo antes de salir dando un portazo, añadió: «¡Qué gusto largarse! Estar contigo era como perder el tiempo perfumando la basura».
Ahorrándose esos detalles, le acababa de contar a Juan Urbano que su novio también se había ido y su pareja se había roto, sin duda para siempre, pensando que quizás así aliviaría en parte su pérdida, lo mismo que cuando le revelamos a un enfermo nuestros problemas de salud para que no se sienta un ser distinto, un infeliz marcado por la desventura. La arqueóloga le estaba diciendo que, desde luego, comprendía que sus penalidades domésticas no se podían comparar ni remotamente con la extraña desaparición de su novia cuando el profesor la interrumpió con un gesto de la mano y, para su sorpresa, le confesó que en realidad Alicia Durán y él también estaban a punto de separarse cuando ella se fue a Roma.
—O sea, que en nuestro caso lo único que ha ocurrido es que la desgracia se ha adelantado a la desdicha —bromeó.
—Lo siento —dijo Mónica—, imagino que debes de tener sentimientos muy… contradictorios… en estas circunstancias.
—No te creas. Aunque pueda sonar cruel, todo esto me ha abierto los ojos, me ha dado el tiempo y la distancia necesarios para pensar. Supongo que es más fácil saber por qué se derrumba una casa si no estás dentro de ella mientras se hunde. No sé, el otro día estaba leyendo una novela y el autor decía: cuesta mucho ver lo que estás mirando. Me gustó esa frase.
Se habían citado en el Montevideo, un bar que estaba casi enfrente del instituto donde él daba clases, para charlar un rato a solas y luego ir desde allí a un restaurante del centro en el que estaban citados para cenar con Bárbara y su marido, porque Enrique quería conocerle y a Juan no le parecía mala idea hablar con la jueza Valdés. Tras otras dos semanas sin novedades acerca de Alicia, había decidido hacer algunas averiguaciones por su cuenta, más para combatir la ansiedad y aquella sensación cada vez más punzante de vivir con un cuerpo prestado o de ser una oscura ramificación de sí mismo, que porque pensara que iba a poder descubrir lo que no descubriesen la policía o los medios de comunicación. La noticia sobre el viaje sin retorno de Alicia a Italia, acompañada por las primeras tesis acerca de los posibles vínculos entre ese misterio y el libro, las entrevistas y los artículos que escribía, ya habían aparecido de forma destacada en su periódico y a partir de ahí se habían propagado al resto de los diarios y las televisiones, que las mencionaban a menudo en sus páginas y en sus informativos, aunque dándoles mayor o menor relevancia según se tratase de empresas afines o rivales: en el diccionario de los negocios, conciencia y competencia suenan parecido pero una es justo lo contrario de la otra. El redactor jefe de Alicia, que se encargaba personalmente del asunto y lograba así que su firma apareciese en portada una y otra vez, le había preguntado por ese caso, durante una comparecencia pública retransmitida en directo por varios canales, a la ministra de Asuntos Exteriores, que se comprometió «a hacer todas las gestiones diplomáticas que fuesen oportunas y a movilizar los recursos necesarios para espolear la colaboración de las fuerzas de seguridad de los dos países». Nada de eso, sin embargo, había dado su fruto, de momento.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó Mónica, ya en el taxi que los llevaba al encuentro de Bárbara y Enrique.
—Pues mira, he tomado una sola decisión, que es no pararme y seguir haciendo preguntas. Cuando Alicia regrese, le entregaré las respuestas, le diré que la he echado de menos y la abandonaré.
Mónica lo observó con los ojos muy abiertos y cara de no entender gran cosa.
—Eso es bueno —dijo—, que no te falte el sentido del humor.
—No es humor, es cinismo.
—Mala cosa, ¿no?
—Para nada: en mi opinión, el cinismo es en algunos casos lo contrario de la hipocresía.
—Eres muy original. Para el resto de los mortales, esas palabras son más bien sinónimas —dijo, sonriendo.
—No te creas. A mí lo que me parece hipócrita es fingir que la desgracia cambia la realidad, como hace mucha gente. Todos somos alguien maravilloso en nuestro funeral. Ya me entiendes. Y si te soy sincero y te hablo con esa confianza que a veces sólo se merecen los desconocidos, tengo que decirte que hace ya tiempo que Alicia no me trataba bien y que yo había dejado de quererla. Eso no es elegante, pero es cierto.
—Sí, tal vez tengas razón. Hay tanta falsedad, tanta impostura… ¿Sabes que en el teatro griego las máscaras que utilizaban los actores para cubrirse el rostro y amplificar su voz se empezaron llamando per sona, es decir, «para sonar», y acabaron llamándose hypocritas, que viene de hypokrisis, «fingir»?
—Vaya, pues gracias por el dato, porque eso lo aclara todo. Uno no puede engañar a la etimología.
Mónica soltó una carcajada, pero regresó de ella al momento, porque la diversión le parecía algo improcedente en aquellas circunstancias.
—Supongo —dijo, moviendo la mano en el aire con el ademán de quien tiene prisa por cambiar de tema—… Pero cuéntame, ¿entonces vas a continuar el libro de Alicia?
—No sé, no tengo un plan preciso; sencillamente, voy a seguir husmeando.
—¿Qué crees que ha ocurrido? ¿Es posible que la hayan… perdona… secuestrado… o no sé, algo…? Discúlpame —dijo, poniéndole una mano sobre el hombro—, es que todo esto parece tan inaudito.
—Sí, te entiendo. A mí me ocurre lo mismo. Quizás uno de los problemas de este mundo es que nos siga pareciendo increíble lo que sucede todos los días. Estamos rodeados de atrocidades y eso no cambia, tal vez se disimula porque mientras unas personas asesinan a sus semejantes igual que en la Edad de Hierro, otras clonan una oveja, construyen en Dubái un rascacielos de ciento sesenta pisos o mandan una nave espacial a Marte, pero el horror sigue ahí. No tenemos remedio. Mi lema es: témete lo peor y te quedarás corto.
—Es cierto, tienes toda la razón. Yo también he pensado eso muchas veces, porque la verdad es que abres un periódico y ahí está toda la mitología en su versión más rastrera: violadores como Poseidón; maltratadores como Zeus, que tenía a su esposa atada con cadenas; padres que matan a sus hijos como Apolo, hijos que agreden a sus padres como Cronos, locos que asesinan a su familia como Hércules… Da un poco de vértigo pensarlo.
—Así es. Hay demasiada gente intentando ocultar sus delitos y por eso descubrir la verdad es peligroso —dijo lúgubremente Juan.
El taxi había llegado ya a su destino, y mientras Mónica pagaba, anticipándose a Juan con el argumento de que aquella cita era idea suya, él bajó para observar el restaurante al que lo había llevado y hacerse una idea de lo que podría cenar: no sería gran cosa, porque se trataba de un local de cocina creativa y él era partidario de la macrobiótica o, en su defecto, de los platos vegetarianos. La última vez que había estado en uno de esos sitios, después de darle muchas vueltas al menú, pidió sorbete de cactus, guisantes al Martini y manzana cristalizada, y le pareció que los tres sonaban mejor de lo que sabían. En esta ocasión, sin embargo, todo iría sobre ruedas, porque a los diez segundos de concluir las presentaciones Enrique puso la comida en su sitio, es decir, en un segundo plano, al descorchar la conversación de la mejor manera posible:
—¿Eres aficionado al vino? Si es así, te gustará este establecimiento. Tienen unos tintos mallorquines muy interesantes, el Ánima Negra, por ejemplo, o el Pagos de María, que a mí me interesa bastante.
—No me digas más: ya me gusta. Y me divertirá probarlos, aunque te advierto que yo me inclino más por los franceses, un Château Pétrus no estaría nada mal. Pero si invitáis vosotros y queréis impresionarme, podemos pedir una botella de La Tâche.
Bárbara Valdés lo miró de arriba abajo con mala cara, como si su tono desenvuelto le pareciese fuera de lugar, pero su marido entendió la broma al instante, se tomó la confianza de pasarle un brazo por los hombros y exclamó:
—¡Bravo! O ya puestos, ¿qué tal si tiramos la casa por la ventana y pedimos un Romanée-Conti? Sólo son mil trescientos euros. Pero tranquilos, en cualquier caso no creo que lo tengan.
—Pues mira —respondió Juan—, a mí me parece que beber por encima de tus posibilidades es propio de personas civilizadas. Aunque tal vez eso sea tirar muy por lo alto. Yo suelo consumir Château Cantemerle, que vale casi treinta y eso ya es excesivo para un sueldo de profesor de instituto. Me da para una copa al día.
—Precisamente una botella de vino extraviada fue lo primero que le hizo intuir a Juan que algo no iba bien en Florencia —dijo Mónica, al tiempo que se sentaban a la mesa en el rincón más apartado del local, muy metida en su papel de modeladora de aquel encuentro.
Juan contó, dirigiéndose especialmente a la jueza Valdés, lo que le había extrañado que una persona tan metódica como Alicia Durán, que jamás se permitía despistes ni olvidos, se hubiese dejado en su habitación del hotel una botella de Ca’Bianca Barolo que, sin duda, pensaba regalarle al regresar a España. Aquello era inadmisible en alguien como ella, que siempre revisaba cada centímetro del cuarto en el que hubiera dormido, antes de abandonarlo, obsesionada con no perder su teléfono móvil, su libreta de notas, su ordenador o cualquiera de los dos pendrives en los que guardaba su trabajo por seguridad. Mientras hablaba de eso, otras botellas iban llegando a su memoria como a la arena de una playa y poniéndole tan melancólico como si en lugar de recordarlas las bebiese: la de Nuits-Saint-Georges que pidió la primera noche que durmieron juntos; la de Mouton Rothschild que tomaron en París cuando ella acabó su serie de entrevistas sobre la Semana Negra; la de Château d’Yquem que le regaló una vez para disculparse tras una de sus discusiones… Y por encima de todas ellas, esa que nunca había visto y nunca iba a beber, el Ca’Bianca Barolo, que compró para él en Florencia, ¿por qué, con qué intención, cuál era su significado? Se detuvo. De repente todos esos nombres siempre tan jactanciosos, esas marcas que le sonaban a música celestial y hasta su propia afición por los vinos caros le parecieron una pérdida de tiempo, uno de esos sucedáneos de la felicidad que buscan a menudo los seres desdichados para consolarse a sí mismos y exhibirse ante los demás. Su cambio de humor debió de ser notorio, porque Mónica le puso una mano sobre la suya, para darle ánimos, y Enrique le pareció exageradamente jovial cuando exclamó, mientras llenaba su copa:
—Bueno, querido amigo, ¡pues a ver qué te parece este Pagos de María!
Lo probó, dio su opinión y mientras hablaban nuevamente del tema y la charla se llenaba otra vez de etiquetas y denominaciones de origen, Vega-Sicilia, Enate, Chassagne-Montrachet, Saint-Emilion, Tignanello…, Juan se fijó en la actitud de la jueza Valdés, que parecía aburrirse y que, de hecho, cortó por lo sano aquel alarde:
—Magnífico. La verdad es que Mónica y yo estamos impresionadas. Os damos un sobresaliente en enología —dijo, con el tono tenso de quien empieza a impacientarse.
—Tienes que perdonar a mi mujer —dijo Enrique—: A ella le gusta beber a ciegas, es decir, que como a la mayoría de la gente le importa a qué sabe esta maravilla, no lo que es.
—A lo mejor es que los placeres sencillos no necesitan explicaciones complicadas —replicó Bárbara.
—No es ni sencillo ni complicado, es simple química, precisamente por ser un placer. ¿Sabías que el sentido del gusto sólo lo estimulan los líquidos? Los sólidos no nos dicen nada hasta que no se disuelven, para la lengua son un libro en blanco.
—Exacto, simple química.
—Sólo nuestra reacción lo es, querida, no me malinterpretes. El vino es mucho más que eso: es un arte, y de ahí su valor. ¿Sabías que un millonario norteamericano pagó ciento cincuenta y seis mil dólares por una botella de Château Lafitte de 1787 firmada por el presidente Thomas Jefferson?
—Bueno, pero eso sería porque es el autor de la Declaración de Independencia, no por la bebida. Así que no se trata de arte, sino de fetichismo.
—Te doy la razón. He puesto un mal ejemplo. Pero Juan sabe que beber un Romanée-Conti del 2002 es como mirar un cuadro de Velázquez.
—Te quería preguntar una cosa —dijo Juan, aprovechando para abrir el fuego de la conversación seria y dirigiéndose sin rodeos a la jueza Valdés—. ¿Cuál es la manera de investigar algo como lo de Alicia? ¿Cómo se ponen de acuerdo dos países, en este caso Italia y España, para hacerlo? ¿Hay alguna manera de conseguir que se impliquen más en la búsqueda?
—Las fuerzas de seguridad colaboran pasándose información. Y, por supuesto, se da aviso a la Interpol. Hoy en día, con los medios de que disponemos, todo es mucho más fácil de lo que era. Naturalmente, las bases de datos de todas las policías están conectadas.
—¿Tienes a algún colega de confianza en Italia, alguien que pudiera interesarse por nosotros y tal vez ayudarnos?
—No, y además estas cosas no funcionan así, hay un procedimiento…
—Discúlpame que sea tan franco, pero ¿qué es lo que crees que ha ocurrido? —preguntó Enrique, echando el cuerpo hacia delante y apoyando los codos en la mesa.
—No lo sé. Nadie lo sabe. Pero aunque a mí mismo me cueste aceptarlo, todo parece indicar que alguien ha pensado que Alicia estaba haciendo demasiadas preguntas incómodas y… bueno, sea quien sea la tiene retenida… o algo peor… Suena increíble, pero leyendo el manuscrito puedes pensar que se metió en la boca del lobo mientras rastreaba la pista de los ultras que asesinaron a los famosos abogados laboralistas de la calle de Atocha, en el año 1977, justo antes de las primeras elecciones.
—Pero yo tenía entendido que estaba trabajando sobre las víctimas de la dictadura —dijo Enrique, al tiempo que le hacía una señal a la camarera para que esperase un momento antes de tomarles nota—. De hecho, ella acompañó a Dolores, la hija de Salvador Silva, cuando fue a ver a mi mujer.
—Así es —intervino Mónica—. Y lo que le interesó de mí cuando nos conocimos, la noche de la estatua, fue que yo perteneciese a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, pero ésa era sólo una de las vertientes de su trabajo.
—Es verdad —dijo Juan Urbano—. Empezó a hacer una serie de entrevistas sobre la Semana Negra, para el periódico, y mientras se documentaba para llevarlas a cabo, se dio cuenta de que la imagen oficial, por así llamarla, que se nos ha dado de esa época admitía muchos matices; «muchos como mínimo», recuerdo que me dijo una noche, haciendo uno de sus clásicos juegos de palabras. Al acabar la serie, que despertó tal revuelo que por increíble que parezca llegaron al diario más de cien cartas al director, una editorial le propuso convertirla en un libro sobre la Transición, y ella decidió que ahí tenía que recoger el punto de vista de las víctimas, de las personas que no creen haber sido rehabilitadas por la democracia. De hecho, una parte importante de los mensajes que llegaban al diario eran de familiares de represaliados que se quejaban del abandono en el que vivían.
—Y tienen razón —dijo Mónica, sin quitarle la vista de encima a Bárbara, que sin embargo no hizo el más pequeño gesto ni comentario, aunque en su aspecto imperturbable había un fondo de ironía.
Pidieron la comida, langostinos sobre espejo de azafrán y una ensalada de aguacate, queso blanco y dátiles frescos para compartir, y después cada uno eligió el plato que mejor le sonaba: merluza negra con compota de hinojos, rape al Pedro Ximénez, pollo con carbonara de puerro y caviar de verduras.
—Creo que cuando Alicia comenzó su trabajo —continuó Juan— su enfoque era que había una relación obvia entre Salvador Silva, los abogados de la calle de Atocha y otros muchos damnificados de la Guerra Civil, la postguerra y la Transición: sus asesinos. Al fin y al cabo, al primero lo mataron los partidarios de la dictadura y a los otros también, es decir, que no sólo es que quienes apretaron el gatillo eran la misma clase de gente en distinto momento, sino que actuaron casi con la misma impunidad y amparados por unos servicios secretos que seguían siendo los de antes y que aún se comportaban como ejecutores de un sistema que de ninguna forma quería dejar de ser un Régimen para convertirse en un Estado.
—No es así —intervino la jueza Valdés— y no conviene tergiversar las cosas, ni confundirlas, porque lo que se mezcla se lía. A los implicados en la matanza de la calle de Atocha se los detuvo, juzgó y condenó, y que yo sepa nada de eso les sucedió a los que liquidaron a Salvador Silva, de manera que no son sucesos comparables. Y por favor, no vayas a rebatirme utilizando como argumento el que alguno de ellos se diese a la fuga, o que se beneficiara de una amnistía como tantos otros delincuentes, incluidos los terroristas de ETA, porque eso ya lo ha intentado nuestra querida Mónica un millón de veces y sabe que no me parece un punto de vista admisible. Que se vulnere la ley es síntoma de que existe, y cuando existe hay que aplicársela a todos los ciudadanos, incluso a los peores.
—Habría mucho que discutir sobre eso, pero en fin —dijo Juan, sin quererse enfrentar a ella por si acaso terminaba necesitándola—. Alicia tuvo que cambiar su punto de vista mientras escribía, porque descubrió que había algo más, que el asunto de la calle de Atocha y otra larga serie de homicidios llevados a cabo durante los años más oscuros de la Transición no solamente tenían en común el fanatismo sanguinario de la ultraderecha española, sino que formaban parte de una organización llamada Gladio, tejida por la CIA nada más terminar la Segunda Guerra Mundial y tolerada por algunos otros países de la OTAN, cuyo fin era luchar contra la Unión Soviética y evitar que el comunismo se extendiese por Europa. Su táctica era llevar a cabo una serie de atentados en todo el continente y culpar de ellos a la extrema izquierda, lo que se bautizó como «estrategia de la tensión». Los soldados de ese ejército terrorista que llevó a cabo auténticas carnicerías en España, Italia, Bélgica, Suiza, Alemania, Grecia y otros países, fueron reclutados por los servicios secretos de Estados Unidos y provenían en gran parte de la Gestapo, las SS y los Camisas Negras de Mussolini. Muchos de ellos vivían refugiados aquí, en Madrid, en Barcelona o en la Costa Azul, donde eran tratados como huéspedes ilustres por la dictadura, y estaban en contacto con los policías de la Brigada Político-Social y, cuando se puso en marcha el cambio político, con los neofascistas de Fuerza Nueva y demás. En cuanto empezó a hablarse de las elecciones, la legalización del PCE y todo eso, sacaron la pistola y empezaron a disparar.
—La red Gladio… —dijo Enrique—, sí, yo he leído algo sobre eso. Pero pensé que sólo había operado en Italia.
—Allí tenían su base, pero como te digo, realizaron atentados en todas partes, y en los años setenta algunos de sus agentes dieron el salto a Latinoamérica para integrarse en el Plan Cóndor, el que propició, entre otras cosas, los golpes de Estado de Argentina, Chile o Uruguay. En Madrid, su centro de reunión estaba en una pizzería llamada Il Appuntamento.
—Vaya, pues es una historia increíble —dijo Mónica—. ¿Y esa gente estaba implicada en lo de los abogados de la calle de Atocha?
—Uno de los jefes del grupo paramilitar italiano Ordine Nuovo estaba allí y fue quien los ametralló. Alicia fue a Florencia, precisamente, para entrevistar al juez que lo había descubierto.
—¿Y por qué no se supo eso en su momento?
—Se supo, pero se quiso ocultar. Por desgracia, cuando la gente ve a la CIA, cierra los ojos y se da la vuelta.
—Y tú crees que tu novia ha sido secuestrada o asesinada por esa gente —dijo Bárbara Valdés, dejando entrever un asomo de burla que cayó sobre sus palabras como una gota de tinta en un vaso de agua—. En tu opinión, ¿esa tal red Gladio sigue en activo, entonces? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Contra quiénes? Ya no hay Guerra Fría, ni Unión Soviética, ni Pacto de Varsovia, ni Telón de Acero, ni muro de Berlín…
—¿Y tampoco hay espías, ni servicios secretos? ¿Tal vez —lanzó Juan— es que la CIA se ha desmantelado sin que yo me enterase? No lo creo. Esa gente nunca cambia de mentalidad ni de ocupación, sólo de enemigos. Si los tienen, los combaten, y si no, se los inventan. En cualquier caso, no tienes por qué preocuparte, porque eso es lo que nos han hecho creer a todos ahora que el pasado se ha vuelto algo inoportuno, una especie de testigo molesto del que sólo se pueden esperar recuerdos embarazosos y verdades antipáticas.
—Claro —dijo Mónica, mirándolo con admiración—. Y además, en nuestro caso es un pasado que revisar, porque está lleno de secretos y de injusticias; y en esa lucha estamos, de una parte quienes lo queremos conocer y de otra los que lo quieren ocultar.
—El pasado se puede conocer, pero no se puede cambiar —dijo Bárbara, formando una sonrisa fraudulenta, de esas que esconden alijos de arrogancia, desdén de contrabando—. Nos gusten, nos den lo mismo o nos parezcan detestables, las cosan fueron como fueron, y punto. Y algunas personas no quieren ocultar nada, Mónica, sólo piensan que es mejor ir hacia delante que hacia atrás y creen, si tú se lo permites, que no se puede ir a buscar el futuro dentro de una tumba.
—¿Una tumba como cuál? ¿Por ejemplo como el Valle de los Caídos? ¿Tengo que volver a explicarte —respondió, empuñando sus cubiertos, inconscientemente, como si fueran armas— por qué es un doble despropósito que Salvador Silva y otros cuarenta mil republicanos estén allí y que el Estado español le pague el monumento funerario más megalómano de todo el siglo XX a un dictador que masacró este país durante cuatro décadas?
—Sí, ya he visto en la prensa que vosotros exigís su demolición —dijo Enrique—, y a mí eso me parece una barbaridad. Por suerte, los visigodos no echaron abajo el Acueducto de Segovia para eliminar los símbolos romanos, ni los Reyes Católicos pegaron fuego a la Alhambra de Granada y a la Mezquita de Córdoba al reconquistar Al-Ándalus.
—¡Por favor! No compares.
—Pues claro que sí. El patrimonio cultural no se puede aniquilar bajo ningún concepto, porque eso nos pondría a la altura de los talibanes que dinamitaron en Afganistán los Budas de Bamiyan. Y en tu caso, además, parece impropio de una arqueóloga querer destruir un monumento.
—Eso no es sólo un monumento por la misma razón que las estatuas del dictador que había en las plazas de media España no eran sólo esculturas. En cualquier caso, lo que nosotros hemos dicho es: uno, que se quite la cruz; dos, que se saque de allí al tirano y que su familia lo entierre en la capilla del cementerio de Mingorrubio, junto a su mujer, o donde crea conveniente; tres, que en su lugar se ponga un centro de estudios de la Guerra Civil; cuatro, que la nave central albergue una exposición en la que se honre a quienes fueron obligados a construir ese lugar por la fuerza, es decir, a los célebres reclusos del Plan de Redención de Penas por el Trabajo; cinco, que se acabe de una vez con la paradoja de que las víctimas y sus herederos tengan que pagar con sus impuestos la tumba de su verdugo; y seis —siguió Mónica Grandes, saltando de los dedos de la mano izquierda a los de la derecha para proseguir con su enumeración—, que los restos de los republicanos que fueron profanados y están allí contra la voluntad de sus familias les sean devueltos a éstas. Me parece que todo eso es de lo más razonable.
—Lo de la cruz no, pero el resto sí —dijo Enrique, sirviendo más vino en todas las copas y pidiéndole a la camarera que atendía su mesa otra botella de Pagos de María—. Y te voy a decir una cosa: personalmente, el Valle de los Caídos me parece un espanto. Pero también me lo parece la arquitectura modernista, y no por eso pido la demolición de la Sagrada Familia de Barcelona y del Parque Güell. En cualquier caso, te hemos interrumpido, Juan. Continúa, por favor. Nos estabas hablando del viaje de Alicia a Italia, que es lo más importante, y de sus indagaciones en relación con el crimen de la calle de Atocha y la red Gladio. Bárbara y yo hemos leído lo que se publicó en su periódico, y la verdad es que parecía todo muy inconcreto.
—Ellos hablan en condicional, como es lógico; dicen con claridad lo que saben a ciencia cierta, que es que Alicia ha desaparecido, y dejan entrever que podría tener alguna relación con el trabajo que llevaba a cabo, que es lo mismo que pienso yo. Porque si no, ¿qué otras posibilidades hay? La policía dice que todo puede ocurrir y que no hay que descartar ningún supuesto; que están acostumbrados a vérselas con las cosas más raras: personas que se borran del mapa voluntariamente, que se quieren ocultar, que se tiran en marcha de sus vidas porque no les gustan; confusiones que terminan por tener la explicación más absurda; equívocos, despistes, negligencias, irresponsabilidades y accidentes de todo tipo; enredos amorosos; dejadez, cuadros de amnesia… Y a mí la mayoría de esas cosas me parecen improbables en general e impensables en Alicia. O sea, que la situación, de momento, no puede ser peor: hay muchas alternativas y ninguna certidumbre.
—No te impacientes —dijo Bárbara—, aunque ya sé que te resultará dificultoso. Hay que dar tiempo a que la investigación avance, las pesquisas den su fruto y las conjeturas cristalicen en pruebas, por así decirlo.
—Una cosa: cuando Alicia fue a verte al juzgado con esa mujer, Dolores Silva, ¿te llamó la atención alguna cosa…, no sé…, un comentario suyo…, lo que sea?
—No. La verdad es que no habló mucho. Más bien se limitó a observar y supongo que a tomar nota de lo que oía.
—¿No mencionó, por ejemplo, que fuese a ir a Florencia para entrevistar a un magistrado italiano o tal vez, en aquel entonces, que estuviera haciendo las gestiones necesarias para conseguirlo? No hubiera sido extraño que lo comentara, tratándose de un colega tuyo.
—En absoluto. Me pareció que sólo le interesaba el asunto de las fosas de la Guerra Civil. Las dos o tres veces que intervino en la conversación fue para hacerme preguntas de tipo técnico sobre el procedimiento legal que se sigue en esos casos.
La conversación siguió por esos caminos, y la jueza Valdés le dio su palabra de que trataría de hablar con el instructor del caso en España y llamaría a una colega de Módena, que había sido compañera suya en la facultad de Derecho y con la que conservaba una buena amistad, para interesarse por el modo en que se estaba tramitando aquel asunto en Italia. Lo haría a la fuerza pero no a disgusto, azuzada por Enrique, que seguía entusiasmado con toda esa aventura y con el giro que habían dado los acontecimientos al saltar de Salvador Silva al crimen de la calle de Atocha, pero también porque Juan Urbano le agradaba, le parecía un hombre inteligente y sereno, de esos que prefieren controlarse a dramatizar y que en las situaciones complicadas frenan sus sentimientos en vez de darles rienda suelta. Le gustó el modo en que expresaba sus opiniones, de manera firme y a la vez ponderada, y que a la hora de discutir fuera comedido, sintético y respetuoso con el adversario, como demostró cuando ella quiso provocarle con el tema de la red Gladio y él supo contradecirla al tiempo que la exculpaba: no te preocupes, nadie sabe casi nada acerca de ese tema. Lo catalogó como un hombre elegante, de los que cuando ganan lo primero que hacen es ofrecerle al vencido una disculpa para su derrota. Además, le complacía notar que él y su marido congeniaban, porque en su opinión Enrique vivía excesivamente ensimismado, entre su consulta, sus pacientes y sus libros, y esa falta de novedades quedaba probada por el apasionamiento, sin duda desmesurado, con el que se puso a estudiar la historia y la época del impresor republicano enterrado y desenterrado en Navacerrada. Una persona como aquel profesor de Lengua y Literatura, que había escrito una novela que el psiquiatra consideraba magnífica; que era igual de aficionado que él al vino y que, por añadidura, cargaba con aquel misterio de Alicia Durán, que le daba una dimensión enigmática y un volumen de leyenda al personaje, sólo le podía beneficiar, ser para él un estímulo, una medicina contra la desgana, el aburrimiento y la falta de alicientes. Verlo rasgar aquella envoltura de estoicismo en la que se había refugiado la hacía feliz.
Se despidieron en la puerta del restaurante, después de que el psiquiatra le dijera al profesor Urbano lo mucho que le había gustado su primera novela, que acababa de leer, y de que éste le diera un par de detalles sobre la que estaba escribiendo y acerca de su protagonista, el codicioso Albert Elder von Filek, con la promesa de seguir en contacto, y a Juan no le sorprendió ni que el psiquiatra le palmease la espalda vigorosamente ni que su mujer le tendiera una mano repentina, como impulsada por un resorte, de esas que algunas mujeres usan a la hora de los saludos para decirles a los demás: ni se te ocurra intentar besarme.
—Por cierto —le dijo en un aparte a Enrique—, sabrás que las botellas firmadas por Jefferson, porque no se trataba de una sino de varias, eran un fraude: dicen que las fabricaban en Hong Kong.
El psiquiatra sonrió y le guiñó un ojo, pero no hizo ningún comentario.
Cuando se quedaron solos, Mónica le pidió que le contase algo más sobre su novela, y Juan Urbano se estaba luciendo con un resumen panorámico de El vendedor de milagros, las andanzas de Von Filek, el motor de agua de Arturo Estévez y la paradoja de que el tiempo les hubiera dado la razón y hoy en día se volviese a hablar de la necesidad de sustituir el petróleo por generadores eléctricos o combustibles limpios como el biodiésel o el hidrógeno renovable, cuando ella le interrumpió para preguntarle si le apetecería seguir contándole todo eso mientras tomaban una copa por allí cerca. A Juan Urbano le pareció una gran idea.