Capítulo catorce

Capítulo catorce

El silencio era una lupa que aumentaba el tamaño de los sonidos, que se hicieron enormes cuando las palas empezaron a hundirse en aquel terreno duro y alegórico. Antes de eso, nadie hablaba y sólo se oían, alternativamente, la extraña mezcla de clamor y murmullo que sale de los árboles en los días de viento y los pitidos mecánicos del georradar que manejaba Laura Roiz con una lentitud concienzuda, con un gesto grave que escenificaba a la vez su concentración y la solemnidad del momento y vestida con una ropa que parecía un muestrario o una antología de diferentes profesiones: mono azul marino de mecánico, guantes verdes de jardinera, botas militares, un casco naranja coronado por un foco de minero, gafas de monitora de esquí y auriculares amarillos de los que llevan el personal de los aeropuertos que trabaja a pie de pista, los leñadores o los policías en sus prácticas de tiro. La jueza Valdés no había ido a la excavación, pero esperaba en su casa, puesto que era sábado y no tenía que ir al juzgado, las noticias que pudieran producirse.

—La técnica del georradar está basada en la emisión y recepción de ondas electromagnéticas —le susurró el profesor de francés a Dolores Silva, que acababa de preguntarles a él y a la directora de la excavación, la catedrática de Medicina Forense Francisca Prieto, cómo funcionaba aquel aparato—. Cuando esas ondas detectan en el subsuelo alguna anomalía, es decir, una variación que rompa su uniformidad, las antenas receptoras lo recogen, las señales acústicas se hacen continuas y sabemos que hay algo fuera de lugar bajo la tierra, algo que resulta inconsecuente, o desigual, o heterogéneo. Entonces es cuestión de investigarlo. Puede ser lo que se busca o puede no ser nada, una lata, una botella, cualquier cosa.

—¿Y cómo lo reconocen esas antenas? —dijo Paulino con los ojos entrecerrados y estirando el cuello hacia sus interlocutores igual que si él también fuese algún tipo extraño de receptor en busca de una señal más intensa, como hacía siempre que algo despertaba su interés.

—Bueno, son lo que se llama antenas monoestáticas —dijo la profesora Prieto, desde el centro del corro que acababan de formar a su alrededor Dolores, Paulino y los familiares de las otras cuatro personas asesinadas en ese lugar—, y este modelo lleva dos muy potentes, de novecientos megahercios, una transmisora y otra receptora, que se mueven en distintas frecuencias, tienen una rueda de control taquimétrico que sincroniza la velocidad de emisión de los impulsos con la alineación horizontal a escala de los registros que se van produciendo y, como le acabo de comentar, reconocen cualquier incongruencia subterránea, por así decirlo. Antes de empezar a hacer el perfil, la persona que la maneja, en este caso nuestra amiga Laura Roiz, introduce algunos parámetros, por ejemplo la curva de ganancias, el nivel de profundidad, el intervalo de muestreo, la resistividad de los materiales que van a atravesarse… Es una persona idónea para esa tarea, porque gracias a sus estudios de Química puede llevar a cabo los análisis de la tierra que nos hacen falta para saber a qué nos enfrentamos, cosas como el nivel de acidez del suelo, la cantidad de materia orgánica que pueda haber absorbido o el estudio de los fosfatos que contenga. Y por supuesto, también hay que hacer previamente un estudio de campo, para calibrar la máquina teniendo en cuenta su coeficiente de atenuación, su profundidad, las constantes dieléctricas de los elementos que pueda tener…

—No se preocupen —intervino el profesor de francés, viendo la cara de desconcierto de Dolores—, parece muy enrevesado, pero sólo lo es al principio. Cuando yo empecé con todo esto, a mí también me sonaba a chino. En realidad, los georradares son una cosa bastante común; nosotros los usamos para buscar a las víctimas de la Guerra Civil, pero los arquitectos, los geólogos o los ingenieros los utilizan para hacer otro tipo de prospecciones no destructivas, como ellos las llaman, y lo mismo sirven para descubrir un muro enterrado, una canalización o una tubería que una falla, un estrato glaciar, un depósito de gas, un colector o unas ruinas del Imperio Romano, que de hecho, y como sabe mejor que nadie la compañera Mónica Grandes, a veces se descubren de carambola: te pones a buscar un cableado eléctrico y encuentras una estatua del emperador Teodosio el Grande.

—¡Lo que inventan! —exclamó Dolores, justo antes de que todos se echasen a reír, con lo que ya no se pudo saber si lo que hacía gracia era su exclamación o la frase ingeniosa del profesor de francés, y luego volvió a clavar los ojos en el lugar donde, en esos momentos, Mónica pintaba una cruz blanca por indicación de Laura Roiz.

—¿Y dónde se ven los resultados? ¿En esa pantalla que tiene en lo alto? —preguntó Paulino.

—Sí, más o menos. Es un SIR-3000, un sistema de almacenamiento que registra las señales obtenidas, las muestra en forma de hipérbola y te permite estudiar los datos que obtiene el georradar —dijo Francisca Prieto, moviendo mucho las manos mientras hablaba, lo mismo que si dirigiese la orquesta de pulseras de oro que llevaba en la muñeca.

Se detuvo ahí, porque en ese instante Laura Roiz apagó la máquina, se quitó el casco y los auriculares, le dijo algo a Mónica y las dos le hicieron señas para que se acercase. Dolores y Paulino los vieron deliberar en la distancia, porque cuando ella hizo ademán de ir donde estaban, su marido la sujetó con fuerza del brazo, y cuando lo volvió a intentar, aunque fuese ya con muy poca convicción, tiró hacia abajo de él: «Tú te quedas aquí y esperas», le dijo aquella mano autoritaria.

Francisca Prieto y dos voluntarios de la organización Psicólogos sin Fronteras fueron hacia ellos y la directora de la excavación les informó de que la fosa estaba localizada, con poco margen de error, y de que iban a empezar a abrirla. No debían impacientarse, porque aquella tarea no se podía hacer deprisa, era necesario realizarla con tino y atención, para no pasar por alto ningún detalle, ninguna pista, ningún resto orgánico o inorgánico que pudieran confirmar lo que ocurrió allí aquella noche calamitosa del año 1940.

—Los muertos hablan, pero sólo si consigues encontrarlos —dijo el profesor de francés.

—Pues a éstos no los van a encontrar, porque no están ahí —dijo Dolores Silva.

—Pero si lo estuvieron alguna vez, también nos lo dirán —añadió Mónica.

Sin quitarle ojo a la labor de los voluntarios de la ARMH, que cavaban delicadamente con sus palas y con sus azadas, discriminaban lo que iba dándoles la arena con sus cribas, hacían fotos o limpiaban con pinceles cualquier objeto que les llamase la atención, los familiares de la mujer y los cuatro hombres enterrados en aquella fosa común intercambiaban sus historias. Uno de ellos, que ha ido allí desde Rota, Cádiz, cuenta que los falangistas que los mataron tuvieron que volver la noche siguiente a echar más tierra sobre la tumba, porque uno de los compañeros de infortunio de Salvador Silva, albañil y militante de la CNT, que era el único que vivía en Navacerrada, tenía un perro que siguió su rastro hasta el cementerio, escarbó en la fosa hasta dejar al aire una mano, se sentó allí y se puso a aullar. Los de la Falange se enteraron de eso, regresaron al lugar del crimen y le pegaron un tiro al pobre animal.

—No es eso lo que yo tengo oído —le contradice un vecino de Navacerrada, que está allí en un acto de curiosidad solidaria—. A mí me aseguran que lo que pasó es que llovió mucho y hubo un corrimiento de tierras; que ésos mandaron al sepulturero a cerrar la fosa y que esa misma noche, mientras echaba una partida de cartas, el cura de la parroquia dijo: «Si serán demonios esos rojos, que ni sus tumbas los quieren».

—Mi abuelo y su hermano están ahí —dice otra de las personas presentes, señalando el lugar donde Mónica, Laura, Francisca Prieto, el profesor de francés y los demás siguen adelante con su trabajo— porque los engañaron, como a tantas otras personas. Habían ido a luchar al frente del Guadarrama, porque eran fieles al Gobierno legítimo y porque, según su entender, defendían a España de los sublevados. Cuando la guerra terminó, regresaron a Los Molinos, que era donde vivían, porque el asqueroso del Generalísimo había dicho que el que no tuviera las manos manchadas de sangre no tenía nada que temer, y la verdad es que ellos no habían pegado un tiro, porque uno trabajó de cocinero para las tropas y el otro de telegrafista; así que nada más llegar al pueblo entraron en sus casas, se arreglaron para ir al cuartel de la Guardia Civil, con el único traje que tenían, que era el de su boda, y esa misma noche los fusilaron.

—Lo de mi madre es parecido —dice una anciana vestida de luto riguroso que no ha dejado de llorar un segundo, lo mismo que si todo acabase de ocurrir y no asistiera a una exhumación sino a un entierro, tal vez porque para el dolor sólo existe el pasado, y que observa el agujero que poco a poco se abre junto a la tapia del camposanto como si temiese que en cualquier instante emergiera de él un espectro—. Fue al Ayuntamiento para preguntar si a sus dos hermanos, que habían defendido juntos la República y que estaban escondidos, les harían algo si se entregaban, y le garantizaron que simplemente les tomarían declaración y después no les ocurriría nada. Pero en cuanto llegaron, les dieron una paliza y los metieron en un camión y los trajeron aquí, fusilaron a uno y al otro le obligaron a ver la ejecución y a cavar la fosa. Luego lo trasladaron a varias cárceles, a Madrid, a Segovia, a Valladolid… Y por lo que sea quedó libre, en el año 45. Todos los días se cruzaba por el pueblo con los asesinos, por aquí los conocía todo el mundo, en los primeros años iban por las tabernas vestidos de falangistas y alardeando de cómo los habían liquidado, contaban que uno se arrodilló para pedir clemencia, que otro se hizo sus necesidades encima, que a otro le dieron de martillazos en los dedos para que no volviese a cerrar el puño y que a mi tío le quemaron la lengua con ácido para que no cantase la Internacional. A mi madre la metieron en el calabozo y después la llevaron a una granja de por aquí cerca, que usaban como cárcel. Cuentan cosas terribles de lo que les hacían, pero yo no las quise saber nunca, ni imaginarlas siquiera. Ya ves tú qué delito habría cometido ella, que era panadera. Salió a la calle en unos meses, pero no volvió a levantar cabeza, la pobrecita se me murió cuando yo tenía doce años.

Dolores escuchó en silencio aquellas historias sobre el albañil de la CNT, el cocinero, el telegrafista y el hermano de la panadera, y cuando los demás parecían esperar que ella les sumara la de Salvador Silva, siguió callada, mirando cómo se abría aquella fosa a la que había ido con Visitación, Abel y Paulino cada 10 de enero, el día del cumpleaños de su padre; y después ya sólo con su suegro y su marido, porque su madre ya no estaba, se había ido de este mundo sin poder recuperar a su esposo para enterrarlo dignamente, como siempre soñó hacer, y por lo tanto el tiempo le había dado la razón a ella y a esa sentencia que se le había quedado grabada desde que se la oyó decir a un dirigente comunista en una reunión de exiliados españoles, cuando vivía en Burdeos, y que le gustaba repetir: «La muerte de algunas personas no demuestra que hayan vivido»; y un poco más adelante, ya nada más que pudieron subir a Navacerrada ellos dos, sin su suegro… «Es decir —pensó—, que he venido aquí sesenta veces, desde 1950, que es cuando mamá y yo volvimos a España, casi tres años después de Paulino, cuando yo tenía diez para once…». Como si la hubiese oído pensar su nombre, su esposo, que no paraba de preguntar qué eran los resultados isotónicos, la desconexión anatómica o el radiocarbono, se volvió hacia ella y al verla hacer cálculos con los dedos, le preguntó con los ojos: «Pero ¿qué haces? ¿Qué andas sumando?». Ella le hizo un gesto de que no pasaba nada y de que la dejase en paz, pero antes de volver a este mundo aún se dijo: «Y seguimos viniendo cuando empezaron con que si no estaba aquí y que se lo habían llevado y que el alcalde de Navacerrada había sido de los primeros en ponerse manos a la obra, en cuanto el gobernador civil le mandó aquella famosa circular que decía que se podían enviar a Cuelgamuros “no sólo restos de quienes fueron sacrificados por Dios y por España, sino a cuantos cayeron en nuestra Cruzada, sin distinción del campo en que combatieran, según impone el espíritu cristiano de perdón, siempre que, unos y otros, fueran de nacionalidad española y de religión católica”. Y a nosotros por una parte eso nos parecía increíble, pero por otra nos cuadraban las cuentas, porque recordábamos que, efectivamente, en el año 60 la tierra parecía distinta de la del 59, más fresca, menos compacta; y que le preguntamos al sepulturero y nos dijo que era porque habían estado reparando la valla del cementerio, que era verdad que le habían tapado las grietas y los agujeros de las balas, y estaba encalada. Pero claro que seguíamos viniendo. ¿Dónde íbamos a ir, si no? ¿A poner claveles al Valle de los Caídos?».

—¿Estás bien? —le dijo Paulino a Dolores, apretándole el brazo justo al contrario de como lo había hecho antes, con una presión que no llegaba a ser caricia, porque él no era esa clase de hombre, sino que se quedaba en una muestra de compañerismo, pero que de todas formas a ella pudo confortarla. «Morir es cambiar de misión», dice Tolstói, y si la primera palabra de esa sentencia, en lugar de morir fuera querer, habría descrito a la perfección a Paulino Valverde.

Ella no contestó y siguió mirando a los voluntarios que cavaban, la arena que se volvía una pirámide y el hoyo que semejaba una boca sobrenatural a punto de revelar un secreto. No quería pensar en nada, sólo concentrarse en aquella fosa, pero sus recuerdos la buscaban, las palabras parecían formar comandos, acercársele sin ser vistas y saltar sobre ella por la espalda. «Camaradas, que no cunda el desánimo; que no cese la lucha; que no nos abandone la alegría; que cuando faltemos de este mundo, no se pueda decir de nosotros ni de los nuestros lo que dicen aquí en Francia de quienes han pasado sin pena ni gloria por la tierra, sin hacer nada digno, nada relevante: seres cuya muerte no demuestra que alguna vez hayan vivido.» Eso era lo que había dicho aquel orador comunista en Burdeos y su madre no podía olvidar.

No muy lejos de allí, Bárbara Valdés estaba en el salón de su casa, tumbada en un sofá y tratando de ver una película, mientras Enrique, sentado junto a la ventana, en el sillón que normalmente usaba para leer, navegaba por la red con su ordenador portátil, buscando noticias en las hemerotecas digitales de los periódicos. Había tratado de convencerla para que asistiesen a la exhumación, pero no sólo había fracasado sino que su mujer le había prohibido terminantemente que fuera solo: «¿Con Mónica allí? ¡Ni hablar! ¿Qué es lo que pretendes? ¿Sacar mi fotografía en todos los periódicos y arruinar mi carrera?». Él no había insistido.

—La verdad es que todo este asunto es alucinante —dijo Enrique—. Estoy leyendo la historia del hijo de un republicano de Ávila al que habían matado en un lugar llamado Aldeaseca, nada más que por ser asiduo de la Casa del Pueblo, y que es en algunos puntos casi idéntica a la de tu Salvador Silva: a éste también le dijeron que a su padre se lo habían llevado en el 59 al Valle de los Caídos, y tras dar muchas vueltas se puso en contacto con la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, consiguió que le dejaran abrir el pozo en el que habían estado sus restos y los de otras seis personas, y allí lo único que quedaba era un cráneo, algunos restos óseos, unas minas de lápiz que tenían que pertenecer a dos tenderos que habían fusilado junto a él y un dedal.

—Sí, recuerdo ese caso y el detalle del dedal, que sin duda es muy… sugestivo. El hombre era de un pueblo llamado Pajares de Adaja y lo ejecutaron en el 36. ¡Cómo no lo iba a recordar, si primero me lo contó esa chica, Laura Roiz, cuando cené con ella, con Mónica y con su profesor de francés aquel día, la noche de la estatua; y luego me lo volvió a contar nuestra arqueóloga de cabecera, la camarada Grandes —dijo, remachando esas palabras como si las grabase en una lámina de estaño—, y ahora me lo vuelves a contar tú! Eso sí, lo de las minas es una novedad, supongo que viene bien para explicar lo concienzudos que son los desenterradores.

—¿Su profesor de francés? ¿Qué quieres decir? —preguntó Enrique, pasando por alto la ironía como quien salta un alambre de espino y mirándola inquisitivamente por encima de las gafas.

—Bueno, ¿y qué dice ese artículo que estabas leyendo del Hombre de Aldeaseca? —contestó la jueza Valdés, volviendo a recalcar sus últimas palabras, en este caso, sin duda, para dejar clara su opinión sobre el carácter prehistórico de todos aquellos acontecimientos.

El psiquiatra la siguió observando de aquella manera unos segundos, y luego volvió la vista hacia la pantalla del ordenador.

—Pues primero resumen todo el asunto y después cuentan su visita al Valle de los Caídos. Escucha: «Cuando, cinco meses después de abrir la tumba vacía de su padre, pisó por vez primera el monumento, una nevada tremenda coagulaba ese paisaje de Cuelgamuros en el que se levanta la inmensa cruz. ¿Qué hacía entre aquellas significadas rocas el hijo de un rojo asesinado por los nacionales? Buscaba a su padre, para rescatarlo. Y lo encontró. Un monje benedictino, de los que custodian la basílica, le acompañó finalmente hasta el lugar donde está enterrado, y del que pretende sacarlo a toda costa. Él había removido Roma con Santiago y sabía perfectamente cuál había sido el viaje de aquel osario, por qué estaba allí y desde qué día: una semana antes de que el 30 de marzo de 1959, víspera de la inauguración del mausoleo, llegaran a él los restos del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, una caja con huesos del pozo de Aldeaseca quedó anotada en el registro de entrada. Para que el dictador escenificase la mitología, falsa y siniestra, de la reconciliación, su padre y otros muchos republicanos, aunque no se sabe cuántos, pues se barajan cifras muy dispares, con un arco que oscila entre los cuarenta y los setenta mil, fueron sacados de sus tumbas desconocidas y apilados en aquella necrópolis construida con la mano de obra esclava de miles de presos que habían combatido contra el general». O sea, lo mismo que Abel Valverde.

—¿Y cómo podía saber con tanta seguridad dónde estaba? El Congreso montó esa… pantomima de la Ley de Memoria Histórica, hizo un censo de fosas comunes y autorizó las exhumaciones, pero el Tribunal Supremo las paralizó.

—Por entonces esos espantapájaros con toga aún no habían sacado el martillo y se había avanzado algo. En el Valle de los Caídos, por ejemplo, dio tiempo a digitalizar los libros de registro de la abadía, y a partir de ahí era fácil localizar los restos, porque están catalogados y se conservan en cajas selladas y con una etiqueta en la que pone la localidad de la que provienen. En su caso, «columbario 198. Cripta derecha de la capilla del Sepulcro. Piso primero».

—De entrada, noto un contrasentido: ¿cómo pueden saber dónde está cada cadáver e ignorar si son cuarenta o setenta mil?

—Porque sólo se censaron los primeros veintisiete mil.

—Entonces, si alguno de ellos, pongamos que el propio Salvador Silva, llegó más tarde, será imposible de ubicar. ¿Qué hacemos entonces? ¿Desmantelamos el edificio? Porque sabrás que las solicitudes se le presentan a Patrimonio Nacional.

—¿Y a quién si no? A mí no me importaría que lo echaran abajo, si te soy sincero; pero la obligación de buscar los restos es del Gobierno, en cualquier caso, y si quiere, lo hará, porque hay muchos caminos a la verdad, hay datos, recuerdos, testimonios… De algunos se supo que los habían llevado a Cuelgamuros porque lo contó treinta años después el conductor del camión que los trasladó allí, o alguien que fue contratado para abrir la fosa, o un pariente del gobernador civil que lo ordenó, o cualquiera que pasaba por ahí y calló pero no olvidó… La gente sabe.

—¡Por el amor de Dios! La gente, como tú la llamas, no sabe nada. Ellos creen que sí, pero es sólo a causa de su simpleza: repiten lo que le oyen decir al político más tonto del Congreso y ya piensan que tienen una ideología; comen dos veces en un restaurante chino y ya piensan que conocen la cultura asiática. Y, por cierto, ¿de qué almanaque barato has sacado eso de: «hay muchos caminos a la verdad»? Espero que te lo vendiesen muy rebajado.

—Saben lo que recuerdan, eso para empezar; y luego hay otras personas que pueden usarlo. Se llaman investigadores y su tarea consiste en buscar piezas dispersas, juntarlas y reconstruir lo que está roto. Y para ello valen, efectivamente, todos los caminos, hasta el de la casualidad: por increíble que pueda parecer, cuando nuestro Hombre de Aldeaseca, como tú lo llamas, fue al Valle de los Caídos, el monje benedictino que le condujo a los sótanos de la cripta le confesó que él había descubierto por puro azar, mientras buscaba a otro desaparecido, que su propio padre, que era lechero en la Puerta del Sol, también estaba sepultado allí.

—Pues fíjate si va a ser problemático lo de nuestro impresor, cuyo traslado, suponiendo que de verdad se produjera, no estará entre los que fueron documentados, porque entonces ya me lo habrían hecho saber su hija y los de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, cuando hasta en los casos en que todo es demostrable no se consigue nada —respondió, pasando por alto la historia que su marido acababa de contarle: para ella, todo lo que no es fundamental, es anecdótico.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que tu Hombre de Aldeaseca lo sabrá todo, pero su padre sigue allí —dijo Bárbara, al tiempo que cambiaba de canal en la televisión.

—Por ahora. Esos colegas tuyos son más de derechas que el grifo del agua caliente, y por eso hacen lo que hacen. Pero si quieres mi opinión, ni mil jueces podrán evitar que, tarde o temprano, los familiares de las víctimas se las lleven.

—No me des un discurso, que no me he traído la bandera y no me apetece levantarme y hacer ondear las cortinas. Mejor sigue contándome eso del Valle de los Caídos, que me interesa. ¿Así que allí está todo claro y en orden… siempre y cuando fueses uno de los primeros en llegar?

—Pues mira, a veces lo está y otras lo está menos. Puedes consultar aquí, por ejemplo, en la entrada del 23 de marzo de 1959, y leer: «En el día de hoy han ingresado en la cripta las siguientes cajas con restos de nuestros caídos en la Guerra de Liberación: de Navarra, 16 cajas; de Vitoria, 37; de Palencia, 26; de Alicante, 16; de Ávila, 18. En total, 113». Y eso no tiene por qué ser exacto, pero sí es indicativo.

—Tan fácil como buscar en un catálogo. ¿Qué nos preocupa, entonces?

—Pues sí y no, Bárbara, te lo acabo de explicar, aunque me parece que lo he hecho en balde, dado que, por alguna razón que se me escapa, te empeñas en no querer entenderlo —contestó Enrique, contrariado por el tono entre satírico y condescendiente de su mujer—. Ya puedes suponer que los profanadores de tumbas actuaban con nocturnidad, con prisas y sin demasiado rigor, y que esos libros del Valle de los Caídos son una guía, no un manual. En la mayor parte de las cajas habrá lo que se dice que hay, en otras sólo la mitad y en otras nada.

—Perdona, sigue —dijo secamente la jueza Valdés, simultaneando la disculpa y la exigencia con esa ráfaga de dos palabras. Enrique suspiró a la vez que negaba con la cabeza, del mismo modo en que lo solía hacer Mónica Grandes cuando Bárbara se ponía así, y recordó, como quien cuenta hasta cien, una frase de Horacio que acostumbraba repetir en las clases de doctorado su profesor de Psicofarmacología: «La paciencia no arregla las cosas, pero las hace tolerables».

—Los archivos del monasterio dicen que la caja llegada de Aldeaseca contiene «seis cuerpos», y los describen así: «una señora desconocida», que en realidad se llamaba Flora y, obviamente, era la mujer del dedal, «y cinco varones igualmente desconocidos».

—¿Seis? Laura, Mónica y tú mismo hace un momento me dijisteis que eran siete.

—Lo eran. El error en el cómputo se debe a que los desenterradores, como deberías recordar, se dejaron un cráneo en la fosa. Pero, por lo demás, es un buen ejemplo de que en algunos casos recuperar los restos y devolvérselos a sus familias sería pan comido.

—A propósito —dijo la jueza Valdés, estirándose perezosamente en el sofá y desplegando su mejor sonrisa—, ¿algún voluntario para hacerme un té rojo? Ofrezco recompensa…

Enrique se quitó las gafas y mordiendo suavemente, entre frase y frase, una de las patillas, tal y como solía hacer a menudo en su consulta cuando meditaba en voz alta frente a cualquiera de sus pacientes, dijo:

—Qué curioso: una combinación discordante del trastorno de deficiencia motivacional y la hipótesis de las monoaminas, es decir, de pereza extrema e hipersexualidad.

—Mi amor, me encanta tu trabajo pero me duermo siempre en la cuarta sílaba.

—¿Y además ofreces un cuadro de Síndrome de Apnea Obstructiva del Sueño? Tendré que examinarte.

—Pero después de la merienda —dijo Bárbara Valdés, tumbándose en su sofá.

Junto a la tapia del cementerio de Navacerrada no había sonrisas, ni dobles sentidos, ni resplandores de humor inteligente. Dolores esperaba a pie firme, con una dignidad de viuda de guerra a quien van a entregar la bandera, a que Laura Roiz y Francisca Prieto llegasen hasta ella y le diesen el pañuelo blanco que la primera llevaba en las manos y en el que la segunda había puesto algo que Mónica y el profesor de francés habían descubierto al cribar la arena de la fosa. Mientras las veía acercarse, sin saber qué era lo que le iban a entregar, se le pasaban por la cabeza algunos episodios de la vida de su padre, a quien se representaba siempre como si nunca hubiera dejado de ser el hombre de la fotografía que tenía enmarcada en el salón de su casa, ese muchacho en mangas de camisa y con corbata oscura, que está a punto de cumplir veinte años y sonríe a alguien situado más allá de la cámara, tal vez a su futura esposa, y agita un brazo optimista en señal de saludo: la llegada a Madrid, la proclamación de la República, su trabajo en Mundo Obrero, Visitación, el Sindicato de la Aguja, la Guerra Civil, el asesinato de don Salvador en Asturias, el PCE, el Socorro Rojo, los carteles de propaganda, Rocafort, Villa Amparo, la visita a la casa de don Antonio, la revista Comisario, la huida, las aduanas, Portbou, Cerbère, el hotel Belvédère du Rayon Vert, la detención, Argelès-sur-Mer, Navacerrada…

El profesor de francés quiso pasar el brazo sobre los hombros de Mónica, que se zafó de él y se puso a mirar alrededor, como si temiese que Héctor la hubiera seguido hasta la excavación y estuviese en alguna parte, emboscado, vigilándola. Luego, se acercó a Paulino, con lágrimas en los ojos y una sonrisa en los labios, y le dio una palmada en la espalda. El amante rechazado asumió, sin protestar ni resistirse, el lugar clandestino al que ella lo relegaba, y en ese mismo momento ocurrió lo que ocurre siempre: que en vez de ganar su amor, perdió su respeto. Todo eso sucedía en menos tiempo del que hace falta para contarlo y en un ambiente que tenía la atmósfera de una escena final.

Laura Roiz puso frente a Dolores aquel pañuelo en el que había depositado, cuidadosamente, cada una de las siete piezas metálicas que acababan de encontrar en el fondo de aquella fosa vacía que, tal y como había profetizado Mónica Grandes, les dio la prueba que necesitaban para saber que, efectivamente, Salvador Silva había estado allí: lo demostraban aquellos tipos de imprenta con las siete letras que hacen falta para escribir Machado, las que sirvieron para componer el apellido del poeta en la revista Comisario y, sin duda, las mismas que Abel Valverde siempre dijo que su camarada llevaba en el bolsillo, la última vez que estuvieron juntos, para regalárselos a don Antonio cuando lo viera en la masía Mas Faixat, cerca de Viladasens, al regresar de ese viaje a la frontera entre España y Francia del que nunca volvió.