Capítulo cuatro
Capítulo cuatro
Dejó sobre la mesa la moneda que tenía acuñada la imagen de la diosa Juno y puso la otra bajo su lupa binocular. Era un denario de plata, que llevaba en el anverso la cara del emperador Adriano, con barba, y en el reverso una alegoría de Egipto: una mujer apoyada sobre una cesta de la que salía una serpiente, que sostenía un instrumento musical en la mano derecha y a cuyos pies había un pájaro enorme. Mónica apuntó en su cuaderno de notas lo que eran, un sistro y un ibis, puso al lado «año 136 d. C.» y a continuación marcó el número de Héctor, su pareja, aunque ya sabía que no iba a contestar. El timbre de llamada sonó tres, cuatro, cinco veces, y cuando saltó el contestador, dejó un mensaje: «Llámame, por favor, no te enfades, no seas así…».
Pero Héctor, efectivamente, no iba a responder, ni iba a llamarla; lo sabía porque aquella mañana era la de siempre, la que seguía a otra noche en la que él había querido hacer el amor y ella lo había rechazado. Al levantarse, entregados al amargo rencor de las personas que se quieren pero no se entienden, habían desayunado en uno de esos silencios que son la suma de dos orgullos, sintiéndose ridículos por el modo en que fingían que les daba igual no darse ni los buenos días. Justo antes de salir de casa dando un portazo, él le había dicho:
—No me extraña que te guste tanto vivir aquí, entre la nieve, donde todo es tan hermoso, superficial y frío como tú.
Mónica no negaba que su relación hubiese perdido la fogosidad de los primeros tiempos, cuando ella y Héctor pasaban los días repitiéndose cuánto se deseaban y las noches casi en vela, pero tampoco era capaz de entender que él no se conformase nunca con lo que le daba, que no aceptara que perder algo de ardor no significa dejar de quererse y que no se diera cuenta de que su misma insistencia la atenazaba al hacerle ver el sexo como una obligación y, finalmente, le quitaba las ganas, lo cual era motivo de aquellos continuos enfados. A veces, como había ocurrido esa mañana, Héctor ni siquiera le dirigía la palabra, y no volvía a saber nada de él hasta que regresaba del hospital. Y cuando decidían hablar, sus peleas nunca llegaban a resolverse, sino todo lo contrario, los separaban más porque en lugar de intentar entender al otro pretendían derrotarlo, de modo que terminaban quedándose cada uno en su lado del abismo, parapetados tras sus propios argumentos y utilizando como barricada las tablas del puente que no habían querido cruzar. Quizá parte del problema era que a la hora de analizar su relación se situaban en tiempos distintos, él en el pasado y ella en el presente.
—No te enfades, por favor —le suplicaba Mónica—. Estoy cansada. ¿Es que no lo puedes respetar?
—Antes nunca estabas cansada —le respondía Héctor—, y ahora lo estás siempre. Reconócelo: he dejado de gustarte.
—No es cierto. Es que por las noches no me quedan fuerzas, estoy casi dormida.
—Te lo repito: eso es ahora; antes pasábamos la noche haciendo el amor, y yo no te daba tanto sueño.
—¡Pero es que tú quieres hacerlo todas las noches!
—Antes decías que eso te halagaba.
—¡Por Dios, deja de decir antes, antes, antes…! Abrázame, anda, eso también es bonito; también es quererse.
—Sí, claro, es precioso que lo humillen y lo desprecien a uno —le contestaba él, antes de darle la espalda para recluirse, otra vez, en un silencio ultrajado.
Llevaban así alrededor de un año, y los dos sabían que no podrían aguantar mucho más de ese modo. En su interior, Mónica había empezado a pensar que tal vez Héctor no era realmente el hombre de su vida, y vio en esa idea un mal presagio, la prehistoria de un futuro incierto y doloroso. El último verano, de hecho, habían decidido pasar un tiempo separados, él se fue a casa de unos amigos, en una playa de Galicia, y ella al apartamento de su madre, en la Costa Brava. En el tren, un hombre se sentó a su lado, intercambiaron algunas bromas y esa misma noche Mónica se acostó con él. Para seguir haciéndolo el resto del mes, se convenció de que Héctor seguramente también estaba con alguien. ¿Por qué no había aceptado la oferta de aquel amante ocasional de acompañarlo a Londres, donde estaba destinado en un puesto diplomático? Era simpático e inteligente, y un triunfador en todos los sentidos, uno de esos seres con los que se tiene la sensación de pasar a la otra mitad del mundo, la de las personas fuertes y seguras de sí mismas. ¿Por qué seguir con Héctor, en lugar de emprender aquella aventura? Tal vez por cobardía, por miedo a cambiar. O porque siempre cabe más vértigo en un avión que en un ascensor.
Miró los objetos que estaban a su alrededor en el laboratorio del museo donde trabajaba, y que eran los que en ese momento intentaba catalogar: un frasco de vidrio en forma de diosa Vesta, la guardiana del hogar, un anillo de oro, un botiquín y tres o cuatro piezas de una vajilla… Todos eran de la época del Imperio Romano y contaban la historia de las personas que los habían utilizado, pero también la de quienes jamás hubieran podido permitírselos, que era algo que a Mónica le interesaba, porque era seguidora de la arqueología marxista, de forma que al analizar los objetos cotidianos de la antigüedad deducía de ellos las relaciones de producción de la época, la infraestructura social y su organización jerárquica, económica y política; es decir, que le daba a su trabajo una dimensión ideológica y de ninguna manera creía que su profesión consistiera en ponerle fecha a un peine, como solía decir Héctor cuando bromeaba a su costa, sino en comprender el pensamiento, los valores y la cultura de quien lo fabricó y de quienes lo usaban. Había aprendido esos principios en la Universidad y no renegaba de ellos; al contrario, seguía creyendo en el materialismo histórico y en las superestructuras sociales.
Pero lo cierto es que esas teorías estaban en desuso y la mayor parte de la gente con la que Mónica había coincidido desde que salió de la facultad estaba preocupada, casi exclusivamente, por abrirse paso en la vida, por ganar dinero y mejorar su posición; y muchos de ellos sonreían con disimulo, pero también con suficiencia, en cuanto les hablabas de utopías, compromisos morales o luchas solidarias.
Todo eso cambió cuando un día leyó un artículo sobre las fosas comunes de la Guerra Civil y, siguiendo un impulso, entró en contacto con los voluntarios que formaban la ARMH. Le bastó una conversación de diez minutos para darse cuenta de que entre esas personas iba a sentirse como un pez en el agua, y muy pronto aquello se convirtió en el centro de su vida, y palabras como justicia, militancia o verdad volvieron a hacerse fuertes en su boca. A los treinta y ocho años, dejó de tener su edad para ser, de nuevo, mucho más joven.
Cuando le contó a Héctor que había estado con esa gente y que pensaba alistarse como voluntaria en la ARMH, a él no le gustó la idea, como se temía, y le echó en cara que buscase mil excusas para estar lejos de él.
—Pero eso, aunque fuera verdad, no es malo, sino bueno —intentó explicarle Mónica—, porque está bien que cada uno de nosotros tenga su propio espacio, y su propia vida.
—Lo que hacen las parejas normales es compartir su vida, no parcelarla en zonas independientes. Tú me has oído decir que el corazón está dividido en cuatro secciones, dos aurículas y dos ventrículos, y no entiendes que eso vale para la medicina, pero no para los sentimientos.
—Eres tú quien te confundes, doctor. ¿No te das cuenta de que estar siempre juntos es lo que nos está separando?
—Lo que nos está separando es que tú has dejado de quererme —contestó él, y si se hubiera podido coger un cuchillo y cortar por la mitad cualquiera de esas doce palabras, se habría comprobado que estaba llena del zumo de la amargura. A Mónica le resultaba terrible ver el modo en que sufría Héctor, pero no era capaz de evitar hacerle daño. O él o yo, pensaba, y eso, naturalmente, no le dejaba mucho sitio a la palabra nosotros
—No —dijo—, eso no es verdad. Lo que ocurre, y ya te lo he explicado un millón de veces, es que tú confundes querer con poseer; y no te das cuenta de que a mí me emociona la forma en que me quieres, pero me espanta que intentes ser mi dueño.
—Genial —le respondió Héctor, mientras salía de la habitación—, pues que disfrutes de tu libertad. Vete a desenterrar gente por ahí; puedes usar la misma pala con la que estás cavando nuestra tumba.
Su primera experiencia con la ARMH la tuvo un día del verano siguiente, en un pueblo de Burgos llamado La Andaya, y se sintió fascinada por el ambiente conmovedor que rodeaba todo el proceso y por la dedicación con que hacían su trabajo los implicados en él, desde los que manejaban los georradares en busca de indicios subterráneos, hasta los psicólogos que atendían a las familias, pasando por los fotógrafos que tomaban imágenes que certificaran la posición de los cuerpos en la sepultura. Aunque lo que más la impresionó fueron las historias que se contaban de cada una de las víctimas, y el modo en que algunos detalles entresacados de ellas hacían que se las pudiera identificar: a uno, que había sido diputado provincial y segundo teniente de alcalde en el Ayuntamiento de Aranda de Duero, se le reconoció por la alianza de matrimonio, que llevaba puesta el día que lo asesinaron, y en la que estaban grabados la fecha de su boda y el nombre de su mujer; a otro, que fue recepcionista del albergue de la ciudad, por los botones de un uniforme con las iniciales del Patronato Nacional de Turismo, que vestía cuando se lo llevaron; a un tercero, porque se había roto las piernas en un accidente laboral en Vizcaya, cuando estaba empleado en los Altos Hornos, y las señales de las fracturas se podían ver claramente en su esqueleto. A lo largo de aquella jornada agotadora, Mónica comprendió lo bien que explica el título de arqueólogo forense la suma de ciencia y espanto que abarca esa profesión. Pero, sobre todo, fue testigo de la gratitud que sentían las esposas, hijos o nietos de los represaliados hacia los voluntarios de la Asociación, y del bien que les hacía poder recuperar a sus muertos, aunque fuera setenta años después de que hubieran sido ejecutados. Porque, al final, todos ellos, cada uno a su modo, venían a decir lo mismo: ahora ya podemos descansar. En un estado de exaltación que no recordaba haber sentido jamás, Mónica se juró que nunca iba a abandonarlos.
En el autobús que los llevaba de regreso a Madrid, tuvo tiempo suficiente para pensar en su vida y preguntarse hasta qué punto se parecía a la que alguna vez había soñado. ¿El trabajo en el museo era lo que quería hacer? ¿Sus amigos tenían mucho o, más bien, muy poco que ver con ella? Y, sobre todo: ¿Héctor era realmente la persona que necesitaba para ser feliz? Desde luego, lo quería, y no podía negar que cuando lo conoció se había enamorado de él como nunca antes de nadie; ni que la atracción que cada uno de ellos sintió por el otro fue un huracán que pudo con todo, y que hizo que los dos abandonasen a sus parejas, creando un mar de dolor, para poder estar juntos. Pero algo había ocurrido, eso era evidente, y el amor de Héctor, posesivo, insistente y celoso, había terminado por ponerla a la defensiva, dando pie a una relación descompensada en la que el único equilibrio estaba en el sufrimiento que ambos padecían, uno por no lograr lo que esperaba y la otra por no poder dárselo. Ella, además, empezaba a sentir pena de él, a veces intentaba complacerlo para que no sufriese, para sacarle de la cara aquella angustia que Mónica sentía como una humedad que le calase la ropa, le atravesara la piel y le mordiera los huesos. Pero la compasión siempre es prepotente, siempre es un acto de superioridad, y sentirla por Héctor la separaba aún más de él: la lástima no puede ser parte del amor, pero sí del desprecio. Entre una y otra cosa, Mónica empezó a echar de menos lo que tenía antes de conocer a Héctor, y a sospechar que se había equivocado al sustituir la tranquilidad por la pasión. Se sentía deprimida, como todas las personas que tienen que elegir entre dos malas opciones. ¿Qué es peor: un día vacío o lleno de problemas?
Al menos, había encontrado una confidente en Bárbara. Es verdad que eran muy distintas, tanto en su forma de ser como en sus ideas, pero tenían una serie de aficiones comunes, como los paseos por la montaña, las novelas históricas y el cine, que tal vez no fuesen a hacerlas íntimas pero bastaban para sostener una buena relación. Aunque la jueza Valdés, siempre tan sarcástica, sostenía que su amistad estaba basada en lo poco que todo eso les interesaba a sus parejas.
—Cómo no van a entenderse dos mujeres cuyos maridos tienen defectos tan similares —le dijo en una ocasión, hablando con el tono casual que utilizaba siempre que se entregaba a la ironía.
Sin embargo, otras cosas las distanciaban, y sobre todo la política, un terreno en donde Mónica buscaba la cercanía y Bárbara la distancia, tal vez porque la base de su profesión, que es la ecuanimidad, se había filtrado a su vida o porque, simplemente, estaba en su carácter ser neutral en todo aquello en que es posible serlo y moderada a la hora de expresar lo que pensaba. Enrique, su marido, solía decirle que tenía alma de árbitro, y que el problema de los árbitros es que son los únicos que no se divierten, primero porque trabajan mientras los demás juegan y segundo porque ellos juzgan a veintidós tipos, mientras que a ellos los juzga todo el país.
—Es que a veces no se trata de divertirse, sino de pensar —le contestó un día, intentando tumbar a base de sarcasmo el argumento del psiquiatra.
—O de no pensar, querida mía, sobre todo si se trata de cosas con las que no merece la pena perder el tiempo. «No guardes nunca en la cabeza lo que te quepa en un bolsillo», decía Einstein.
—Bueno, viniendo de un psiquiatra, parece un consejo raro: no pienses.
Bárbara sonrió al recordar el final de esa escena: acababan de llegar a casa, después de comer con unos compañeros, y mientras mantenían esa conversación ella se había quitado la camisa para ponerse el pijama, pero Enrique se acercó por la espalda, le dio la vuelta, la apoyó contra la pared del dormitorio y mientras le quitaba el sujetador con el punto exacto de violencia que hacía falta para que no quedase claro si se lo desabrochaba o se lo arrancaba, dijo: «Eso es, nena: no pienses». Nunca se lo había dicho y nunca se lo diría, pero le encantaba que hiciera esas cosas.
Desde luego, Mónica Grandes jamás sabría que eso había ocurrido, porque la jueza Valdés guardaba bajo siete llaves su vida privada. Pero, bien pensado, a la arqueóloga tampoco le importaba mucho, ya que la naturaleza reservada de su vecina le daba a ella un espacio enorme en el que desahogarse y poder hablar de las cosas que la angustiaban. Porque con Héctor la cuestión es que ya no hablaba, según él porque Mónica estaba refugiada en un mundo de autoindulgencia en el que sólo existían su verdad y sus sentimientos y en donde, por lo tanto, el único responsable de que todo se estuviese derrumbando era él.
—Has caído en la hipocresía absoluta —le dijo en más de una ocasión—. Te mientes tanto para justificarte ahora como para poder creer tus mentiras en el futuro.
—¿Y por qué quieres estar conmigo, si soy tan horrible? —le respondía siempre Mónica, segura de su poder sobre él.
—Porque te quiero, aunque sepa que no va a servir de nada.
Fuera quien fuese el culpable, el caso es que era cierto que su relación se había llenado de puertas cerradas y de temas prohibidos, porque ambos temían hablar de los problemas que empezaban a gobernarlos. De ese modo, el mismo hecho de no quererse hacer daño los estaba destruyendo, porque esconder sus emociones a ella la hacía sentirse culpable y a él lo inundaba de sospechas, con lo que el resultado era que por no hacerse heridas se llenaban de cicatrices.
Para apartarse de todo eso, que daba vueltas y vueltas en su cabeza el día entero, y que por las noches no la dejaba dormir, llamó por teléfono a Laura Roiz, la compañera con la que ella y Bárbara habían cenado la noche en que fueron a ver quitar la estatua del dictador, y como no estaba lejos del museo, quedaron en que se pasaría por allí a última hora, para almorzar juntas. Mónica quería comentar el último caso en que trabajaban, que era el de ocho republicanos asesinados por los nacionalistas en La Serna del Monte, un pueblo de la sierra de Guadarrama. Según las investigaciones que habían llevado a cabo, la fosa en la cual los enterraron fue profanada años más tarde para trasladar los cuerpos al Valle de los Caídos. La ARMH había pedido el permiso necesario para excavar la zona y demostrar que allí hubo una tumba que ahora estaba vacía.
Cuando llegó Laura, le hizo algunas preguntas sobre los objetos que tenía sobre la mesa, y pareció mostrar gran interés por el denario con la cara de Adriano y, sobre todo, por la moneda en la que estaba representada la diosa Juno. Mónica le explicó que, de hecho, era de esa pieza de la que provenía la misma palabra moneda: la leyenda dice que durante la guerra contra los celtas, los romanos dormían una noche tras las murallas del Capitolio cuando, silenciosamente, sus enemigos intentaron sorprenderlos, amparados en la oscuridad. No lo lograron porque los gansos sagrados que guardaban el templo de Juno empezaron a graznar y despertaron a los soldados, que consiguieron repeler el ataque. Desde entonces, la diosa Juno fue apodada moneta, que significa avisadora, y como las primeras monedas que puso en circulación el Imperio llevaban su imagen, empezaron a llamarlas, por extensión, igual que a Juno: monetas
Al acabar esa conversación ocasional, saltaron al tema de los cuerpos robados de La Serna del Monte, y entonces es cuando Laura Roiz le dijo a Mónica:
—¡Por cierto! Supongo que ya sabes que otra persona ha solicitado abrir una fosa en Navacerrada, ¿no? Para que se vea que está vacía, como tantas otras, porque al parecer manejan informaciones según las cuales al familiar que estaba allí, con otros cuatro, también lo llevaron al Valle de los Caídos.
—No, no lo sabía. ¿En Navacerrada?
—Ah, bueno… Es que el permiso tiene que darlo, como es lógico, tu amiga Bárbara. Pensé que te lo habría comentado.
—No, en realidad… he tenido mucho lío en el trabajo y creo que… prácticamente no hemos hablado esta semana —mintió Mónica.
—Pues cuando lo haga, verás que el caso es una auténtica bomba, porque el difunto, si es verdad todo lo que dice su hija, que es quien ha venido a la Asociación a contárnoslo, era amigo ni más ni menos que de Antonio Machado, o al menos lo trató en Valencia y en Barcelona cuando lo evacuaron de Madrid, e incluso tuvo algo que ver con su salida hacia el exilio, y con algunas de sus últimas publicaciones. Imagínate el ruido que puede llegar a hacer esa historia. No sé si recuerdas el lío que se montó cuando a alguien se le ocurrió sugerir que trasladaran los restos del poeta desde Collioure a España.
Laura tenía razón, sin duda, pero lo cierto es que en aquel instante lo único que estaba haciendo ruido en la cabeza de Mónica era que Bárbara no le hubiese dicho una palabra de aquello. ¿Por qué? ¿Cómo podía ser tan egoísta, tan desatenta con ella, tan insensible? No era capaz de comprenderlo, y se sintió desairada, víctima de un atropello intolerable. ¿A qué venía esa desconfianza? A veces le daban ganas de dejarlo todo, cambiar de casa, de pareja y de amigos y volver a empezar desde el principio. Y últimamente, por el motivo que fuera, tenía la sensación de que empezaba a tener la fuerza necesaria para atreverse a hacerlo. Será que si te empujan y no caes, avanzas más deprisa.