Capítulo dos

Capítulo dos

Nada más entrar en el juzgado dejaba de sonreír. Bárbara Valdés solía llegar hasta allí con un gesto amable que se iba diluyendo a medida que le daba los buenos días a la sucesión de funcionarios, policías y secretarias que se encontraba en los pasillos, y que mientras subía a su despacho, consultaba su agenda y se ponía su toga, se desvanecía por completo. Diez minutos más tarde, al hacer acto de presencia en la sala donde se celebrase la primera vista de la mañana, su boca ya era como un árbol del que se acabasen de volar todos los pájaros. Un árbol seco e inhóspito, bajo el cual no podía esperarse encontrar ningún abrigo.

Para ella, su trabajo era demasiado serio y requería concentración, aislamiento y sobre todo desconfianza, porque la mayor parte de las personas con las que se las tenía que ver intentaba engañarla, puesto que en eso consiste un juicio: en esconder la verdad; en buscar tretas, atajos legales y coartadas. A Bárbara, cuya envoltura profesional era la de alguien inconmovible y aparentemente no demasiado afectado por lo que oía, se la llevaban los demonios por dentro al ver el grado de cinismo al que podía llegar la gente, y en muchas ocasiones hubiese querido saltar desde el estrado, en mitad de una vista, para abofetear al demandante o al acusado que mentían hasta la náusea sobre su vida, su dinero, sus posesiones y sus actos, casi siempre por consejo de sus abogados, que según ella lo único que les enseñan a sus clientes es a transformar cada proceso en una carrera de tramposos cuyas asignaturas son el embuste, la hipocresía y la falsificación. La jueza Valdés se mantenía por principio a distancia de ellos, se negaba a concederles reuniones que no fuesen imprescindibles y apenas los saludaba con un ademán malhumorado cuando se los encontraba en cualquier parte. Tenía fama de intransigente y antipática, lo sabía y estaba orgullosa de ello.

Aquella mañana se sentía muy cansada. Había dormido poco, apenas tres horas, porque el levantamiento de la estatua acabó de madrugada, y luego tuvo que esperar un taxi que las llevara a ella y a la amiga que la llevó allí hasta donde habían aparcado el coche, y llegar hasta su casa, que está en Navacerrada, a unos cuarenta kilómetros de Madrid… Cuando el despertador empezó a sonar, a las seis y media, Bárbara Valdés dejó escapar un lamento y se levantó de la cama con la sensación de haber pasado la noche en un portaequipajes. ¿Por qué se habría dejado arrastrar hasta aquella plaza por las personas con quienes cenaba esa noche, cuando una de ellas, que es arqueóloga y se llama Mónica, recibió una llamada que la avisaba de lo que estaba ocurriendo? Eso es lo que se preguntó mientras el agua de la ducha corría como desorientada por su cuerpo, aturdido por la fatiga; y mientras tomaba una taza de café en la cocina; y durante los quince minutos que tardó en llegar al juzgado, al que iba a pie siempre que el tiempo lo permitiera, y a veces incluso cuando no era así, porque al llegar el invierno también le gustaba caminar sobre la nieve y disfrutar de aquel paisaje helado que, sin embargo, disgustaba profundamente a su marido, que se llama Enrique, es psiquiatra y odia el frío.

Muchos fines de semana, Bárbara se dedicaba a pasear por la montaña en compañía de Mónica, con la que últimamente mantenía conversaciones incómodas tanto desde el punto de vista personal como desde el profesional. En el primer caso, el problema estaba en las relaciones de la arqueóloga con su marido, que se quejaba de la poca pasión que parecía poner en su matrimonio y la acusaba de haberle dejado de querer.

—No lo entiende —decía Mónica—. Es incapaz de comprender que el amor y el deseo son cosas distintas, y que una relación puede pasar por temporadas menos, cómo te diría…, fogosas, sin que eso signifique dejar de quererse.

Bárbara estuvo a punto de echar mano de su humor cáustico y contestarle: «Sí, efectivamente, son muy distintos: el amor se congela y el deseo se evapora». Pero, por suerte, se contuvo. En cualquier caso, ese tipo de confidencias la violentaba, porque tenía la impresión de estar siendo obligada a saber más de lo debido acerca de la intimidad de un hombre al que, a fin de cuentas, conocía sólo de una forma colateral, como esposo de su amiga.

En cuanto a la cuestión profesional, lo que a Bárbara le resultaba embarazoso era el ardor con que Mónica defendía las actividades de una organización llamada Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, en la que desde hacía un par de años trabajaba como voluntaria y cuya principal tarea era desenterrar muertos de la Guerra Civil. La jueza Valdés no dudaba de que su amiga se hubiese entregado a esa causa por idealismo, pero también tenía la sospecha de que lo hiciese para llenar los espacios en blanco que empezaban a abrirse en su vida familiar. Cuando le comentó eso a su marido, que es aficionado a la filosofía y, por lo tanto, propenso a las frases sentenciosas, el médico levantó la vista del libro que estaba leyendo, la miró condescendientemente por encima de las gafas y dijo:

—Bueno, pues como ya se sabe que sólo hay dos clases de matrimonios, los que acaban bien y los que duran para siempre, pregúntate de qué tipo crees que es el suyo y sabrás lo que va a ocurrir.

Bárbara curvó la boca, se dio media vuelta y salió del cuarto sin contestar, pero negando con la cabeza como quien quiere decir: este hombre no tiene remedio.

La noche de la estatua había sido Mónica, por supuesto, la que insistió en invitarla a cenar para que conociese a dos compañeros de la ARMH, y éstos le contaron los últimos casos en los que trabajaban por la zona oeste de Madrid, que eran los de cuatro hermanos, llamados José, Juan, Nicolás y Francisco Gutiérrez, asesinados en el pueblo de La Serna del Monte, y otros cuatro a los que mataron junto a su padre en El Escorial y que se suponía que estaban enterrados en una fosa común, junto al cementerio.

—El padre se llamaba Gregorio Cuesta García, y sus hijos Anastasio, Cecilio, Gabriel y Restituto —le dijeron, como si esos nombres que parecían tener el perfume de otro tiempo fuesen también, en sí mismos, un extracto de su tragedia.

La jueza Valdés, que seguía al pie de la letra la idea de que uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice, no les contó que acababa de recibir en su propio juzgado una solicitud para que autorizase la exhumación de otros cinco fusilados en 1940, pero escuchó con interés todo lo que le contaban, que eran anécdotas sobre algunos casos en los que habían participado últimamente y detalles acerca de las técnicas que siguen los arqueólogos, forenses, planimetristas, fotógrafos, psicólogos y antropólogos que colaboran en los trabajos; o del instrumental que usan, que va de los aparatos más sofisticados, como los georradares o los detectores de metal, a las herramientas más humildes: brochas, paletas, tizas, plomadas, brújulas, zarandas para cribar la tierra…

—Es una tarea lenta y dura, pero merece la pena, con tal de devolverles la dignidad a los muertos y la paz a sus familias —dijo el que llevaba la voz cantante, que era filólogo y profesor de francés en la Universidad. Y luego, sin duda porque el vino que había tomado durante la cena ensanchaba una tendencia a la solemnidad que Bárbara vislumbró en él desde el principio, añadió—: Porque de lo que estamos hablando es de eso, de dignidad e indignidad. ¿Sabéis lo que dijo Molière? Que quien tras vencer se venga del derrotado, es indigno de la victoria. En este país hubo gente indigna de su victoria; no seamos nosotros indignos de nuestra democracia y de nuestra libertad.

Y dicho eso, vació su copa de golpe y los miró para calibrar el efecto que había causado su arenga, mientras flotaba a su alrededor el silencio barroco que suele seguir a las frases grandilocuentes. No debió de gustarle lo que vio, porque a partir de ese momento se quedó callado y pareció hundirse en una profunda melancolía. Mónica se acercó a Bárbara y le dijo al oído: «No se lo tomes en cuenta, es buena gente, pero algo…, en fin…, algo ampuloso. Además, creo que trata de impresionarte». Y ella le respondió, en voz aún más baja: «Vale, por hoy le perdono; pero cuando tengas un momento, explícale que la oratoria es un arte, no un gas».

El caso que había llegado a sus manos, y del que no les dijo una palabra ni a su amiga ni a las otras dos personas con las que estaba cenando, la tenía muy ocupada desde hacía un par de semanas. La solicitud del permiso necesario para buscar los restos de un hombre ejecutado en diciembre de 1940, junto a otras cuatro personas, la había presentado su hija, y en ella se contaba de forma pormenorizada su historia, que acababa dos veces, según su relato: una cuando lo mataron y lo echaron a una fosa común y otra cuando, dos décadas más tarde, su tumba furtiva fue profanada y sus huesos robados, igual que los de otros miles de víctimas de la represión, para llevarlos a la cripta del Valle de los Caídos, el fantasmagórico mausoleo que mandó construir el dictador en la sierra de Madrid. De hecho, el permiso que solicitaba para abrir la fosa en la que supuestamente estaba enterrado su padre, junto al cementerio de Navacerrada, no era para encontrarlo, sino para demostrar que no estaba allí.

La jueza Valdés recordó, en una ráfaga, que el hombre se llamaba Salvador Silva, era impresor, estaba afiliado al Partido Comunista y durante la Guerra Civil había trabajado, primero en Madrid, luego en Gerona y más tarde en Valencia, haciendo carteles de propaganda para el ejército republicano, revistas en las que colaboraban escritores célebres y, eventualmente, algunos libros legendarios de poetas como Pablo Neruda y Miguel Hernández.

Mientras se acordaba de todo eso, Bárbara oyó que la otra persona que cenaba con ellos, una estudiante de Química cuyo nombre era Laura Roiz, hablaba de una mujer llamada Obdulia Granada, superviviente de un paseo llevado a cabo en Candeleda, Ávila, por una banda de falangistas que comandaba «un canalla apodado el Quinientos Uno, por el número de rojos que había asesinado». A Bárbara le gustó el modo de explicar las cosas de la joven, que hablaba con claridad y sin caer en ningún momento en la demagogia, más preocupada por hacerse entender que por ser admirada. Pensó que podría haber sido un buen fiscal.

—… Así que en el camión iban cinco —dijo Laura, extendiendo la mano en el aire para que los dedos se convirtiesen en números—: Virtudes de la Puente, Pilar Espinosa, Valeriana Granada y las hijas de las dos últimas, Heliodora, de dos años, y Obdulia, de catorce, cuyas madres estaban acusadas de leer El Socialista. A mitad del trayecto algo hizo cambiar de opinión a los criminales, que de pronto detuvieron el vehículo y mandaron a las niñas de vuelta a casa. Las tres mujeres fueron fusiladas y a Valeriana, que estaba encinta, le abrieron el vientre, le arrancaron el feto y la rellenaron de hierbas. Los cuerpos quedaron a la intemperie, para que sirvieran de escarmiento a sus vecinos. Uno de ellos, el que se atrevió a enterrarlos y a poner sobre la fosa una piedra que sirviese de señal, murió una semana después, a causa de la depresión insufrible en que lo había sumido aquel espectáculo macabro. Todo eso nos lo contó la propia Obdulia, mientras nos veía limpiar con un pincel la calavera de su madre…

La jueza Valdés se dijo que tal vez, después de todo, podría sacar algún provecho de aquella cita, y forzando un tono de voz neutro que diera a entender que sentía curiosidad, pero no verdadero interés, le preguntó a Laura Roiz:

—He leído alguna cosa sobre muertos republicanos enterrados en el Valle de los Caídos. ¿Es eso cierto?

—¡Pues claro! Casi la mitad de los alrededor de cincuenta mil cuerpos que hay allí son de republicanos. Parece raro, pero la explicación es sencilla: el dictador no había podido llenar su monumento fúnebre con las víctimas de su bando, como pretendía, porque tardaron veinte años en acabarlo, y cuando fueron a pedirles a las viudas de sus combatientes que autorizasen la exhumación y el traslado de los restos de sus maridos, la gran mayoría se negó.

—Te quedas corta con lo de la gran mayoría: se negaron todas —puntualizó el profesor de francés.

—Sí, perfecto, pues entonces se negaron todas, si lo prefieres —le cortó Laura—. El caso es que para que la cripta no se quedara vacía, el Ministerio de la Gobernación pidió su ayuda a los ayuntamientos de toda España, y muchos contestaron que no podían disponer de muertos «nacionales», pero sí de los que estaban en las «fosas del ejército rojo». Nosotros hemos trabajado en Ávila, por ejemplo, en el caso de seis hombres y una mujer secuestrados por los falangistas en Pajares de Adaja, asesinados en Aldeaseca y arrojados a un pozo por un vecino al que los pistoleros obligaron a deshacerse de los cadáveres. Sus restos fueron sacados de allí en secreto, veintitrés años más tarde, para llevarlos al Valle de los Caídos, y las familias sólo supieron la verdad cuando el pozo fue sondeado y allí sólo aparecieron un cráneo, algunas piezas dentales y el dedal que llevaba puesto la mujer cuando la fusilaron.

—Así que a las familias no se les pedía autorización, ni se las informaba del traslado.

—Jamás. De hecho, otro de los casos con los que hemos trabajado es el de un soldado que murió de tifus en una prisión de Lérida y cuya viuda siempre creyó que estaba enterrado en una fosa común bajo las tapias del cementerio de la ciudad. Ella y sus hijos iban allí a menudo, a llevarle flores. Ahora ya saben que no está en ese lugar, sino en el Valle de los Caídos, y han puesto una demanda para intentar que se lo devuelvan.

Bárbara se fijó en la cara de Mónica, que la miraba de un modo algo equívoco desde el otro lado de la mesa, y se preguntó si en realidad sabría lo de la solicitud presentada en su juzgado y aquella cena no era más que una maniobra para influir en ella. Durante unos segundos, se miraron como queriendo leer cada una los pensamientos de la otra. Pero no podemos saber si alguna hubiera dicho algo a continuación, porque en ese preciso instante fue cuando llamaron a Mónica para decirle que estaban quitando de la calle la estatua del dictador, y en un abrir y cerrar de ojos el plan de ir a verlo se adueñó de la conversación. Unas horas más tarde, mientras regresaban a casa por la autopista, charlaron sobre lo que acababan de presenciar, pero ninguna de las dos dijo una sola palabra sobre la cena; y cuando, al llegar, la arqueóloga le preguntó qué le habían parecido sus compañeros, Bárbara Valdés se limitó a contestarle:

—Bueno…, parece que actúan de buena fe, y eso siempre es positivo. Espero que tengan suerte. Y si la tienen, espero que la merezcan.

—La tendremos, te lo aseguro. Las autoridades no nos ayudan apenas, ni creo que vayan a hacerlo, pero la opinión pública sí, y la prensa está cada vez más interesada. Mira, esto puede ir más rápido o puede ir más lento, pero no se va a parar, y cada vez va a haber más voces que reclamen lo que es lógico y es justo.

—Cuidado —la interrumpió Bárbara—, que la retórica la carga el diablo y si sigues por ahí, pronto te parecerás a tu amigo…

—No es retórica, es la verdad. Y te repito que esta batalla no va a poder silenciarse.

—Ah, pero ¿es que es una batalla? Yo creí que la guerra había acabado en el 39.

—Llámalo como quieras. Hoy mismo, una de las periodistas que estaban en la plaza me ha preguntado quién era y por qué había ido allí. No te fijaste porque se me acercó justo cuando te acababan de llamar por teléfono y fuiste a buscar un sitio donde poder oír lo que te decían. Se llama Alicia Durán y está escribiendo un libro. Hemos quedado en vernos, para que le cuente algunas de las historias que he conocido a través de la Asociación.

La jueza Valdés pensó que si en ese momento le contase lo de Salvador Silva, la dejaría helada. Pero, naturalmente, guardó silencio, se despidió de ella con un gesto de la mano y entró en su casa haciendo más ruido del necesario, por ver si Enrique se despertaba. Pero su marido no se despertó; o al menos fingió que no lo hacía.

En cuanto a Mónica, entró en su casa justo al revés, intentando sortear el silencio lleno de escollos de la noche. En el planeta que ella pisaba, un mal paso puede dar pie a una catástrofe.

Al otro lado de la ciudad, Alicia Durán ya había llegado hacía un buen rato a casa, había mandado la crónica y una fotografía al periódico y, como no podía dormir, corregía la primera de las entrevistas que iban a formar parte de su libro.