ÉRASE UNA VEZ UNA FRÍA MAÑANA DE NOVIEMBRE
ABANDONÉ los campos soleados de mi vida diaria y descendí al interior de la montaña hueca, y allí descubrí, en toda su gélida gloria, el castillo de cristal de mí otra vida. Podía ver a través de él, y más allá. ¿Pero de qué me servía? Era perfecto, irreducible y sin valor alguno salvo por el hecho de que existía.