CUANDO CUMPLÍ CIEN AÑOS
QUERÍA emprender un viaje inmenso, adentrarme noche y día en lo desconocido hasta que, olvidando mi viejo yo, tomara posesión de uno nuevo, uno que tal vez se me hubiera escapado en mis viajes anteriores. Pero el primer paso me superaba. Me eché en la cama, incapaz de moverme, cavilando, como lo hace la gente de mi edad, sobre la naturaleza de la melancolía —cómo se filtra en el espíritu, cómo desencarna la voluntad, cómo destierra los sentidos a la frialdad del ocaso, cómo incluso las mejores y las peores intenciones se marchitan en su poder. Me quedé mirando fijamente el techo, de repente sentí un golpe de aire frío y desaparecí.