[4] en el equipo de Fairings sólo pueden correr los estudiantes que hacen la licenciatura. Nadie puede venir a Salster específicamente a correr en Fairings, si obtuvo el título (o ha corrido antes) en otro sitio. Es una competencia para estudiantes universitarios que al mismo tiempo sean buenos corredores y que, pese al gran número de presiones recibidas durante años por partes interesadas, no ha cambiado en nada. Y, dado que correr no posee las connotaciones elitistas del remo, los equipos que participan tienden a reflejar la diversidad social por la que Salster, la única de las tres universidades de Oxsterbridge, es aplaudida con toda justificación.
Atoz, que con anterioridad financió a los equipos de Regatas y el campeonato de clubes de fútbol, anunció en una conferencia de prensa celebrada en el colegio que patrocinaría a Kineton y Dacre: «Tenemos el placer de anunciar nuestra asociación con los atletas del colegio», dijo su representante Kerry Kramer, «y espero que nuestro respaldo a un equipo deportivo no profesional aliente a otras personas para que disfruten de la posibilidad de correr en cualquier nivel en el que se sientan cómodas. Si bien nuestra compañía está vinculada con varios tipos de deportes, siempre nos hemos entregado en cuerpo y alma a esta actividad deportiva en particular y tenemos fama —de la que nos enorgullecemos— de crear equipos de carreras de la más alta calidad.
«Los corredores de Kineton y Dacre darán fe de esto ya que el próximo verano todos correrán con calzado de Atoz.»
Las manos de Damia temblaban cuando terminó de leer el diario. Todo era positivo; no había ninguna referencia ni a la huelga de alquiler ni a la posición económica del colegio, ¡gracias a Dios! Las cosas podrían haber sido muy diferentes. De entrada, Damia había barajado la peligrosa carta de la publicidad y usado el foco de los medios sobre el colegio como gancho, inflando la campaña para desentrañar el misterio del Ciclo del Pecado como un contrapeso de la ofensiva muy visible de los huelguistas. También había vendido, sin ningún reparo, la buena prensa que le daría a la compañía ser vista apoyando al equipo de un colegio que, en alianza con Northgate, recibía el mayor promedio de alumnos de escuelas estatales de Salster. Si se tomaba al equipo del último año como caso típico, diez de los doce miembros que se entrenaba provendrían de ambientes menos privilegiados.
Fairings era la carrera pedestre más famosa del mundo después de la maratón olímpica. El próximo mes de mayo, Damia formaría parte de las escenas que con anterioridad había visto junto con millones de personas a través de la cobertura televisiva: los seis equipos con los atuendos de sus respectivos colegios; las calles sin tráfico abarrotadas de gente que estiraba el cuello para obtener una imagen de sus atletas favoritos; entrevistas con los integrantes de los equipos, que resplandecían de juventud, inteligencia y el estado físico para el que el cuerpo humano estaba idealmente diseñado: la habilidad de correr a un ritmo sostenido en persecución de una presa.
En rigor de la verdad, no había ninguna persecución real, ya que en Fairings la presa eran rosas que los corredores arrancaban de espaldares especialmente erigidos en cada uno de los colegios de fundación y, en el clímax de la carrera, la rosa trepadora de siglos de antigüedad que estaba en el patio principal de St. Thomas' College.
La antigua rosa de St. Thomas' ocupaba el centro de la competición de Fairings. La tradición sostenía que en el Medievo los aprendices de la ciudad, borrachos durante la fiesta del Día de Mayo se desafiaban unos a otros a escalar las imponentes paredes del colegio y aparecer con un pimpollo rosa pálido y aroma dulce para sus amadas como regalo de Fairings. Los orígenes precisos de la moderna carrera intercolegial eran oscuros, aunque muchos historiadores coincidían en vincularla con la ociosidad de la juventud universitaria victoriana.
En el siglo XXI, reflexionaba Damia, ninguno de los que participaba de la carrera ni los colegios que los educaban podían darse el lujo de estar sin hacer nada. Mientras los jóvenes soportaban la compatibilidad de los programas de entrenamiento con las demandas sociales y académicas, los directivos de finanzas de los colegios atravesaban por trámites no menos extenuantes tratando de asegurar el respaldo de un gran nombre para sus atletas. Debido a que los fondos de administración disminuían y los costos aumentaban, el patrocinio de Fairings representaba un papel cada vez más significativo para mantener la salud financiera de los colegios.
En consecuencia, había mucho más en juego para los atletas que el simple honor de participar. Ganar podía significar la diferencia entre contar con un patrocinador de nombre muy conocido al año siguiente y uno menos conocido y, por lo tanto, menos lucrativo. Y dado que los entrenadores que volaban alto seguían al dinero, aquí como en todo el mundo, el éxito se alimentaba del éxito.
Los corredores de Toby podrían ahora conservar a Dean Epps, se congratuló Damia.
Casi no podía esperar para decírselo.
Ese mismo día, más tarde, Damia abría la puerta de la sala de estudiantes, luego de abandonar el calor y la claridad de un día de octubre resueltamente soleado, e ingresaba en la muda frialdad de una habitación en buena parte vacía. Mientras miraba a su alrededor, sintió que la confianza que le inspiraba su posición desaparecía y se sintió humillada al tomar conciencia de que todavía era capaz de dejarse intimidar por los paneles de madera manchados por el tiempo, los muebles de cuero maltrechos y un armario lleno de tazas de porcelana con motivos chinos en azul.
Sonrió con timidez a los que ocupaban la habitación en la media tarde: un hombre joven con abundante cabello rojizo y rebelde que leía despatarrado en un sofá lo que parecía ser un cuaderno grande de tapas duras, y una chica de peso más bajo que el normal sentada a la derecha de la entrada, jugando un solitario en su portátil con un ceño que Damia esperaba que denotara concentración y no fastidio por la irrupción.
—Hola, perdonad que invada vuestro espacio; vengo a conocer a los corredores de Fairings. Soy Damia Miller, la nueva gerente de marketing.
—¡Fantástico! —comentó el lector. Inesperadamente se puso de pie de un salto y fue a estrecharle las manos—. Soy Sam Kearns; la tipa jovial que está allí es Lisa Gregory.
La señorita Gregory siguió con la mirada torva fija en las barajas electrónicas y masculló un insulto dirigido a Sam.
Damia se concentró en el señor Kearns, que era más atractivo.
—¿Trabajo? —le preguntó, señalando con la cabeza el libro que tenía en la mano, pero sospechando que no era así.
—No, qué va. Es el Libro de Negocios. —Se lo entregó.
—¿Perdón? —preguntó ella, mientras cogía el libro.
—El Libro de Negocios, una institución del JCR[5] de Toby. Puedes escribir de todo en él para que cualquiera lo lea: desahogarte, contar un chiste, cotillear un poco, sugerir temas para discutir en la siguiente reunión de estudiantes... en fin, cualquier cosa.
—¿Negocio, así como suena?
Sam arrugó los labios.
—Supongo que en su origen pudo haber sido un libro de sugerencias, una especie de agenda de trabajo para las reuniones del JCR, pero desde entonces nos hicimos más frívolos.
—¿Quién es el caricaturista? —preguntó Damia, viendo lo que sin duda eran caricaturas de miembros del colegio mientras hojeaba el libro sobado y de puntas dobladas.
—Stephan Kingsley; cursa tercer año de Lenguas Clásicas. También es un imitador fantástico. Deberías ver su Tommy Thomas.
Damia alzó la vista y meneó la cabeza, confesando su ignorancia.
—Tommy es uno de los ángeles —le explicó Sam, usando el término con el que Toby, en común con todos los demás colegios de Salster, se refería al servicio doméstico que se ocupaba de las habitaciones de los estudiantes. Cada ángel de Toby tenía a su cargo una escalera y era responsable de la limpieza de doce habitaciones; también se encargaba de repartir los diarios, la leche y de la lavandería si algún estudiante tenía medios para hacer un arreglo personal con su ángel particular. Toby era uno de los pocos colegios que todavía empleaba a sus ángeles de manera directa en lugar de hacerlo por agencia, lo cual los convertía en un elemento fijo más de las instalaciones, conocido —y a veces amado— por los estudiantes.
—Yo lo puedo hacer —continuó Sam—, pero si alguna vez te encuentras con Stephan, pídele que imite a Tommy. Es perfecto, hasta Tommy piensa lo mismo.
Primero tendría que conocer al original, reflexionó Damia. Era hora que dejara a un lado el papeleo, el sitio web, los administradores y las negociaciones con los fabricantes de indumentaria deportiva y se relacionara con las personas que de hecho hacían funcionar el colegio.
La mirada de Sam se dirigió a la ventana que daba al patio octogonal.
—Ahí están —dijo—, al menos los corredores de Toby, ¿te entrevistarás también con el grupo de Northgate? Por cierto, son esos, si quieres verlos en toda la gloria del año pasado. —Indicó con la cabeza un punto de la pared por detrás de su hombro. Damia se dio la vuelta para ver una enorme fotografía enmarcada de cuatro jóvenes sonrientes vestidos con el atuendo de Toby, empapados con cintas de espuma en aerosol, confeti y el champagne agitado que caía sobre ellos de todas direcciones. La foto, por lo que se veía, había sido tomada en el patio: la estatua de Toby estaba agazapada como el fantasma de una mala película de terror sobre la pared, encima de los eufóricos corredores.
La puerta de la habitación se abrió de golpe y tres personas entraron a pasos agigantados, un hombre y dos mujeres, vestidos de manera similar, con chándales en la parte de abajo y camperas con cierre, color granate y azul marino arriba. Un logo de gusto discreto indicaba que aquel era el equipo de entrenamiento del año anterior.
—¿Qué tal, Sam? ¿Qué tal, Lisa? —dijo una de las chicas ante la respuesta animada de Sam Kearns y un murmullo de la fanática del solitario, que no levantó la vista del ordenador.
—Hola —respondió Damia, extendiendo la mano para saludar—. Soy Damia Miller, gerente de marketing y botones búscame-dinero-donde-puedas del doctor Norris.
Una de las corredoras sonrió.
—No puedo imaginarme al doctor Ed volviéndose tan mercenario como para decir algo así. —Estrechó la mano de Damia—: Sally Mackle, y... —soltándose movió rápido la mano hacia sus compañeras invitándolas a presentarse.
—Ellen Ballantyne.
—Duncan McTeer.
Cuando terminaron de estrecharse las manos, Sally, en lo que a Damia le pareció que era un intento de no parecer exclúyeme, preguntó:
—Sam, ¿vas a presentarte a la prueba para el equipo de este año?
—¿Qué, contra vosotras tres? Ni soñarlo.
—Eres buen corredor —lo alentó Duncan.
—Sí, claro que sí, en especial ahora que has dejado la hierba... —intervino Ellen, mirando de inmediato a Damia que levantó las manos mostrando las palmas.
—No me mires a mí. No soy tu madre.
Sally volvió a insistir.
—¿Por qué no lo intentas, Sam?
—No, contra ustedes no.
—Pero si tú podrías ser mejor que cualquiera de Northgate.
—Eso es improbable —opinó Sam—. Pero aunque lo fuera —se encogió de hombro— siempre son dos, y dos no son dos de Toby, dos de Northgate.
—No sé si de hecho dice eso en algún sitio... —empezó Sally.
—¿Supones que se dice algo respecto a esas cosas en algún sitio? —sonrió Sam, restando acidez al aguijón de un comentario que podría haber parecido de suficiencia—. Es nada más que una tradición.
El despacho de Damia, que los tres corredores se manifestaron deseosos de conocer, estaba en las dependencias de los miembros del cuerpo docente, el único edificio del Patio del Octógono que no albergaba a los estudiantes universitarios. Era una habitación grande en el primer piso, con ventanas que daban al Este y proporcionaban una brillante bienvenida por la mañana, muy conveniente para Damia que era madrugadora y no tenía planes de pasar las noches en el despacho.
—Es mucho más bonita que la mayoría de las dependencias de los profesores —dijo Ellen, mientras Damia los invitaba a sentarse en los sofás bajos de color claro—. ¿Cómo los convenciste de que quitaran la alfombra del suelo y te dieran muebles nuevos? Casi todos los tutores tienen que soportar un mobiliario más viejo que ellos.
Damia sonrió, mientras observaba su propia expresión reflejada en la cafetera eléctrica que estaba preparando.
—Lo del piso lo cambié porque tengo una alergia muy fuerte al polvo de los ácaros; me hace estornudar y llorar los ojos, por eso las alfombras están descartadas, en especial las venerables. Supongo que podría haber conseguido el nuevo mobiliario con ese mismo argumento, pero en realidad le dije al doctor Norris que era un tema de imagen: el aspecto de gloria desaparecida puede impresionar a los académicos, pero no a los potenciales donantes e inversores.
Miró la cafetera como si tratara de refrescarse la memoria y averiguar para qué servía y luego preguntó:
—Muy bien, ¿exprés, capuchino o leche?
—¿Eso también vino como parte del paquete «somos admirables»? —preguntó Duncan después de que todos hubieron elegido.
—¡Ojalá! Me la regalé para felicitarme a mí misma.
«La otra persona que podría haber estado predispuesta a comprarme una cosa así estaba a cinco mil seiscientos kilómetros», pensó con amargura.
—¿Y las pinturas? —preguntó Ellen, señalando con la cabeza la que estaba sobre la chimenea—. ¿También las compraste tú?
Damia se detuvo en seco ante la evidencia del abismo que existía entre la percepción que ellos tenían de ella y la realidad: que aquel era el primer empleo con una paga decente; que, a diferencia de aquellos jóvenes, ella jamás había ido a la universidad y que, al contrario de las evidentes presuposiciones de ellos, prácticamente estaba sin un duro, en especial ahora que tenía que pagar los intereses de una hipoteca.
—Los pintó mi pareja —respondió.
—Muy bien —dijo Ellen con tono admirativo—. Un tío con talento.
A Damia no se le alteró el pulso; tenía práctica en que no se le alterara.
—En realidad es una mujer.
—Oh, disculpa.
Damia levantó una mano relajada, como si espantara la disculpa. Sirvió el café y la reunión comenzó.
Para disgusto suyo, los corredores sentían menos entusiasmo por sus nuevos patrocinadores de lo que ella había previsto. En realidad parecían estar sorprendidos de que fuera necesario cambiarlos por otro, ya que el nombre de la misma compañía había aparecido en los equipos de carreras de los últimos cinco años con resultados obvios.
—No os olvidéis que ahora sois los titulares del Fairings Rosebowl y este año hubo más compañías dispuestas a ofrecer montos de promoción más altos.
—Pero Moorland Water era un buen patrocinador, una buena imagen para nosotros: agua saludable, cuerpos saludables y todo eso.
—Correcto, y en un mundo ideal, nos hubiéramos quedado con ellos. Pero a estas alturas, no podemos darnos el lujo de ser demasiado quisquillosos.
Damia vio que los corredores intercambiaban miradas de mutua comprensión.
—Sabemos que Toby no anda lo que se dice bien de dinero en este momento...
—Chicos, «no anda lo que se dice bien de dinero» ni siquiera se acerca a la realidad. ¿Habéis visto a los huelguistas en la Puerta Romana?
Mirando a cada uno de ellos a los ojos en forma deliberada, les explicó la situación, mientras experimentaba una sensación de incomodidad como representante de una generación mayor, más consciente y más triste.
—Necesitamos patrocinadores como Atoz —dijo—. Sin esa gran suma de dinero que nos ofrecen, muy pronto no habrá colegio por quien correr.
—¿ Pero y los antecedentes de ética y derechos humanos? —preguntó Ellen—. Aparecen muy abajo en cualquier lista de clasificaciones de respeto por los derechos obreros, sin mencionar la explotación infantil y esa encantadora práctica comercial de pagarles a sus empleados con vales que solo pueden cambiarse en su propia tienda...
—Que para ser justos ahora es historia antigua —interrumpió Sally.
—Únicamente por el boicot...
—Mirad, chicos, tengo que ser honesta al respecto y deciros que no analicé muy a fondo los antecedentes de derechos humanos de Atoz. Es una marca muy conocida, que llegó ofreciendo un paquete muy atractivo. Consulté a los de Moorland Waters para ver si ellos podían igualarlo porque yo también tenía interés en retenerlos, pero como no pudieron, entonces fuimos con Atoz.
Contempló sus semblantes confundidos.
—Lo lamento, pero debemos ser realistas.
Las miradas en silencio que los jóvenes intercambiaron señalaron a Ellen como portavoz.
—Es que nosotros hicimos la mayor parte del trabajo para mantener a Moorland. Nunca antes hemos tenido a nadie como tú que hiciera las negociaciones previas. Para nosotros es una sensación nueva no participar de ellas. —Miró a los demás—. Y la postura ética de Atoz me fastidia.
—Para ser honesta —dijo Damia—, los gobiernos de los trabajadores de los que vosotros habláis tampoco son muy conocidos por su maravilloso respeto de los derechos humanos; de hecho, existen posibilidades de que Atoz ofrezca más de lo que el gobierno requiere.
—Pero ese no es la cuestión, ¿no? —preguntó Ellen—. ¿No depende de nosotros que podamos permitirnos el lujo de hacer la elección, exigir lo que nosotros querríamos?
Damia eligió las palabras con cuidado, consciente de que había caído en forma imprevista en un campo de ética minado cuando había pensado deslizarse con suavidad por un prado florido de buenas noticias.
—He oído lo que decís y, en principio, coincido con vosotros. Pero, en realidad no estoy segura de que podamos permitirnos el lujo de la elección. Ahora mismo, Toby está en vilo. Necesitamos todo el apoyo económico que podamos conseguir.
«Lo siento, chicos», agregó en silencio, «pero Toby ahora tiene una gerente de marketing, que soy yo, y la decisión ya está tomada».