Capítulo 35

Salster, fines de verano de 1389

La caída de rocío señala el fin del día de trabajo para canteros y cosechadores al mismo tiempo, y una espalda rígida y cansada se introduce por la puerta este de Salster cuando las penumbras del anochecer se espesan. Pero algunos canteros-cosechadores ya se encuentran dentro de las murallas de la ciudad, convocados por el rumor y la indignación. Arrojadas las hoces, deshacen el trabajo que un día sin nubes ha visto a otros hacer. Las piedras son arrancadas de sus hiladas y arrojadas a un lado, las carretillas de argamasa tumbadas, las herramientas sacadas de la seguridad del cobertizo y desparramadas por todo el solar del colegio.

El sol poniente, ya bajo detrás de los edificios que están alrededor, arroja inmensas sombras oscuras sobre los demoledores, acariciándolos con el filo de la noche que se oculta. El frío se apodera del sitio arrasado a medida que no solo la labor de hoy sino la atesorada en muchos días secos es deshecha. Las piedras empiezan a levantarse en pilas caprichosas donde hasta media hora antes se las veía colocadas una encima de otra con la precisión de la plomada, la argamasa apenas visible en los huecos. Ahora, desparramadas sobre sus costados y extremos, las muescas cinceladas por donde se encauza la argamasa de unión están abiertas de un tajo otra vez y un lodo fino de piedra caliza gotea en el suelo, endureciendo los surcos de polvo en picos agudos.

—¡No! ¡No! Deteneos, os lo ordeno.

Los bramidos enfurecidos de Simon no lograron de los canteros amotinados más que torvas miradas y que le lanzaran una andanada de mortero todavía húmedo. Sabía que su causa era inútil aun cuando, olvidándose de su propia seguridad, empezó a dar golpes a diestro y siniestro con el mango de una piqueta. Sus propios canteros, los únicos hombres que era probable que escucharan sus órdenes y gritos, fueron incitados a un frenesí de ira justificada antes de poner pie en la obra. Hombres que Simon no conocía habían venido hacía veinte, treinta minutos, con palos y duelas en sus puños cargados de ira, no demandando una explicación sino castigo.

—No hará hacer a los talladores el trabajo de los canteros —gritó uno de los hombres, apartando a Simon de su camino con un empellón y emprendiéndola contra lo que se había construido ese día—. Presume demasiado, maestro cantero. No es Dios para darle a otro el trabajo destinado de antemano a un hombre.

—Los canteros no pueden hacer el trabajo de los talladores —escupió otro mientras sus camaradas comenzaban la tarea de destrucción—, ¿entonces por qué cree que puede poner a los talladores a colocar piedras?

Simon se lanzó contra una pared con las piernas y brazos extendido.

—¡No lo haréis! ¡Retiraos de este lugar! ¡Que Dios os envíe al infierno! ¡Idos!

Los hombres que maldecía ni siquiera titubearon antes de ponerle las manos encima y arrastrarlo hacia un lado, tirándolo sobre el polvo y el barro medio seco. Un individuo robusto lo mantenía quieto allí, con una bota en mitad del pecho.

—Téngase quieto, maestro cantero, y no será lastimado. —Tenía la calma de aquel a quien le han asegurado que su acto es justo, que este acto de represalia no será reprimido por los que tienen el poder para hacerlo.

Pero Simon estaba más allá del temor o de la razón y luchó para que el hombre perdiera el equilibrio y así ponerse de pie. Su captor se tambaleó hacia atrás pero no se cayó y, avanzando sobre él, le propinó un golpe en la cabeza que lo hizo caer allí mismo.

Cada vez entraban más y más hombres en el lugar, haciendo caso omiso del maestro cantero que yacía inconsciente; hombres con sed de caos y sangre en los ojos y aliento a taberna. Hombres que miraban a su alrededor con ojos desorbitados sin saber qué hacer pero ahítos de voluntad de destrucción. Aquellos no eran canteros, sino hombres con los que se podía contar que participarían en cualquier refriega que se presentara, siempre que alguien hiciera que mereciera la pena. Añádase la mano untada de una chusma a los canteros cuyo orgullo era fácilmente herido y en un momento se formaba una turba vengativa.

Y entonces los propios canteros de Simon, los oficiales que habían puesto aquellas hiladas, los aprendices que habían transportado en carretillas el mortero y acarreado la piedra, ahora acudían desde los campos cubiertos de rastrojo para tirar abajo paredes y apilar las piedras destrozadas por los martillos.

El trabajo de años, su obra maestra, la oportunidad tanto tiempo esperada de probar su valía, caía bajo la cólera de hombres que, hasta aquel día, habían estado a su mando. En contra del sentido común, en contra de la razón y en contra del consejo expreso de Gwyneth, él había hecho su voluntad. No pudo soportar ver que aquel clima perfecto para construir se desaprovechara por falta de hombres que colocaran las piedras.

Simon, burlado y humillado por Brygge y los canteros del consejo, había estado ciego frente a las probables consecuencias y optó por creer que, como maestro cantero del colegio, podía obrar a su antojo en su obra.

Alguien había aprovechado la oportunidad que él mismo les había proporcionado para demostrarle lo equivocado que estaba.

Richard Daker llegó inmediatamente después del desastre para remediar lo que se podía remediar y sacar el mejor partido de lo que quedaba. Con la firme convicción expresada tanto por Simon como por Piers Mottis de que el prior había tenido que ver en la instigación del amotinamiento, Daker calculó rápido la manera en que mejor podría beneficiar su fin último y anunció que regalaría la tierra donde se encontraba el colegio a la Iglesia y, en cambio, construiría fuera de las murallas de la ciudad.

—¡Peleamos por esa tierra y la ganamos en el tribunal! —Simon se sintió ultrajado—. ¿Y ahora usted se la da a la Iglesia sin un murmullo siquiera cuando ellos participaron de la destrucción total de mi obra?

—Usted mismo lo ha dicho, hombre —replicó Daker—. Destruyeron su obra y si seguimos edificando ante la mirada del prior, quizá vuelvan a destruirla. Dejemos que su orgullo se hinche con esta victoria, dejemos que coja este obsequio y lo presente ante Copley, y estaremos lejos de su vista y de su mente del otro lado de las murallas de la ciudad.

—Y estaremos a la vista y merced de los franceses cuando vengan a merodear por el río y saqueen el lugar.

Daker lanzó una carcajada y puso una mano en el hombro de Simon.

—¡Es tan inglés, mi querido Simon! Jamás disfruta de un día soleado si hay una nubecita en el cielo.

Simon hizo un gesto de irritación.

—Me saca de quicio ceder ante el obispo.

—Pero no cedemos. Le damos un soborno para que se olvide de nosotros. Lo hemos desobedecido y nos ha hecho una advertencia. Si alzamos demasiado la barbilla y lo desafiamos, podríamos fracasar del todo. Si nos hacemos a un lado, y seguimos una táctica diferente, todavía podemos arribar a nuestra meta. —Clavó en Simon la poderosa mirada de sus ojos azul oscuro—. Y mi meta es un colegio libre de la intromisión de la Iglesia. Sospecho que puedo hacerlo mejor fuera de la ciudad que intramuros.

Simon todavía estaba inquieto.

—Pero las rentas de los negocios donde deseamos edificar eran las que sostenían las obras dentro de las murallas. ¿Con qué se sostendrán cuando "los negocios desaparezcan?

Daker lo miró divertido.

—Abandone ese mercantilismo de subsistencia, maestro Kineton. Subestima mis recursos.

Simon sintió el ardor cálido de un profundo rubor debajo de la barba.

—No quise insinuar que no tiene los medios...

Daker sonrió y puso otra vez la mano en el hombro de Simon.

—No tema, Simon, no soy de los que se ofenden con facilidad. Siéntese.

Simon hizo lo que le pedían. Daker fue hasta la puerta y llamó a alguien. Acudió un sirviente al que Daker le pidió de manera cortés que fuera a buscar al maestro Mottis y le pidiera que los acompañara a la obra.

—Ya verá, Simon —dijo Daker mientras servía vino para los dos—, que ordené todo para que mi propósito no fracase.

Mientras aguardaban en silencio, Simon observó a Daker con disimulo cuando su patrón se sentó a sus anchas en su silla de roble tallada. Recordó lo que había observado el día en que encontraron por primera vez: tenía la inteligencia sutil de un estratega. No era un mero comerciante. Con sus palabras, se alzaban y caían fortunas, los condes eran aconsejados y hasta los reyes le hacían caso.

Cuando el sirviente volvió, abrió la puerta para dejar entrar al abogado.

—Ah, Piers. —Daker sonrió, con una breve sonrisa cómplice—. Veo que has traído los papeles. Te adelantas a mí, como siempre.

Motis le devolvió la sonrisa e inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.

—Ven, siéntate con nosotros y asegúrale al maestro Kineton que nuestro colegio tiene el porvenir asegurado, con o sin negocios.

Mottis acercó una de las pesadas sillas y se sentó a la mesa, cerca de Simon.

—El señor Daker —dijo sin preámbulos—, consciente de que se necesitarán ingresos durante varios años si debe construir sin problemas, y consciente también de los caprichos de los negocios, se ha ocupado de que las peripecias de la ciudad no afecten el futuro del colegio. —Puso una mano seca en el pequeño fajo de hojas de pergamino—. Aquí redacté los documentos de donación, donde cedo varias tierras al colegio.

Simon miró rápido a Daker. Donar tierras a una institución era común; cederlas antes de la construcción efectiva no lo era.

Daker asintió con parsimonia.

—¿Ve, amigo mío? Puede parecer que concedo, pero me mantengo tan firme en mi propósito como siempre. Construiremos este colegio, Simon, no tema.

En unas semanas, todo quedó resuelto y Daker volvió a partir de Salster, esta vez llevando a su mujer con él y dejando a su hijo, John, al cuidado de su tutor y de su primo Ralph. John tenía trece años y Daker creía que era tiempo de aumentar los estudios de su hijo con la comprensión de los intereses de su padre.

Una vez que los locales de los negocios se desocuparon, el invierno ya casi estaba encima y no podía llevarse a cabo ningún tipo de construcción, pero Simon estaba contento de marcar el sitio con estacas según el diseño original, ya no más constreñido por la calle y el río. Fuera de la ciudad todo era› desordenado y podía cavar los cimientos de la forma que deseara.

Llegó la primavera y con ella, Daker y su mujer regresaron de Londres para dar su aprobación al comienzo de las obras y ocuparse de otros menesteres. Tras uno o dos meses volvió a partir a Londres —o al Continente, nadie podía decirlo—, dejando a su esposa otra vez en Salster con John y Ralph. Pero éste estaba mucho menos al lado de su tía que antes, pues los negocios del tío lo requerían de manera constante aquí y allí, allí y aquí. Cada vez que regresaba, las lenguas empezaban a agitarse y la cintura de Anne era vigilada muy de cerca por ojos femeninos, llenos de sospecha; pero mientras Ralph estaba fuera los cotilleos encontraban a otros para difamar y babearse.

Y así siguieron las cosas durante cuatro años. Aunque bajo ningún punto de vista alguien podía decir que el prior Robert era amigo de la obra que se edificaba, por lo menos era escrupuloso en su trato con Simon. Daker mantuvo su palabra y no interfirió ni cargó a sus obreros con un conflicto de lealtades imponiendo su presencia con demasiada asiduidad.

La construcción del colegio prosperaba y, con el cuidado de Toby compartido entre los dos, se sobreentendía que Gwyneth se volcaría al desafío de darle un cimborrio al colegio. Casi no pasaba un día sin que ella frunciera el ceño frente al libro con los planos de Ely que Simon había hecho copiar y, mientras lo estudiaba, los principios y la práctica se tornaron menos oscuros y comenzó a tener fe en que podría llevar a cabo la tarea que Simon le había impuesto.

Testamento
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