Capítulo 20
De: CatzCampbell@hotmail.com
A: Damiarainbow@hotmail.com
Asunto:
1:30 a.m. Esta ciudad nunca duerme. Alguien ya lo dijo. Yo tampoco puedo dormir. Ni trabajar. ¿Pensaste en la Navidad?
Tu pintora
El teléfono del escritorio de Damia chilló un campanilleo simple que indicaba una llamada interna. Lo atendió, las manos se le cubrieron de sudor al instante. Por fin. Debía de ser Norris que llamaba para decirle que había recibido una carta de Atoz, con la demanda por incumplimiento de contrato. Hacía más de una semana que la compañía había acusado recibo de la carta del colegio, con el comunicado anodino pero helado de que los asuntos derivados del cese prematuro del contrato estaban a consideración del departamento legal de la firma.
—Señorita Miller, soy Bob. —La voz del portero desde el otro extremo de la línea la desorientó por un momento, tan convencida estaba de que oiría a Norris decir con calma que los demandaban.
—Hola, Bob —tartamudeó, omitiendo, con la confusión, su habitual aunque inútil petición de que la llamara Damia—. ¿Qué sucede?
—Es el informativo local... dijeron algo sobre Toby. Me parece que es mejor que venga a ver.
Ed Norris ya estaba sentado junto a Bob en la portería, ambos con los ojos fijos en el pequeño televisor del rincón.
—Ya sabe que al comienzo siempre viene esa parte que dice: «Volveremos más tarde durante el programa» —dijo Bob.
Damia asintió, aunque nunca miraba el informativo local, ya que sentía que sabía todo lo que necesitaba saber sobre apuñalamientos en un callejón, cierres de escuela y desconocidas celebridades locales.
—Dijeron algo sobre cómo Toby se había salvado de que lo demandaran por incumplimiento de contrato.
Unos minutos después, Damia observaba con una sensación de asco por el carácter inevitable de la acción, cómo Ian Baird, sin esfuerzo aparente, había llevado la situación al terreno de la autoridad moral.
—Con la amenaza de Atoz de demandar a Kineton y Dacre por cada penique que no posee, a Northgate le pareció natural intervenir y cumplir con el contrato —dijo mientras sus ojos irradiaban la decencia más auténtica bajo el resplandor de las luces y el tono respetuoso del entrevistador—. Así que este año Northgate dará un paso sin precedentes y correrá Fairings con su propio equipo. Es la primera vez que un colegio asociado lo hace.
»Es evidente que esto va en contra todo lo preestablecido y la tradición —decía la voz en off del entrevistador—. ¿Cree que su decisión provocará alguna acción violenta en contra?
La mirada seria de Baird escondía lo que Damia sabía que debía de ser un sentimiento de júbilo absoluto de que le hubieran servido en bandeja de plata la oportunidad de hacer no sólo justo lo que quería, sino que además lo elogiaran por hacerlo.
—Dadas las circunstancias, Abbie —replicó Baird—, espero que no haya ninguna reacción violenta. Sin Northgate para cumplir el contrato —«otra vez aquella frase, como si fuera algo deshonroso que Toby intentara proteger los derechos de los trabajadores»— existen serias perspectivas de que Kineton y Dacre se enfrente a la quiebra. En comparación con esa tragedia, un colegio asociado que dirige su propio equipo es una olita sin importancia.
Una olita sin importancia para el noticiero local, quizás sí, pero en la campaña de Baird se desarrollaba un maremoto para la destrucción del estatus de colegio asociado.
—¿Entonces esto será una situación excepcional? ¿Volverán a reunir al equipo combinado el año próximo?
—No. Hicimos un contrato vinculante por seis años con Atoz, así que de ahora en adelante dirigiremos nuestro propio equipo.
—¿Y eso afectará su situación como colegio asociado?
«¿Le habrían dicho que hiciera aquellas preguntas?», se preguntó Damia pues, de lo contrario, se adecuaban de manera muy extraña al propósito de Baird.
—Todo este asunto afectará a Northgate en su posición de asociado. Por desgracia, el hecho de que nos hayan colocado en lugar es un síntoma de las dificultades estructurales en que incurrió el Kineton y Dacre College. Es imposible que Northgate piense siquiera en mantener el papel subsidiario que implica esa categoría y no puedo permitir que se ponga en peligro el futuro de mi colegio.
—¿Entonces solicitará la categoría de colegio preparatorio ante el consejo de colegios?
—Al contrario. Propondré una moción ante ese consejo de que todo el sistema en dos niveles entre colegios de fundación y asociados está pasado de moda, es divisivo y debería ser eliminado. Los colegios de Salster necesitan tener una estructura, pero debería ser la estructura federada de una universidad incorporada en forma apropiada, no pasada de moda y elitista, impuesta por los denominados colegios de fundación. —Bien —dijo Norris con firmeza cuando Bob enmudeció el audio al finalizar la entrevista—, empieza la campaña.
Horas más tarde, cuando Damia volvió a ser llamada a la portería, vio que el breve texto dirigido a Sam Kearns había surtido efecto.
Un nuevo afiche impreso aparecía en la cartelera de anuncios del largo corredor del primer piso del JCR del Octógono:
«¡Si eres buen corredor, TOBY TE NECESITA!».
Era una convocatoria para formar un equipo de ocho a diez personas de las cuales se seleccionarían cuatro corredores para el día de Fairings. No se mencionaba el hecho de que el equipo no tenía preparador, pues el entrenador vencedor, al igual que Atoz, había sido seducido por Ian Baird.
La puerta del bedel se abrió a su espalda, giró y vio que hacían pasar a un hombre vestido con chaqueta sport, de edad y estatura medias.
—Hola —dijo extendiendo la mano—. Soy Peter Defries.
—Sí —decía Defries mientras permanecían de pie en el salón desierto—. La estatua era exactamente así —la jaula encerraba la parte inferior del cuerpo pero no la cabeza— y las manos iban en esos grilletes.
El hombre contemplaba la figura encarcelada con una intensidad que perturbó a Damia.
—Muchas personas —comenzó, sobresaltándose con el timbre de su propia voz en el silencio extático creado por la mirada de Defries— parecían pensar que la desaparición de la estatua era una bendición. ¿Puedo preguntarle... si había algún motivo especial para que despertara un sentimiento tan fuerte en usted?
Defries no se dio vuelta pero su sensación de incomodidad era evidente.
—Tocaba una fibra muy sensible en mí en aquel momento. Su desamparo... —En vez de terminar la frase, se dio vuelta de manera abrupta como si se sintiera avergonzado y se alejó.
Para disimular el momento, Damia se dirigió como si tal cosa hacia el último par de óvalos. Consciente de la agitación de Defries que iba de pared en pared, mientras lanzaba una breve mirada a las superficies pintadas, ella se preguntaba acerca del sentimiento de desamparo que a todas luces él había compartido con el sujeto prisionero de la estatua. Los ojos de Damia se depositaron, casi sin registrar lo que veía, en las escenas finales del Ciclo del Pecado: el prisionero liberado de su jaula por las aguas del bautismo y arrodillado delante del Salvador del mundo a la espera de la absolución y el perdón divino.
—El pecador redimido —observó Defries, esforzándose por hablar con un tono casual.
—Mmm. —Aliviada, Damia se asoció en forma automática a su repliegue en el terreno de lo impersonal.
—¿Tenéis una interpretación algo más clara de qué trata?
—¿Si resolvimos el enigma de Toby? —giró a medias hacia él, sonriendo con embarazo ante la vergonzosa yuxtaposición del flagrante cebo publicitario y la escatología medieval—. No, pero el archivista de la catedral planteó hace poco una idea interesante.
La intrigante sugerencia de Neil era que cada par de óvalos representaba el conflicto teológico entre las teorías del catolicismo ortodoxo y la de los lolardos. Vista bajo esa luz, la perturbadora imagen de la pared sudeste retrataba el nacimiento de un pecador, nada más ni nada menos, que como resultado de la voluntad del hombre, mientras que su gemela, la imagen familiar de la Virgen y del Niño, representaba una visión de servidumbre y sumisión a la voluntad de Dios.
Menos obvia era la oposición de los siguientes dos óvalos, pero la teoría de Neil había permitido que encajaran en ella. Según su análisis, el niño-hombre que se agitaba y retorcía ante las incitaciones demoníacas en la pared noroeste era el hombre común, que hacía un gran esfuerzo por resistir a los pecados de afuera con la ayuda del Espíritu interior, en tanto que su desgraciado congénere de la jaula ilustraba la creencia de que el hombre, desde el mismo momento de su concepción, era impulsado por el pecado original a la consecución de deseos malignos y no podía escapar a ello, tanto como el prisionero no podía escapar de su jaula cerrada bajo llave.
—Entonces, estos dos —dijo Defries, yendo hacia los óvalos de la pared noreste— son presumiblemente los efectos del pecado. Muerte violenta aquí —señaló el óvalo que los restauradores habían denominado «Asesinato» con el gesto propio de un postor en una subasta—, y el único remedio para él, el bautismo, aquí, en el río —otra vez el gesto decisivo, pero sin énfasis sobre la figura medio sumergida del segundo óvalo.
Damia asintió.
—Eso dice la teoría. Con la jaula del pecado abandonada en la orilla como un símbolo de que el pecador ya está limpio.
El óvalo del «Asesinato» volvió a atraer su mirada. Al igual que el resto, estaba compuesto con sumo cuidado, no a la manera de la pintura posterior o de la fotografía moderna, atendiendo al equilibrio, los puntos focales y el peso del color, sino a la forma con que traducía el impacto de su mensaje. Aglomerados alrededor de una figura postrada, los personajes permanecían de pie como en un retablo o una escena teatral esbozada con cuidado, su sorpresa y su miedo muy visibles. De frente o de perfil, su respuesta emocional descarnada hablaba directo al sistema límbico a través de los siglos; la corteza cerebral no precisaba procesar ni evaluar esa muerte con la mitad del cerebro y la cabeza aplastada para saber que los ojos agrandados y la posición rígida de los testigos denotaban una muerte con un significado diferente al ordinario.
—¿Y los dos últimos? —Defries se paseó hacia las paredes del sudeste, al parecer tranquilizado por aquella teoría intelectual—. ¿La sumisión del hombre y la gracia de Dios?
Damia clavó la mirada en las figuras que, según la taxonomía de Neil, representaban los arquetipos de la salvación con el castigo prescrito y medido en una mano, y la gracia que afloraba ofrecida a manos llenas en la otra. El pecado, reducido a una estatura diminuta por la penitencia o el terror, estaba de rodillas, humillado, la cabeza inclinada y las manos entrelazadas; Jesús en su esplendor, muy por encima del tamaño natural, estaba de perfil mirando al pecador, con ambas manos levantadas dando la bendición o la bienvenida.
—Podría ser.
—¿La teoría no la convence?
Damia sonrió compungida.
—Realmente no. Es inteligente y desearía que fuera verdad, pero no me queda clara.
—Como la solución de la clave de un crucigrama que uno encaja a la fuerza, pero que no es un sí rotundo.
Damia asintió, aunque jamás en su vida había hecho un crucigrama.
Mientras descendían despacio los escalones del Gran Salón, el sol de las primeras horas de la tarde iluminaba la totalidad del ala este del colegio, resplandeciendo en el vidrio deformado de las ventanas de pequeños cristales y haciendo resaltar los intensos colores de los pensamientos invernales del cantero, que estaban a un costado del patio.
—Me preguntaba —Damia apuntó hacia la estatua de Toby con la barbilla— si miraría por encima del Octógono a la estatua del prisionero.
Peter Defries miró por encima de su hombro.
—Sí —respondió—. ¿Pero eso que significaría?
Damia resopló con tristeza y frustración.
—¿Qué quiere decir él? ¿Por qué está aquí, el hijo del constructor, si creemos en la tradición? No hay ni una sola cosa en todo el colegio que tenga que ver con Richard Dacre, salvo su nombre, y aparece en segundo lugar. ¿Dónde está él? ¿Y qué significa esa estatua?
Defries miró al niño en puntillas, y la expresión de su cara llenó a Damia de convicción de que ya la había mirado muchas veces de aquella misma forma antes.
—Siempre me recordó —dijo con los ojos fijos en el niño— el poema de Laurence Binyon sobre los Caídos. Ese que dice:
No se harán viejos como nosotros, que nos han dejado envejecer:
No sentirán el cansancio de la edad, ni el desdén de los años
Cuando el sol se oculta, y por la mañana
Los recordaremos.
Se detuvo, con la voz quebrada. Siempre mirando la estatua, se recuperó lo suficiente como para decir con sencillez:
—Será por siempre joven. Por siempre estará allí.
—Y siempre lo estará si alguien toma en serio la maldición. —Damia sonrió, incómoda por aquel nuevo cambio de humor.
Defries entrecerró los ojos mientras se concentraba en la estatua.
—Es posible.