Capítulo 25
Salster, agosto de 1388
El sol entra a raudales por las anchas puertas llenando de luz el cuarto de dibujo de un cantero. Por todas partes hay testimonios del trabajo de los constructores, desde enormes pergaminos sobre la mesa de caballete hasta pedazos de piedra utilizados para hacer pruebas y demostraciones. Frisos de ventanas todavía no construidas cuelgan a medio terminar de las paredes, testimonio de impaciencia u optimismo.
En el rincón, rodeada de un halo de motas de polvo soleado, una mujer alta se inclina sobre sus manos que se mueven rítmicamente. Con golpes hábiles y expertos, trabaja y alisa pequeñas piezas de madera.
Dos aros de madera de fresno partidos y cortados en capas se encuentran frente a ella, cada uno de ellos compuesto de más de una docena de piezas a su vez enganchadas y unidas entre sí. Hay otros pedazos dispersos por allí, algunos cuya delgada flexibilidad responde a un propósito (aunque es difícil adivinar cuál es), otros todavía ásperos y sin cortar.
Gwyneth de Kineton ha visto cómo su hijo podría estar de pie, quizás caminar, si sus brazos y piernas enfermos y su cabeza colgando pudieran sostenerse como él no puede hacerlo. Y por eso ha retomado su oficio, no por su esposo, sino por su hijo.
Cuando Simon regresó a su hogar un domingo, casi tres semanas después de la solución de la disputa en el gremio, encontró a Henry Ackland sentado con Gwyneth en la casa. Y fue a Henry a quien Simon se dirigió, ignorando la fría bienvenida ofrecida por Gwyneth.
—¿Qué son estas habladurías sobre una disputa con la abadía?
Tiró la capa sobre el arcón debajo de la ventana y se quedó en suspenso al lado de Henry, que se puso de pie de un salto para recibirlo.
—Está resuelto —dijo Henry—, y todos los canteros volvieron al trabajo, gracias a Gwyneth.
Gwyneth oyó el peso con que había pronunciado las tres últimas palabras, pero Simon no se dirigiría hacia ella. Henry siguió hablando para enfrentarse con la mordacidad de su lengua.
—¿Resuelto? Se ha declarado una guerra abierta. Copley ahora sabe que tiene una lucha entre sus manos. Antes no tenía nada de qué quejarse salvo la religión de Daker, y Daker no hacía ostentación de ella. Ahora ese gallo de estercolero de Nicholas Brygge le ha dado el pretexto que necesita...
—Simon... —Henry alzó las manos abiertas frente a su cuerpo, como si quisiera parar la arremetida de Simon—. Hace más de una semana que esto se resolvió. La construcción ha seguido adelante y no hubo ninguna interrupción. Copley incluso se fue de Salster...
—Sí, a ver qué apoyo puede obtener de su arzobispo para paralizar todas las tareas en el colegio de Daker...
—¿Y en qué nos equivocamos, Simon? —Gwyneth, con un nudo cargado de desesperación en la garganta, miraba al hombre que alguna vez había amado más que a nadie en el mundo—. ¿Qué tendríamos que haber hecho? ¿Nos hubieras dado las gracias por esperar hasta que volvieras?
—¡Os hubiera dado las gracias por no mezclar al alcalde! —Su mirada cayó sobre ella como el estallido de un látigo—. Nicholas Brygge no favorece la causa de nadie, salvo la suya. Si se opuso a Copley fue en beneficio propio.
—Se arriesgó a la cárcel, Simon. Escuché con mis propios oídos las amenazas de Copley, igual que Henry.
Gwyneth miró al hijo adoptivo que asentía con un murmullo, pero los ojos de Simon no se apartaban de su mujer.
—Para probar su propio poder, nada más ni nada menos, pues sabía antes de entrar al salón que podía esconderse detrás de las faldas de Daker...
—Simon —lo interrumpió Henry—, sin el alcalde no hubiéramos podido celebrar la reunión. Habríamos perdido lo que quedaba de la temporada de construcción...
Simon se volvió hacia él.
—¿Nosotros? ¿Por qué dices «nosotros», Henry Ackland? Tú eres un cantero del rey; tu lugar está en el castillo real, no al lado de mi mujer y del alcalde. Presumes demasiado si piensas que puedes hablar por mí.
La piel de Henry se llenó de manchas de color desde la raíz del cabello hasta la clavícula y dio un paso muy largo hacia Simon.
—Yo no hablé por ti, Simon de Kineton. Soy maestro cantero por derecho propio, no necesito hablar por ti o con tu permiso. Esta disputa nos tocaba a todos, a cada uno de los canteros de Salster. Hablé por mí. Pensé que apoyaba tu causa, sí, pero más que eso, quise estar al lado de Gwyneth. —Hizo una pausa, la cabeza un poco inclinada hacia atrás para mirar a Simon a los ojos—. Se arriesgó a la humillación y a algo peor por ti y este es el pago que recibe. —Sostuvo la mirada de Simon durante un minuto más, luego giró hacia Gwyneth—. Según entiendo, resultó un mal negocio.
Antes de que Gwyneth pudiera responder o de que Simon encontrara una réplica apropiada, la puerta que daba a la escalera del patio se abrió con un suave empujón y Alysoun, que había llevado a Toby al excusado, se agachó para entrar empujando al chico delante de ella.
La reacción de Simon, que por primera vez en su vida se enfrentaba con su hijo erguido y en posición vertical, fue de absoluta repulsión.
El juramento que pronunció había salido de sus labios sin pensar, Gwyneth lo sabía, pero ya no podía retirar lo dicho. Su reacción ante el nuevo estado de Toby quedó fijada en aquel instante para ella, para él y, lo peor de todo, para Toby.
—Bendito Dios, ¿qué es esta cosa?
Gwyneth vio horrorizada cómo su propia alegría y optimismo le habían hecho ver con anteojeras la posible reacción de Simon. No debió haber permitido que se encontrara de manera inopinada con Toby en aquel armazón. El disgusto habitual ante la mera vista de su hijo debería haberle mostrado la necesidad de andar con más cuidado, de hablarle primero, de decirle cómo había visto la manera de ayudar a Toby; que ahora su hijo no tendría necesidad de estar tan inmovilizado y podría encontrar una forma de utilizar sus brazos y piernas afectados.
Pero la Providencia había dictado que, por un descuido suyo, Toby hubiera entrado a la habitación en el momento menos indicado de su vida para encontrar el favor de su padre. Simon no veía nada más que una criatura grotesca. Para él no había existido el regocijo que significaba que, por fin, Toby disponía de los medios necesarios para mantenerse erguido como cualquier alma del mundo, para ver y que lo vieran. No había existido la alegría inesperada de ver que dejaba de ser un fardo lastimoso que se pasaba un día tras otro acostado mirando como un perro herido para transformarse en un niño. Un niño pequeño, escuálido y retorcido, tal vez, pero de todos modos un niño.
—¿No es suficiente con que siempre lo pongas delante de mí, Gwyneth? ¿Tienes que enarbolar en alto mi vergüenza y atarla a este... artilugio asqueroso? Míralo, Gwyneth, es como una bruja de la noche de Todos los Santos, como un montón de harapos atado a un palo que es mejor ver arder.
La imagen quedó flotando en el aire, asida de ellos con dientes y mientras que un pánico angustioso y desesperado empezó a hacer girar la habitación a su alrededor, Gwyneth se aferró al borde la silla donde había estado sentada.
—Simon...
—Se acabó. —Y con estas palabras finales, Simon salió de la habitación.