Capítulo 39
Salster, agosto de 1393
Un triste cortejo atraviesa la puerta del sur de Salster por el puente que cruza la corriente del Greling hacia la ciudad. En el centro de este sombrío grupo hay cuatro hombres con una gruesa capa de polvo de albañilería en sus ropas; cada uno de ellos sostiene la punta de la plataforma blancuzca de un andamio. Se mueven lentamente, no porque la carga cubierta por una capa sea pesada, sino porque la muchedumbre se apiña a su alrededor, ansiosa por averiguar qué nuevo desastre ha caído ahora sobre el colegio.
Ralph Walker camina al frente de la improvisada cama de su primo, la madrastra del niño herido a su lado. Los dos están pálidos y silenciosos. No se miran uno al otro ni a ninguna alma viviente.
Detrás de los portadores van Simon y Gwyneth, con el hijo que hace oscilar sus miembros enfermos en brazos de Simon. También ellos guardan silencio y solo es posible conjeturar sus pensamientos. Por una vez, quienes se persignan a su alrededor no están motivados por el paso de su hijo deforme, aunque muchas miradas se vuelven sobre él una vez que han registrado la palidez mortal de la figura de John Daker. La muchedumbre interroga a los canteros que transportan al niño.
¿Cómo recibió las heridas?
¿El tullido tuvo algo que ver?
¿Quién debe pagar?
Cuando por la tarde Simon retornó a la obra, encontró que sus hombres abandonaban las tareas y se congregaban en torno a él.
Edwin Gore se encontraba a la cabeza del grupo y le tendió, brusco, un palimpsesto, un trozo de pergamino con huellas de una escritura anterior en la mano.
—Todos acordamos esto.
Simon lo cogió. Escrito con una letra poco acostumbrada a la levedad de una pluma, las palabras eran, no obstante, claras tanto en la ejecución como en el significado. Toby no debía volver a la obra nunca más. El miedo, la aversión y la superstición por fin habían encontrado un aliado en el desastre y estaban determinados a no soportar más al niño.
—¿Y si yo no estoy de acuerdo?
—Un niño casi ha muerto aquí hoy. ¡Por culpa de él! —espetó—. Si hace caso omiso a todos los hombres aquí presentes, pues no hay nadie que no haya puesto su marca en este...
—El maestro cantero aquí soy yo —espetó a su vez—. ¿Me amenazas, Edwin?
—Usted es el maestro cantero, sí —la voz de Edwin era serena y sostuvo la mirada de Simon—, pero su... —se le trabó la lengua por un breve instante— su hijo está maldito, ahora está probado, y no lo tendremos más aquí.
Un niño maldito. Un niño del que nada bueno podía venir. Eso había pensado Simon una vez.
No deseaba volver a pensarlo y, sin embargo, mientras iba a casa entre las penumbras del atardecer, no podía quitarse de encima la idea de que si Toby no hubiera venido a verlo ese día, John Daker no estaría a las puertas de la muerte. Y él, Simon, no sentiría miedo por su futuro como maestro cantero de Richard Daker.
La noticia llegó por la mañana. John Daker aún vivía, aunque no había vuelto en sí y yacía como si ya estuviera muerto; solo respiraba en forma superficial y los débiles latidos de su corazón mostraban que la vida persistía.
La distancia de la casa de los Kineton al colegio no era mucha, pero ese día cada paso ahondaba los malos presentimientos de Simon. Richard Daker estaba en Francia, atendiendo allí sus negocios, pero Piers Mottis se encontraba en Salster y sabía muy bien que Daker había depositado en el abogado la confianza de que éste tomaría las decisiones más sentidas en su nombre, sin pedirle parecer a Ralph.
Sus botas patearon fragmentos de hueso y trozos de carne maloliente en la calle fuera del taller donde se trabajan astas. En el acto se le dio vuelta el estómago cuando recordó el amasijo de la cabeza de John Daker. Santiguándose rápido y en forma automática, se preguntó cuánto tiempo podría sobrevivir el niño. ¿Contraería fiebre como consecuencia de la herida abierta? Nadie se atrevió a vendarlo o a aplicarle un bálsamo en la cabeza con aquella masa gris —preciosa y repelente a la vez— tan espantosamente visible; la herida tenía que ulcerarse, ¿verdad?
Sin embargo, mientras John viviera, la construcción seguiría adelante, como si nadie se atreviera a admitir que debía morir. Simon se mesó la barba, tratando de librarse de la imagen del niño tendido en el suelo, cerca de las tinas de cal apagada.
La curiosidad lo había matado como al gato, pensaba con pertinacia. Si no hubiera preguntado cómo se apagaba la cal, no hubiera estado cerca de las tinas y ningún terror supersticioso lo habría puesto en peligro.
Sin embargo, Simon sabía que su propia imprevisión le había impedido ver que el obrero de la tina, que no había oído el grito de Gwyneth anunciando a Toby, evidentemente se sobresaltaría.
¡Si no hubiera sido por aquel maldito armazón! Si Gwyneth se hubiera satisfecho con llevar a Toby encima, tal como él era, entonces el niño no se hubiera apurado a correr hacia ellos como lo había hecho. Si Gwyneth no hubiera porfiado tanto en que él debía tener un armazón...
Estaba convencido de que si no hubiera sido por aquel aparato Toby en aquel momento caminaría, ya que le había impedido aprender, haciendo que se engañara adoptando movimientos que lo hacían cada vez más dependiente de él. Nunca caminaría mientras lo tuviera.
Simon pasó por la puerta sur de la ciudad, mascullando a medias un saludo a los que holgazaneaban allí, quienes lo miraban a su vez en silencio.
Desde la puerta veía el colegio, la pálida piedra blanca contra el verde de los campos que se extendían un poco más lejos. Había actividad en la obra. Los canteros se movían aquí y allá cumpliendo con sus tareas diarias y Simon volvió a respirar. Pese a que le habían comunicado su ultimátum contra Toby, había temido que eso no los satisfaría y que abandonarían en masa el malaventurado proyecto. El hecho de que estuvieran allí en ese momento y ocupados en sus tareas era suficiente. Dejemos que el mañana traiga su propio afán.
Pero el mañana, o la muerte de la que sería testigo, llenaba el hoy de nubarrones.
Si bien Simon soportaba desde hacía largo tiempo el respeto mudo de sus albañiles, el silencio que lo rodeaba entonces era palpable. Lo ahogaba como una capa pesada en un día soleado y por dondequiera que caminara en el sitio, no podía librarse de su opresión.
Que lo culparan por la lesión mortal de John Daker no lo sorprendía, de hecho él se culpaba a sí mismo, pero la hostilidad que demostraban le ponía los nervios a flor de piel. Más de un hombre sintió el azote de su lengua por una nimiedad o sin causa alguna, mientras trataba de seguir adelante negando lo evidente en forma descarada.
Se sorprendió varias veces echando un vistazo a su alrededor en busca de Toby y encontró que extrañaba que su hijo viniera a buscarlo. A veces Gwyneth lo cargaba por las calles, aunque ocho veranos hacían que su cuerpo escuálido fuera más pesado de lo que ella podía manejar con comodidad. Si por lo menos hubiera hecho lo mismo ayer y dejado el armazón en casa, el accidente no habría ocurrido.
Pero Toby ya no vendría nunca más con el arnés.
El niño lloró mucho y muy fuerte cuando Simon le dijo que había llegado a la conclusión de que el colegio era demasiado peligroso para él y que no debía volver nunca más al edificio.
—No pensé que se afligiría tanto —le dijo a Gwyneth una vez que Toby se durmió.
—Está afligido desde el accidente —respondió Gwyneth—. Sabe que sucedió algo espantoso, sabe que cuando se rompen huesos y se derrama sangre, algo no funciona bien. Y entendió las miradas, el silencio y el acoso tenaz de la muchedumbre cuando acompañaba a John a la casa de su padre. —Se detuvo y miró a Simon—. Quizá no entienda tan bien como otros de su misma edad —dijo—. Nadie puede saberlo, ya que no puede decírnoslo. Pero sé que entiende la muerte y que una vez que una cosa está muerta se acabó, no la verá más.
—¡Maestro cantero! —La voz aguda atravesó los pensamientos de Simon y lo trajo de regreso a la obra. Al darse la vuelta para ver al que hablaba, notó que unas nubes oscuras comenzaban a avanzar desde el sur. Deberían detener el trabajo antes de que el día terminara, y amontonar atados de varas de sauce sobre las hiladas recién hechas para evitar lo peor de la lluvia.
Miró al hombre que se había dirigido a él. Era uno de los oficiales. ¿Alfred, Aldred? Simon no podía recordar.
—¿Sí?
—Alguien ha venido a verlo. Está parado allá. —Señaló con el dedo hacia el norte del solar, donde se encontraba una figura delgada. Era Piers Mottis.
Se encaminó lentamente hacia donde el abogado lo esperaba. Sabía por qué había venido y temía oír las palabras.
—Buenos días, Simon. —Mottis tenía los ojos tristes y hablaba en voz baja.
—¿Me da los buenos días? —le preguntó—. ¿No ha venido a decirme que el niño está muerto?
El abogado asintió, mirando fijo a Simon, que meneaba la cabeza en silencio, sin saber qué decir.
—Hay que suspender la construcción. Debe haber por lo menos un tiempo de luto. No está bien que se siga trabajando como si no hubiera sucedido nada.
Simon sabía que la convención y el respeto por Daker dictaban que el trabajo debía detenerse. Tenía que ser como Mottis decía, y sin embargo, temía que, una vez que se detuvieran, la construcción no se reanudara nunca.
—¿Y después de que entierren al niño? —preguntó, pues sus propios temores lo volvían brutal.
—Debemos aguardar el regreso de Richard...
—¡Eso dice Ralph!
—Sí —el abogado asintió, sin alterarse—, pero eso también dice Piers Mottis. Debemos mostrar un respeto decoroso, Simon. John era el único hijo de Richard.
Sus ojos se demoraron en los de Simon y éste desvió la mirada incómodo.
—Fue un accidente, Piers. ¡Un infortunio brutal!
—Eso ya lo sé, Simon. Nadie dice lo contrario, pero no es el modo en que John murió lo que debemos tomar en cuenta, sino la pena de su padre. Debemos suspender la construcción hasta que Richard regrese. —Se quedó en silencio, contemplándolo con una mirada entre compasiva y exasperada—. La lluvia se aproxima —dijo—. De todos modos tendrá que parar. Págueles a los albañiles si es que de otra forma no se quedan. Págueles la mitad del salario como lo haría si lloviera y espere a que Richard regrese.
Los dos hombres se miraron de hito en hito durante varios segundos.
—Muy bien.
Mottis asintió y con una pequeña reverencia, se retiró.
Cuando Simon anunció la muerte de John Daker, el tenaz silencio de los canteros estalló en una tormenta de protestas y preguntas, como el calor pesado que precede al trueno.
La media paga no era suficiente —era él quien había tomado la decisión de que pararan, no ellos— y debían cobrar como si trabajaran.
El respeto no lo discutían, ¿pero por qué no podían volver a la actividad después de que terminara el funeral?
¿Cuándo se esperaba que el señor Daker regresara de Francia?
¿Trabajarían una vez que él volviera?
A pesar de la frustración y el resentimiento que experimentaban porque se les pedía que estuvieran sin hacer nada y subsistieran con media paga en forma indefinida, lo que de verdad les preocupara era el futuro. ¿Daker perdería el ánimo por la muerte de su único hijo? ¿Lo interpretaría como una señal de que el edificio no complacía a Dios? ¿El colegio sería abandonado?
Sus preguntas resonaban en el cerebro de Simon sin respuesta ni fin.
Para cuando regresó a casa, estaba medio enloquecido de pena, rabia y frustración.
¡Ocho años! Hacía ocho años que aquel colegio estaba en su mente, desde el día en que Henry Ackland le había dado la noticia de que Richard Daker existía y necesitaba un maestro cantero. Un año de trazar planos y de negociaciones, el año en que Toby había nacido; años de frustración y deseos burlados en que la Iglesia y la familia de Daker trataron de derribar el colegio, años en los que no había tenido el apoyo de su propia mujer, cuando no había tenido ni un amigo, Daker que estaba ausente; años de compromiso y de tener que empezar de nuevo; años en que el colegio había sido destruido en la ciudad y vuelto a construir extramuros; años en los que él y Gwyneth se habían reconciliado; años en los que él se había permitido ver a Tobías tal como era.
¿Se había equivocado al hacerlo? Si él no hubiera admitido a Toby en la obra tal como lo había admitido en su corazón, John Daker estaría vivo y la edificación avanzaría, a pesar de la lluvia.
Incluso tal como estaban las cosas, todo habría estado bien, excepto por el armazón de Toby. Si Gwyneth no lo hubiera construido, él no habría podido correr detrás de su padre hacia las tinas donde se apagaba la cal, ningún temor supersticioso habría sobresaltado al obrero en su tarea de revolver la mezcla.
Simon veía a su hijo en su imaginación, veía en su rostro el esfuerzo que le costaba cada movimiento, lo veía acercarse más y más a él, a las tinas. Podía oír el chirrido y el ruido de los patinazos que daba el aparato que el niño empujaba, el paso a paso de su ritmo vacilante. El obrero no lo había oído porque el silbido que producía la piedra caliza en el agua le taponaba los oídos, pero ahora Simon podía oírlo: el crujido de la madera pulida por el polvo y la piedra, un sonido que se había vuelto parte de su vida.
En su imaginación vio al obrero girar apenas mientras Toby se acercaba a él —¿había visto algo o escuchado algún ruido que le llamara la atención?—; lo vio girar y al ver a Toby, lanzar las manos hacia arriba como si espantara al mal.
Pero el mal no había sido espantado. La cal hirviendo había caído en los ojos de John Daker, que en su dolor se había arrojado contra el joven albañil, Walter.
¿Por qué razón Walter los había seguido? No era sino estupidez ir detrás de ellos de aquella forma, con el capacho lleno de pedazos de piedra al hombro. Una pizca de sentido común debería de haberle indicado que la piedra era necesaria en el banco, no en las tinas. Pero si él, Simon de Kineton, maestro pedrero, se hubiera apartado de la fascinación de John, si él por lo menos le hubiera hecho una seña a Walter para que retrocediera, el niño no estaría muerto.
Simon volvió a ver la imagen de Toby que se apresuraba, que iba a toda velocidad para alcanzarlo. No era de extrañar que el obrero se hubiera aterrado: el espectáculo del niño con aquel arnés una vez le había dado vuelta el estómago.
«Dios bendito, ¿qué es esta cosa?».
Al verlo derecho por primera vez, había hablado sin pensar, sin detenerse a considerar que Toby, fuera cual fuera su capacidad de comprensión, pensaría que «esta cosa» se refería a él, y no al armazón.
Al llegar a casa, Simon se lanzó escaleras arriba con una velocidad nacida de la tensión nerviosa. Abrió la puerta de un tirón y vio que Gwyneth salía sobresaltada de la alcoba.
—¡Simon! —La puerta permaneció abierta a sus espaldas mientras ella se aproximaba a él. Alcanzó a ver a su hijo sentado en el suelo, con las piernas separadas, jugando entre espasmos con una bandeja de figuras de madera que Gwyneth le había fabricado.
—Está muerto. ¿Lo sabías?
—¿John? Sí. —Asintió, cerrando los ojos un instante—. Piers Mottis vino pensando que tal vez estabas aquí.
Sí, Mottis habría pensado que era inapropiado que él estuviera en la obra como si nada hubiera pasado.
—La construcción se suspendió.
—Hasta después del funeral...
—Se suspendió. Se terminó.
—Pero cuando Richard Daker regrese...
—Encontrará muerto a su hijo. Y me echará la culpa a mí y a los míos. Estoy acabado aquí, Gwyn. Todos estamos acabados. La muerte de John ha terminado con nosotros aquí.
Se alejó de ella y se puso a mirar por la ventana. El cielo se había oscurecido por completo y la lluvia empezaba a caer con gotas pesadas y ensordecedoras.
—Simon...
No se dio la vuelta.
—¡Años de trabajo, Gwyneth, todo terminado en un minuto! Menos aún: en la décima parte de un minuto.
—No puedes saber lo que piensa Richard. Este colegio es muy querido para él...
—¿Y cuan caro es un hijo? El único hijo de Richard Daker está muerto. ¿Cómo podrá perdonármelo alguna vez? —Volvió a darle la espalda—. Su hijo yace muerto y el mío, que causó su muerte, vive...
—¡Toby no tuvo la culpa! —Gwyneth se dio media vuelta hacia la alcoba—. Fue un accidente.
Simon giró sobre sus talones.
—Un accidente provocado por mi hijo.
—Pero Daker no es un hombre vengativo, no te castigará por un accidente.
—El hombre ha perdido un hijo, Gwyneth. Su único hijo. Esto no es una cuestión de venganza o de perdón, es una cuestión del corazón. —Miró a su mujer y vio su desesperación, pero se sentía impotente para consolarla—. ¿Cómo puedo reparar la muerte de su hijo, Gwyneth? No puedo. No puedo hacer nada. —Volvió a la ventana azotada por la lluvia—. El retorno de Richard Daker señalará nuestra partida, Gwyneth. Hemos acabado aquí; he acabado con el colegio. Estoy acabado.
Miró el repentino diluvio, observó el agua caer a cántaros en el suelo y aspiró el olor de la tierra caliente y empapada. Si seguía así mucho tiempo el riachuelo desbordaría e inundaría el jardín. El solar de la obra también se inundaría, pero eso ya no le incumbiría. Ahora no, nunca más.
Simon se volvió, incapaz de contener la pena en su cuerpo.
—¡Gwyneth! Si no hubieras hecho ese armazón...
Siguió la mirada de ella en dirección al armazón de Toby. Estaba apoyado contra la pared, con las correas colgando, flexibles y sobadas por el uso, el tercero que había fabricado a medida que su hijo crecía.
Era la expresión de la deformidad de su hijo; era el patíbulo del que colgaba su vergüenza para que todos la vieran; era el instrumento con el que John Daker había muerto.
Dos pasos tardó Simon en llegar junto al arnés. Lo levantó en sus manos y lo miró. Llenas de arañazos y marcas por el choque constante contra paredes y pilas de piedras, las tablas largas y estrechas sobre las que se deslizaba estaban llenas de marcas por la fricción contra el suelo pedregoso. Pedacitos de caliza viva todavía se alojaban en las pequeñas hendiduras.
Simon oyó el grito del obrero y vio su cara aterrada cuando descubrió de repente que Toby se dirigía hacia él.
«Dios mío, ¿qué es esta cosa?».
Con un grito animal que era quizás de angustia o por el esfuerzo, estrelló el armazón contra las tablas del piso y le descargó un pie encima.
—¡Simon! —Gwyneth lo cogió del brazo y trató de sacarlo de allí, pero él la apartó de un empujón—. Simon, ¿qué haces?
La ignoró y volvió descargar el pie en el armazón, pegándole de refilón y haciendo que se deslizara de un lado al otro del piso. Se abalanzaron los dos hacia él, pero Simon la hizo a un lado con el hombro y sujetándolo empezó a patearlo metódicamente. La bota caía una y otra vez doblándolo, quebrándolo, como si el armazón de Toby no fuera más que leña rebelde que debía ser rota en trozos más fáciles de manejar.
Gwyneth miraba cómo se astillaba y rajaba la madera, saltaban las ensambladuras y los aros se desintegraban en tiras que se doblaban en un acto de destrucción violento e incontrolable.
Cuando terminó, Simon se quedó parado junto a ella, sacudiéndose con la tos seca que entonces le causaba cualquier esfuerzo.
—No volverá a suceder —dijo ahogándose, los ojos llenos de furia—. Nunca más.