Capítulo 48
En un círculo de bailarinas, una mujer enorme y de cabello desordenado echa la cabeza hacia atrás y abre la boca roja en lo que parece ser una risa cósmica y pletórica del simple gozo de existir. Ella y las compañeras con quienes danza cogida de las manos se cubren con telas multicolores —con más colores todavía que el arco iris del manto de José y con menos rayas— recogidas en pliegues voluptuosos a su alrededor.
Dentro del corro danzante, una profusión de florecillas brota de un césped verde intenso y brillante, y sus pétalos lo cubren de estrellas violeta, bermellón y azul celeste. La caricia fresca de la hierba tierna y exuberante en las plantas de los pies desnudos es una sensación palpable.
A espaldas de las bailarinas siempre en movimiento, fuera del círculo encantado y fructífero, todo es desierto, rocas y arena. El agua que ha hecho florecer el pasto y las flores no se ve por ninguna parte: la sequía y la aspereza reseca del pasto muerto de las estaciones reemplaza el ímpetu de la vida. Los cadáveres de las flores marchitas, arrojadas quizás con gozoso abandono por encima del hombro de las que forman la ronda, están tirados aquí y allí en la arena, empalidecidos casi del todo por el sol, la savia abundante de los tallos y las hojas carnosas agostada hasta volverse quebradizas.
Entre las piedras, el polvo y las flores muertas se sienta una niña pequeña. Ella también está vestida de muchos colores —los mismos colores vibrantes de las bailarinas—, pero la túnica que lleva es corta y está raída, y parece haber sido hecha con restos unidos de cualquier forma, yuxtapuestos en cualquier ángulo y cosidos deprisa. Los ojos de la niña están fijos en las bailarinas, aunque está apartada de ellas, insegura y rechazada. Tiene el pulgar en la boca y una muñeca de trapo cuelga de su mano.
Era la visión que Catz tenía de la infancia de Damia, extraída —según le aseguró su amante— de todas las cosas que ella no había contado y de la alegría que nunca había expresado. La soledad rodeada de otros niños; el fracaso constante, a sus ojos, por no ser tan interesante y atractiva como su hermano; una vida vivida en los límites irregulares de la comuna bajo la presencia abrumadora de una madre imponente que nunca había estado del todo allí para su hija, incluso antes de morir, y la posterior traducción a una perfección intangible en la imaginación de Damia.
Aunque la pintura había sido un regalo para el segundo aniversario, la promesa implícita nunca se había cumplido; su vida con Catz no había deparado nada al círculo de felices bailarinas por el que el alma de Damia había llorado a gritos en la alienación de su niñez comunitaria. Habían tejido deliberadamente un capullo alrededor de su relación, absteniéndose de toda relación con cualquier otra criatura viviente que, en aquel momento, le había parecido algo atractivo y natural.
Era obvio que deberían pasar los fines de semana en Londres: la habitación que Damia tenía en una casa compartida cabía completa en el opulento baño de huéspedes del amplio loft de Catz. Por supuesto que no deseaban perder tiempo cultivando un grupo de amigos cuando tenían tan poco tiempo la una para la otra. Y no había absolutamente ninguna razón para que Catz presentara a Damia a su familia porque no se llevaban bien.
Pero la separación geográfica había dejado a Damia en la sombra fría y solitaria de esas decisiones; una casa compartida que no sentía como un hogar, una ciudad donde no tenía un alma en quien confiar y la separación completa de Catz y de su mundo.
Al fin, contemplando la pintura que mostraba al mismo tiempo lo mucho y lo poco que Catz había comprendido, Damia cayó en la cuenta de que no había solicitado el empleo en Kineton y Dacre para matar el tiempo durante el año sabático de Catz. Se estaba construyendo una existencia nueva y había comprendido, aunque de manera inconsciente, que la antigua vida con ella había acabado.
Más tarde, mientras caminaba de regreso a Toby desde el estadio de atletismo de Salster, Damia sintió que su humor armonizaba con el día soleado. Una brisa ligera, perfumada con los olores que entibiaban y hacían germinar la tierra, le acariciaba la cara haciéndola sonreír. Se sentía ligera y liberada, como si el sol hubiera desvanecido una opalescencia agobiante que la había separado del mundo. Se sonreía con la gente que pasaba a su lado, gesto que se transformaba en una sonrisa amplia cuando era correspondida por los turistas agradablemente sorprendidos o por los estudiantes apurados. Un mendigo en el puente de Pilgrim's Gate le respondió con la sombría declaración de que las sonrisas eran baratas, pero la comida costaba dinero; ¿tenía algunas monedas para darle junto con la sonrisa? No tenía monedas, pero despilfarrando su limitado presupuesto, le dio cinco libras.
Miraba por encima del puente las turbias aguas de color gris marrón del Doutre en tanto caminaba preguntándose si ese verano saldría de paseo en bote. ¿Con los corredores de Fairings tal vez? El equipo podría coger un par de botes y hacer una merienda campestre. Ahora que tenía libres los fines de semana, quizás podría organizar un evento social para sus atletas, por ejemplo, una merienda campestre con bateas para luego volver a casa a cenar y ver un DVD u otra cosa. Podría invitar a Neil.
De improviso, Damia sintió que la invadía la sensación emocionante de que podía hacer planes sin tener que consultar las preferencias de otro. La precaria mutabilidad que había sentido que se cernía sobre todo lo que se había convertido en algo importante para ella —la casa, el trabajo, Toby— desapareció ante la conciencia de que ya no eran vulnerables en vista de una futura necesidad de restablecer el ritmo espasmódico de su vida con Catz. Cualquiera fuera la eventual respuesta de Catz a la rudeza de su mensaje, jamás podrían retomar la antigua forma de vida.
Un mirlo posado en la jardinera de una ventana la distrajo, pero cuando se paró a mirarlo, el pájaro salió volando asustado y chillando. Qué maravilloso poder echar el vuelo simplemente, pensaba Damia, lanzarse al aire y saber que uno puede resistir la resaca de la gravedad y elevarse por encima de los terrores y los límites del suelo, y simplemente volar.
Toby Kineton, prisionero de su cuerpo poco dispuesto a colaborar, debía de haber mirado a los demás niños maravillándose de que pudieran correr, de escapar de quienes los despreciaban y burlarse cuando estaban a una distancia segura antes de volver a correr solo porque podían hacerlo.
Al entrar en el Patio del Octógono unos minutos después, Damia se encontró con una discusión.
Los huelguistas habían abandonado el brasero en la Puerta Romana porque la temperatura era templada y agradable y se habían amontonado al pie de la escalera del Salón Grande. Robert Hadstowe discutía con una estudiante que Damia no reconoció.
Cuando se acercó, vio que Dominic Walters-Russell, cuya habitación daba al Octógono, ingresaba al patio. Miraba con atención el altercado y era de presumir que había decidido intervenir. Le salió al paso y señalando a Hadstowe con la cabeza le preguntó:
—¿Formamos un frente unido?
El menudo delegado del JCR inclinó la cabeza en silencio y se encaminaron a paso vivo hacia la escalera.
—Lo lamento mucho por ti —oyeron que decía el estudiante, con un tono que no expresaba ni lástima ni pesar—, pero no veo qué tiene que ver eso conmigo; esto es entre el colegio y tú, ¿no?
—Pero tú eres el colegio. ¿No es de eso de lo que trata la nueva campaña? —preguntó Hadstowe mientras veía por encima a Damia y a su compañero, con la sombra de una sonrisa temblando en sus labios como si disfrutara de la confrontación.
—Muy bien, ya es suficiente —dijo el estudiante, viendo que la salvación estaba próxima—. Tengo que terminar un trabajo para una clase especial esta tarde a las seis... —Se dio media vuelta y trepó las escaleras del Octo de dos en dos.
—Señor Hadstowe —dijo Walters-Russell con una voz que asombraba por lo autoritaria—, me parece que usted está redoblando la apuesta por la campaña.
Hadstowe ahora sonreía de oreja a oreja.
—Pensé en seguir el ejemplo de la señorita Miller para hacer que los miembros del colegio se unan a mi causa.
—Parece que no tiene mucho éxito —terció Damia.
—Oh —la expresión de Hadstowe daba a entender que sabía más que ella—, me parece que pronto descubrirá que tuvimos cierto impacto y creo que quizás tenga que convocar una reunión de emergencia del JCR, señor delegado.
—Si me entregan una petición con el número de firmas requerido, eso es exactamente lo que haré —dijo con tono tranquilo Walters-Russell.
La presuposición de Hadstowe de que las cosas empezaban a darse vuelta a su favor desanimó a Damia.
—Si va a acosar a nuestros jóvenes —le dijo, deseando no tener que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos—, tendremos que pedirle a la policía que lo saque de aquí.
—No acosamos a nadie, solo estamos repartiendo nuestros folletos —sacó una hoja tamaño A5 de color amarillo claro con el título impreso: HUELGA DE ALQUILER: LA VERDAD DE LOS HECHOS— y les pedimos a «sus jóvenes» que lo lean. Y me temo —continuó— que la policía no tiene derecho a pedir que nos retiremos. Esta no es una propiedad privada. Desde hace varios cientos de años existe el derecho determinado por el uso y la costumbre de pasar por este patio. Creo que Richard Dacre quería que la gente común sintiera que el lugar también le pertenecía.
Durante la semana siguiente, los huelguistas se convocaron a diario al pie de la escalera de caracol del Salón Grande. Algunos, que se sentaban en sillas plegables y se conformaban con entregar sus hojas amarillas, se convirtieron en una parte aceptada de la topografía del colegio, a través de ese proceso peculiar que se relaciona con la novedad, aunque sea una novedad desagradable, y la incorpora como una situación normal y tediosa. Otros, los que se negaban a sentarse, que desafiaban a los jóvenes y se acercaban a la escalera con preguntas respecto a su postura respecto a la justicia y la explotación, eran un fastidio que irritaba los nervios ya frágiles a medida que los exámenes finales y la vida después de la universidad dominaban cada vez más sus pensamientos.
Una o dos veces estallaron escaramuzas y, pese a la afirmación de Hadstowe de que la ley estaba de su parte, hubo que llamar a la policía. Sin embargo, los huelguistas consignaron que no se los podía mantener alejados sin una orden judicial, e incluso los que habían sido amonestados por los agentes, siguieron formando un piquete en el Octógono.
—Norris tendrá que hacer algo —Sam Kearns le comentó serio a Damia mientras trotaba por Lady's Walk una mañana fría muy temprano—. El único momento en que estamos libres de los "piqueteros" es cuando está demasiado oscuro para ver los folletos. La gente se está encabronando.
—¿Piensas que consiguen algún apoyo?
—De eso no sé nada, pero lo que sé es que mucha gente quiere que se vayan. Y si eso significa darles garantías, entonces supongo que a las personas que van a tener que subir la escalera del Octo para hacer los exámenes finales dentro de un par de meses, no les importa mucho.
Era inevitable que la naturaleza cada vez más frontal de la protesta de los inquilinos atrajera a los medios de comunicación. El Salster Times envió un periodista para entrevistar a cualquiera que quisiera hablar ante el micrófono y un fotógrafo qué tenía mucho interés en hacer fotografías de jóvenes lindas con el hacendado Hadstowe, quien tenía un aspecto tan deliberadamente parecido a Heathcliff. Si eso no ocurría, el fotógrafo se habría contentado con una bronca y era muy capaz de incitar a los estudiantes con observaciones como: «Yo no le permitiría que me hablara de esa forma, hijo, ¿quién se cree que es, eh?» o «¡Adelante, huelguistas, decid lo que pensáis! ¡Dadles a estos imbéciles privilegiados algo en que pensar!».
Damia, ansiosa por exponer la posición del consejo rector pero muy consciente de que cualquier cosa que dijera sería apuntada y usada en su contra, escribió un comunicado de prensa que obtuvo a toda prisa el visto bueno de Norris antes de entregarlo al periodista que a las claras esperaba un contacto personal con una fuente de rango superior.
—¿Qué es esto? —le preguntó, fulminándola con una expresión que parecía ser habitual; su cara larga caía en arrugas de desdén que con toda seguridad se reducirían a desconfianza con mucha mayor facilidad de lo que se dilatarían de placer—. ¿Quién dijo que era usted? —le preguntó con brusquedad.
¿No había oído cuando ella se presentó o trataba de desairarla? Damia estaba acostumbrada a que la tomaran por una persona diez años menor y el color de su piel, incluso en la primera década del siglo XXI, todavía era poco corriente en la dirección de colegios universitarios.
—Damia Miller —repitió, tratando de evitar toda forma de hablar que pudiera interpretarse como hostil—, gerente de marketing del colegio. Este —señaló con la cabeza el sobre que tenía en la mano— es un comunicado de prensa.
—¡Aja! ¿Me hizo una copia? ¡Qué amable! —Su ironía era un instrumento bastante directo, pero el hecho de que lo esgrimiera sin una provocación evidente hizo que Damia fuera todavía más cauta. Se quedó en silencio mientras él rasgaba el sobre y examinaba deprisa la única página que contenía, escrita con el procesador.
—Breve, directo al grano...
—Gracias.
—Y una sarta de gilipolleces. —Hizo una bola con la hoja con un gesto teatral, abrió la mano y la dejó caer al suelo a los pies de Damia, sin dejar nunca de mirarla mientras esperaba alguna reacción. Como ella no le dio el gusto, dijo—: Usted trata de esquilmar a estas personas. Lo único que quiere es venderles la tierra a los promotores inmobiliarios. Todo el mundo sabe que en los próximos diez años se necesitarán cinco mil casas nuevas en esa zona y apuesto a que ya se mean encima pensando en todo el dinero que podrían ganar.
—¡Qué visión tan divertida! —Damia mandó al diablo la prudencia—. Pero no, la verdad es que no sufrimos de incontinencia por la alegría de que ante circunstancias extremas en algún momento quizá nos veamos obligados a vender los terrenos del colegio. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para evitarlo, pero si no se puede, no pueden darnos órdenes de cómo y a quiénes vender. —Levantó una mano imperiosa anticipándose a la interrupción que vio venir cuando él tomó aire—. Sería como si usted se viera obligado a vender la casa de su abuela para que consiguiera buena atención en un hogar de ancianos, y luego descubriera que no puede venderla por una suma de dinero que le alcanzaría para vivir cómoda en un buen lugar porque hace años, ella había aceptado venderle la casa al vecino de al lado a un precio preacordado.
Volvió a levantar la mano cuando el periodista empezó a protestar diciendo que su analogía era una «maldita estupidez».
—No, no es una maldita estupidez, como usted expresa con tanta elocuencia. Los inquilinos quieren que el colegio acepte un compromiso vinculante de que ellos tendrán la primera opción de compra a precios agrícolas. La única razón que podría inducirnos a vender sería para optimizar nuestros ingresos y eso significaría vender la tierra para facilitar alojamiento, que como usted ya sabe, exige una prima.
—¿Y entonces? —gruñó el periodista, levantando la nariz ante el olor a victoria—. Les venderán la tierra a los promotores inmobiliarios.
—No, por el momento no. Por favor, escúcheme: no queremos vender. Pero si nos vemos forzados a hacerlo (ya que la tierra es nuestro mayor activo y no tenemos el platillo de la Iglesia, como los otros colegios sostenidos por una fundación), si como le digo, nos vemos forzados a hacerlo, queremos maximizar nuestros ingresos y vender lo menos posible, lo que significaría que la enorme mayoría de los arrendatarios podrían conservar la tierra y seguir cultivándola como hasta ahora.
—Señorita Miller —dijo el periodista, con la grabadora casi debajo de la barbilla de Damia para resaltar el hecho de que grababa la respuesta—, ¿me puede asegurar con palabras de una sola sílaba que en la actualidad el colegio no tiene intención de vender ninguna de sus propiedades y que no está negociando con ninguna promotora inmobiliaria para hacerlo?
—Sí. No hay planes, no hay negociaciones.
Con el rabillo de ojo vio la sonrisa retorcida de Hadstowe apuntando hacia ella.