Capítulo 19
Salster, agosto de 1388
Después de la primera jornada de trabajo en día de fiesta en la obra de Daker llegó la noticia de que Hugh de Lewes, maestro cantero de la abadía, había aumentado el salario de los canteros en un penique por día. En lo sucesivo, todos sus obreros recibirían una paga de siete peniques diarios en vez de los seis que hasta ese momento ganaban los albañiles en Salster.
Dado que Gwyneth, en ausencia de Simon, no estaba preparada para igualar semejante aumento —y de todas maneras, no estaba segura de querer violar el estatuto del Parlamento para hacerlo—, los albañiles se declararon en huelga y no se edificó nada en el solar del colegio. Lo peor fue que, a medida que pasaba la semana, los canteros abandonaban en forma continua la logia de Simon para ir a la de la iglesia de la abadía.
—Es imposible que mantenga esos salarios —dijo Henry—, aunque considere que está más allá de que lo castiguen al permanecer detrás de los muros de la abadía. Si les paga a sus obreros siete peniques, ningún hombre querrá trabajar en la obra por la misma suma que lo hizo la semana pasada.
Gwyneth levantó la vista del tablero de donde revisaba las cuentas.
—Esto es cosa del prior, no de Hugh de Lewes. El prior nos hostiga, Harry. Si logra arruinar al señor Daker forzándolo a pagar más a sus canteros, en breve impedirá la construcción del colegio...
—Pero debe de saber que la fortuna de Daker se extiende mucho más allá del aumento de un simple penique por día.
—Debe de sospecharlo —coincidió Gwyneth, cruzándose de brazos frente a él y dedicándole toda su atención—. Pero su confabulación le servirá igual de bien si puede abortar la obra conquistando a nuestros canteros para que trabajen en la iglesia de la abadía. Me atrevo a decir que tiene la esperanza de que Daker, al ver que no progresa lo suficiente, se desanime —ignoró la risa de menosprecio de Henry— y suspenda la construcción.
—¿Pero puede la abadía emplear a todos los albañiles que trabajan con Simon?
—No, pero el prior espera que sean bastantes como para que el trabajo aquí se ralentice. —Miró de lleno a Henry—. Y aunque pagáramos siete peniques —dijo despacio—, creo que algunos albañiles tendrán mucho miedo de trabajar con Simon a partir de ahora.
—¿Mucho miedo? —Henry estaba perplejo—. ¿De qué?
—Richard Daker ya está salpicado con el mote de hereje —dijo Gwyneth con parsimonia—, razón por la que dejó todo en manos de Simon y no volvió a aparecer por la obra. Mientras que no exista causa de escándalo, los hombres permanecen tranquilos, pensando que edifican para Simon y no para su cliente.
Miró a Henry y vio que éste caía en ese momento en la cuenta.
—Y ahora Simon también se ha transformado en hereje y desprecia el descanso del los días festivos —dijo.
Ella asintió.
—No es propio de él estar tan desacertado —dijo Henry, rascándose el cráneo debajo de los rizos—. Es impetuoso, pero por lo general no es temerario.
—Está desacertado, Henry, tienes razón. O más bien desoye los consejos.
Henry la miró fijo.
—¿Le advertiste que no lo hiciera? —le preguntó mientras hacía conjeturas.
Gwyneth titubeó.
—Lo hubiera hecho. —Bajó la vista sobre la tabla que tenía frente a ella y continuó—: Pero Simon hace lo que le parece, ahora más que nunca en su vida.
Henry se acercó a ella con aire inseguro.
—¿A qué se debe esta frialdad que hay entre vosotros? —preguntó apoyando una mano indecisa en su hombro—. Jamás la noté mientras vivía con vosotros. Palabras encendidas, sí. Muchas. Y cólera. Y tristeza... —se detuvo—. Pero nunca esta frialdad. ¿De dónde proviene?
Gwyneth alzó los ojos. Había sido casi como un hijo para ella durante todos aquellos años y tenía el deber de decirle la verdad.
—Simon no puede perdonarme por traer al mundo un ser tan lisiado como Toby —dijo sin rodeos— y yo no puedo perdonar a Simon por no amar a Toby —«Por tratarlo peor de lo que trataría a un perro», habría dicho, pero guardó silencio.
Miró a Henry a los ojos y quizá se habría conmovido con su piedad, si no hubiera derramado todas las lágrimas que había en ella hacía mucho y se hubiera secado como una piedra sin indulgencia.
—Quería tanto un hijo, lo sabes... a expensas tuyas. —Le tomó la mano y la apoyó contra su cara—. Pero ahora que lo tiene, sus plegarias han sido respondidas con una desilusión.
Henry, con la mano todavía apoyada en su cara, le puso la otra mano sobre el hombro, pero sin hablar. Gwyneth, sacando fuerza de aquel consuelo, dijo:
—Que el prior William hable de Toby como un castigo de Dios no hace más fácil las cosas para Simon. Y algunos le creen.
Soltó la mano de Henry y empujando la silla hacia atrás, se puso de pie y fue hasta el camastro de Toby, donde el niño se incorporaba y se dejaba caer con las piernas dobladas, boca arriba.
—Pero Toby no es el castigo de Dios de nadie —dijo, cogiéndolo y acomodando la figura rígida y tiesa sobre su cadera—. El es él, amado por mí y por Dios. —Besó al niño en la cabeza—. ¿No es cierto, precioso mío?
Toby sacudió la cabeza bruscamente hacia atrás y con el ojo sano miró a Gwyneth. Abrió la boca y emitió un sonido que Gwyneth había aprendido a interpretar como un signo de que su hijo la comprendía y habría respondido si pudiera.
—Algunos albañiles —dijo tirando de Toby con fuerza hacia ella para dominar sus espasmos— agradecen el pretexto para poder irse. No necesitaban que los amenazaran con la ira de Dios si trabajan en días festivos. —Miró a Henry—. Y si el trabajo de la abadía es mejor pagado y la amenaza de la ira de Dios no pende sobre él, ¿por qué habrían de quedarse?
—Simon es un buen patrón —replicó Henry—. Tal vez algunos opinen que deben quedarse por lealtad hacia él.
—Y algunos lo hacen —respondió Gwyneth—, pero hay otros que ya sienten desasosiego —con la mano libre retiró el pelo de la frente pálida de Toby, mostrándole a Henry el origen de ese desasosiego— y agradecen el pretexto.
No lo decía, pero era consciente de que ella no había ayudado a aquella inquietud. No mantenía a Toby puertas adentro como le hubiera gustado a Simon, sino que lo llevaba a todas partes, sujetándolo con una tira de lino a ella como lo había hecho desde que era un bebé, lo que la dejaba en libertad para usar una mano. Desde hacía tres años, recibía todo la variedad posible de miradas de Salster, ya que la crianza de Toby, alejada de la natural indefensión de los infantes, había revelado que todavía seguía siendo indefenso.
Salster se había habituado al niño y apartaba los ojos de él, salvo el puñado de personas que estaba preparado para ver lo mismo que Gwyneth veía: un alma amada por Dios, a la que debía compadecerse en vez de temer. Aquellos que estaban familiarizados con «el tullido de los Kineton» tenían cuidado de esconder las manos de Gwyneth mientras hacían la señal contra el mal de ojo, o se persignaban subrepticiamente, pero los peregrinos, al ver las contorsiones de su rostro y los ojos desiguales cuando Gwyneth le señalaba algo en la calle, retrocedían y se persignaban en forma ostensiva. Nunca pudo acostumbrarse, nunca pudo evitar que el cuchillo de una ira ardiente se hundiera en su corazón cada vez que saltaban hacia atrás como un resorte presas del pánico.
—Henry —dijo de repente, mientras se daba vuelta para mirarlo—, no podemos permitir que Simon se encuentre con esta maraña. Ni siquiera conozco a quién ha dejado como capataz en su ausencia, ¿me ayudarás si intento resolver este conflicto?
El chico que conocía desde hacía más de la mitad de su vida la miró desde su cuerpo de hombre delgado.
—¿Te escucharán? —le preguntó.
Ella suspiró.
—¿Quién sabe? Pero soy la esposa de Simon, maestra en mi oficio; si alguien puede sostener que conoce lo que piensa sobre esto, soy yo. Si no me escuchan a mí, ¿a quién escucharán? —Se detuvo una fracción de segundo—. ¿Y qué otro hablará? —Luego, como después de todo no deseaba avergonzarlo, agregó—: Vamos, ¿en qué estoy pensando? Tú eres un cantero del rey, no puedes dejarte embrollar en este fango.
Fue a abrir la puerta para que los dos salieran pero él la llamó.
—¡Mamá!
Ella giró en redondo. Hacía muchos, muchos años que Henry había empleado aquella palabra para llamarla, nunca se había depositado con espontaneidad en su lengua ni siquiera de niño.
—Podré ser un cantero del rey, pero Simon ha sido un padre para mí y tú una madre. Te ayudaré lo mejor que pueda. —Sonrió—. ¡Y que Dios te ayude!
Los canteros nunca se sienten felices en la obra salvo si no están en sus ocupaciones, y había una tensión en el aire cuando Gwyneth y Henry atravesaron el suelo polvoriento y lleno de surcos del que se elevaban las paredes hasta el alto de la rodilla para dirigirse al cobertizo de los albañiles. Gwyneth, anteponiendo la prudencia al orgullo, recorrió con él la corta distancia que lo separaba de su casa después de haber dejado a Toby con Alysoun y el pequeño Sim. Más tarde, cuando ella y Henry hubieran terminado, lo recogería.
Gwyneth era bien conocida por todos los hombres de la obra. No solo era la mujer de Simon y supuesta maestra carpintera del colegio, sino también la encargada de los trabajos y, en calidad de tal, les pagaba. Y mientras se sentaba ante la mesa de caballetes, con el dinero y las cuentas dispuestos frente a ella, Toby solía descansar en un camastro a su lado. Adonde Gwyneth iba, iba Toby, y si los canteros de Simon la consideraban con recelo debido a ello, ahora debía pagar el precio por ese recelo.
Entró y miró a su alrededor hasta que encontró al hombre que buscaba.
—Buenos días, Edwin.
El hombre al que se dirigió inclinó la cabeza, pero no lo suficiente para apartar los ojos de ella.
—Señora Kineton.
Soportó su cortesía superficial y notó, cuando éste se inclinó, que una capa gruesa de tierra cubría la cofia, aunque hacía días que no se cortaba piedra en el cobertizo. Era evidente que Edwin no consideraba que su estatus superior en el lugar requiriera el uso muy frecuente de un sombrero limpio. ¿Tenía esposa?, se preguntaba Gwyneth, y si era así, ¿la había traído a la ciudad? No lo acompañaba ningún hijo en su tarea, aunque tenía edad como para tener hijos ya crecidos.
—Edwin, ¿a quién dejó mi marido como capataz mientras está en Norwich?
—A mí, señora.
Era lo que Gwyneth había sospechado.
—Edwin, sabes que estoy a cargo de las cuentas y del pago de los salarios. —El hombre asintió—. Tengo autoridad suficiente para conocer lo que piensa mi esposo al respecto y estoy dispuesta a que este tema de quién pagará más, y quiénes y cuándo trabajarán, se resuelva. —Se calló y dejó que él digiriera sus palabras—. De modo que si convocas a todos, me ocuparé de lo que debe hacerse.
Cuando Edwin se dio vuelta para ir hacia la puerta, Henry tomó a Gwyneth del brazo y la llevó a un costado del banco donde algunos albañiles jóvenes estaban sentados con dados y copas.
—Gwyneth, ¿qué piensas decirles?
—Les preguntaré si se entrevistarán con el prior y el obispo. Y el alcalde. Si podemos lograr que todos los canteros de Salster acuerden atenerse al reglamento de la ciudad, como los gremios de oficios, podríamos poner fin a las tácticas de riña de Copley.
—¿Y si no se ponen de acuerdo?
—Debo convencerlos de que es por su propio interés que no les conviene estar en mi contra.