Capítulo 47

Salster, agosto de 1393

Desde el lugar que ocupaba en la cama junto a Toby, Gwyneth oyó que Simon llegaba a casa. ¿Cuánto tiempo había estado fuera? ¿Una hora? ¿Más?

Miró por la ventana el cielo soleado. Era bien pasado el mediodía. Más de una hora entonces.

El cielo, tan risueño y azul, arañaba la pena de Gwyneth dejándola en carne viva. Un sol tan alegre era inapropiado y cruel. Un día con nubes grises e inmóviles en lo alto, una mortaja para su niño tendida sobre toda la ciudad empapada, habría sido más apropiada.

Su vigilia inmóvil, estirada allí junto a Toby, habría estado muy acorde con semejante quietud gris en los cielos, pero aquel resplandor, aquel sol que atraería a las personas puertas afuera y las haría holgazanear en la calle y el jardín, no era apropiada para un mundo en el que su Toby ya no respiraba.

La puerta se abrió despacio y Simon entró. Sus ojos se dirigieron directo a Toby y Gwyneth sintió una confusa alegría por ello.

Simon se sentó en la cama y le cogió la mano libre. Ella lo dejó hacer, aunque no le devolvió el apretón.

Se quedó en silencio durante un largo rato, pero masajeó la piel curtida de la mano de la mujer, como si quisiera suavizar su corazón para con él y para las palabras que tenía que decir. Gwyneth no lo miraba, sino que mantenía la vista fija en su hijo.

—¿Cuándo será el funeral?

Gwyneth, en verdad, no quería apresurar el funeral, no quería entregar su hijo a la tierra y vivir sin ningún vestigio de él cerca, pero necesitaba el consuelo de oír que sería enviado a toda prisa junto a Dios.

Como Simon no respondió, giró despacio la cabeza con la sensación de que luchaba contra su voluntad, y lo miró.

—¿Cuándo?

La respuesta de Simon llegó en un murmullo.

—No lo enterrarán, Gwyn. El prior lo prohíbe.

Gwyneth levantó la cabeza de súbito, como una marioneta que se prepara a esperar. Haciendo un esfuerzo por levantar el torso y mirar a Simon, lo cogió de la ropa.

—¡Se lo dijiste! ¡Les dijiste que se quitó la vida!

Sintió que él la agarraba de las muñecas, con manos gentiles, aunque la fuerza con que la sujetaba le impedía soltarse.

—No, Gwyn, no se lo dije. Alysoun y Henry me dieron una clase de sabiduría sobre eso. No se lo dije.

Gwyneth respiraba con dificultad y dijo de manera entrecortada.

—¡Pero no te creyeron!

—El prior dice que estaba maldito, poseído por los demonios, que sus demonios lo ahogaron de furia, y por ese motivo no lo enterrarán.

Gwyneth sintió que una repentina desesperanza colmaba su corazón. Sabía que Simon le decía la verdad. Ella había visto la expresión en los rostros de las personas en vida de su pobre niño. Muchos creían que estaba maldito, poseído por alguna fuerza maligna que le había sustraído el poder de habla y de movimiento, tirándole de brazos y piernas y retorciéndole la cara de modo que solo aullaba y gruñía cuando lo único que deseaba era sonreír.

Dejó caer los brazos y Simon, con las manos todavía cogiéndole sus muñecas, intentó atraerla hacia él, pero ella se resistió y volvió a acostarse al lado de Toby, forzando a Simon a soltarla.

—Debes obligarlos —dijo.

—No puedo, Gwyneth. No puedo hacer que los sacerdotes vayan contra su propio obispo.

—Diles que no se tiró para ahogarse. Diles que tú lo mataste.

Simon titubeó, como si no hubiera oído correctamente.

—¿Yo?

—Sí. —No quería parecer tan fría, pero no tenía energía para obligarse a actuar de otra forma—. Diles que te enfureciste por la muerte de John y que por eso mataste a Toby.

Sintió la quietud de Simon, sintió su mirada, pero no alzaría la vista.

—¿En qué ayudará a Toby si me condenan a muerte por asesinarlo?

Gwyneth estiró una mano y acarició el pelo suave de Toby, y sintió su frialdad debajo de su mano. Un sollozo convulsivo la estremeció.

—Si tú lo mataste, los demonios no pueden poseerlo. Y si los demonios no lo mataron, puede ser enterrado en suelo sagrado.

—Gwyneth... no dicen que los demonios lo poseyeron para matarlo; dicen que estaba poseído por los demonios desde la infancia.

Aunque Gwyneth lo sabía y sabía que eso era lo que él había querido decir, aun así insistía tercamente en seguir su plan.

—Miente, Simon. Diles que procuraste un sacerdote, un sacerdote pobre, de esos que andan por ahí, y que él hizo salir a los demonios...

—Gwyneth...

La voz paciente de Simon provocó que una ira repentina se alzara en ella y volvió a sentarse y a enfrentarlo, estremeciéndose de furia.

—Harás lo que debas para que mi niño reciba cristiana sepultura. No me importa si mientes, engañas, sobornas o amenazas. Pero si no te ocupas de que se haga, entonces te juro por mi vida que tu colegió jamás será construido.

Lo miró a los ojos. En cada una de las palabras ardía la determinación.

El rostro de Simon parecía haberse vuelto de piedra bajo su mirada. El pelo y la barba eran grises y su rostro, al menos ese día, no tenía un color muy distinto. Se sintió, de improviso, embargada por el recuerdo de lo grosero que le había parecido su rostro cuando lo miró después de nacer Toby; qué enormes le habían parecido sus facciones, qué ordinaria la piel, qué indiscreto y desagradable el vello que asomaba en su cara. Sus ojos, al parecer, habían estado sintonizados solo para descubrir la preciosa delicadeza de la piel de su hijo, solo la sedosidad de su pelo y la minúscula perfección de sus rasgos.

Miraba a su esposo, viéndolo con los ojos de un extraño. Un hombre ya no joven, aunque de salud vigorosa. Más de cincuenta veranos habían hecho desaparecer de su piel la suavidad de la juventud y unas arrugas profundas surcaban la carne entre los ojos, como si alguien le frunciera las patas de gallo que llegaban hasta el nacimiento del pelo sin sombrero como si fueran las cuerdas de una bolsa de monedas.

—Hay alguien que podría ayudar... —Su voz sonaba débil, con una indecisión desusada.

—Entonces búscalo.

Los ojos de Simon escudriñaron su rostro, como si buscara un resquicio para apoyar su razonamiento.

—A ti te escucharía de más buena gana...

Gwyneth sintió al instante una punzada de dolor. Miró a su hijo y le aferró la mano fría e inerte.

—¡No! ¡No! No lo dejaré.

—Gwyneth, Nicholas Brygge no es amigo mío, pero a ti te escucharía. Te tiene una gran estima.

Gwyneth se tumbó en la cama, cogiendo todavía la mano de Toby.

—Entonces debes suplicarle en mi nombre y hacerte amigo de él. No dejaré a mi niño.

Mientras Simon recorría las calles hasta la puerta de la casa de Nicholas Brygge, sentía que todas las miradas que le dirigían eran hostiles. ¿El pueblo habría creído en verdad aquella mentira blasfema sobre su hijo durante todos los años que hacía que vivían en Salster? ¿Gwyneth habría recibido realmente toda la gama de miradas del populacho que veía a su hijo como una cosa que no era del todo humana cada vez que los había desafiado, contrariando los deseos de Simon, y había llevado a su hijo al mundo?

Apretó el paso, cauteloso con los ojos tanto como con los pies, manteniendo la vista al frente y sin mirar a aquellos que posaban la vista en su marcha. Simon sentía el olor a muerte y descomposición en las fosas nasales, desde las heces que sus pies no podían evitar pisar hasta la carne podrida que incluso los carniceros más mezquinos habían perdido la esperanza de hacer pasar por sana y habían arrojado a la calle para que la comieran los perros y los cuervos.

La brisa débil traía hasta su nariz el hedor de las cubas de tintura desde afuera de la muralla de la ciudad. Solo el diablo sabía lo que ponían en aquellas cubas además de pis y corteza de roble, pero su hediondez era peor que los pellejos tirados bajo el rayo del sol.

Dos cuervos que batían las alas mientras dirimían a picotazos una riña por un pedazo de carne, fueron a dar contra sus espinillas al pasar junto a ellos. Simon la emprendió a puntapiés contra ellos, pero casi había perdido el equilibrio cuando las aves lo evitaron hábilmente.

—¿Maestro Kineton?

Vio que una mano enérgica se posaba en su brazo y una mujer vieja y vestida con una capa oscura lo miraba. Hablaba con una boca casi desdentada y se habría apartado de ella si no hubiera sido por sus palabras, que llegaron con una voz calma, aunque amortiguada por las mejillas chupadas.

—Se corre la voz de que tu pobre niño muerto estaba maldito y lo habitaban los demonios de Satán —comenzó—, pero no debes pensar que todos creen tales cosas. —Lo miró a los ojos. La compasión por él o por Toby se dibujaba en su cara hundida—. Era una pobre alma, pero cualquiera que tuviera ojos para ver la forma en que miraba a su madre sabe que lo habitaban el amor y la bondad, no los demonios del infierno.

Simon la miró de hito en hito, incapaz de encontrar las palabras que expresaran lo que sentía ante aquella gentileza inesperada.

—Sé lo que es enterrar hijos —dijo la anciana—. Y también nietos. —Lo miraba con sus ojos azul claro y Simon se preguntó fugazmente cómo habría sido de joven, con aquellos ojos tan azules.

—Gracias, señora —dijo al fin—. Me ha alegrado el corazón.

Ella asintió, sin dejar de mirarlo, como confirmando que aceptaba su gratitud y que esa había sido su intención.

—Rogaré por ti, y por tu hijo.

Inclinó la cabeza y ella retiró la mano de su brazo, dio la vuelta y se fue, una vez cumplida su misión.

Cuando hicieron pasar a Simon a la sala del alcalde, volvió a sentirse confundido, esta vez por la calidez y la compasión con que Nicholas Brygge lo había recibido. Brygge despidió a los hombres, desconocidos para Simon, que estaban hablando con él sobre algunos negocios cuando él entró y envió a un criado a traer vino y pastelillos dulces.

El alcalde se sentó inclinándose hacia Simon, que ocupaba una silla de roble sólido frente a él.

—Hoy es un día en que cualquier hombre que tenga hijos vivos se siente incómodo frente a ti, Simon de Kineton. Lamento con sinceridad la pérdida de tu hijo. —Se detuvo un instante para dejar que Simon le agradeciera con una inclinación de cabeza y continuó—: También lamento oír que la Iglesia te cierra la puerta en la cuestión de un entierro con los ritos debidos. —Volvió a detenerse, mirando a Simon que estaba mudo—. Perdón, pero no me sorprendió mucho.

—Porque construyo para un hereje.

—Por lo que construyes. Les importaría lo que un pedo en el viento si tú le construyeras una casa o una serie de negocios. Pero tú le construyes el instrumento con el que él los desafía en su propio reñidero; el reñidero donde han creído que eran los dueños indisputables del mundo. Ahora tú introduces un pájaro nuevo en la lucha, un pájaro extraño y están en desventaja porque no conocen las reglas. Si en esas circunstancias comienzan a perder, tienen nada más que dos posibilidades: salir más debilitados y escuchar las risotadas a sus espaldas o extraer un cuchillo y pedirte que abandones la contienda, so pena de castigar la carne.

Simon masajeó la carne dura y cansada de su rostro.

—La Iglesia jamás saldrá más debilitada.

—Y sus cuchillos son afilados.

Simon asintió y levantó la cabeza cuando el criado volvió.

—El prior lo llama maldito, poseído —dijo cuando el hombre se fue, como si la conversación no se hubiera interrumpido nunca. Tomó un sorbo de vino, sin mirar a Brygge, pero deseando oír de labios del otro hombre la confirmación de que no era así, que su hijo no había sido maldecido.

—La Iglesia no puede admitir la ignorancia —respondió Brygge—. Le teme y teme que al decir que no sabemos por qué algo es así, eso permita que la gente saque sus propias conclusiones.

—¿Y a qué conclusión ha llegado sobre mi hijo? —Simon miró al alcalde, sin poder ocultar un dejo de desafío.

Brygge no titubeó.

—No llego a ninguna conclusión, maestro cantero. No conocía al niño, apenas lo vi. Pero tú lo conocías, viviste a diario en su compañía. ¿A qué conclusión llegaste?

Simon se quedó en silencio durante un rato. El alcalde, imperturbable, esperaba la respuesta.

Simon habló con la mirada perdida y fija en los pies de Brygge.

—Rogué por tener un hijo que se pareciera a mí. Y Dios, en su sabiduría, me dio lo que pedí, pues mi propia ambición me convirtió en un lisiado de espíritu, y a causa de ello mi hijo está muerto.

Agachó la cabeza pero no lloraría frente al alcalde.

—¿Cómo murió? —preguntó simplemente Brygge.

—Por su propia mano —respondió de manera ininteligible, con la cabeza todavía gacha—. Se arrastró al río y se ahogó para equilibrar la balanza entre Daker y yo. Para expiar, para convencer a Daker de que me permitiera construir el colegio.

—¿Estás seguro de que esa fue la razón?

Simon pensó en la pilita de piezas octogonales de madera colocadas con infinita paciencia, una sobre otra en el medio de la bandeja.

—Sí, estoy seguro.

Brygge contempló su copa con una expresión apreciativa, como si pensara hacer una oferta por ella.

—¿El prior no te ofreció ningún trato? ¿El entierro de tu hijo por la cesación de la construcción?

Simon y el alcalde se miraron de hito en hito y supo que aquel hombre había vislumbrado la verdad, que no ganaría nada con negarlo, salvo el desdén de Brygge.

—Sí, me lo ofreció.

—¿No te sentiste tentado a aceptarlo?

Simon dio un suspiro.

—Si lo hubieran asesinado, o si hubiera muerto mientras dormía, o si se hubiera producido el accidente que yo di a conocer, entonces sí, lo habría aceptado. Pero la vida de mi hijo terminó porque él hizo un intercambio con Daker: un hijo por otro hijo, para que se pudiera construir el colegio. Fue lo único digno de valor que creyó que podía hacer por mí, la única forma en la que alguna vez él podría ser parte de un edificio. No puedo negarle ese deseo.

—¿Aun cuando signifique negarle el acceso a la gloria?

Simon miró la expresión inescrutable de Brygge. Aquel era el escollo. Las palabras que pronunciara ahora lo colocarían en el partido del alcalde, estaría siempre en deuda con él y bajo su poder mientras viviera.

—No creo que los inocentes deban ser enviados al infierno por la negligencia del hombre —respondió, sellando su destino con una palabra.

—¿No crees que los niños nacen en estado de pecado?

Simon estaba resuelto a todo.

—No.

—¿ O que la Iglesia puede comprar la entrada al cielo con sus ritos e impedirla negando el cumplimiento de los mismos?

—No.

Brygge apenas reaccionó fuera de un gesto de asentimiento y se quedó pensativo.

—Espera aquí —dijo. Se levantó y salió de la sala.

Mientras lo miraba atravesar la puerta central, la atención de Simon fue atraída por alguna cosa en la pared del fondo, la que daba a la larga mesa donde Brygge cerraba unos negocios cuando Simon entró.

Se levantó y fue a examinarla con más atención. Sus ojos estaban estropeados por el exceso de trabajo escrupuloso en la oscuridad del cobertizo y ya no veía bien de lejos. No ignoraba que era solo cuestión de tiempo antes de que el trabajo escrupuloso también empezara a ser difícil.

Cuando se acercó más, vio que lo que le había llamado la atención era un mapa pintado en el enlucido de la pared.

Simon no estaba habituado a los mapas y no podía interpretar lo que miraba. Los colores dominantes eran el verde y el marrón, con algo de rojo y negro. Se acercó más y distinguió doce cabezas espaciadas a intervalos regulares alrededor del perímetro oval del mapa. ¿Qué significaban?, se preguntó. ¿Era un mapa pagano, con deidades que observaban al mundo?

—Ah —le oyó decir a Brygge cuando esté volvió a entrar—, encontraste el mapa.

—¿De dónde es? —balbuceó Simon, avergonzado de que lo sorprendieran espiando.

—Es una copia del mapa del Polychronicon de Ranulf Higden —dijo el alcalde—. Lo hice copiar para que me recuerde que aunque Salster puede parecer el centro del mundo, y todos los sucesos tienen una enorme significación, existen otros lugares, otros medios y que Dios ha creado un mundo de infinita extrañeza. Y seres más extravagantes e inexplicables que los priores y los obispos —dijo con una sonrisa.

—O incluso reyes —musitó Simon.

—O incluso reyes —confirmó Brygge, al parecer divertido.

—¿Qué significan estas cabezas? —preguntó Simon, perdiendo de pronto la timidez por su ignorancia.

—Los doce vientos que soplan en la superficie del mundo.

Brygge continuó y señaló Jerusalén al este, en la parte de arriba del mapa; Santiago de Compostela, Roma y Babilonia, cada ciudad dibujada en un tamaño magnífico, estructuras ostensibles, semejantes a catedrales y edificios almenados que resaltaban su importancia.

—¿Y esto, aquí?

—África.

—Parece una tierra con pocas ciudades.

—Una tierra de salvajes incivilizados que no se dignan construir como tú o yo, maestro cantero—. Brygge le mostró extrañas bestias que habitaban tierras de las que jamás había oído hablar; le dijo los nombres de las verdes montañas y siguió el contorno de una zona roja—: el Mar Rojo.

Simon escrutó el mapa.

—El mundo es un sitio maravilloso.

—Sí, con muchas más maravillas que las que conocemos en la actualidad.

Simon lo miró con curiosidad.

—Habla más como un filósofo natural que como hombre que se dedica al comercio.

Brygge rió encantado.

—¿Acaso un hombre que se dedica al comercio no puede asombrarse por las cosas que no se relacionan con su oficio y el valor monetario de los objetos, maestro Kineton? ¿No levantas de tanto en tanto los ojos de las piedras y te maravillas por cuestiones que no tienen nada que ver con los edificios y la albañilería? ¿Cuestiones de teología y religión, tal vez?

Sus miradas se cruzaron y, no obstante el peso de la pena y la tristeza que arrastraba, Simon se descubrió respondiéndole con una sonrisa.

—No te apresures a hacer el trabajo de la Iglesia, Simon —le aconsejó el alcalde, restándole importancia—. Tiene suficiente influencia como para alejar los pensamientos de los hombres de Dios y de sus obras sin que tú hagas el trabajo en su nombre.

Se produjo un silencio mientras los dos hombres se observaban, conscientes de que habían entrado en un territorio donde la confianza era esencial pues ambos sabían cosas uno del otro que podrían enviarlo al cadalso.

Brygge le ofreció más vino y llevó a Simon de nuevo hacia las sillas. Mientras se sentaban, le explicó:

—Mandé buscar a un hombre, docto y sacerdote, que te ayudará.

—¿Cuándo podemos esperarlo?

—Mi criado volverá con él o con su palabra. No tendremos que esperar a que la hora acabe. Mi criado lleva un caballo del establo.

Simon lo miró asombrado. ¡Un criado, al que le habían dado un caballo de su amo para montar!

—Cuando Dios creó a Adán y Eva todos éramos iguales[10] —salmodió el alcalde. Una sonrisa torcía sus labios mientras miraba a Simon—, ¿quién era entonces el caballero?

—Ya tenemos un sacerdote —comenzó Brygge después de guardar silencio durante un rato—, ahora debemos pensar dónde se realizará la ceremonia.

La ceremonia. El entierro de su hijo. La inhumación de los restos mortales de Tobías Kineton, el hijo tan deseado y más profundamente llorado todavía.

Simon miró a Brygge.

—La Iglesia no le ofrecerá sitio y no le daré al prior ni a Copley la satisfacción de que descubra solapado nuestra tarea después de la medianoche para que ningún ser mortal nos vea.

—No.

—No doy valor a la noción de la Iglesia de terreno sagrado —empezó Simon—, pero me gustaría que mi hijo descansara en un lugar como es debido.

El alcalde lo contempló con ojos desapasionados y expresión impasible.

—Estás pensando en el colegio.

Simon se encogió de hombros incómodo.

—Me parece adecuado...

—No te lo aconsejaría.

Simon lo miró a la cara, herido por la franqueza del alcalde.

—¿Por qué?

Brygge entornó los ojos.

—Por más en secreto que creas que obras, tus obreros se enterarán. Y algunos dirán que la construcción está embrujada, e incluso maldita. Tú y Daker ya habéis mudado el colegio una vez, no quisiera ver que tengáis que mudarlo por segunda vez.

Simon se acarició las cejas con preocupación.

—Mi pobre niño —dijo en un murmullo.

—Hay una capilla, aquí en mi casa —continuó con tono enérgico, como si cerrara un trato comercial—. Si te parece adecuado, tu hijo podrá descansar allí.

Una vez más, Simon levantó la vista, asombrado por las palabras del alcalde.

—¿Por qué? —preguntó sin saber cómo interpretar la sugerencia del alcalde—. ¿Por qué me ofrece algo semejante?

Brygge bajó la vista. Aparentaba evaluar las botas que llevaba en los pies cruzados tranquilamente en los tobillos.

—José de Arimatea le cedió a Cristo su propia tumba —dijo, ocultando la seriedad de sus palabras tras la ligereza del tono—. ¿No le ofrecería yo a tu hijo un lugar en mi capilla, si pudiera?

—Mi hijo, que su alma descanse en Dios, no puede ni compararse con Cristo...

—Quien lo hace por el menor de estos pequeños, lo hace por mí —citó Brygge con los ojos clavados en Simon.

—¿Cita la palabra de Dios?

—Sí, y en nuestra propia lengua.

El silencio se extendió entre ellos por espacio de varios segundos.

—¿Cuántos tiene?

—Los cuatro evangelios, completos.

Simon se quedó mirándolo.

—¿Tanto?

—¿Y tú?

—Algunas páginas. —Simon le confesó a Brygge la verdad que no le había dicho a Henry—. Empezó como una forma de meterle un dedo en el culo a Copley —dijo con franqueza—. Cualquier cosa que pudiera hacer para irritarlo, la hice. Procurar las páginas de la Biblia de Wyclif fue un juego para empezar, como un aprendiz que ve cuánto puede hacer sin recibir castigo a espaldas de un maestro odiado.

—¿Pero después?

—Después leí las palabras del evangelio y fue como si ningún sacerdote hubiera hablado nunca, como si oyera las palabras dirigidas directamente a mí de la boca del Salvador.

—La Iglesia es corrupta y mundana. Predica la superstición y el temor.

Simon asintió.

—Cristo dijo que ningún hombre debería tratar de convertirse en quien manda hasta que primero no se convirtiera en siervo de todos —continuó Brygge—. No veo tal humildad en la Iglesia.

Los dos hombres se miraron y Simon supo que, llamase o no amigo a Brygge, ahora eran aliados, para bien o para mal.

—¿A la señora Kineton le gustará mi capilla?

Simon esbozó una sonrisa.

—Mi esposa siente una gran estima por usted, señor Brygge. Se comportó como amigo y campeón suyo contra la Iglesia una vez, y en esta ocasión no se sentirá menos agradecida.

Testamento
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