Capítulo 36

La vista aérea de Kineton y Dacre College (página enfrentada) muestra un plano de planta que es casi un cuadrado perfecto. Dentro de este marco se encuentra una cruz de brazos idénticos, cada uno de los cuales está formado por un bloque de veinticuatro habitaciones, distribuidas en tres pisos. Entre cada brazo de la cruz, un arco lo suficientemente ancho para dejar pasar un carro permite acceder a la figura octogonal del patio central donde se encuentra el gran Octógono de Kineton y Dacre...

... Entre la cruz central y las esquinas que sirven de límite al cuadrado se encuentran los jardines del colegio, encerrados por paredes de sílex picadas. Originalmente construidas para armonizar con la piedra caliza de Wealden de la que están hechos los edificios del colegio, las paredes de sílex provenientes de la zona ahora están desnudas y dejan ver su esqueleto. Perforadas por ventanas ojivales de casi un metro de alto a través de las cuales se divisan los jardines, estas paredes ocultan una serenidad que los ocupantes originales debieron de desconocer, ocupados con los deberes de atender la huerta, las hierbas y las frutas para el consumo de sabios y maestros. Como cada jardín está dividido en dos por un sendero que lleva del pavimento al Octógono, las ocho parcelas que resultan tienen forma triangular.

La entrada a los jardines (que se limita solo a la época de vacaciones) se hace a través de un portón abovedado que se encuentra al final de cada pasadizo del colegio. Una fugaz mirada a través de las ventanas o puertas ojivales muestra espacios de atmósfera íntima y serena que los jóvenes del colegio disfrutan para estudio y esparcimiento. De particular interés es el jardín de la puerta nordeste que, según una convención generalizada, es solo para el estudio silencioso, con su diseño del césped cuidadosamente planificado, aparte de los arreglos dispuestos ad hoc, en la esquina sudoeste...

En Salster: Una vista a vuelo de pájaro, publ. 1968

—¿Y está usted segura de que era en este jardín donde se encontraba? —le preguntó a Damia el jardinero del colegio, Johnny Newbiggin.

—Sí, la persona que nos habló de la estatua dijo que estaba escondida detrás de unos rododendros. Cuando volvió en el otoño de 1967 tanto los rododendros como la estatua habían desaparecido.

—¡Dios mío, sí! —exclamó Johnny—. Aquellos condenados rododendros... perdone, señorita.

Damia agitó la mano en el aire desestimando la disculpa e hizo una señal con la cabeza para que continuara.

—¡Dios... hace cuarenta años! De todos modos —exclamó mientras se serenaba—, por entonces yo era poco más que un chiquillo, pero había abandonado el colegio y vine aquí a trabajar por doce chelines a la semana o alguna bobería así. Me acuerdo de aquel verano, tuve que trabajar como loco para levantar aquellas malditas plantas porque tenían unas raíces de los mil demonios. Pero había que sacarlos —explicó—. Estaban ocupando todo el jardín, de a poco pero con mucha fuerza. Los estudiantes vinieron a ver al viejo Jack Robinson. Me parece que no se llamaba realmente Jack, sino Alan, pero todo el mundo lo llamaba Jack, por Robinson. Como sea, vinieron a ver a Jack y le preguntaron: «Señor Robinson, ¿no puede hacer algo con esos rododendros? Ya pasa de castaño oscuro». De modo que Jack y este idiota tuvimos que pasarnos la mitad de las condenadas vacaciones cavando para sacar aquellas porquerías y colocar tepes de césped encima para tapar el desastre.

Los ojos de Damia siguieron la dirección de su mirada hasta el rincón. El césped estaba bien corto y tupido, sin indicios del estrago ocasionado en el subsuelo cuatro décadas atrás. ¿Se mostraría en la superficie, se preguntaba, de la misma forma que lo hacían los restos arqueológicos?

—¿Entonces no se acuerda de la estatua? —le preguntó por pura formalidad, ya que de sus sudorosas reminiscencias infería que lo único que le había quedado grabado en la mente de la renovación del jardín eran los rododendros.

—Sí, desde luego que sí. Ahora que usted los mencionó, me acuerdo claro como si fuera hoy.

—¿Qué pasó con ella?

Johnny se levantó la gorra y se rascó la cabeza.

—Desapareció con Jack Robinson —dijo simplemente.

Robinson, al parecer, era bastante aficionado a tomarse unos tragos y, en muchísimas ocasiones, se presentaba a trabajar mostrando los efectos de la bebida.

—Le diré la verdad —dijo Johnny—, me parece que fue por eso por lo que me contrataron, para vigilarlo y hacer el trabajo pesado cuando él no estaba bien.

Pero, a pesar de los esfuerzos de Johnny, los problemas causados por lo mucho que bebía Robinson habían ido en aumento y un día, durante el período de colocación de los tepes, una vez que ya habían sacado los rododendros, Robinson tuvo una discusión muy agresiva con un estudiante de doctorado respecto a si él estaba o no tan borracho que era incapaz de trabajar. El altercado terminó en un ataque lo bastante grave para que tuvieran que atender al joven en el servicio local de urgencias. El colegio convino en persuadirlo de que no presentara cargos contra Robinson si éste aceptaba el despido inmediato sin aviso.

—¿Pero por qué la estatua desapareció con él?

—La había sacado del jardín mientras podaba los rododendros —explicó Johnny, arrancando con despreocupación un hierbajo de un almacigo y sacudiendo la tierra de las raíces, que parecían vasos capilares—. Dijo que se la llevaría a casa para limpiarla un poco porque estaba llena de liquen. Jack consideraba que era una desgracia esconderla allí, dijo que en el colegio no le interesaba a nadie. Pero a él..., a Johnny, sí. Tenía debilidad por ella.

—¿Y era la estatua de un prisionero, de alguien encerrado en una jaula del cuello para abajo? —preguntó Damia, aunque le resultaba difícil creer que una figura como la del mural pudiera hacer que alguien sintiera debilidad por ella.

—Sí, más o menos. Cuidado, yo dudaba si no era algo relacionado con la tortura: la cara no era bonita... parecía que sufría un gran dolor.

Damia recordaba la identificación de Peter Defries con el prisionero y volvió a preguntarse cuál habría sido el dolor sufrido por el joven estudiante.

—De modo que cuando lo echaron, nunca devolvió la estatua, ¿fue así?

—Algo por el estilo. Aunque las autoridades del colegio supieran que había desaparecido (lo que dudo, para ser honesto) no creo que quisieran ir tras Jack para recuperarla, menos con todo el rollo de la agresión. Trataron de no hacer mucho ruido y todo eso. Jack no era del tipo de los que se inclinan ante nadie. Puede apostar su vida que si hubieran ido a por él para recuperar la estatua, habría armado un escándalo.

* * *

Si Damia hubiera sido investigadora privada, habría gastado la suela de sus zapatos haciéndoles preguntas a los antiguos vecinos de Robinson y rastreando en el Registro Civil un certificado de nacimiento, de casamiento o defunción. Pero era una experta en marketing y como los archivos del colegio habían resultado inservibles en la búsqueda de Alan —alias Jack— Robinson, llevó el problema directo a los medios.

El anuncio en el noticiero del canal local era corto, pero esperaba que fuera lo bastante intrigante como para atraer a los televidentes y a cualquiera que pudiera proporcionar alguna información.

—Y para finalizar, esta noche —anunció la sonriente presentadora de peinado tieso—, hacemos otra visita al Kineton y Dacre College en Salster. No para hablar de los inquilinos en huelga que todavía están allí, haciendo campaña contra la venta de su tierra —(¡huy!, pensó Damia, esto no le gustará a Norris)—, sino para informar sobre una extraña desaparición. Abbie Daniels seguirá a continuación con la historia.

La cámara mostró a Abbie Daniels en el Gran Salón, mientras se encaminaba hacia los murales como si nadie la observara. Dándose vuelta con descuido afectado, empezó a hablar.

—A las autoridades del Kineton y Dacre College, aquí, en el corazón de la Salster medieval, les encantaría (lo mismo que al resto de nosotros) encontrar un tesoro enterrado. Pero cuando de verdad encontraron un tesoro que había permanecido escondido durante más de cuatrocientos años, éste provocó más polémicas que festejos.

Habiendo atraído la atención de los televidentes hacia los tres o cuatro óvalos más fascinantes y enigmáticos del Ciclo del Pecado con el acompañamiento de un ingenioso temblor de la cámara y efectos de sonido chirriantes, Abbie preparó con habilidad el terreno para el ruego que Damia sabía que llegaría al final de la noticia.

Entrevistó al restaurador que había hablado con tanto entusiasmo con ella sobre el trabajo de carpintería: «¿Es cierto que no tiene el menor indicio de qué se trata? ¿Qué es lo que más le interesaría saber? ¿El colegio estará en condiciones financieras de cuidar de esta obra de arte única?».

Luego se dirigió a Damia:

—Señorita Miller, parece ser que el colegio perdió una estatua. ¿Cómo hizo este asombroso descubrimiento?

Damia misma no podría haber escrito mejor el libreto. Pudo explicar en forma resumida el sueño del colegio de atraer a sus ex miembros dispersos, su participación en el desarrollo de la vida del colegio y el uso de moderna tecnología en su lucha por alcanzar el antiguo objetivo de garantizar la existencia de una comunidad de estudiosos en Kineton y Dacre.

—Una de las instituciones más queridas entre nuestros estudiantes de grado, ahora y a lo largo del siglo anterior, fue esta. —Damia levantó el Libro de Negocios y explicó su función.

—¿Y fue en especial este volumen —Abbie Daniels se reinsertó en la información— el que la alertó de la existencia y de la desaparición de la estatua?

Damia confirmó que así era y continuó explicando, sin dar nombres, la participación de Peter Defries y su conversación posterior con el actual jardinero.

—Pensamos —concluyó— que el jefe de jardineros de aquella época, Alan Robinson, conocido también como Jack, se llevó la estatua para asearla y restaurarla, pero por alguna razón nunca la devolvió.

—Parece algo extraño —señaló la señorita Daniels que estaba bien preparada—, que el colegio no se hubiera dado cuenta de que había perdido algo tan significativo como una estatua medieval.

Damia, tal como habían acordado, explicó que era muy probable que hubieran sacado la estatua del nicho que miraba al patio interior central bastante tiempo antes como consecuencia del efecto perturbador que aquel horror medieval despertaba en la sensibilidad más moderna, y posteriormente en aquella posición más nueva y humilde en el jardín había sido tapada por las plantas.

—¿Así que nadie más aparte de un estudiante con ojos de lince en la década de los sesenta sabía que estaba allí?

—Me parece que había otras personas que lo sabían, pero él fue el único que se preocupó por la desaparición —la corrigió Damia.

—¿Es posible que fuera tan horrible?

Damia se dio vuelta hacia el prisionero del óvalo, la figura encarcelada y anhelante que se dirigía con los brazos tendidos hacia ella, la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta como en un grito de desesperación.

—No es una linda imagen, por cierto. ¿Y cómo se podría ayudar a resolver este misterio de la desaparición de la estatua?

Damia se volvió hacia la cámara e hizo su bien ensayado ruego de que cualquier pariente del señor Alan (o Jack) Robinson, ex jardinero de Kineton y Dacre College, se pusiera en contacto para ver si, después de tanto tiempo, podían localizarla y devolverla a su legítimo lugar.

A la mañana siguiente, Damia recibió la visita de Edmund Norris. Aquella costumbre de venir a su oficina cuando quería hablar con ella, preguntándole si podía robarle algunos minutos de su tiempo, la sorprendía y la gratificaba. Si le hubieran pedido que predijera el modus operandi del director de una casa de estudios de Salster, habría apostado sin vacilar por el modelo de cita telefónica a través de una secretaria personal.

Terminados los cumplidos, el rostro de Norris asumió la mirada dolorida que Damia asociaba con una noticia que él preferiría no tener que dar.

—Mucho me temo que el señor Hadstowe se indignó bastante con tu aparición de anoche en televisión.

Damia sintió una sacudida en la boca del estómago acompañada de una repentina aceleración del pulso.

—¿Por qué? —respondió lo más calmada que pudo.

Norris se sentó en el sofá bajo y ella, sintiéndose poco a gusto encaramada en su escritorio a mayor altura que él, se cambió al sitio opuesto.

—Me parece que sus palabras exactas fueron: «Así que todavía busca esas malditas escrituras para poder jodernos».

Damia se mordió para no responder al impulso de soltar un taco contra Headstowe.

—¡Pero no es por eso por lo que buscamos la estatua! —Oyó el dejo quejumbroso de su propia voz, y se dio cuenta de que había sido una futilidad decir eso.

—La idea de que queremos revelar la historia del mural no le pareció nada convincente.

—¿Cómo? ¿Ni siquiera después de la reunión donde hablamos de comercializar la historia de Kineton? La estatua, las herramientas, las cartas del prior... Y el fragmento de Wyclif —agregó en silencio pensando en el facsímil que solo ella y Norris sabían que estaba en la caja de seguridad del colegio.

—Me temo que piensa que la historia de Kineton es alguna especie de cortina de humo para ocultar nuestras verdaderas intenciones.

Damia miró fijo la mesita ratona que los separaba, tratando de concentrarse y de calcular las implicaciones de las sospechas de Hadstowe.

—¿Damia?

Había un matiz en la voz de Norris que la obligó a levantar la vista muy rápido.

—¿Sí?

La mirada de Norris pareció de súbito especulativa.

—¿Actúas con honestidad en esto? ¿No estaremos inmersos en algún tipo de doble engaño, donde, de hecho, la meta final es encontrar las escrituras y convencer al consejo de que Charles tiene razón y que deberíamos vender la tierra?

Damia se quedó helada. ¿Cómo podía pensar eso?

—¡No! —protestó oyéndose a sí misma como a la defensiva y poco convincente—. No, por supuesto que no.

—Discúlpame. —Norris cerró los ojos como si quisiera borrar la escena y olvidar lo dicho—. Tenía que preguntártelo por mi propio buen juicio. Hadstowe estaba tan convencido... —se interrumpió y la miró—. Y tú, debo admitirlo, parecías tan insólitamente interesada en hacer esta aparición televisiva... para encontrar la estatua.

Se paró, invitándola a llenar el silencio que de improviso descendió sobre ellos como atraído por la ley de la gravedad.

El corazón de Damia todavía latía con violencia, respuesta atávica a la sensación de ataque personal. Aspiró una bocanada profunda de aire para estabilizarse, pero solo consiguió que la cabeza le diera vueltas. Cerró los ojos y se masajeó la frente con las yemas de los dedos.

—Disculpa —musitó—. Permíteme un segundo.

Norris se levantó sin que se lo pidiera y le trajo agua de la pequeña enfriadora, al lado de la cafetera.

—Bebe.

Advirtiendo que él simplemente le estaba dando tiempo para que se tranquilizara, bebió agradecida.

—¿Me puedes explicar por qué tienes una urgencia tan desesperada de descifrar la pintura? —dijo sin alterarse—. Aunque es obvio que no soy un experto, me parece que desde el punto de vista del marketing, un misterio sin resolver es más atractivo.

Damia rió sin fuerzas.

—Cierto —dijo—, cierto.

—¿Y entonces...?

Entonces... ¿cómo podía explicarle la compulsión que sentía por ver la estatua, por llegar al fondo del misterio que rodeaba los primordios del colegio, la relegación de Dacre a segundo plano como patrocinador y la aparición del hijo del cantero en un sitio de honor?

En lugar de hacerlo, fundamentó sus sentimientos en la difícil situación que atravesaba el colegio en aquel momento.

—Si vamos a comercializar «la historia de Kineton», necesitamos saber con exactitud dónde encajan el mural, la estatua, las herramientas, etcétera.

Norris asintió, mirándola a los ojos, y Damia se dio cuenta de que él sabía que lo había defraudado.

Testamento
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