Capítulo 37
Salster, agosto de 1393
La Salster de Simon es una ciudad que alimenta cuervos, del mismo modo que el lomo de un perro cría pulgas. Las alcantarillas de las calles, desbordantes de despojos y de detritos de vida animal y humana, los atraen como imanes nauseabundos y la discordia que agitan es una amenaza para los habitantes de la ciudad.
Si uno de esos cuervos tuviera que volar alrededor de la ciudad y mirara hacia abajo contemplando a sus vecinos humanos, vería, fuera de la alta muralla de la ciudad, un edificio que se levanta del suelo como una cruz. Unas figuras pequeñas se mueven con decisión alrededor del esqueleto de lo que se convertirá en un colegio, sus movimientos deliberados se traducen en imágenes lentas y poco nítidas debido al abismo de aire que los separa del ave que vuela.
Mientras las figuras se mueven sin cesar por roderas y senderos desgastados por el uso diario haciendo sus tareas habituales, un grupo de personas se acerca a la cruz de piedra vacía. Cuatro de ellas caminan juntas, tres son conducidas por otra persona que dobla por aquí y por allí, extendiendo un brazo aquí, inclinando la cabeza allí. De estos cuatro, ninguno trabaja, ninguno aplica las manos a la construcción, sino que simplemente pasean y miran.
El cuervo, si acaso volara más bajo y tuviera pensamientos y conocimiento humano, podría tomar a aquella gente así guiada por una familia: un hombre alto y bien vestido próximo a la madurez cuya cortesía con la mujer diminuta y refinada que está a su lado podría señalarlo como esposo o pretendiente, y un niño bastante crecido camino a la edad adulta. Mientras el hombre y la mujer se mueven como si estuvieran unidos por hilos invisibles que se estiraran, pero solo hasta que se vuelve a tirar de sus extremos, el niño deambula libre aquí y allá, observado muy de cerca por el hombre que los conduce.
Volando más bajo aún, lo suficiente como para respirar el mismo aire que la gente debajo de él respira, el ave entendería por qué la mujer agita una mano delante de su cara con tanta frecuencia y tose en forma delicada junto a su compañero. Porque el aire está lleno de polvo de albañilería, que es al mismo tiempo un olor en la nariz, un gusto en la lengua y una sensación que se deposita en la piel. El polvo de las piedras y el polvo que se convierte en barro revuelto en las semanas de sol... el polvo está por todas partes y nadie puede hacer más que respirarlo. Los que trabajan con él dejan de notarlo hasta que comienza a llenarles los pechos y los hace carraspear y toser.
Aleteando más alto, inadvertido en su ubicuidad, el cuervo escapa del polvo perjudicial de la obra y sus alas golpean el aire cálido y ascendente mientras vuela de regreso a las suculentas sobras de la ciudad. Y entre tanto lo hace, ve otras siluetas que se desplazan por aquí y allá en sus menesteres. Una de ellas, para él menos que una figura humana, se arrastra como si fuera un caracol en posición vertical dentro de un cuerpo de madera. Una mujer camina a su lado, adaptándose a su lento avance. Al cuervo no le interesan, ya los ha visto antes, no significan para él ni más ni menos que las demás figuras que se mueven entre el hedor del verano en la ciudad.
Pero a su alrededor, los cuervos insistentes se estremecen y parten como si tuvieran miedo del contagio.
El cuervo, aprovechándose de esta huida, se abate en picado hacia la cabeza cercenada de un pollo. Todavía está caliente, los ojos apenas congelados. Abalanzándose otra vez en un vuelo desgarbado, el cuervo lanza sus ojos negros y brillantes al niño de cuerpo de madera. Éste mira al ave lo mejor que puede y, mientras su rostro se resuelve en una fealdad retorcida por el esfuerzo de moverse, el niño se pregunta cómo será volar.
Simon no podía imaginar a nadie que fuera tan distinto de su poderoso y carismático padre como John Daker. Rubio cuando Richard era moreno, bajo y fornido frente a la altura elegante de su padre, John poseía una simpleza de discurso y pensamiento que no se parecía en nada a la sutileza intelectual de su padre.
Si Toby hubiera sido saludable, se preguntaba Simon, ¿habría sido para él un interrogante tal como John de seguro debía serlo para su padre? Toby, a pesar del desorden que sufría, quería con desesperación agradar a Simon y se esforzaría hasta caer rendido para lograrlo. Y, lenta e imperceptiblemente, había descubierto que sentía una extraña especie de orgullo por su hijo enfermo. Toby jamás sería cantero —sus manos podían sostener una maza y una gubia, pero nunca llegaría a dominar la precisión que se necesitaba para golpear una con la otra, mucho menos con el grado de fuerza requerido—. Lo había aceptado y aun así, se enorgullecía de los logros de Toby. A diario les había exigido a Henry y a Alysoun que dominaran y se superaran en el oficio que habían elegido, pese a lo que jamás se había enorgullecido de ellos como de los logros conquistados con gran esfuerzo por Toby.
Si hubiera sido un chico común y corriente, ¿habría mostrado tan poco entusiasmo por la profesión de su padre como el que John Daker aparentaba sentir? ¿Se habría convertido, en cambio, en un erudito, monje o sacerdote?
John se dio la vuelta al sentirse observado. Sus ojos se cruzaron con los de Simon. Eran del mismo azul medianoche que los de su padre, pero no poseían nada de su intensidad. ¿Daker permitiría de buen grado que su hijo dejara la vinicultura en manos de su primo Ralph?
—¿Nos hará el favor de explicarnos cómo está construido el edificio? —preguntó John, sosteniendo la mirada de Simon.
—¿Te refieres al plano de planta o a cómo se sostiene en pie el edificio? —preguntó Simon.
—A las dos cosas.
A medida que les explicaba, cuidando de incluir tanto a Ralph y a Anne como al impaciente John, no pudo evitar que sus ojos se demoraran en Anne Daker. Delicada y de apariencia frágil, el pelo sujeto por una redecilla entretejida con perlas, parecía brillar entre el polvo y los desechos de la obra en construcción. Ralph hacía lo imposible para que Anne comprendiera todo lo que se decía y trataba de traducirle las herramientas y el lenguaje de los canteros sin que él mismo diera prueba de comprender demasiado.
¿La trataba siempre como a una tonta? La mujer estaba capacitada para seguir todo lo que se decía sin necesidad de interposiciones; Simon, habituado desde hacía mucho a explicar principios y práctica, tenía un ojo certero para medir la comprensión. La conducta de Ralph habría irritado a Gwyneth hasta el punto de hacerle perder la paciencia en cinco minutos, pero Anne Daker parecía estar ajena a ello y lo aceptaba, tal vez, como algo no más significativo que un cumplido hecho sobre su vestido, que tenía que ver con su costurera y su estatus, y nada con su belleza intrínseca.
Las preguntas de Ralph iban menos al grano que las de su primo, pero se requería mayor atención para responderlas.
Aunque no estaba muy informado sobre construcción, pensaba que sabía cómo debía ser un colegio.
—¿Por qué construye espacios tan abiertos, maestro Kineton? —preguntó Ralph—. ¿Por qué no lo hace al estilo del nuevo colegio universitario de William de Wykeham en Oxford?
William de Wykeham, obispo de Winchester, canciller del reino y patrón de William Wynford, maestro cantero. El colegio podía ser construido bajo el patrocinio y a instancias de Wykeham, pero el diseño era de Wynford.
—El obispo de Winchester lo considera como una orden de clausura —replicó Simon—, un pequeño mundo dentro del cual los estudiosos pueden vivir sin que los molesten. Y para estar seguro en Oxford, es necesario proveer defensas. Por eso Wynford construye paredes altas. —En cuyo interior los eruditos de Wykeham agachan la cabeza, habría agregado, pero no lo hizo.
—Pero esto... —Ralph señaló con una mano larga y de grandes nudillos el edificio que iba creciendo.
Simon esperó que terminara, pero Ralph había expresado su confusión con bastante elocuencia y se calló. Evidentemente, pensó Simon, aunque su tío se sintió satisfecho de encomendarle la supervisión del avance de las obras, no le pareció prudente discutir demasiado sus planes con el sobrino. Por eso, cuando podría haberle dicho a Ralph que compartía la visión de Daker de una institución educativa abierta a la gente de la ciudad, una vía pública donde se podría ver a los estudiosos trabajando, un edificio del que podrían sentirse tan orgullosos como del ayuntamiento, dijo:
—En Salster no hay necesidad de defensas. Los colegios todavía deben esperar la ocasión de que sus vecinos le demuestren violencia.
Siguieron andando y Simon miró a su alrededor, en tanto los obreros se aplicaban a su trabajo con mayor diligencia de la habitual en presencia del representante de su patrón. El sentimiento de alienación respecto a ellos era más fuerte que cuando se vio forzado a emplearlos para la reconstrucción del edificio, en el nuevo solar. Ya no eran hermanos canteros y se habían reducido al rango de meros obreros por su voluntad de destruir lo que habían hecho. No veían el edificio como un ser con vida propia, sino como una simple hilada de piedras, colocadas una sobre la otra, que adquirían una forma especial; una forma sin vida que podía tirarse abajo con la misma facilidad con que se armaba.
Edwin Gore caminaba a grandes pasos entre montones de piedra y obreros que martilleaban, firmando los bloques con su marca de inspección. Nunca le había gustado su capataz, aunque respetaba su capacidad y el conocimiento que tenía de los que trabajan bajo su mando. Simon no tenía ninguna prueba firme de que Edwin, como el resto de los canteros, se hubiera sumado a los oficiales y aprendices insubordinados, pero se había formado su propio juicio. Edwin Gore era el hombre que podía haber detenido la sublevación, y puesto que era inconcebible que lo hubiera ignorado, no haber actuado en consecuencia lo condenaba.
Su mirada se cruzó con la de Simon y luego la apartó, la cabeza inclinada lo justo para indicar el respeto obligado.
Mientras avanzaban, Simon vio con el rabillo del ojo que John se había retirado a un lado para ver trabajar a uno de los canteros. Como respuesta a la luminosidad del día, muchos talladores habían dejado sus bancos en el cobertizo y llevado afuera las piedras para trabajar sobre bancos improvisados encima de caballetes. No era algo que él alentara, ya que en aquellas superficies de trabajo menos confiables había más probabilidades de yerros y golpes mal dados, pero cuando se lo pidieron tuvo que reconocer que era saludable que sus obreros respiraran la menor cantidad posible de polvo ya que éste flotaba con menos densidad en el aire que se agitaba afuera que en la penumbra cerrada del cobertizo.
El joven aprendiz junto al que John se encontraba se había puesto, a las claras, nervioso por la presencia del hijo de su patrón. La maza y la herramienta para pulir colgaban inútiles de sus manos mientras se movía inquieto y respondía tartamudeando las preguntas del chico.
John se dio la vuelta y llamó a Simon.
—Maestro, ¿podría probar a hacer esto?
—¿Cortar piedra?
El niño pedía hacer la tarea de un aprendiz. Era inconcebible y sin embargo... Simon se decidió. Después de todo John era el hijo de Daker.
—Walter —dijo Simon, dirigiéndose a grandes pasos hacia el joven cantero que tartamudeaba, mientras Anne y Ralph lo seguían tras aquel cambio repentino de dirección—, ve a buscar un pedazo de piedra para que el señor Daker haga la prueba por sí mismo.
Walter lo miró sin comprender. Todo el mundo sabía que sólo a los canteros se les permitía cortar la piedra. ¿Cómo podía invitar a aquel niño a que lo hiciera?
—Un trozo de laja, Walter, o una piedra estropeada, si es que tenemos alguna en nuestro cobertizo —Trató en vano de arrancar una sonrisa de la confusión de Walter—. Para que experimente la sensación de las herramientas, nada más.
Cuando se alejó deprisa a cumplir con lo que el maestro le pedía, Simon le explicó a John cómo se trabajaba la piedra toscamente cortada hasta convertirla en un bloque de sillería de cantos perfectos.
—La piedra se termina con un peine de metal —concluyó, sosteniendo en alto la ancha herramienta de numerosos dientes—. Se usa así. —La movió en semicírculos imaginarios sobre el bloque de piedra—. Pule las muescas que deja el martillo de orejas. —Ralph y Anne asintieron apenas, casi sin interés, pero John cogió la herramienta y la examinó con detalle.
—¿No se estropea de tanto trabajar la piedra?
—Claro. Por eso tenemos un herrero aquí. Hace las herramientas, las repara y también las afila.
Espiando con el rabillo del ojo, vio el familiar avance espasmódico de Toby en su armazón. El niño venía a buscar a su padre, seguido un poco más atrás por Gwyneth. Los canteros todavía lo consideraban con preocupación y sospecha; por eso Simon había adquirido el hábito de saludar a su hijo con un gesto cuando aparecía para señalar su presencia. El chico estaba encantado de que su padre le diera la bienvenida en forma tan manifiesta y los albañiles, si bien seguían prefiriendo no tenerlo nunca en la obra, se quedaban más tranquilos sabiendo que era improbable que su inquietante presencia los cogiera desprevenidos.
—¿ Y estos surcos que hay aquí? —preguntó John, justo cuando Simon había abierto la boca para gritar un saludo.
El joven había dado vuelta el bloque y acariciaba con los dedos las ranuras de los costados. Simon volvió junto a él, satisfecho de oír el grito de Gwyneth:
—Maestro cantero, aquí está tu hijo.
—Por ahí corre la lechada de argamasa que la une con una piedra a cada lado —contestó distraído por Toby que venía en dirección a él—. En el frente de sillería, los bloques de piedra se cortan con tanta precisión que es casi imposible que el ojo humano vea la separación que queda entre ellos. Es por eso que debemos cortar un hueco para que la argamasa se asiente allí.
—¿Y el espacio donde una piedra se asienta sobre la otra es tan estrecho?
Simon sonrió.
—Así es, sí. Inferior a la octava parte del ancho, que es de dos centímetros y medio. Entonces usamos una especie de masilla de argamasa, o sea, argamasa hecha con piedra caliza sin arena. Es mejor colocar una capa fina ya que la mezcla de cal viva se seca y se solidifica muy despacio, en tanto que una capa gruesa haría inestable la pared.
—¿Qué es cal apagada? —John Daker no exteriorizaba ningún resentimiento por no comprender las palabras de Simon, sino simple curiosidad.
Simon meneó la cabeza ligeramente. Estaba tan acostumbrado a las técnicas de su oficio que se olvidaba de que los demás no distinguían la cal de la arena. Giró mirando hacia el este y apuntó con el dedo.
—¿Ves aquellas grandes pilas de piedra blanca allí, en la orilla del río?
John asintió.
—Sí, sé lo que es piedra caliza y sé que hay hornos donde se quema la piedra.
—Sí, esa piedra quemada es cal viva.
Detrás de ellos, Ralph y Anne conversaban en murmullos. Walter, que había vuelto del cobertizo con un capacho lleno de fragmentos al hombro para que Simon eligiera, aguardaba sus instrucciones.
—La cal viva es una sustancia muy traicionera —continuó Simon, ignorando a los dos murmuradores y a Walter—. Si entrara en contacto con el agua, o con la humedad, estallaría produciendo calor. A veces se prende fuego alrededor, por eso hay que transportarla con mucho cuidado. La traen aquí y la apagamos dejándola lista para ser transformada en mortero o argamasa.
—¿Puedo ver?
Simon vaciló, mirando a Toby de reojo.
—Muy bien, te lo mostraré.
Tomando al niño del hombro, lo guió hasta la vera del solar, donde la cal viva era apagada en tinas y luego vertida en bateas. Allí se enfriaba y amasaba hasta que desaparecía cualquier grumo de cal viva que se hubiera formado. Cuando iban hacia los pozos de enfriamiento, Toby, al ver la dirección que tomaba su padre, cambió de idea y empezó a empujar su armazón con energía para encontrarse con él en las tinas de apagado. Simon miró a su hijo, notando que sus movimientos eran más libres, menos convulsivos con el soporte del armazón. Toby cogía las manillas para las manos como si ellas también lo sustentaran y con la espalda apuntalada, podía mover las piernas con un andar convulsivo y discordante, empujando la jaula sobre unas tablas estabilizadoras.
Simon era confusamente consciente de que Ralph y Anne no los habían seguido, sino que todavía estaban fuera de las paredes del colegio. Walter iba detrás de su maestro con paso cansino, esperando recibir instrucciones sobre qué hacer con el capacho de piedras que llevaba al hombro. Simon se irritó, ¿acaso el niño no veía que era mejor esperar en el banco de corte hasta que le mostrara a John el apagado de la cal?
El obrero encargado de las tinas, un jornalero que Simon no identificó, no los oyó llegar. Sus hombros encorvados se movían al compás con que agitaba el agua donde la piedra caliza borbotaba y echaba vapor. Mientras ellos se acercaban, se agachó a coger otra palada de cal que depositó con gran cuidado en la tina.
Toby se movía penosamente en su armazón, la cara retorcida mientras luchaba por llegar antes que su padre a las tinas. Simon vio que aquello se había convertido en una carrera y, de manera imperceptible, aminoró la marcha. John, un poco más atrás, hizo lo mismo.
En aquel momento, el obrero de hombros encorvados giró apenas mientras agitaba la mezcla y avistó, de sopetón, la silueta de Toby que arremetía hacia él, con la boca abierta y poniendo en blanco el ojo destapado. Sobresaltado y aterrorizado por aquella figura horrorosa que se aproximaba, el hombre giró sobre sus talones como si fuera a huir, el cucharón para revolver todavía en la mano. El cucharón voló hacia fuera cuando se retorció, cortando el aire con el humeante contenido y dando de lleno en los ojos de John Daker. El niño gritó y se tambaleó hacia atrás casi cayendo mientras sus pies arañaban el suelo sembrado por todas partes de piedra. Walter, cuyo paso no había aminorado con el de Simon, le iba pisando los talones y John chocó con él dando alaridos de dolor y quitándole el aliento del cuerpo. Walter jadeó, se dobló sobre sí mismo y tiró a John al suelo. Al caer, el capacho lleno de piedras se tumbó con una voltereta hacia adelante.
Los gritos de John Daker cesaron en forma abrupta.
El horror se apoderó de cada una de las personas durante un instante. Luego, en el silencio absoluto que sigue inmediatamente a un desastre, se oyó el ruido de los pasos de Gwyneth que corría hacia Toby.
La acción sacudió a Simon de su estupefacción. Se arrodilló y puso las manos en el bloque de piedra que se encontraba cruzado a un costado de la cabeza de John. Lo levantó y viendo lo que había debajo, tuvo náuseas. El costado izquierdo del cráneo del niño, desde la sien a la coronilla, estaba hundido. La sangre, mezclada con fragmentos de hueso destrozados y una pulpa grisácea, fue demasiado para el estómago de Simon.
Gwyneth, dejando a un Toby confuso y lloroso, se arrodilló junto a la cabeza de John y le puso los dedos en la garganta. La tocó, presionó y examinó, y luego apoyó la palma de la mano sobre su pecho. Por último, se humedeció el dorso de la mano con la lengua y la puso debajo de la nariz del niño. La dejó así durante un minuto y luego la retiró, secándose la humedad con la otra mano.
Sin apartar la mirada de John, alzó la mano y cogió el lino con que se cubría la cabeza. Lo desenrolló y lo alisó y lo colocó con delicadeza sobre las ruinas de la cabeza del niño, cubriéndole la frente.
Se puso en pie, miró a Simon y le tendió la mano, pero él se incorporó sin cogerla al mismo tiempo que se secaba la boca con el dorso de la mano.
—No está muerto, Simon. Su corazón todavía late.
Simon estaba anonadado. Se había convencido de que semejantes heridas debían desembocar en la muerte inmediata. Echó una mirada a la cabeza de John, a la sangre que brotaba lentamente por los pliegues del pañuelo de Gwyneth.
—¡Dios mío! —dijo bajito—, ¿qué debemos hacer?
—No podemos dejarlo aquí. Debemos llevarlo a casa de Daker.
Donde pueda morir con decencia, en paz; la frase flotó en el aire sin que ninguno de los dos hablara. Simon miró a su mujer y se dio cuenta de que ella recordaba al padre de Alysoun y la agonía de su muerte sobre el piso de tierra compactada. Pero esta muerte no sería un incidente feliz. No habría ningún niño que coger ni un amor de madre que satisfacer. Aquella muerte —pues Simon no se engañó ni por un instante que con aquellas heridas John viviría—, aquella muerte le traería solo cólera, dolor y pérdida.
Y lo más probable era que la mayor pérdida recayera sobre él.