Capítulo 57

Salster, julio de 1397

Gwyneth estaba de pie, de espaldas a la pared del bloque de viviendas que estaba más al norte, y miraba el colegio, con su piedra caliza brillante bajo la bruma del sol de julio. La construcción central en forma de octógono se erguía casi hasta alcanzar el máximo de su altura y las inmensas ventanas, con la tracería que todavía no encerraba nada más que aire caliente y polvoriento, estaban terminadas. La próxima estación sería testigo del cimborrio ya colocado, aunque Gwyneth todavía no sabía cómo obtendría Simon la enorme cantidad de cristal que necesitarían para que el edificio lleno de luz quedara cerrado herméticamente contra el viento y el agua.

La cuestión de cómo se encontraría el dinero para comprar el importantísimo cristal era una ansiedad constante en ella. Simon se mostraba alegre y seguro a través de sus cautelosas comunicaciones. Él lo suministraría, ella no debía temer sino construir el colegio y confiar en él para el acristalamiento.

Había confiado en él una vez, y también confiaba en él entonces al respecto, aunque ignoraba cómo mantendría en pie la promesa.

Henry se acercaba a ella a pasos largos y levantando con los pies el polvo de un largo período de sequía. El próximo año para esa época, reflexionaba Gwyneth, las losas del pavimento que evitarían el polvo de las pisadas estarían colocadas.

—¿Cómo está ella? —preguntó Gwyneth. Henry había venido directamente de la casa que ella y Simon habían compartido una vez. Allí vivía ahora junto con Henry, Alysoun y sus hijos desde que los Ackland habían regresado a Salster, dos años antes.

—Dice que no ocurrirá nada hasta el atardecer, como muy temprano.

—Bueno, a estas alturas debe de conocer bien las características de su cuerpo —respondió con la mente llena de imágenes de Sim, un robusto muchacho de nueve años, y de sus hermanas, Meg y Beth—. ¿Los niños la molestan mucho?

—No. A Sim se le ocurrió montar juegos en el jardín para entretener a sus hermanitas. Me dijo en íntima confianza que le parecía que en un día como el de hoy las niñas eran un fastidio para su madre.

—¡Es todo un hombrecito ya!

—No tanto que no tenga esperanzas de tener un hermanito. Se cansa del juego de las niñas; quiere otro varón en la casa.

—Te tiene a ti.

Henry sonrió.

—Sí, mucho más de lo que nunca me tuvo mientras estaba sometido a la voluntad del rey.

—¿ Y el escribano del rey no puso en duda que te comportes igual que un hijo para mí ahora que te necesito? —le preguntó con las cejas arqueadas.

—Si lo supiera, me parece que el rey se pondría nostálgico pensando en la lealtad que le tengo a mi madrastra —se burló de sí mismo Henry.

—Pobrecito, conoce bastante poco la lealtad.

Henry resopló.

—Me atrevo a decir que los señores a quienes puso en prisión últimamente para someterlos a juicio dirían que es él quien demuestra tener muy poca lealtad.

—Ellos también lo hicieron padecer negándole el señorío de su propio reino, no lo olvides.

—Quizá eran más sabios de lo que pensamos —soltó Henry.

Gwyneth lo miró sorprendida por sus palabras. Henry no estilaba expresar con tanta libertad sus opiniones políticas, si de verdad las tenía.

—¿No te gusta su gobierno?

Henry miró en torno, como si sus palabras pudieran llegar a unos oídos recelosos.

—Cuando el rey y sus nobles se enfrentan, ¿cómo podrá prosperar el pueblo? Siempre sufriremos a manos de uno u otros mientras luchan por el poder.

Gwyneth volvió a mirarlo de soslayo. Henry siempre había sido un admirador tan ciego de la nobleza...

—Cada vez te pareces más a Simon cuando hablas, mi niño.

Henry hizo una mueca que conmovió las fibras más sensibles de su corazón haciendo que retrocediera con su mente a aquel día, hacía ya tantos años, en que su marido le había presentado al niño harapiento.

—Cuando un hombre dice que las leyes de Inglaterra proceden de su boca, sea lo que sea que se digne decir, entonces discrepo —masculló con ferocidad.

Gwyneth sintió su vehemencia. Henry no era rebelde por naturaleza y su alma honrada se desgarraría por tener que admitir que la insistencia del rey en que su gobierno estaba decretado por derecho divino no casaba bien con los ingleses. Antes de la Conquista —¡cuántas veces se lo había oído a su padre!— el señorío era para el bien común y todavía había quienes recordaban que la palabra lord en la antigua lengua era hlaford, es decir, 'guardián del pan', 'sostén de su pueblo'. Ricardo, con su estilo de vida de derroche mantenida a costa de impuestos, se encontraba en el polo opuesto de aquel señorío inglés pues según él lo entendía, era su pueblo el que debía sostenerlo a él.

Gwyneth apoyó la mano en el hombro de Henry sin responder.

—No te preocupes, mamá —sonrió lánguido, mirándola a los ojos—. Expresaré con prudencia mis opiniones delante de los demás. No temas, no me cogerán por traición.

—¿O por herejía?

Henry no le respondió en forma directa, pero Gwyneth supo por su expresión que pensaba en Simon.

—¿Has recibido noticias recientes? —le preguntó.

—No, desde la carta sobre la tercera cantera en Kineton.

—¿Piensas que agotará la totalidad de la piedra de sus tierras?

Gwyneth se encogió de hombros. La piedra de Kineton le interesaba muy poco más allá de ver terminado el colegio. Desde que Toby había muerto estaba ciega para el futuro y lo único que veía era la tarea que tenía frente a ella: construir el colegio por cuya terminación él había dado su vida.

No veía a Simon desde la Pascua, cuando había acompañado a Henry, Alysoun y los niños a Kineton para pasar los doce días con él. Era un Simon aplacado, que preguntaba por el colegio en términos generales, como si no quisiera contrariarla poniendo en peligro la finalización de la tarea. Había esbozado los planes para ampliar la excavación de piedra en su finca de Kineton y le había dado a Henry instrucciones detalladas respecto a las gabarras y a los hombres que había que enviar al finalizar el invierno, pero eso había sido todo. Por lo demás, había jugado con los niños y les había mostrado una dedicación que Gwyneth hubiera jurado que él no poseía, asegurándose de que la casa solariega fuera cómoda para la familia, incluso con sillitas para los niños que él mismo había fabricado y que ella había examinado con mirada crítica pero aprobatoria.

Simon había sido fiel a la palabra que les había dado a ella y a Brygge, y desde el día en que el alcalde le había advertido sobre las intenciones de Copley no volvió a poner un pie en Salster, ni siquiera en la campiña que la rodeaba.

—¿El pequeño espino todavía crece feliz? —preguntó parado en la puerta de la alcoba que había destinado para Gwyneth, mientras ella empacaba la ropa para el viaje de regreso a Salster.

No lo miraba pero su voz se quebró cuando respondió:

—Sí, Simon, el árbol de Toby crece a pesar de todo.

El se había acercado a ella y se habían unido en un abrazo torpe. Simon le acarició el pelo y se sintió reconfortada, aunque estaba contenta de que él no hiciera ningún movimiento para avanzar más allá del abrazo. Aunque su cuerpo ansiaba el consuelo de otra caricia, no podía soportar las ternezas que alguna vez habían dado vida a un hijo dentro de ella. Esa unión sería algo frío y sin vida en aquel momento, y era incapaz de soportar el pensar en ella.

Aquel día Gwyneth sintió que la aprensión crecía dentro de ella cuando Nicholas Brygge entró a la obra un poco más tarde. El político Brygge siempre había guardado distancia del colegio por el bien de los dos, aunque, no obstante esa precaución, había puesto mucho esmero en asegurarle a Gwyneth que sería su protector en todos los sentidos mientras estaba privada de su marido. Hasta el día en que Henry le había alegrado el corazón anunciándole su decisión de volver a Salster, Gwyneth pensaba agradecida que si Ralph o cualquier otro la importunaban, podía apelar a la autoridad del alcalde.

—Señor Brygge —lo saludó cuando estaba a un par de pasos de distancia—. ¡Bienvenido! ¡Buenos días!

Brygge le retribuyó el saludo e inspeccionó el edificio haciéndose pantalla con la mano.

—Pronto necesitará un techo, ¿no es cierto?

Gwyneth negó con la cabeza.

—Este año no. No me arriesgaría a colocar un techo como el que tengo planeado sobre unas paredes verdes como éstas. Es necesario que se asienten y endurezcan antes de que puedan aguantar cualquier peso. —Suspiró mientras alzaba la vista hacia el espacio vacío donde se levantaría el techo—. Y en cuanto al acristalado... —rezongó para sí.

—¿El acristalado? —inquirió Brygge.

Gwyneth giró para mirarlo, abriendo la boca para disculparse por expresar sus preocupaciones en voz alta, pero cuando vio su semblante se calló y suspiró.

—La dote no nos permitirá colocar los cristales del colegio cuando la estructura esté terminada —dijo con franqueza—. Tendríamos que esperar varios años hasta que nos alcancen los ingresos para poder pagar todo el cristal que necesitamos. —Sus miradas se cruzaron un momento—. El señor Daker se había comprometido a proveerlo por separado.

Brygge asintió pensativo.

—Y si se viera obligada a esperar, ¿los cinco años concedidos por el tribunal expirarán y dejarán a Ralph Daker en libertad para volver a reapropiarse de las tierras de su tío?

Gwyneth asintió sin pronunciar una palabra, con la mirada fija en el soleado edificio octogonal.

—¿Cuál es la intención de su marido?

—Dice que debo confiar en él, que él asegurará el bienestar del colegio.

—¿Pero usted teme que no lo haga?

—Tengo miedo de que se alie con aquellos que el rey convierte en enemigos, a los que persigue, a aquellos cuyas palabras y acciones la Iglesia proscribe y busca tachar de herejes —respondió Gwyneth, mientras todas sus ansiedades sobre las intenciones de Simon brotaban a la superficie en un flujo de emociones violento y repentino.

—¿Como los simpatizantes de los lolardos?

Gwyneth no respondió en forma directa.

—Desde el momento en que la Iglesia ha condenado las enseñanzas de Wyclif, Inglaterra no es segura para los que creen como él...

—Nunca es seguro creer en algo que contradice las creencias sostenidas comúnmente, señora Kineton. Siempre es visto como locura o amenaza.

—Pero ahora saca a la gente de la Iglesia, con un interdicto... la llama hereje.

Brygge la miró a la cara, los ojos serenos.

—¿Interdicto? ¿Hereje? El que cree como nosotros no siente ningún afecto por la eucaristía de la Iglesia corrupta. ¿Hereje? Si eso significa que un hombre cree lo contrario de las enseñanzas de la Iglesia, entonces sí, soy un hereje. Estas palabras no me impresionan ni me hacen temblar.

Gwyneth lo miró como una madre mira a su hijo modular frases de adulto cuyas verdaderas implicaciones no comprende.

—¿ Entonces no se sorprenderá ni temerá si lo meten en las mazmorras del obispo, señor Brygge? ¿Si por voluntad del rey y sus ministros le retiran el favor concedido a su cargo? —Ella seguía mirándolo con mirada desafiante y desapasionada—. Si se opone a la Iglesia, según sus ministros usted se opone a Dios. Y si va contra Dios, según el rey, que cree que fue investido por Dios, usted va contra la misma corona del país.

Brygge, con la cara ensombrecida por una emoción que Gwyneth desconocía, miraba más allá de ella, como si viera a otra figura, mientras él hablaba:

—El obispo no me tocará a mí ni a los míos a menos que quiera que se produzcan disturbios en las calles de la ciudad.

—Pero al margen de que sea mi amigo, no estoy preocupada por usted, sino por Simon. Y por mí —Lo miró directo a la cara, como midiéndolo—. El populacho puede cometer disturbios por usted, pero no saldrá a las calles para proteger al colegio.

Brygge infló los carrillos y frunció los labios mientras pensaba.

—No subestime a nuestros conciudadanos, señora Kineton, y acuérdese de la Gran Rebelión. Aquí en Salster no nos faltó el fervor de la rebeldía. Creo que nosotros, igual que cualquier ciudad del país, demostramos que no nos quedaremos en el sitio que otros hayan decretado por nosotros si consideramos que es injusto.

Gwyneth agitó la mano con un gesto más apropiado para descartar un chisme calificándolo de improbable.

—¿Qué tiene que ver eso con el colegio, señor alcalde?

Brygge la tomó del brazo y salieron del recinto. Allí, la atmósfera era menos polvorienta y el perfil de la muralla de la ciudad y de los edificios amontonados a sus pies parecían más nítidos y brillantes bajo el aire de junio, como si hubieran sido dibujados por una pluma más fina. Gwyneth se echó a un lado para dejar pasar a un niño que, no sin dificultad, arrastraba una carretilla pesada y difícil de maniobrar.

—Señora Kineton, ¿qué se propone hacer con el colegio una vez que esté terminado? —le preguntó Brygge en voz baja y suave como para que solo ella lo escuchara.

—¿Qué me propongo? —Gwyneth recorrió, sin ver, la calle que tenían enfrente, mientras su mente se apresuraba a formular una respuesta que lo dejara satisfecho.

—Seré más preciso. ¿Está dispuesta a cumplir con la meta original de Daker de que la dote pague tanto la enseñanza como el hospedaje para que no solo los que son adinerados puedan aprender? —Como no recibió ninguna respuesta, insistió—: ¿A que la lengua de instrucción sea el inglés, para formar hombres que puedan pensar y actuar en el mundo y no estúpidos que se sienten más allá del comercio y la reflexión de cuestiones abstrusas?

Clavó una mirada insistente en la sien de Gwyneth, que parecía quemarle la cofia bien encasquetada, y entonces ella se dio vuelta de súbito para enfrentarlo furiosa por haberle puesto de manera tan manifiesta frente a ella un dilema del que había apartado los ojos durante tanto tiempo.

—¿Y cómo puedo cumplir esos propósitos? ¿Dónde encontraré hombres que desafíen la autoridad de la Iglesia? ¡Cualquiera que obtenga un título de la universidad deberá tener la aprobación del canciller! —Desvió los ojos de él—. ¡De Copley!

Brygge no reaccionó alzando el tono, sino que siguió hablando en voz baja y vehemente, como si tejiera alrededor de ellos una trama invisible, para que la gente no los escuchara ni los viera de pie juntos, bajo el aire caliente y lleno de ruidos.

—Al señor Daker —le informó deprisa en voz baja— no le preocupaba formar parte de la universidad. Había decidido que debía fundarse un gremio de estudiantes nuevo, fuera de esas convenciones. Su colegio debía ser autónomo, sin necesidad de la aprobación ni de Copley ni de ninguna otra autoridad.

Gwyneth lo miraba enmudecida, como si le hubiera crecido la cola y hubiera comenzado a ladrar.

—¡Es una locura! —declaró al fin e hizo ademán de dar la vuelta a la obra, pero Brygge la cogió del brazo y no la soltó hasta que ella giró, encolerizada.

Levantó las manos preventivamente delante de la cara, como si se protegiera de las palabras de enojo de la mujer.

—Señora Kineton, perdóneme porque mis manos la han tratado sin gentileza —la soltó y dejó caer los brazos a los costados, esperando a ver si ella se quedaba o se iba.

Gwyneth entornó los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho, sin moverse del lugar, invitándolo con su silencio a dar su opinión.

—No es una locura, señora, solo que nunca se ha hecho en Inglaterra. Pero es algo común en Italia, donde el abuelo del señor Daker tenía su negocio. Allí, los que aprenden llevan las riendas de quienes enseñan. Es el estudiante el que decide lo que quiere aprender y la forma; él es el que paga a los maestros y, como todos sabemos, el que paga...

—... Manda —finalizó Gwyneth, un poco abstraída, como desestimando otra vez sus palabras con la mano—. Pero no estamos en Italia sino en Inglaterra, señor Brygge, y aquí la Iglesia paga a sus maestros, y la Iglesia manda. Y en esta ciudad la Iglesia es Robert Copley. Jamás tolerará semejante idea. ¿Que el inglés se abra paso a codazos para ocupar el lugar del latín? —Bajó la voz y la mirada al mismo tiempo y farfulló—: Eso huele a Wiclif y a su Biblia.

—Pero Copley puede hacer la vista gorda —dijo con urgencia—, a lo que no ve. ¿ Si la enseñanza en inglés se hace dentro del colegio, y no ante la vista del público? ¿Si tiene lugar aquí, dentro del salón, en lugar de la sala del deán como hacen los hombres de la Iglesia?

Ella le lanzó una mirada iracunda.

—¿Y usted cree con sinceridad que cerrará los ojos y que nos dejará hacer? Porque yo no lo creo.

Brygge tragó saliva y habló con voz fría y monótona:

—¿Entonces elegirá solo maestros que sean aceptables para Copley?

—A mí no me corresponde elegir. Me ocuparé de levantar el colegio, nada más.

Pero si usted no lo hace, ¿quién lo hará? —imploró Brygge, con la voz oprimida por una pasión que nunca antes le había escuchado—. Richard Daker murió, y su heredero antes que él; Ralph se opone a la mera idea del colegio y Anne, la viuda, seguirá a Ralph en todo lo que le convenga hacer, y Simon no puede volver a la ciudad por miedo a que el obispo lo arrastre delante de un tribunal eclesiástico y lo juzgue por herejía. —Brygge se quedó mirándola y Gwyneth se asombró de que aquello llegara tan cerca del corazón del alcalde—. Si usted no lo hace —dijo—, nadie lo hará.

Testamento
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