Capítulo 44

De: CatzCampbell@hotmail.com

A: Damiarainbow@hotmail.com

Asunto:

¿Qué quieres decir con «todavía no»? ¿Todavía no, o no hasta que hayas decidido cómo decirme que en verdad no quieres venir a Nueva York? ¿O hasta que hayas terminado de hacer otra cosa más importante que venir a vivir conmigo? ¿O hasta que hayas juntado coraje de plantar a alguien nuevo y volver conmigo?

¡¿Qué?!

Damia, la cabeza inclinada sobre el teclado mientras tecleaba furiosamente con cuatro dedos, ardía de indignación, inflamada por la egocéntrica petulancia de Catz. Con el corazón latiéndole a toda velocidad como si corriera presa de pánico y la piel húmeda a causa de la tensión, no pensaba en lo que escribía ni medía las palabras. Una parte de ella sabía que jamás enviaría aquella respuesta incendiaria, pero sin embargo necesitaba dar rienda suelta a los sentimientos de traición y pérdida que había reprimido desde la partida de Catz y reconocer cómo la había herido en lo más profundo.

Hasta este día no sabía si la cobardía o la lealtad le habían impedido mostrarle a Catz cómo se había sentido cuando, casi un año atrás, su amante le había anunciado que se tomaba un año sabático en Nueva York y que se iría en menos de tres meses.

Había sido el fin de semana siguiente a que Damia le revelara que deseaba tener un hijo. Como lo hacía prácticamente todos los viernes, había ido de Salster a Londres en tren, la maleta en el suelo delante de los pies que no le dejaba lugar para la pierna y provocaba molestias cuando los pasajeros del lado de la ventanilla querían bajar.

Como no era capaz de enfrentarse a la idea del metro con su aire cálido y viciado y los pasajeros silenciosos en animación suspendida entre paradas, había optado por tomar tres ómnibus para llegar al loft de Catz.

Cuando llegó, cansada y con calor, había notado enseguida que Catz estaba con el ánimo excitado. En lugar de encontrar a su amante en la cocina preparando comida o repantigada en el sofá viendo la televisión, Catz estaba haciendo limpieza general.

—¿Qué es esto, la infeliz se rebela? —había preguntado con una repentina inquietud y refugiándose en la sátira.

—No te haces idea de cuánta mierda hay en estos armarios —había respondido Catz—. ¿Para qué guardo todo esto? —Se apartó del armario apoyada en la manos y rodillas, el pelo pegado a la frente empapada.

Damia notó el pelo despeinado.

—¿Cuánto hace que llevas con esto?

—Un par de horas.

En todo el tiempo que hacía que estaban juntas, Damia jamás había visto a Catz embarcarse en tareas domésticas. Tres veces a la semana una limpiadora descendía sobre el departamento como la furia de un dios particularmente orgulloso de la casa y con anterioridad al brote actual e inusitado de orden, Catz siempre se había contentado con dejar que las cosas se acumularan en los armarios.

Cuando Damia preparaba el té, Catz, alérgica como siempre al silencio, anunció en forma inopinada:

—Conseguí que un empleado de la agencia de alquiler venga mañana a ver el lugar.

Damia sintió que le subía la adrenalina, y sus emociones respondían antes de que su intelecto se despertara. Mientras en su mente se fusionaba la visión de las dos viviendo juntas en una casa adosada en Salster no habló, por temor a que no fuera cierto, y que aquello no fuera lo que Catz quería decir.

Dos segundos después la visión se desdibujó y Damia jamás había agradecido tanto su propia reticencia.

—Me voy a Nueva York por un año —aclaró Catz, con un tono más apropiado para el anuncio de una cita inexorable con un consejero financiero—. Me han ofrecido un puesto como artista residente. Es América —afirmó, como si con ello cerrara el razonamiento—. Es una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla.

Las palabras de Catz se hundieron en lo más íntimo de Damia como un metal pesado, dejándola helada e insensible al tiempo que se asentaba con la premonición de un veneno lento e insidioso.

—¿Cuándo? —preguntó con la voz ronca.

—¿Cuándo qué?

—¿ Cuándo te lo ofrecieron?

La respuesta llegó sin una pausa para hacer memoria.

—El jueves.

—¿Por qué no me lo contaste?

—Quería decírtelo cara a cara.

—¿No crees que deberíamos discutirlo? —protestó Damia.

Catz interrumpió lo que estaba haciendo y se reclinó en los talones, mientras se volvía para mirar a Damia.

—¿Qué? —dijo, con una actitud casi beligerante—. ¿Así como discutimos la posibilidad de tener un bebé? Ninguna discusión respecto a si tuviéramos..., solo cuándo.

—Movió los dedos en el aire indicando que citaba sus palabras: «Me parece que tenemos que hablar de cuándo tendremos un bebé».

La hostilidad de las palabras de su amante la desconcertaron.

—Yo supuse... No pensé que el caso se prestara a un si... —Balbuceó y se quedó callada, los ojos clavados en la expresión cerrada del rostro de Catz.

—¿Y qué si lo es? —Catz lanzó las palabras como un desafío—. Si yo no quiero un hijo, ¿vas a decir: «Oh, muy bien, entonces, no lo tendremos?».

Damia se sentó temblando de arriba abajo en un taburete frente a la isla que estaba en medio de la cocina. Si la discusión hubiera sido por cualquier otro motivo, habría protestado pidiéndole a Catz que se tomara las cosas con más calma, que hacía apenas tres minutos que había franqueado la puerta. Pero no lo era y miró a Catz sin comprender.

—¿Esto es un castigo? —preguntó al fin, mientras el dolor y la incredulidad le hacían alzar la voz.

—No. Pero lo que dijiste me demostró hacia dónde veías tú que iba nuestra vida. Necesito averiguar hacia dónde veo yo que va.

—Huyes.

—No me has escuchado, Damia. Si huyo, es hacia algún sitio.

Las palabras heladas de Catz eran menos significativas que el que la hubiera llamado por su nombre completo. Muy poco después de haberse conocido, Catz, sin darse cuenta, empezó a llamarla con el nombre que Damia usaba de pequeña: Mia. No podía acordarse de la última vez que su amante la había llamado por el nombre de pila. Y eso le había trasmitido, con mayor eficacia que el enojo inútil, la impresión de que Catz se alejaba en forma deliberada del círculo interior de su vida.

Damia echó el cuerpo atrás frente al teclado del ordenador y se sacudió los hombros hacia arriba sin dejar de mirar la pantalla donde leyó:

«Parece que crees que yo no existo fuera de mi relación contigo. Bien, eso es insultante y también un error. Si escuchaste algo de lo que te dije durante los últimos seis meses, te darías cuenta de que lo que hago aquí es muy importante para mí. No puedes pedirme que deje todo y vaya a Nueva York solo porque has cambiado de opinión respecto a vivir juntas. Jamás te pediría que dejaras de pintar para que podamos estar juntas; ¡por Dios, me he pasado cuatro años soportando que me dijeras que no puedes vivir conmigo porque tu arte sufrirá si te domesticas! Catz, lo importante es esto: estoy harta de tener una relación de tiempo parcial, pero no iré a Nueva York. Si quieres que vivamos juntas, ven tú a vivir aquí. Puedes pintar en cualquier sitio que estés, yo tengo un empleo fijo. Ah, y a propósito, el bebé se ha convertido en un tema no negociable».

Damia se inclinó y sin darse la oportunidad de echarse atrás, apretó la tecla y mandó el mensaje.

Testamento
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