LLEGADA A KENIA

Un esplendoroso aire tropical nos recibe a nuestra llegada al aeropuerto de Mombasa, y allí mismo lo presiento y lo noto ya: este es mi país, aquí me sentiré a gusto. Pero, por lo visto, solo yo me muestro receptiva al aura que nos envuelve, pues Marco, mi novio, exclama sin eufemismos:

—Aquí huele que apesta.

Tras los trámites aduaneros, el safaribús nos lleva a nuestro hotel. Durante el trayecto tenemos que atravesar en ferry un río que marca los límites entre la costa sur y Mombasa. Hace calor, y nosotros seguimos asombrados nuestro viaje en el autocar. En este momento aún no sé que dentro de tres días este ferry cambiará bruscamente mi vida, que la va a alterar de manera radical.

Al otro lado del río recorremos, durante aproximadamente una hora, carreteras comarcales que cruzan pequeños poblados indígenas. La mayoría de las mujeres que nos miran sentadas a la puerta de las sencillas cabañas parecen musulmanas y van envueltas en telas negras. Al fin llegamos a nuestro hotel, el Africa-Sea-Lodge. Se trata de un complejo moderno, si bien construido en estilo africano, y nos instalamos en una cabaña circular amueblada con gusto y acogedora. Una primera escapada a la playa refuerza una sensación sobrecogedora: este es el más hermoso de todos los países que he visitado jamás, y aquí quisiera quedarme.

Al cabo de dos días, nos hemos aclimatado perfectamente y, por nuestra propia cuenta, queremos tomar el autobús de línea para ir a Mombasa y el Likoni-Ferry para realizar una visita a la ciudad. Discretamente pasa a nuestro lado un hombre rasta y le oigo decir:

—Hachís, marihuana.

Yes, yes, ¿dónde podemos conseguirlo? —asiente Marco.

Tras una breve conversación nos indica que le sigamos.

—¡Déjalo, Marco, es demasiado peligroso! —le digo, pero él hace caso omiso de mis advertencias.

Cuando llegamos a una zona de chozas destartaladas, trato de suspender la operación, pero el hombre nos explica que le esperemos y, acto seguido, desaparece. Me siento incómoda y, al fin, también Marco comprende que lo mejor sería marcharnos. Estoy furiosa y le pregunto alterada:

—¿Ves ahora lo que puede pasar?

Está cayendo la tarde y deberíamos iniciar el regreso. Pero ¿en qué dirección? No recuerdo dónde atraca aquel ferry, y también Marco me falla miserablemente. Tenemos así nuestra primera disputa importante y, solo tras una larga búsqueda, alcanzamos nuestra meta y divisamos el ferry. Cientos de personas con cajas llenas a rebosar, carretillas y jaulas de gallinas se agolpan entre los coches. Parece que todo el mundo quiere subir a ese ferry.

Al fin, también nosotros estamos a bordo y, entonces, sucede lo inimaginable. Marco dice:

—¡Corinne, mira allá enfrente, aquel hombre es un masai!

—¿Dónde? —pregunto y miro en dirección contraria.

Al fin, lo veo, y es como si sobre mí cayera un rayo. Hay allí un hombre alto, muy moreno, muy hermoso y muy exótico, sentado displicentemente en la barandilla del ferry. El hombre clava en nosotros sus ojos oscuros. Somos los únicos blancos entre todo el gentío. Dios mío, pienso, qué guapo es, jamás he visto nada igual.

Lleva por única vestimenta un paño que le cubre las caderas. En cambio, sus adornos llaman la atención. En la frente tiene un reluciente y enorme botón de nácar con cuentas multicolores. Sus largos cabellos rojos están recogidos en finas trenzas y su rostro está cubierto de signos pintados que se extienden hasta el pecho, sobre el que cuelgan dos largos collares de cuentas de colores. En las muñecas lleva varios brazaletes. Su rostro es de una hermosura tan armónica que se podría confundir con el de una mujer. Pero su porte, la mirada orgullosa y la musculatura tensa y recia denotan que se trata de un hombre. Ya no soy capaz de apartar la mirada. Tal como está sentado allí, bajo el sol a punto de ponerse, parece un dios joven.

Dentro de cinco minutos no volverás ya a verlo nunca más, pienso compungida, pues atracará el ferry y todos se lanzarán a la carrera hacia los autobuses y desaparecerán en todas direcciones. La idea me entristece. Me empieza a faltar el aire. En este momento, Marco, a mi lado, está terminando la frase:

—… hemos de tener cuidado con estos masai, se dedican a robar a los turistas.

Pero en este instante me da absolutamente igual. Estoy pensando febrilmente la manera de entrar en contacto con aquel hombre cuya belleza me ha dejado sin aliento. No domino el inglés y limitarme a mirarle intensamente tampoco conduce a nada.

Están bajando la rampa de la carga y todo el mundo se agolpa para bajar a tierra entre los coches que abandonan el ferry. Del masai no veo ya más que su espalda reluciente cuando, con ágil paso, se aleja entre las demás personas que avanzan pesadamente con su carga. Adiós, se acabó, pienso, y estoy a punto de echarme a llorar. Ignoro por qué aquella idea me afecta tanto.

Volvemos a tener tierra firme bajo los pies y nos vamos empujando hacia los autobuses. Entretanto ha llegado la noche, en Kenia oscurece bruscamente en el transcurso de media hora. Los numerosos autobuses se llenan rápidamente de gente y de equipajes. Estamos allí, de pie, sin saber qué hacer. Aunque recordamos el nombre de nuestro hotel, ignoramos en qué playa se alza. Llena de impaciencia, le doy un codazo a Marco:

—¡Anda, pregunta a alguien!

Él opina que eso es asunto mío, a pesar de que no he estado nunca antes en Kenia y de que no hablo inglés. Al fin y al cabo fue idea suya ir a Mombasa. Me siento triste y pienso en aquel masai que ya se me ha metido muy dentro de la cabeza.

Es noche cerrada y seguimos plantados allí, peleándonos. Todos los autobuses han partido ya, cuando a nuestras espaldas una voz grave dice:

Hello!

Nos volvemos los dos a la vez y por poco se me para el corazón. ¡Mi masai! Es muy alto. Me pasa una cabeza, pese a que yo mido metro ochenta. Nos está mirando y hablando en un idioma que no entendemos. Mi corazón parece querer saltárseme del pecho, me tiemblan las rodillas. Estoy completamente trastornada. Entretanto, Marco intenta explicar adónde hemos de ir.

No problem —replica el masai y nos da a entender que esperemos.

Pasa media hora y yo no hago nada más que mirar a aquel hermoso ejemplar de hombre. Apenas me presta atención. Marco, en cambio, reacciona muy irritado:

—¿Qué diablos te pasa? —quiere saber—. Te estás comiendo con los ojos a este hombre. Es una vergüenza. ¡A ver si te comportas correctamente! Pero ¿qué te pasa?

El masai sigue a un paso de nosotros, sin decir palabra. Solo por la silueta de su cuerpo esbelto, y por su olor, que ejerce sobre mí un efecto intensamente erótico, noto que sigue allí.

Junto a la estación de autobuses hay pequeñas tiendas que más bien parecen barracas y que ofrecen todas lo mismo: té, dulces, verdura, fruta y carne colgada de ganchos. Ante los tenderetes débilmente iluminados con lámparas de petróleo hay personas vestidas con harapos. Somos blancos y llamamos mucho la atención aquí.

—Volvamos a Mombasa y busquemos un taxi. De todas formas, el masai no entiende lo que queremos y no me fío de él. Además, tengo la impresión de que te ha embrujado en el mejor sentido de la palabra —dice Marco.

A mí, en cambio, se me antoja providencial que fuera precisamente él quien, entre todos aquellos negros, se hubiera dirigido a nosotros.

Cuando, un instante después, para un autobús, el masai dice:

—¡Venir, venir! —Sube a él de un salto y nos reserva dos asientos.

«¿Volverá a bajar o vendrá con nosotros?», me pregunto. Para tranquilidad mía toma asiento al otro lado del pasillo, directamente detrás de Marco. El autobús avanza por una carretera comarcal sin ningún tipo de iluminación. De vez en cuando se divisa entre las palmeras y los arbustos algún fuego y se intuye la presencia de seres humanos. La noche lo transforma todo, hemos perdido completamente el sentido de la orientación. A Marco el trayecto le parece excesivamente largo y varias veces trata de bajarse. Gracias únicamente a mis intentos de persuasión, y tras algunas palabras del masai, comprende que tenemos que confiar en aquel desconocido. Yo no tengo miedo, al contrario, quisiera seguir viajando así eternamente. La presencia de mi amigo empieza a molestarme. Todo lo ve de forma negativa y ¡encima me tapa la vista! No hago más que pensar qué ocurrirá cuando lleguemos al hotel.

Al cabo de hora y pico llega el temido momento. El autobús se detiene y Marco baja aliviado, tras dar las gracias. Yo vuelvo a dirigir una última mirada al masai, soy incapaz de formular palabra alguna, y me bajo del autobús a toda prisa. El autobús continúa viaje, a cualquier lugar, tal vez incluso a Tanzania. A partir de este momento ya no consigo recuperar la sensación de estar de vacaciones.

Reflexiono mucho sobre mí, sobre Marco y sobre mi negocio. Desde hace casi cinco años tengo en Biel la exclusiva de una cadena de tiendas de moda de segunda mano con una sección para trajes de novia. Tras algunas dificultades iniciales, el negocio marcha estupendamente y, entretanto, ya doy trabajo a tres modistas. Con veintisiete años he logrado alcanzar un muy digno nivel de vida.

A Marco lo conocí con motivo de los trabajos de carpintería que fueron necesarios para la decoración de mi boutique. Era cortés y divertido y, como yo llevaba poco tiempo viviendo en Biel y no conocía a nadie, acepté un buen día su invitación a comer. Poco a poco se fue consolidando nuestra amistad y, al cabo de medio año, nos fuimos a vivir juntos. En Biel se nos considera una «pareja de ensueño», tenemos muchos amigos, y todos esperan la fecha de nuestra boda. Pero a mí me llena completamente mi trabajo y estoy buscando una segunda tienda en Berna. Apenas me queda tiempo para pensar en una boda o en hijos. Lo cierto es que Marco no está muy entusiasmado con mis planes, seguramente también porque ya ahora yo gano muchísimo más que él. Eso lo lleva de cabeza y ha sido últimamente motivo de algunas discusiones.

¡Y ahora esta experiencia completamente nueva para mí! Sigo intentando comprender lo que me pasa. En este momento me siento muy lejos de Marco y me doy cuenta de que apenas le presto atención. Este masai me ha comido el coco. Soy incapaz de comer. En el hotel hay unos bufés exquisitos, pero la comida se me atraviesa en la garganta. Por lo visto, se me ha hecho un nudo en los intestinos. Me paso todo el día mirando la playa o paseando por ella con la esperanza de verlo. De vez en cuando veo a algún masai, pero todos son más bajos y distan mucho de ser tan hermosos. Marco me deja hacer, tampoco le queda otro remedio. Piensa con añoranza en el viaje de regreso porque está firmemente convencido de que entonces todo volverá a la normalidad. Pero este país ha sacudido los fundamentos de mi vida, y ya nada será como antes.

Marco decide realizar un safari a Masai Mara. La idea no me hace mucha gracia, pues si nos vamos no tengo ninguna posibilidad de volver a encontrar al masai. Pero acepto un viaje de dos días.

El safari resulta fatigoso, porque los autocares se adentran profundamente en el interior del país. Llevamos ya varias horas de viaje y, para Marco, todo se desarrolla con demasiada lentitud.

—Por un par de elefantes y leones, no hubiera hecho falta este viaje tan agotador, también podemos verlos en el zoo de nuestro país.

A mí, en cambio, me gusta el viaje. Pronto llegamos a los primeros poblados de los masai. El autocar se para y el conductor pregunta si nos apetece visitar las cabañas y sus habitantes.

—Claro que sí —exclamo, y los demás participantes del safari me echan una mirada crítica.

El conductor pacta un precio. Con zapatillas de deporte blancas atravesamos el terreno cenagoso, poniendo gran cuidado en no pisar las boñigas de vaca que se encuentran por todas partes. Apenas hemos llegado a las cabañas, las manyattas, las mujeres se lanzan sobre nosotros con sus niños, nos tiran de la ropa y pretenden cambiar prácticamente todo lo que llevamos encima por lanzas, telas o joyas.

Entretanto, los hombres han seguido la invitación a entrar en las cabañas. No soy capaz de sobreponerme y me veo incapaz de dar un solo paso más en medio del cieno. Así que me escapo de aquellas agresivas mujeres y vuelvo corriendo al safaribús, seguida de cientos de moscas. También los demás turistas regresan a toda prisa al autocar y exclaman:

—¡En marcha, salgamos!

El conductor sonríe y comenta:

—Espero que os haya servido de escarmiento. Hay que tener cuidado con esta tribu, los últimos seres no civilizados de Kenia. También el gobierno tiene dificultades con ellos.

En el autocar apesta de manera espantosa, y las moscas son un suplicio. Marco dice riendo:

—Bueno, ahora sabes al menos de dónde procede tu guaperas y en qué condiciones vive su gente.

Lo extraño es que en aquellos momentos ni siquiera pensaba en mi masai.

Proseguimos el viaje en silencio, entre grandes manadas de elefantes. Por la tarde, llegamos a un hotel para turistas. Resulta casi irreal pernoctar en este semidesierto en un hotel de lujo. Lo primero que hacemos es ocupar nuestras habitaciones y darnos una ducha. La cara, el pelo, todo está pegajoso. Después nos sirven una cena copiosa, y hasta yo siento algo parecido al apetito tras casi cinco días de ayuno. A la mañana siguiente, nos levantamos muy temprano para una visita a los leones y, efectivamente, vemos tres animales, que aún están durmiendo. A continuación, iniciamos el largo viaje de regreso. A medida que nos acercamos a Mombasa, se va apoderando de mí una extraña sensación de felicidad. Tengo clara una cosa: nos queda una semana escasa aquí, y tengo que reencontrar a mi masai.

Por la noche se celebra en el hotel un baile masai con posterior venta de adornos, y tengo la esperanza de volver a verle allí. Estamos sentados en primera fila cuando entran los guerreros. Son unos veinte hombres, bajos y altos, guapos y feos, pero mi masai no está entre ellos. Me siento decepcionada. Aun así me gusta el espectáculo y, de nuevo, percibo aquel olor corporal que se diferencia totalmente del de los demás africanos.

Nos han dicho que cerca del hotel hay una sala de baile al aire libre, la Bush Baby, a la que también les está permitida la entrada a los indígenas. Así que digo:

—Marco, vamos a buscar esa sala de baile.

No está muy convencido, pues, naturalmente, la dirección del hotel nos ha advertido de los peligros, pero yo impongo mi voluntad. Tras una breve caminata por el borde de la oscura carretera, vemos luz y oímos los primeros sones de rock. Entramos, y a mí aquello me gusta inmediatamente. Al fin se acabaron las desoladas discotecas de hotel con aire acondicionado y, en su lugar, nos vemos en una pista de baile al aire libre con algunos bares entre palmeras. En todas partes hay turistas e indígenas ante las barras. Reina un ambiente distendido. Nos sentamos a una mesa. Marco pide cerveza y yo una Coca-Cola. Después bailo sola, pues Marco no es muy aficionado al baile.

Casi a medianoche, algunos masai entran en la disco. Los miro detenidamente, pero solo reconozco a algunos de los que actuaron en el hotel. Decepcionada, regreso a la mesa. Tomo la decisión de pasar las noches restantes en la disco, pues se me antoja la única posibilidad para volver a encontrar a mi masai. Marco protesta, pero tampoco quiere quedarse solo en el hotel. Así que todas las noches, después de cenar, nos ponemos en marcha hacia la Bush Baby.

Tras la segunda noche —ya estamos a 21 de diciembre— mi amigo se muestra harto de aquellas excursiones. Le prometo que esta será la última vez. Como siempre, estamos sentados a la mesa bajo la palmera que ya se ha convertido en nuestro lugar habitual. Me arranco a bailar sola en medio de aquellos negros y blancos que se mueven al son de la música. ¡No hay duda, estoy segura de que tiene que venir!

Poco después de las once —ya estoy bañada en sudor— se abre la puerta. ¡Mi masai! Le entrega su garrote al portero, se dirige despacio a una mesa y se sienta de espaldas hacia mí. Me tiemblan las rodillas, apenas me puedo sostener en pie. Parece que el sudor me empapa todos los poros de la piel. Tengo que agarrarme a una columna para no caerme.

Febrilmente, reflexiono qué es lo que puedo hacer. Llevo días esperando este momento. Con toda la calma posible regreso a nuestra mesa y le digo a Marco:

—Mira, allí está el masai que nos ayudó. ¡Por favor, tráelo a nuestra mesa e invítale a una cerveza en señal de agradecimiento!

Marco se vuelve y, en este mismo instante, nos descubre el masai. Nos saluda con la mano, se levanta y se dirige a nosotros:

Hello, friends! —Y nos tiende la mano, riendo. Es una mano fresca y suave.

Se sienta al lado de Marco, frente a mí. ¡Por qué no sabré inglés! Marco intenta establecer una conversación y resulta que también el masai apenas habla inglés. Procuramos entendernos con gestos y mímica. Mira primero a Marco y luego me mira a mí y, señalándome, pregunta:

—¿Tu mujer?

Yes, yes —responde Marco.

Yo reacciono indignada:

—¡No, solo amigo, no estamos casados!

El masai no entiende. Pregunta si tenemos hijos. De nuevo exclamo:

—¡No, no! ¡No estamos casados!

Nunca antes había estado tan cerca de mí. Solo nos separa la mesa y puedo mirarlo todo lo que me da la gana. ¡Es de una belleza fascinante, con su atavío, sus largos cabellos y su orgullosa mirada! Si por mí fuera, el tiempo podría detenerse. Se dirige a Marco para preguntarle:

—¿Por qué no bailas con tu mujer?

Cuando Marco, vuelto hacia el masai, contesta que prefiere beber cerveza, aprovecho la oportunidad para hacerle entender al masai que quiero bailar con él. Mira a Marco y, al ver que este no reacciona, asiente.

Bailamos, él más bien dando saltitos como en los bailes populares; yo al estilo europeo. No mueve ni un solo músculo de la cara. Ni siquiera sé si le gusto. Este hombre tan ajeno a mi mundo, me atrae como un imán. Tras dos canciones ponen música lenta y yo quisiera estrecharlo contra mí. Pero me domino y abandono el escenario. Si hubiera permanecido a su lado, habría perdido el control.

Cuando llego a la mesa, Marco reacciona:

—Corinne, vámonos al hotel, tengo sueño.

Pero no quiero. El masai vuelve a gesticular para entenderse con Marco. Nos quiere invitar y mostrarnos al día siguiente el lugar donde vive y presentarnos a una amiga suya. Acepto rápidamente antes de que Marco pueda oponerse. Quedamos en encontrarnos ante el hotel.

Paso la noche tumbada en la cama sin poder conciliar el sueño y, de madrugada, llego a la conclusión de que mi tiempo con Marco se ha acabado. Me dirige una mirada interrogante y, de repente, las palabras brotan de mis labios:

—Marco, no puedo más. No sé qué es lo que me ha sucedido con ese desconocido. Solo sé que este sentimiento es más fuerte que cualquier idea sensata.

Marco me consuela y opina condescendiente que todo volverá a la normalidad tan pronto regresemos a Suiza. En tono lastimoso replico:

—No quiero volver. Quiero quedarme aquí en este hermoso país, con esta gente encantadora y, sobre todo, con este fascinante masai.

Naturalmente, Marco no me entiende.

Al día siguiente esperamos, según lo acordado, ante el hotel. Hace un calor infernal. De repente, aparece el hombre al otro lado de la calle y viene hacia nosotros. Tras un breve saludo, dice:

—¡Venir, venir! —y le seguimos.

Durante unos veinte minutos caminamos entre bosques y maleza. Aquí y allá saltan ante nosotros monos que nos llegan hasta la cintura. De nuevo me maravillan los andares del masai. Apenas parece rozar el suelo. Casi flota, pese a que sus pies van embutidos en pesadas abarcas hechas de neumático de coche. A su lado, Marco y yo parecemos auténticos elefantes.

Después aparecen ante nosotros cinco casitas redondas distribuidas en un círculo similar al de nuestro hotel, aunque mucho más pequeñas y aquí, en vez de hormigón, han apilado piedras revocadas con barro rojo. El tejado es de paja. Ante una casita hay una mujer rolliza de grandes pechos. El masai nos la presenta. Es una amiga. Se llama Priscilla, y solo ahora nos enteramos del nombre del masai: Lketinga.

Priscilla nos saluda amablemente y, para nuestra sorpresa, habla bien el inglés.

—¿Os apetece una taza de té? —pregunta.

Acepto, dándole las gracias. Marco dice que hace demasiado calor y que prefiere una cerveza. Claro que una cerveza aquí es una ilusión irrealizable. Priscilla saca un pequeño infiernillo de alcohol, lo coloca ante nuestros pies y nos quedamos esperando hasta que hierve el agua. Hablamos de Suiza, de nuestro trabajo y preguntamos cuánto tiempo llevan viviendo aquí. Priscilla lleva ya diez años viviendo en la costa. Lketinga, en cambio, es nuevo aquí, solo hace un mes que llegó, y por eso apenas habla inglés.

Hacemos fotografías y cuando me acerco a Lketinga, siento una fuerte atracción física. Tengo que dominarme para no tocarlo. Bebemos el té, que tiene un sabor excelente pero quema de manera endemoniada. Casi nos quemamos los dedos con las tazas esmaltadas.

Cae la noche rápidamente, y Marco dice:

—Ven, ya es hora de volver.

Nos despedimos de Priscilla y, con la promesa de escribir, intercambiamos nuestras direcciones. Con gran pesar mío, sigo a Marco y Lketinga. Ante el hotel pregunta:

—Mañana Navidad, ¿vosotros venir otra vez a Bush Baby?

Dirijo una mirada radiante a Lketinga y, antes de que Marco pueda contestar, exclamo:

Yes!

Mañana es nuestro antepenúltimo día, y me he propuesto comunicarle a mi masai que, tras las vacaciones, voy a abandonar a Marco. Al lado de lo que siento por Lketinga todo lo demás, todo lo que hubo antes, se me antoja ridículo. Mañana se lo explicaré de alguna manera y también le diré que pronto volveré sola. Una sola vez reflexiono brevemente sobre los sentimientos que él pueda albergar hacia mí, pero inmediatamente me contesto a mí misma: «¡Tiene que sentir lo mismo que yo, no puede ser de otra manera!».

Hoy es Navidad, pero con cuarenta grados a la sombra no se nota el menor ambiente navideño. Para la noche me arreglo al máximo y me pongo mi mejor vestido de vacaciones. Hemos pedido champán para celebrar la fiesta. El champán es tan caro como malo, y no lo sirven fresco. A las diez todavía no hay rastro de Lketinga y de sus amigos. ¿Qué va a pasar si precisamente hoy no viene? Solo nos queda mañana, y al día siguiente tenemos que partir de madrugada para el aeropuerto. No dejo de mirar la puerta, impaciente, y deseo con toda mi alma que aparezca.

En ese momento entra un masai. Se vuelve, duda, y luego viene hacia nosotros.

Hello —nos saluda y pregunta si somos los blancos que hemos quedado con Lketinga.

Tengo un nudo en la garganta y, mientras asentimos, el sudor me empieza a brotar por todos los poros de la piel. Nos informa de que Lketinga había estado por la tarde en la playa, algo que, normalmente, les está prohibido a los indígenas. Allí los otros negros se burlaron de él a causa de su cabello y de su vestimenta. Se defendió como corresponde a un orgulloso guerrero y con su rungu, el garrote, arremetió contra sus adversarios. La policía se lo llevó sin más, porque no entendían su idioma. Ahora estaba en algún calabozo entre la costa del sur y la del norte. Había venido para informarnos y, en nombre de Lketinga, nos deseaba un buen viaje de regreso.

Marco traduce, y cuando alcanzo a comprender lo sucedido se me hunde el mundo. Solo mediante un enorme esfuerzo logro no romper en lágrimas de decepción. Suplico a Marco:

—¡Pregunta qué es lo que podemos hacer, solo nos queda el día de mañana!

Su respuesta es fría:

—Así son las cosas aquí; no podemos hacer nada, y yo solo estaré contento cuando, al fin, regresemos a casa.

Vuelvo a insistir:

—Edy —así se llama el masai—, ¿podemos ir a buscarle?

Contesta que sí, que esta noche va a recoger dinero entre los demás masai y mañana, a las diez, saldrá para intentar encontrarle. Será difícil, porque no se sabe a cuál de las cinco prisiones lo han llevado.

Le pido a Marco que vayamos con ellos, que, al fin y al cabo, Lketinga también nos ayudó a nosotros. Tras un rato de discusión acepta, y nos citamos con Edy a las diez delante del hotel. No logro conciliar el sueño en toda la noche. Aún no sé qué es lo que me ha sucedido. Solo sé que quiero volver a ver a Lketinga, que tengo que volver a verlo antes de regresar a Suiza.