MÉDICO AÉREO
Poco después aparece Giuliano. En su rostro veo puro espanto. Habla brevemente con los viejos y me pregunta en qué mes estoy ahora. «A principios del octavo», contesto débilmente. Intentará localizar por radio a un «médico aéreo». Después nos abandona y también nos abandonan los viejos, con excepción de la madre de Lketinga. Bañada en sudor, permanezco tumbada en la cama, rezando por el niño y por mí. Por nada del mundo quiero perder al niño. Mi felicidad depende de la vida de este pequeño ser.
De repente oigo el ruido de unos motores, no el de un coche, sino el de un avión. ¡En plena noche aparece un avión aquí en la selva! Fuera oigo voces. También Lketinga sale y vuelve excitado. ¡Un avión! Giuliano aparece diciendo que me lleve solo lo más indispensable y que suba al avión, pues la pista estará iluminada durante poco tiempo. Me ayudan a salir de la cama. Lketinga mete lo más necesario en una bolsa y, después, me arrastra al avión.
Me quedo atónita al ver tanta luz. Giuliano ha accionado un gigantesco faro con su unidad eléctrica. Antorchas y lámparas de petróleo jalonan ambos lados de la parte llana de la carretera. Grandes piedras blancas continúan marcando la pista. El piloto, un blanco, me ayuda a subir al avión. Con un ademán invita a mi marido a subir también. Lketinga se muestra desvalido. Quiere acompañarme, pero no es capaz de vencer su miedo.
¡Mi pobre darling! Cuando cierran la puerta, le grito que se quede en casa y que vigile la tienda. El avión se pone en marcha. Aunque es la primera vez que me encuentro en un avión tan pequeño, me siento segura. Al cabo de unos veinte minutos, nos encontramos sobre el hospital de Wamba. También aquí todo está iluminado, aunque disponen de una auténtica pista para aviones. Después del aterrizaje diviso a dos enfermeras que me esperan con una silla de ruedas. Dificultosamente, bajo del avión mientras sostengo con una mano mi vientre que se ha desplazado bastante hacia abajo. Cuando me empujan en la silla de ruedas al hospital, estallo de nuevo en sollozos. Las palabras de consuelo de las enfermeras resultan inútiles. Al contrario, me hacen llorar aún más. En el hospital me espera la doctora suiza. También en su rostro leo preocupación, pero me consuela diciendo que ahora todo irá bien.
En la consulta espero al médico jefe tumbada en la silla ginecológica. Me doy cuenta de lo sucia que estoy y me avergüenzo profundamente. Cuando intento disculparme ante el médico, le quita importancia con un gesto de la mano, diciendo que en estos momentos hay cosas más importantes en que pensar. Me explora cuidadosamente, sin aparatos, solo con las manos, mientras, prendida de sus labios, espero saber cómo está mi hijo.
Por fin me libra de mis sufrimientos confirmando que el niño está vivo. Pero para el octavo mes es demasiado pequeño y débil, y hay que hacer todo lo que esté en nuestras manos para evitar un parto prematuro, porque se encuentra colocado ya muy abajo. Después regresa la doctora suiza para comunicar el diagnóstico descorazonador: tengo una grave anemia y necesito inmediatamente transfusiones de sangre a causa de una malaria aguda. El médico me explica lo difícil que es conseguir sangre. Aquí solo disponen de escasas reservas y yo tengo que proporcionarles un donante que las reemplace.
La idea de sangre extraña aquí, en África, en tiempos del sida, me pone enferma. Pregunto temerosamente si se trata de sangre controlada. El médico me contesta con sinceridad que solo una parte, puesto que, normalmente, los pacientes que padecen anemia tienen que traer primero un donante de la familia antes de recibir una transfusión de sangre. Aquí la mayor parte de la gente muere de malaria o de la consecuencia de esta enfermedad: de anemia. Son muy pocas las reservas de sangre que llegan a la misión como donativo del extranjero.
Tumbada en la silla, intento controlar mis pensamientos. En mi cabeza martillea la idea de que sangre equivale a sida. No quiero contraer esta enfermedad mortal, me atrevo a protestar. El médico se pone muy serio y me dice con toda claridad que puedo optar entre esa sangre o la muerte segura. Aparece una enfermera africana, me vuelve a sentar en la silla de ruedas y me lleva a una habitación con otras tres mujeres. Me ayuda a quitarme la ropa y me da un uniforme del hospital como el que llevan todas las demás.
Primero me pone una inyección, luego conecta mi brazo izquierdo al gota a gota. La doctora suiza entra con una bolsa de sangre. Con una sonrisa tranquilizadora me comunica que localizó la última reserva suiza de mi grupo sanguíneo. Hasta mañana será suficiente, y la mayoría de las monjas enfermeras de la misión estarían dispuestas a donar sangre si su grupo sanguíneo me sirve.
Tantas atenciones me emocionan, pero intento reprimir las lágrimas y doy las gracias. Cuando me sujeta del brazo derecho para la transfusión de sangre, el pinchazo duele considerablemente, porque la aguja es muy gruesa y tiene que pincharme repetidamente hasta que la sangre salvadora entra en mi vena. Me atan ambas manos a la cabecera de la cama para que no me arranque las agujas mientras duermo. Mi aspecto debe de ser triste. Menos mal que mi madre no sabe lo mal que me encuentro. Aunque todo salga bien, no se lo escribiré nunca. Con este pensamiento me quedo dormida.
A las seis de la mañana, despiertan a los pacientes para tomarles la temperatura. Aún estoy hecha polvo, porque, como mucho, habré dormido cuatro horas. A las ocho me vuelven a poner una inyección y hacia el mediodía nuevas transfusiones. Tengo suerte, pues las reservas de sangre que me administran son de las enfermeras del hospital. Por lo menos no tengo que preocuparme por el sida.
La revisión habitual del embarazo tiene lugar por la tarde. Me palpan el vientre, comprueban los latidos del corazón del niño y me toman la tensión. Eso es todo lo que se puede hacer aquí. Aún no puedo comer nada, puesto que también aquí el olor a col me produce náuseas. Aun así, al final del segundo día me siento mucho mejor. La administración de la tercera botella de sangre me hace sentirme como una flor a la que dan por fin agua después de mucho tiempo. Día tras día la vida va regresando con más fuerza a mi cuerpo. Cuando ha terminado la última transfusión de sangre, vuelvo a mirarme por primera vez en mucho tiempo en un espejo de mano. Casi no me reconozco. Los ojos aparecen grandes y hundidos, se me marcan los pómulos y la nariz es larga y afilada. El pelo, apelmazado y sudado, está pegado a mi cabeza. Ha perdido todo su brillo y volumen. Pero si ya me encuentro mucho mejor, pienso asustada. No obstante, hasta ahora me he pasado todo el tiempo tumbada en la cama, no la he abandonado ni una sola vez y sigo conectada al suero contra la malaria.
Las monjas enfermeras son muy amables y pasan a verme siempre que pueden. Pero se muestran preocupadas, porque todavía sigo sin comer nada. Una de ellas es especialmente cariñosa, irradia bondad y un calor humano que me emocionan. Un día aparece con un bocadillo de queso que ha traído de la misión. Llevo ya tanto tiempo sin ver queso que tengo que hacer un gran esfuerzo por comer lentamente el bocadillo. A partir de este día puedo volver a tomar alimentos sólidos. Este ha sido el punto de inflexión, ahora voy a mejorar, me alegro. Por radio informan a mi marido de que el niño y yo hemos salido del peligro.
Llevo ya una semana aquí cuando la doctora suiza me aconseja en una revisión que espere el nacimiento en Suiza. Le dirijo una mirada asustada y pregunto por qué. Me contesta que estoy demasiado débil y demasiado delgada para el octavo mes. Si no puedo alimentarme correctamente aquí, es muy grande el peligro de morir en el parto, debido a la nueva pérdida de sangre y al esfuerzo. No disponen de aparatos de oxígeno y no hay incubadoras para los bebés débiles. Tampoco administran aquí analgésicos durante el parto, porque, sencillamente, no los tienen.
La idea de tener que volar a Suiza en mi estado me causa terror. Sé que no sería capaz de hacer el viaje, le comunico a la doctora. Buscamos otras posibilidades, pues durante las semanas que me quedan tengo que alcanzar los setenta kilos, como mínimo. A casa no puedo ir, porque resulta demasiado peligroso por la malaria. Entonces me acuerdo de Sophia en Maralal. Tiene un bonito piso y es buena cocinera. También la doctora está de acuerdo con esta posibilidad. Pero no podré abandonar el hospital hasta por lo menos dentro de dos semanas.
Como ya no duermo tanto durante el día, el tiempo pasa lentamente. Con mis compañeras de habitación solo puedo mantener una conversación exigua. Son mujeres samburu que ya tienen varios hijos. Algunas de ellas han cambiado su punto de vista gracias a la misión. En el caso de otras han surgido complicaciones y las han traído aquí. Una vez al día, por las tardes, es hora de visita. Pero a la maternidad no vienen muchos visitantes, pues tener niños es cosa de mujeres. Entretanto, seguramente sus maridos se divierten con sus otras esposas.
También empiezo a pensar a qué se debe la ausencia de mi darling. Seguramente, nuestro coche habrá sido reparado, y si no fuera así podría hacer el trayecto a pie en unas siete horas, algo que no representa ningún problema para un masai. Naturalmente, casi todos los días las enfermeras me transmiten sus saludos, que le encarga personalmente al padre Giuliano. Se pasa todo el tiempo en la tienda ayudando al muchacho. En estos momentos, la tienda me da igual, no quiero tener preocupaciones adicionales. Pero ¿cómo puedo explicarle a Lketinga que no podré volver a casa hasta que nazca nuestro hijo? Ya veo ante mí su cara desconfiada.
Al octavo día, aparece de repente en el umbral. Un poco inseguro, pero radiante, se sienta en el borde de la cama.
—Hello, Corinne, ¿cómo estar tú y mi bebé? ¿Tú estar bien?
Luego saca carne asada. Estoy realmente emocionada. El padre Giuliano también se encuentra aquí, en la misión, por eso pudo hacer el viaje con él. No podemos intercambiar demasiados gestos de cariño, porque las mujeres presentes nos observan y le interrogan. Aun así, me siento feliz de verle y por eso no menciono para nada mi intención de pasar las próximas semanas en Maralal. Promete volver en cuanto esté reparado el coche. También Giuliano pasa brevemente a verme, y después se vuelven a marchar los dos.
Ahora los días que me esperan se me antojan aún más largos. Lo único que rompe la monotonía son las visitas de las enfermeras y de los médicos. De vez en cuando alguien me da un periódico. Durante la segunda semana, doy todos los días pequeños paseos por el hospital. Me aflige mucho la visión de aquellos enfermos, la mayoría de ellos graves. Lo que más me gusta es quedarme de pie ante las camitas de los recién nacidos, y entonces siento una gran ilusión por mi hijo. Deseo de todo corazón que sea una niña sana. Seguro que será guapísima con este padre. Pero también hay días en que siento miedo de que mi niño no sea normal a causa de todos los medicamentos.
A finales de la segunda semana, Lketinga viene otra vez a verme. Cuando me pregunta, preocupado, cuándo regresaré por fin a casa, no me queda más remedio que confrontarle con mi proyecto. Su rostro se ensombrece al instante y me pregunta con insistencia:
—Corinne, ¿por qué tú no venir a casa? ¿Por qué tú quedar en Maralal y no con mi mamá? ¡Ahora tú estar bien y tú tener nuestro bebé en casa de mamá!
No quiere creer ninguna de las explicaciones que le doy. Por último, afirma:
—¡Ahora yo saber, quizá tú tener amigo en Maralal!
Esta sola frase es peor que un golpe en la cara. Tengo la sensación de caer en un profundo agujero y rompo a llorar. Para él, esta es la prueba de que ha dado en el blanco con su suposición. Alterado, da vueltas por la habitación mientras no para de decir:
—¡Yo no estar loco, Corinne, realmente yo no estar loco, yo conocer señoras!
De repente, hay una enfermera blanca en la habitación. Asustada, me mira a mí y después a mi marido. Quiere saber inmediatamente qué ha pasado. Entre lágrimas, intento explicárselo. Habla con Lketinga, pero sus palabras no empiezan a hacerle efecto hasta que mandan a buscar al médico, que lo trata enérgicamente. A regañadientes, da su consentimiento, pero ya no siento ninguna alegría. Me ha herido demasiado. Se marcha del hospital y ni siquiera sé si lo veré otra vez aquí o ya cuando esté en Maralal.
La enfermera vuelve otra vez y nos ponemos a hablar. Está muy preocupada por la actitud de mi marido y también ella me aconseja que tenga a mi hijo en Suiza, porque entonces tendrá mi nacionalidad. Aquí será propiedad de la familia de mi marido, y no podría hacer nada sin el consentimiento del padre. Con un gesto cansino de la mano le contesto que no, que no me siento capaz de hacer ese viaje. De todas formas, mi marido no me daría por escrito permiso para que, siendo su mujer, pudiera abandonar Kenia, ahora, cinco semanas antes del parto. Además, en lo más profundo de mi ser estoy convencida de que recuperará la calma y su alegría una vez que haya nacido el niño.
Durante la tercera semana no vuelvo a tener noticias de él. Un poco decepcionada, abandono el hospital cuando se presenta la oportunidad de que un misionero me lleve a Maralal. Las enfermeras se despiden con gran cordialidad y prometen comunicarle a mi marido, por medio del padre Giuliano, que me encuentro ahora en Maralal.