LA MUDANZA
Al día siguiente nos mudamos a la tienda. Hace un calor sofocante, las flores han vuelto a desaparecer, las cabras han hecho un buen trabajo. Cambio una y otra vez los muebles de lugar, pero no consigo crear un ambiente acogedor como el que había en la manyatta. Con todo, espero tener menos molestias y seguir un horario regular de comidas, algo que ahora, en mi estado, es una imperiosa necesidad. Después de cerrar la tienda, mi marido va rápidamente a casa para saludar a sus animales. Yo preparo un buen potaje de patatas, nabos y col.
La primera noche, los dos dormimos mal, pese a estar cómodamente tumbados en la cama. El tejado de hojalata no para de crujir y no nos deja conciliar el sueño. A las siete de la mañana, alguien llama a la puerta. Lketinga va a ver quién es y se encuentra con un niño que viene por azúcar. El bueno de mi marido le da el medio kilo que pide y vuelve a cerrar. Para mí, el aseo matutino resulta ahora sencillo, porque me puedo lavar cómodamente en una palangana. La casita del retrete se encuentra a una distancia de solo cincuenta metros. La vida se me antoja más cómoda, pero menos romántica.
A ratos, cuando Lketinga se encuentra también en la tienda, puedo echarme brevemente. Mientras preparo la comida, voy constantemente a la parte delantera. Todo marcha de maravilla durante una semana. Tengo una chica que me va a recoger el agua a la misión. Me cuesta algo de dinero, pero así yo no tengo que ir al río. Además, el agua es clara y limpia. Pronto se ha corrido la voz de que vivimos en la tienda. Ahora se presentan a todas horas clientes que piden agua potable. En las manyattas es costumbre cumplir este deseo cuando alguien solicita beber. Pero al mediodía casi no me queda nada de mis veinte litros. Constantemente hay guerreros sentados en nuestra cama, esperando a Lketinga, es decir esperando, además, té y comida. Mientras la tienda esté repleta de alimentos, no puede decir que no tenemos nada.
Tras semejantes visitas, encuentro la morada convertida en un caos. Por todas partes, hay cacerolas manchadas o huesos mondos esparcidos. Mucosidades de color marrón están pegadas en las paredes. Mi manta de lana y el colchón están manchados de ocre rojo de la pintura de los guerreros. Tengo varias discusiones con mi marido, porque me siento explotada. A veces me comprende y los envía a la cabaña de su madre. En otras ocasiones toma partido contra mí y se marcha con ellos. También para él, esta situación es nueva y difícil de manejar. Tenemos que encontrar una manera de cumplir con el derecho hospitalario sin que nadie se aproveche de nosotros.
He hecho amistad con la mujer del veterinario. A veces me invitan a tomar el té. Intento explicarle mi problema y para sorpresa mía, me entiende inmediatamente. Dice que son los modos de la gente de las manyattas, pero que en la ciudad este derecho hospitalario se ha visto fuertemente restringido. Que allí ya solo es válido para familiares o muy buenos amigos, pero de ninguna manera para cualquiera que se presente. Por la noche comunico a Lketinga lo que me han dicho, y me promete que, de ahora en adelante, hará lo mismo.
En las inmediaciones se celebrarán durante las próximas semanas varias bodas. En la mayoría de los casos son hombres mayores que quieren tomar por esposa a la tercera o cuarta mujer. Son siempre muchachas jóvenes, cuya desgracia se puede leer más tarde frecuentemente en sus rostros. No es raro que la diferencia de edad sea de treinta años o más. Las más felices son aquellas muchachas que se convierten en la primera mujer de un guerrero.
Nuestras existencias de azúcar decrecen rápidamente, porque, entre otras cosas, con frecuencia se necesitan cien kilos de azúcar como precio por la novia y varios kilos más para la fiesta en sí. Así, llega un día en que tenemos la tienda repleta de harina de maíz, pero nos hemos quedado sin azúcar. En la tienda hay dos guerreros que quieren casarse cuatro días después y no saben qué hacer. También a los somalíes se les ha acabado el azúcar hace tiempo. De mala gana, me pongo en marcha para ir a Maralal. Me acompaña el veterinario, cosa que me resulta muy agradable. Volvemos a tomar el rodeo. Quiere ir a recoger su paga y regresar conmigo. No tardo nada en comprar el azúcar. A Lketinga le llevo la miraa que le he prometido.
El veterinario se hace esperar. Son casi las cuatro cuando aparece al fin. Propone que tomemos el camino de la selva. La idea no me hace mucha gracia, pues desde la gran crecida no he vuelto a ir por ese camino. Pero él dice que ahora también allí la carretera estará seca. Nos ponemos, pues, en marcha. A menudo tenemos que atravesar grandes barrizales, pero con la tracción de las cuatro ruedas eso no representa ningún problema. En la ladera de la muerte, el camino tiene ahora un aspecto completamente diferente. El agua ha abierto grandes zanjas. Una vez arriba, descendemos y recorremos el trayecto a pie para ver por dónde podremos pasar más fácilmente. Salvo en un punto en el que una grieta de unos treinta centímetros de anchura cruza la carretera, me parece que, con un poco de suerte, podré vencer también este tramo vaya por donde vaya.
Nos atrevemos. Conduzco por las llanuras altas y espero que el coche no se deslice hacia la zanja, pues entonces quedaría encallado en el barro. Lo conseguimos y nos sentimos aliviados. Las rocas, al menos, no están resbaladizas. Gimiendo y traqueteando, el coche cruza la zona de los pedruscos. Hemos dejado atrás lo peor, ahora nos quedan veinte metros de gravilla.
De repente, algo tintinea bajo el coche. Sigo adelante, pero después paro porque el ruido es cada vez más fuerte. Bajamos. Desde fuera, no se ve nada. Miro bajo el coche y veo cuál es la causa. En un lado, se han roto todos los muelles salvo dos, prácticamente nos hemos quedado sin suspensión. Las piezas sueltas se arrastran por el suelo y causan aquel ruido.
¡De nuevo el coche me ha dejado tirada! Estoy furiosa conmigo misma por haberme dejado convencer de ir por ese camino. El veterinario propone seguir como si nada hubiera ocurrido. Pero yo descarto totalmente esta posibilidad. Me pongo a pensar qué se puede hacer. Saco las cuerdas del coche y busco trozos de madera adecuados. Luego, lo atamos todo firmemente para que los muelles queden sujetos y no se arrastren por el camino. Por último intercalamos los trozos de madera para que las cuerdas no se rompan por el roce. Despacio, sigo conduciendo hasta las primeras manyattas. Allí descargamos cuatro de los cinco sacos y los almacenamos en la primera cabaña por la que pasamos. El veterinario pide encarecidamente a la gente que se abstenga de abrir los sacos. Con mucho cuidado, seguimos viaje hasta Barsaloi. Me altero tanto por los problemas que me causa ese condenado vehículo que me empieza a doler el estómago.
Afortunadamente, llegamos a nuestra tienda sin más incidentes. Lketinga se mete inmediatamente bajo el coche para cerciorarse de que es cierto lo que le contamos. No comprende por qué descargué el azúcar y me asegura que habrá desaparecido cuando vaya por él. Me retiro a mi cuarto y me tumbo, porque estoy terriblemente cansada.
A la mañana siguiente voy a ver al padre Giuliano para mostrarle mi coche. Un poco molesto, me dice que él no tiene un taller. Que tiene que desmontar medio coche para soldar las piezas y que, ahora, realmente no tiene tiempo. Antes de que pueda añadir nada más, me marcho a casa, decepcionada. Me siento abandonada por todos. Sin la ayuda de Giuliano, nunca más llegaré a Maralal con este coche. Lketinga me pregunta qué es lo que ha dicho Giuliano. Cuando le cuento que no puede ayudarnos, se limita a decir que siempre ha sabido que ese hombre no es bueno. Yo no lo veo así, pues no hay que olvidar que a menudo nos ha echado una mano.
Lketinga y el muchacho atienden a los clientes en la tienda y yo duermo toda la mañana. No me encuentro bien. Ya al mediodía, se han agotado las existencias de azúcar y a duras penas consigo retener a mi marido para que no regrese con el coche averiado a buscar el resto. Al atardecer, Giuliano envía a su vigilante, que nos comunica que podemos llevarle el coche. Aliviada por su cambio de opinión, envío a Lketinga para que suba el coche, pues estoy preparando algo en la cocina. A las siete cerramos la tienda sin que Lketinga haya regresado. En cambio, dos guerreros a quienes no conozco esperan ante la puerta de la casa. Ya he terminado de comer cuando al fin llega. Estuvo en la cabaña de su madre para ver cómo están los animales. Con una risa alegre me trae mis primeros dos huevos. Desde ayer, mi gallina pone huevos. Ahora puedo ampliar la lista de mis platos. Preparo chai para los visitantes y, agotada, me meto en la cama bajo el mosquitero.
Los tres comen, beben y charlan. Yo me quedo dormida una y otra vez. Durante la noche me despierto bañada en sudor y sedienta. Mi marido no está a mi lado. No sé dónde está la linterna. Me quito, pues, la manta y por debajo del mosquitero salgo de la cama para dirigirme, tanteando, al bidón de agua, cuando tropiezo con algo en el suelo. Antes de poder pararme a pensar qué es, oigo un gruñido. Petrificada por el susto, pregunto:
—Darling?
A la luz de la linterna, que he encontrado finalmente, reconozco tres figuras que duermen tumbadas en el suelo. Uno es Lketinga. Cuidadosamente, paso por encima de los cuerpos en dirección al bidón de agua. De vuelta en la cama, mi corazón sigue latiendo como loco. Con estos extraños en la habitación, apenas consigo ya conciliar el sueño. Por la mañana tengo tanto frío que no salgo de debajo de la manta. Lketinga prepara chai para todos. Agradezco que me dé algo caliente para beber. Los tres se ríen con ganas de mi incidente nocturno.
Hoy el muchacho está solo en la tienda, porque Lketinga ha ido a una ceremonia con los dos guerreros. Yo me quedo en la cama. Al mediodía pasa el padre Roberto y nos trae los restantes cuatro sacos de azúcar. Voy a la tienda para darle las gracias. En el camino me doy cuenta de que me estoy mareando. Inmediatamente vuelvo a acostarme. No me gusta nada que el muchacho esté solo, pero me encuentro demasiado mal para poderle controlar. Media hora después de la llegada del azúcar, reina el habitual jaleo. Estoy tumbada en la cama, pero no puedo ni pensar en dormir con toda aquella algarabía. Por la noche cerramos la tienda y me quedo sola.
La verdad es que me apetecería ir a la cabaña de la madre de Lketinga, pero ya vuelvo a tener frío otra vez. Para mí sola no quiero cocinar, y me meto bajo el mosquitero. Los bicharracos son aún muy numerosos y agresivos. Durante la noche, tengo escalofríos. Los dientes me castañetean tan estrepitosamente que tengo la sensación de que me pueden oír en la cabaña más cercana. ¿Por qué no regresa Lketinga? La noche se me hace interminable. A veces, en un momento paso de tener muchísimo frío a sudar a chorros poco después. Tendría que ir al retrete, pero no me atrevo a salir sola. En mi desesperación, utilizo una lata vacía para orinar.
A primeras horas de la mañana, alguien llama a la puerta. Primero pregunto quién es, porque no tengo ganas de vender nada. Después oigo al fin la familiar voz de mi darling. Se da cuenta en el acto de que algo va mal, pero le tranquilizo, porque no quiero molestar ya otra vez en la misión.
Animado, me habla de la ceremonia de boda de uno de los guerreros y me cuenta que dentro de dos días pasará por aquí un «safari rally». Ya ha visto algunos coches. Seguramente, hoy pasarán por aquí algunos conductores para explorar la ruta a Wamba. Hay algo que me hace dudar, pero, pese a encontrarme tan mal, me dejo contagiar encantada por la excitación de Lketinga. Más tarde, se marcha para ver cómo está nuestro coche, pero aún no está listo.
Hacia las dos oigo un ruido infernal. Cuando por fin llego hasta la entrada de la tienda, veo los últimos restos de una gran nube de polvo. Es el primero de los conductores que ha pasado por aquí para explorar el camino. Poco tiempo después, todos los habitantes de Barsaloi se han apostado a lo largo de la carretera. Al cabo de media hora pasa el segundo y luego el tercer coche. Es una sensación rara que aquí, en el fin del mundo, en una época completamente diferente, le alcance a uno la civilización de esta manera. Nos quedamos aún un largo rato esperando, pero por hoy ha terminado aquel bullicio. Eran los vehículos que vinieron a probar el camino. Dentro de dos días está previsto que pasen por aquí treinta o más coches. Espero con ilusión este cambio en nuestra rutina, pese a encontrarme en la cama con mucha fiebre. Lketinga me prepara la comida, pero solo con verla me entran náuseas.
El día antes del rallye me encuentro extremadamente mal. Una y otra vez pierdo la consciencia durante breves instantes. Hace ya varias horas que he dejado de sentir al niño en mi vientre. Presa del pánico se lo cuento llorando a mi marido. Asustado, abandona la casa y regresa con su madre. Ella me habla sin cesar mientras va palpando mi barriga. Tiene el rostro sombrío. Llorando, pregunto a Lketinga qué es lo que le ocurre al niño. Pero él permanece sentado, con aire desvalido, y solo habla con su madre. Finalmente, me explica que su madre cree que soy víctima de una maldición que hace que me ponga enferma. Que hay alguien que quiere matarme a mí y a nuestro hijo.
Quieren saber con qué viejos he hablado últimamente en la tienda, si han venido los viejos somalíes, si un viejo me ha tocado o escupido o si alguien me ha sacado una lengua negra. Las preguntas caen, incesantes, sobre mí y me pongo casi histérica de miedo. En mi cabeza martillea sin cesar la misma idea: ¡mi hijo está muerto!
La madre nos abandona y promete regresar con una buena medicina. No sé cuánto tiempo permanezco tumbada en la cama, llorando. Cuando abro los ojos, veo reunidos en torno a mí entre seis y ocho hombres y mujeres de avanzada edad. Sin cesar, los oigo decir:
—Enkai, Enkai!
Cada uno de los viejos frota mi vientre y murmura unas palabras. A mí, todo me da igual. La madre de Lketinga me acerca a los labios un vaso con un líquido que me hace tomar de un solo trago. Se trata de un brebaje fortísimo que me hace estremecer. En el mismo instante noto dos o tres movimientos y patadas en el vientre. Asustada, me lo agarro con las manos. Todo me da vueltas. Solo veo rostros de viejos sobre mí y quisiera morirme. Mi hijo aún estaba vivo, pero ahora seguro que habrá muerto, es mi último pensamiento. Después empiezo a gritar:
—¡Habéis matado a mi hijo! ¡Darling, acaban de matar a nuestro niño!
Noto cómo voy perdiendo las últimas fuerzas y mi voluntad de vivir.
De nuevo, diez o más manos se colocan sobre mi vientre, lo frotan y aprietan. Mientras tanto rezan o cantan en voz alta. De repente, mi vientre se levanta ligeramente y desde dentro noto unas leves sacudidas. Al principio, apenas me atrevo a creerlo, pero los movimientos se repiten unas cuantas veces más. Los viejos también parecen haberlo notado, y empiezan a bajar la voz mientras siguen pronunciando sus plegarias. Cuando me doy cuenta de que mi hijito está vivo, una fuerte voluntad de vivir empieza a correr por todo mi cuerpo, unas ganas de vivir que ya creía perdidas.
—¡Darling, por favor ve a ver al padre Giuliano y dile lo que me pasa, quiero ir al hospital!