EL REGRESO DE LOS TRES
Por el camino, Lketinga recoge a dos guerreros, y después de más de cinco horas de viaje, llegamos al gigantesco río de Wamba. Tiene mala fama por las arenas movedizas que se activan a la menor existencia de agua. Hace años, la misión perdió un coche aquí. Asustada, me detengo ante el declive abrupto que da al río. Vemos agua. Inquietos, los masai bajan del coche y descienden. No lleva mucha agua, quizá dos o tres centímetros, y de vez en cuando asoman algunos bancos de arena que permanecen secos. Pero el padre Giuliano me lo ha advertido expresamente: hay que evitar el río aunque el caudal del agua sea mínimo. No hay que olvidar que tiene un ancho de unos ciento cincuenta metros. Sentada al volante del coche, pienso decepcionada que, por lo visto, no nos quedará más remedio que regresar a Wamba. Uno de los guerreros ya se ha hundido hasta las rodillas. El otro, solo a un metro de distancia de él, sigue avanzando sin problemas. También Lketinga lo intenta. Se vuelve a hundir una y otra vez. A mí todo aquello me da miedo, y no quiero arriesgar nada. Bajo del coche para decírselo a mi marido. Pero él regresa firmemente decidido, me quita a Napirai de los brazos y me exhorta a pasar entre los dos guerreros apretando el acelerador a fondo. Desesperada, intento disuadirle, pero no atiende a razones. Quiere regresar a casa, y si no puede ser en coche, entonces lo hará a pie. Pero con la niña yo no puedo volver sola en coche.
Muy despacio va subiendo el nivel del río. Me niego a atravesarlo con el coche. Se pone furioso, me coloca a Napirai en brazos, se sienta al volante y pretende arrancar. Me pide la llave de contacto. No la tengo y creo que está puesta, pues el motor está en marcha.
—¡No, Corinne, por favor, tú dar llave a mí, tú conducir coche, ahora tú esconder llave para nosotros volver a Wamba! —dice enfadado, y sus ojos brillan furiosos. Voy al coche para ver qué pasa. ¡Qué burla, el coche sigue en marcha sin llave de contacto! Febrilmente busco en el suelo y en los asientos, pero la llave, la única que tenemos, ha desaparecido.
Lketinga me echa la culpa a mí. Furioso, se sienta en el coche y con la tracción de las cuatro ruedas entra a toda velocidad en el río. Ante tanta insensatez pierdo los nervios y me echo a llorar. También Napirai grita a todo pulmón. El coche se va metiendo en el río. Los primeros metros todo va bien, las ruedas solo se hunden un poco, pero a medida que avanza, el coche se mueve cada vez más despacio y el gran peso hace que las ruedas traseras se sumerjan poco a poco. Le faltan pocos metros para llegar a un banco de arena seco cuando el coche amenaza con pararse porque las ruedas giran en vacío. Rezo y lloro y maldigo. Con grandes dificultades, los dos guerreros consiguen llegar hasta el coche, lo levantan y lo empujan. Y, realmente, consigue superar los últimos dos metros, ahora que las ruedas tienen otra vez dónde agarrarse. Embalado, atraviesa la segunda mitad del río. Mi marido ha conseguido la hazaña. Pero no me siento orgullosa. Lo ha arriesgado todo de una forma demasiado insensata. Además, la llave sigue sin aparecer.
Uno de los guerreros regresa y me ayuda a atravesar el río. También yo me hundo a menudo hasta las rodillas. Lketinga me espera orgulloso y con aire salvaje junto al coche y me pide que le entregue ahora la llave.
—¡No la tengo! —grito indignada. Voy al coche y rebusco otra vez por todas partes. Nada. Lketinga mueve la cabeza, incrédulo, y se dispone a buscar también. Solo pasan unos segundos hasta que levanta la mano con la llave. Estaba metida entre el asiento y el respaldo. Para mí es un enigma cómo pudo ir a parar allí. Para él, en cambio, está claro que la escondí porque no quería cruzar el río. Regresamos a casa en silencio.
Cuando llegamos al fin a Barsaloi, ya es de noche. Naturalmente vamos primero a la manyatta de su madre. ¡Dios mío, cómo se alegra! Inmediatamente coge a Napirai y la bendice, escupiendo en las plantas de sus pies, las palmas de sus manos y en la frente mientras reza a Enkai. También a mí me dice algunas cosas que no entiendo. Tengo problemas con el humo y también Napirai empieza a toser. Pero la primera noche nos quedamos con ella.
Por la mañana, se presentan algunas personas que quieren ver a mi bebé, pero la madre de Lketinga explica que durante las primeras semanas no debo enseñar la niña a nadie, solo a quienes ella me permita. No lo entiendo y pregunto:
—¿Por qué no, si es tan hermosa?
Lketinga me riñe, no debo decir que es hermosa, pues eso no trae más que desgracia. Ningún extraño debe mirarla, porque podría echarle el mal de ojo. En Suiza, la gente muestra orgullosa a sus hijos, pero aquí tengo que esconder a mi niña o, si salgo, taparle la cabeza con un kanga. Se me hace muy difícil.
Llevo ya tres días sentada en la oscura manyatta con mi bebé mientras la madre de Lketinga vigila la entrada. Mi marido está preparando una fiesta para celebrar el nacimiento de su hija. Para ello hay que matar un gran buey. Asisten varios viejos, se comen la carne y, como contrapartida, bendicen a mi hija. A mí me dan los mejores trozos para que recupere fuerzas.
De noche, algunos guerreros bailan con mi marido en su honor. Naturalmente, después hay que darles de comer también a ellos. La madre de Lketinga ha preparado para mí un líquido pestilente que deberá protegerme contra más enfermedades. Tengo que bebérmelo bajo la mirada de todos, que rezan por mí a Enkai. Ya al primer trago, el brebaje me produce náuseas. Disimuladamente vierto el máximo posible en el suelo.
A la fiesta acuden también el veterinario y su mujer. Me alegro de su visita. Me sorprende oír que la casa de madera al lado de la suya ha quedado libre. Me hace una enorme ilusión la idea de tener una casa nueva con dos habitaciones y un retrete en el mismo edificio. Al día siguiente nos mudamos de la tienda, expuesta a las corrientes de aire, a la casita de madera, que se encuentra a una distancia de unos ciento cincuenta metros. Primero tengo que limpiarla a fondo. Entretanto, la madre de Lketinga cuida de nuestra hija ante la casa. Esconde con tanta habilidad a la niña bajo sus kangas que no llama para nada la atención.
Una y otra vez viene gente a la tienda y quiere comprar algo. La tienda está vacía y tiene un aspecto desastrado. La libreta de crédito está casi llena. De nuevo el dinero recaudado no es suficiente para pagar un camión, pero en estos momentos ni quiero ni puedo trabajar. Así, la tienda permanece cerrada.
Todos los días me dedico hasta el mediodía a lavar los pañales sucios del día anterior. En poco tiempo tengo los nudillos desollados. Así no puedo seguir. Me propongo encontrar a una muchacha que me ayude en la casa y, sobre todo, que se ocupe de la ropa para que yo tenga más tiempo para Napirai y para preparar la comida. Lketinga me proporciona una chica que ha ido al colegio. Por unos treinta francos al mes, más la comida, está dispuesta a ir a buscar agua y a lavar. Ahora, por fin, puedo disfrutar de mi hijita. Es muy guapa y alegre y no llora casi nunca. También mi marido pasa muchas horas con ella bajo el árbol ante la cabaña de madera.
Poco a poco consigo organizar mis días. La muchacha es muy lenta trabajando y no acabo de conectar con ella. Me llama la atención que el detergente disminuya rápidamente. También nuestras provisiones de arroz y de azúcar decrecen con rapidez. Al ver que Napirai se pone a gritar cada vez que los pañales están mojados y al comprobar que tiene la piel entre las piernas roja y escocida, no aguanto más. Hablo claramente con la muchacha y le explico que tiene que enjuagar los pañales hasta que no quede ningún resto de Omo. Se muestra más bien desinteresada y dice que ir más de una vez a buscar agua al río es demasiado por el dinero que le pago. Enfadada, la mando a su casa. Prefiero lavar yo misma.