DESPEDIDA Y BIENVENIDA

Llego al aeropuerto cargada de equipaje. Esta vez me resulta especialmente dura la despedida de mi madre, porque no sé cuándo voy a volver. El 1 de junio de 1988 aterrizo en Nairobi y tomo un taxi al hotel Igbol.

Dos días más tarde llego a Maralal, arrastro mi equipaje a una pensión y me planteo cómo podré trasladarme a Barsaloi. Todos los días recorro la población con la esperanza de encontrar algún coche. También quiero ir a ver a Sophia, pero me dicen que se ha ido a Italia a pasar las vacaciones. Al cabo de tres días me entero de que por la tarde saldrá un camión que llevará harina de maíz y azúcar a la misión de Barsaloi. Me paso la mañana esperando ilusionada ante la tienda del distribuidor donde el camión tendrá que recoger los sacos. Y, efectivamente, hacia el mediodía aparece el camión. Hablo con el conductor y negocio un precio para poder hacer el viaje sentada en la cabina. Por la tarde, nos ponemos al fin en marcha. Pasamos por Baragoi, así que necesitaremos con toda seguridad seis horas y no llegaremos a Barsaloi hasta altas horas de la noche. En el camión hacen el viaje al menos quince personas. De esta manera el conductor se gana un buen dinero.

El viaje se hace eterno. Es la primera vez que hago el trayecto en camión. La oscuridad es total cuando atravesamos el primer río. Solo el rayo de luz de los faros se abre camino a través de la negra lejanía. Sobre las diez lo hemos conseguido. El camión se para ante el almacén de la misión. Hay mucha gente esperando el lori, como lo llaman aquí. Hace tiempo que han divisado las luces, y con ellas llega el bullicio al tranquilo Barsaloi. Algunos quieren ganarse algo de dinero descargando los pesados sacos.

Cansada, pero nerviosa de alegría, desciendo del camión. Estoy en casa, pese a que aún faltan varios cientos de metros hasta llegar a las manyattas. Algunas personas me saludan amablemente. Giuliano aparece con una linterna de bolsillo para dar instrucciones. También él me saluda brevemente y vuelve a desaparecer de inmediato. Me quedo de pie, desvalida con mis pesadas bolsas, en la oscuridad no puedo arrastrarlas yo sola hasta la manyatta de la madre de Lketinga. Dos muchachos que, por lo visto, no van al colegio, puesto que llevan la vestimenta tradicional, me ofrecen su ayuda. A mitad de camino, alguien viene hacia nosotros con una linterna de bolsillo. Es mi darling.

Hello! —me dice con una amplia sonrisa. Lo abrazo dichosa y le planto un beso en la boca. Los nervios me dejan sin habla. En silencio nos dirigimos a la manyatta.

También su madre se muestra muy contenta. Inmediatamente enciende el fuego para el obligatorio chai. Yo reparto los regalos. Más tarde, Lketinga me palpa cariñosamente el vientre y pregunta:

—¿Cómo estar nuestro bebé?

Apocada, le digo que desgraciadamente no hay ningún niño en mi barriga. Su rostro se vuelve sombrío.

—¿Por qué no? ¡Yo saber que antes bebé estar allí!

Intento explicarle con la mayor calma posible que la única causa de que no me viniera la regla fue la malaria. Lketinga se muestra muy decepcionado. Aun así, esta noche se convierte en una maravillosa noche de amor.

Somos muy felices durante las semanas siguientes. La vida sigue su curso habitual hasta que nos desplazamos a Maralal para preguntar de nuevo por la fecha de la boda. También nos acompaña el hermano de Lketinga. Esta vez tenemos suerte. Cuando nos presentamos con mis papeles ratificados y la carta del jefe, que Lketinga ha conseguido entretanto, los problemas parecen haberse esfumado.