EL REENCUENTRO
Tras nueve horas largas aterrizamos en Mombasa en julio de 1987. Nos envuelve el mismo calor, un aura idéntica. Solo que esta vez todo me resulta familiar, Mombasa, el ferry y el largo viaje en autobús hasta el hotel.
Me siento tensa. ¿Estará? En la recepción percibo a mis espaldas un Hello! Nos volvemos y ¡allí está! Se ríe y se me acerca con expresión radiante. El medio año ha quedado completamente borrado. Le empujo levemente, diciendo:
—Jelly, Eric, mirad, este es Lketinga.
Mi hermano, desconcertado, parece buscar algo en su bolsillo. Mi amiga Jelly sonríe y le saluda. Yo hago las presentaciones. De momento, solo me atrevo a un apretón de manos.
En medio del barullo general, lo primero que hacemos es ocupar nuestra cabaña, y Lketinga se queda esperando en el bar. Al fin, puedo preguntarle a Jelly:
—¿Qué te parece?
Buscando las palabras, ella contesta:
—La verdad es que es un poco especial, tal vez necesite un tiempo para acostumbrarme, de momento me parece algo extraño y salvaje.
Mi hermano no opina. Por lo visto, soy la única en sentir ese entusiasmo, pienso con cierta decepción.
Me cambio de ropa y voy al bar. Lketinga está sentado al lado de Edy. También a él le saludo efusivamente, y después intentamos contarnos mutuamente lo que nos ha ocurrido desde nuestra separación. Lketinga me cuenta que, poco después de su liberación, volvió con los de su tribu y que solo hace una semana que regresó a Mombasa. Fue Priscilla quien le informó de mi llegada. El que les permitieran recibirnos aquí en el hotel constituía una excepción, pues, normalmente, les está prohibida la entrada a los negros que no trabajan aquí.
Me doy cuenta de que apenas puedo contarle nada a Lketinga sin ayuda de Edy. Mi inglés sigue siendo elemental y tampoco Lketinga sabe mucho más de diez palabras. Por lo tanto, pasamos algunos ratos sentados en la playa, en silencio, y nos limitamos a sonreírnos mientras mi amiga y Eric pasan la mayor parte del tiempo en la piscina o en la habitación. Cae la tarde y pienso en cómo va a continuar nuestra relación. No podemos permanecer en el hotel y, aparte de nuestro primer apretón de manos, no ha sucedido gran cosa. Resulta difícil cuando una se ha pasado medio año esperando a un hombre. En mis pensamientos, me veía a menudo en brazos de aquel hombre hermoso e imaginaba sus besos y nuestras noches locas. Ahora que está a mi lado me da miedo la sola idea de tocar su brazo moreno. Me dejo, pues, llevar por la sensación de felicidad de tenerlo a mi lado.
Eric y Jelly se van a dormir, están agotados por el largo viaje y por el calor bochornoso. Lketinga y yo vamos a la Bush Baby. Me siento como una reina al lado de mi «príncipe». Nos sentamos a una mesa y miramos cómo bailan los demás. Lketinga no para de reír. Y como apenas podemos comunicarnos, permanecemos sentados en silencio escuchando la música. Su proximidad y aquella atmósfera me hacen sentirme inquieta. Me gustaría acariciar su cara y saber cómo besa. Cuando, al fin, suena música lenta, le tomo las manos y le indico la pista de baile. Se queda allí de pie, con aire desvalido, y no acaba de decidirse.
Pero, de repente, estamos el uno en brazos del otro, moviéndonos al ritmo de la música. La tensión que había en mí desaparece. Me tiembla todo el cuerpo, pero esta vez puedo agarrarme a él. El tiempo parece haberse detenido y, poco a poco, va despertando en mí el deseo que siento por ese hombre, un deseo que durante medio año permaneció dormido. No me atrevo a levantar la cabeza y mirarle. ¿Qué pensará de mí? ¡Sé tan poco de él! Cuando cesa la música, regresamos a nuestra mesa y entonces me doy cuenta de que, aparte de nosotros, no había nadie más bailando. Me parece sentir docenas de ojos clavados en nosotros.
Nos quedamos sentados un rato más. Luego nos vamos. Es más de medianoche cuando me acompaña al hotel. En la entrada nos miramos a los ojos y creo ver una expresión distinta en los suyos. Percibo en aquellos ojos salvajes algo parecido a sorpresa y excitación. Al fin me atrevo a acercarme a su hermosa boca y, con suavidad, mis labios se posan en los suyos. Entonces noto cómo todo él se pone rígido y me mira casi con espanto.
—¿Qué hacer tú? —pregunta, dando un paso atrás.
Aquello es como un jarro de agua fría, no entiendo nada, siento vergüenza, me doy la vuelta y, destrozada, corro al hotel. En la cama rompo a llorar sin poderme contener. El mundo parece hundirse. Solo puedo pensar en una cosa: que yo lo deseo hasta la locura y que, por lo visto, él no siente nada por mí. Pese a todo, llega un momento en que me quedo dormida.
Me despierto muy tarde. Hace mucho que han dejado de servir el desayuno. Me da lo mismo, porque no tengo hambre. No quiero que nadie me vea así. Me pongo gafas de sol e intento pasar inadvertida por la piscina donde mi hermano retoza con Jelly como un gallo enamorado.
En la playa me tumbo bajo una palmera clavando la mirada en el cielo azul. ¿Era eso todo?, me pregunto. ¿Me ha engañado hasta tal punto mi intuición? No, grita algo en mí, ¿de dónde, si no ha sido por ese hombre, he sacado la fuerza suficiente para separarme de Marco y renunciar durante medio año a todo contacto sexual?
De repente, percibo una sombra sobre mí y noto cómo alguien me toca suavemente el brazo. Abro los ojos y veo ante mí el hermoso rostro de ese hombre. Me dirige una mirada radiante y, otra vez, no dice más que:
—Hello!
Menos mal que llevo las gafas de sol. Me mira durante mucho rato y parece estudiar mi cara. Tras un momento, pregunta por Eric y Jelly y, con dificultad, explica que por la tarde estamos invitados a tomar el té en casa de Priscilla. Tumbada boca arriba, veo dos ojos que me miran dulcemente, llenos de esperanza. Al ver que no contesto enseguida, su expresión cambia, los ojos se vuelven más oscuros y aparece en ellos un brillo orgulloso. Lucho conmigo misma, y luego pregunto a qué hora hemos de estar en casa de Priscilla.
Eric y Jelly aceptan la invitación, y, a la hora acordada, esperamos en la entrada del hotel. Tras unos diez minutos, se detiene uno de aquellos matatus abarrotados. De él bajan dos largas piernas seguidas del esbelto cuerpo de Lketinga. Se ha traído a Edy. De la primera visita recuerdo aún el camino a casa de Priscilla. Mi hermano, en cambio, mira desconfiado a los monos que juegan y comen a poca distancia del camino.
El reencuentro con Priscilla es muy cordial. Saca su infiernillo de alcohol y prepara el té. Mientras esperamos, discuten los tres, y nosotros los miramos sin entender. Se ríen una y otra vez, y yo noto que también están hablando de mí. Tras unas dos horas nos disponemos a marcharnos y Priscilla me dice que puedo ir a su casa con Lketinga siempre que quiera.
Pese a haber pagado dos semanas más, decido dejar el hotel para instalarme en casa de Priscilla. Estoy harta de la disco y de tener que cenar sin él. La dirección del hotel me dice que lo más probable es que acabe sin dinero y sin ropa. También mi hermano se muestra escéptico, pero, aun así, me ayuda a llevar todas mis pertenencias a la selva. Lketinga lleva mi enorme bolsa de viaje y parece alegrarse.
Priscilla desaloja su cabaña y se marcha a casa de una amiga. Cuando llega la noche y ya no podemos evitar por más tiempo el momento del encuentro físico, me siento en el estrecho camastro y espero nerviosa el momento largamente añorado. Lketinga se sienta a mi lado y solo distingo el blanco de sus ojos, el botón de nácar en su frente y los aretes de marfil en sus orejas. De repente, parece desbocarse. Lketinga me empuja sobre el camastro y siento su virilidad excitada. Aun antes de tener claro si mi cuerpo está realmente dispuesto, siento un dolor, oigo sonidos extraños y ya todo ha terminado. Podría llorar de decepción. Me lo había imaginado de manera totalmente distinta. Solo ahora adquiero conciencia de que estoy con una persona que pertenece a una cultura desconocida para mí. No puedo proseguir con mis reflexiones, pues ya se repite todo aquello. Esta noche siguen otros intentos, y, tras el tercer o cuarto coito renuncio a prolongarlo con besos u otros intentos, pues a Lketinga los besos no parecen gustarle.
Al fin amanece, y espero que Priscilla llame a la puerta. Y realmente, sobre las siete de la mañana, oigo voces. Miro afuera y ante la puerta encuentro una palangana llena de agua. La llevo a la habitación y me lavo a fondo, porque tengo todo el cuerpo cubierto de restos de la pintura roja de Lketinga.
Aún sigue durmiendo cuando voy a ver a Priscilla. Ya ha hecho té y me lo ofrece. Cuando me pregunta cómo he pasado mi primera noche en una morada africana, empiezo a balbucear. Visiblemente azorada, escucha y dice:
—Corinne, no somos como los blancos. Vuelve con Marco, pasa las vacaciones en Kenia, pero no busques aquí un hombre para toda la vida.
Había oído decir que los blancos tratan bien a las mujeres, también de noche. En eso los hombres masai eran distintos, lo que yo misma acababa de vivir era lo normal.
—Los masai no besan —continuó diciendo—. La boca sirve para comer. Besar —y acompañó sus palabras de una mueca despectiva— es horrible. Un hombre no toca jamás a una mujer por debajo del vientre, y una mujer no debe tocar el sexo del hombre. También son tabú los cabellos y la cara de un hombre.
No sé si reír o llorar. Deseo a un hombre hermosísimo y no puedo tocarlo. Solo ahora recuerdo la escena del fracasado beso y aquello me obliga a creer en lo que Priscilla me ha dicho.
Durante la conversación, Priscilla no me ha mirado, debe de haberle resultado difícil hablar de este tema. Doy vueltas a muchas cosas, y dudo de haberlo entendido todo correctamente. De repente, Lketinga aparece bajo el sol de la mañana. Con su torso desnudo, su paño colorado cubriéndole las caderas y su largo cabello rojo parece una figura de ensueño. Las vivencias de la pasada noche se repliegan en la última porción de mi cerebro, y solo sé que quiero a este hombre y a ningún otro. Lo amo. Y, además, todo se puede aprender, me digo para tranquilizarme.
Más tarde, nos dirigimos en un abarrotado matatu a Ukunda, el pueblo grande más próximo. Allí encontramos a otros masai en una casa de té regentada por indígenas. Se compone de unas cuantas tablas de madera unidas provisionalmente con clavos, un tejado, una larga mesa y un par de sillas. El té se prepara en un gran caldero colgado sobre el fuego. Cuando nos sentamos, todos me dirigen miradas, en parte curiosas, en parte críticas. Y, de nuevo, todos hablan a la vez. No hay duda de que hablan de mí. Los examino a todos y compruebo que nadie es tan hermoso ni tiene un aire tan pacífico como Lketinga.
Permanecemos allí durante horas. Me da lo mismo no entender nada. Resulta conmovedor ver cómo Lketinga se preocupa por mí. Constantemente pide bebidas y, más tarde, también un plato de carne. Se trata de trocitos de cabra que apenas soy capaz de comer porque aún se ve sangre y son duros y correosos. Después de haber comido tres trozos, siento náuseas y doy a entender a Lketinga que los coma él. Pero ni él ni los demás hombres toman nada de mi plato, pese a que resulta evidente que tienen hambre.
Al cabo de media hora se levantan y Lketinga trata de explicarme algo con los pies y las manos. Lo único que entiendo es que todos quieren ir a comer, pero que yo no puedo acompañarlos. Aun así, no me dejo convencer. Insisto en ir con ellos.
—No, ¡gran problema! Tú esperar aquí —oigo.
Luego los veo desaparecer tras una pared y, poco después, veo montañas de carne. Tras un buen rato, regresa mi masai. Parece haberse llenado la barriga. Sigo sin comprender por qué tuve que quedarme aquí, y él se limita a decir:
—Tú ser mujer, carne no afortunada.
Por la noche pediré a Priscilla que me lo explique.
Abandonamos la casa de té y regresamos a la playa en matatu. Nos bajamos en el Africa-Sea-Lodge y decidimos hacer una visita a Jelly y a Eric. Nos paran en la entrada, pero cuando explico al guardia que solo vamos a ver a mi hermano y a su amiga, nos deja pasar sin comentarios. En la recepción, el gerente me saluda riendo:
—¿Así que ahora va a volver al hotel?
Contesto negativamente diciendo que me encuentro muy a gusto en la selva. Se limita a encogerse de hombros y exclama:
—¡Ya veremos hasta cuándo!
Encontramos a los dos en la piscina. Alterado, Eric viene hacia mí.
—¡Ya era hora de que volvieras a asomar por aquí!
Quiere saber si he dormido bien. Esta preocupación me hace reír y contesto:
—¡La verdad es que he pernoctado en sitios más confortables, pero soy feliz!
Lketinga se echa a reír y pregunta:
—Eric, ¿qué ser problema?
Algunos bañistas blancos no nos quitan la vista de encima. Unas cuantas mujeres pasan con extremada lentitud ante mi hermoso masai, que lleva sus adornos y se ha vuelto a pintar, y lo admiran sin disimulo. Él, por su parte, no les dirige ni una sola mirada, ya que le resulta violento tener que mirar tanta piel.
No nos quedamos mucho rato, porque quiero comprar algunas cosas, papel higiénico y, ante todo, una linterna. La pasada noche no tuve que ir en plena noche a la letrina de la selva, pero no siempre va a ser así. La letrina se halla fuera del pueblo. Se accede a ella por una peligrosísima escalera de gallinero a unos dos metros del suelo. Allí hay una especie de casita de hojas trenzadas de palmera con dos tablas en el suelo y un agujero en el centro.
Encuentro la linterna y los rollos de papel en una pequeña tienda donde, por lo visto, también los empleados del hotel adquieren la mercancía. Solo ahora me doy cuenta de lo barato que resulta todo aquí. Para los precios a los que estoy acostumbrada, todo, salvo las pilas para la linterna, tiene un precio insignificante.
Unos metros más allá hay otra chabola en cuyas paredes está escrito meat con pintura roja. A Lketinga le atrae esa choza. Del techo cuelga un enorme gancho de carnicero, y de él una cabra despellejada. Lketinga me dirige una mirada interrogante y comenta:
—¡Muy fresca! Tú llevar un kilo para tú y Priscilla.
Me estremezco ante la idea de tener que comer esa carne. Aun así doy mi conformidad. El vendedor coge un hacha y, de un golpe, le corta la pata trasera al animal para, después, separar nuestra ración con dos o tres golpes más. El resto lo vuelve a colgar del gancho. Lo envuelve todo en papel de periódico y nos dirigimos al pueblo.
A Priscilla le causa una enorme alegría el regalo. Nos prepara chai y va a buscar un segundo infiernillo a casa de la vecina. Luego, la carne es cortada, lavada y cocida en agua con sal durante dos horas. Entretanto, hemos tomado nuestro té, que empieza a resultarme agradable. Priscilla y Lketinga no paran de hablar. Al cabo de un rato, Lketinga se levanta y dice que se marcha, pero que pronto volverá. Intento averiguar sus intenciones, pero se limita a exclamar:
—No problem, Corinne, yo volver.
Me mira riendo y desaparece. Pregunto a Priscilla adónde va. Me dice que no lo sabe con exactitud, pues se trata de algo que no se le puede preguntar a un masai, que es asunto suyo, pero ella supone que va a Ukunda.
—Por Dios, qué querrá en Ukunda si acabamos de venir de allí —digo indignada.
—Tal vez quiera comer algo más —replica Priscilla.
Clavo la mirada en la carne que hierve en la gran olla de hojalata.
—¿Para quién es eso?
—Eso es para nosotras, las mujeres —me alecciona—. Lketinga no puede comer de esta carne. Ningún guerrero masai come jamás algo que una mujer haya tocado o mirado. No les está permitido comer en presencia de mujeres, solo pueden tomar té.
Me viene a la mente la extraña escena de Ukunda, y se hace innecesario preguntarle a Priscilla por qué todos desaparecieron tras la pared. Así pues, Lketinga no puede comer conmigo, y yo jamás podré cocinar nada para él. Por extraño que pueda parecer, este hecho me afecta más que la renuncia a sexo tal como yo lo deseo. Cuando más o menos me he recuperado, quiero saber más. Que me diga qué sucede cuando dos están casados. También en eso su respuesta me decepciona. La mujer se queda, por norma, con los hijos y el hombre permanece en compañía de otros varones de su clase social, es decir, de guerreros de los que, al menos uno, tiene que hacerle compañía durante las comidas. No es de buena educación permitir que un guerrero coma solo.
Estoy atónita. Se vienen abajo mis románticas fantasías de cocinar juntos y comer en la selva o en una sencilla cabaña. Apenas puedo contener las lágrimas, y Priscilla me mira asustada. Luego se echa a reír, y aquello me pone casi furiosa. De repente, me siento sola y me doy cuenta de que también Priscilla es para mí una persona extraña, alguien que vive en otro mundo.
¿Por qué no viene Lketinga? Se ha hecho de noche, y Priscilla sirve la carne en dos abollados platos de aluminio. Ahora me siento realmente hambrienta, la pruebo y me sorprende comprobar que está muy tierna. En cambio, el sabor es muy peculiar y muy salado, como el agua de la cocción. Comemos en silencio, con las manos.
Es tarde cuando me despido y me retiro a la antigua cabaña de Priscilla. Me siento cansada, enciendo la lámpara de petróleo y me tumbo en la cama. Fuera, cantan las cigarras. Mis pensamientos regresan a Suiza, pienso en mi madre, en mi negocio y en mi vida cotidiana de Biel. ¡Qué diferente es el mundo aquí! Pese a la enorme pobreza, la gente parece más feliz, tal vez precisamente porque saben vivir con menos. Estas son las ideas que me pasan por la cabeza, y, enseguida, me siento mejor.
De repente, la puerta de madera se abre con un chirrido, y aparece Lketinga en el umbral, riendo. Tiene que agacharse para poder entrar. Echa una rápida mirada a su alrededor, y se sienta a mi lado en el camastro.
—Hello, ¿cómo tú estar? ¿Tú comer carne? —pregunta.
Sus preguntas y su solícito interés hacen que me sienta bien y despiertan en mí un gran deseo. A la luz de la lámpara de petróleo Lketinga tiene un aspecto maravilloso. Sus adornos brillan, su torso está desnudo, aderezado únicamente con los dos collares de cuentas. El saber que bajo la tela que le cubre las caderas solo está su piel me excita terriblemente. Tomo su mano delgada y fresca y la aprieto contra mi cara. En este momento me siento unida a ese ser humano que, en el fondo, es un completo extraño para mí, y sé que lo amo. Lo atraigo hacia mí y siento el peso de su cuerpo sobre el mío. Pongo mi cabeza junto a la suya y percibo el olor salvaje de sus largos cabellos rojos. Permanecemos así durante una eternidad y noto cómo también se apodera de él la excitación. Solo nos separa mi ligero vestido de verano, que me quito bruscamente. Me penetra y, esta vez, aunque solo por un instante, siento una sensación desconocida de felicidad, aunque tampoco llegue el orgasmo. Me siento compenetrada con ese hombre, y esa noche veo claro que, pese a todos los obstáculos, soy ya una prisionera de su mundo.
Durante la noche siento unos retortijones en el vientre y cojo mi linterna que, afortunadamente, he dejado junto a la cabecera del camastro. Cuando abro la puerta chirriante, supongo que me oyen todos, pues, aparte de las incansables cigarras, todo está en absoluto silencio. Me dirijo al «retrete del gallinero», saltando literalmente los últimos peldaños, y alcanzo el lugar en el último instante. Me pongo en cuclillas y me tiemblan las rodillas. Me vuelvo a incorporar reuniendo mis últimas fuerzas, tomo la linterna, bajo por la escalera y vuelvo a la cabaña. Lketinga duerme plácidamente. Me tumbo en el camastro, en el reducido espacio que me queda entre él y la pared.
Cuando me despierto, son ya las ocho y el sol quema con tal fuerza que en la cabaña hace un calor asfixiante. Tras el té de costumbre y el ritual del aseo, pretendo lavarme el pelo. Pero ¿cómo hacerlo sin agua corriente? Nos traen el agua en bidones de veinte litros que Priscilla llena todos los días en un pozo cercano. Intento explicarle mi intención a Lketinga mediante el lenguaje de las manos. Enseguida se muestra dispuesto a ayudar.
—No problem, ¡yo ayudar!
Lketinga vacía el agua de una lata de conserva sobre mi cabeza. Después, incluso me enjabona el pelo con grandes carcajadas. Le sorprende que, con tanta espuma, aún quede luego cabello en la cabeza.
Después, queremos ir a ver a mi hermano y a Jelly al hotel. Cuando llegamos, están ambos cómodamente sentados ante el copioso desayuno. Al ver aquellos deliciosos manjares adquiero conciencia de lo pobres que son ahora mis desayunos. Esta vez soy yo quien habla. Lketinga permanece sentado a mi lado y escucha. Solo cuando describo mi visita nocturna y los dos se miran estupefactos, pregunta:
—¿Qué ser problema?
—Ningún problema —replico riendo—, ¡todo va bien!
Invitamos a ambos a comer a casa de Priscilla. Quiero preparar espaguetis. Ellos aceptan. Eric dice que ya sabrán encontrar el camino. Nos quedan dos horas para encontrar espaguetis y salsa, así como cebolla y especias. Lketinga ni siquiera sabe de qué plato estamos hablando, pero asiente riendo:
—Yes, yes, todo estar bien.
Tomamos un matatu para ir al supermercado más próximo, donde, realmente, encontramos lo que buscábamos. Cuando estamos, al fin, de vuelta en el pueblo, apenas me queda tiempo para preparar el «banquete». En cuclillas, en el suelo, lo preparo todo. Priscilla y Lketinga contemplan divertidos cómo hiervo los espaguetis y opinan:
—¡Esto no ser comida!
Mi amigo masai mira fijamente cómo hierve el agua y observa intrigado cómo los rígidos palitos de los espaguetis se van doblando poco a poco. Para él, es un enigma y pone en duda que aquello pueda convertirse en una comida. Mientras la pasta se va cociendo, abro con un cuchillo la lata de salsa de tomate. Cuando vacío el contenido en una abollada sartén, Lketinga pregunta horrorizado:
—¿Eso ser sangre?
Ahora soy yo quien no puede evitar una sonora carcajada.
—¿Sangre? ¡Oh no, salsa de tomate! —contesto riendo.
Entretanto, Jelly y Eric llegan bañados en sudor.
—¿Cómo?, ¿cocinas en el suelo? —pregunta Jelly sorprendida.
—Sí, ¿es que crees que aquí disponemos de cocina? —replico. Al ver que vamos sacando los espaguetis uno por uno con tenedores, Priscilla y Lketinga abren unos ojos como platos. Priscilla trae a su vecina. También ella mira los espaguetis, después la olla con la salsa roja.
—¿Gusanos? —pregunta señalando la pasta, y su rostro se deforma en una mueca de asco.
Nos echamos a reír. Los tres creen que comemos gusanos con sangre, y no prueban bocado. En cierto modo casi los entiendo, pues al mirar la fuente, también yo empiezo a perder el apetito, pensando en sangre y gusanos.
A la hora de fregar los platos, me encuentro con otro problema. No hay ni detergente ni cepillo. Priscilla soluciona esta tarea utilizando Omo y rascando con las uñas. Mi hermano comprueba prosaicamente:
—Hermanita, aún no te veo aquí para siempre. En cualquier caso, seguro que ya no necesitarás ninguna lima para tus largas y hermosas uñas.
No le falta razón.
A ambos les quedan dos días de vacaciones, después me quedaré a solas con Lketinga. En su última noche en el hotel se celebra otro baile masai. Jelly y Eric nunca han visto ninguno. También Lketinga se une a nosotros, y los tres esperamos impacientes el comienzo. Los masai se reúnen ante el hotel y depositan allí lanzas, adornos, cinturones de cuentas y telas para la venta posterior.
Son unos veinticinco guerreros los que llegan cantando. Me siento unida a esta gente y tan orgullosa de este pueblo como si todos fueran hermanos míos. Resulta increíble la elegancia con que se mueven y el aura que desprenden. Esta desconocida sensación de patria hace que se me salten las lágrimas. Tengo la impresión de haber encontrado mi familia, mi pueblo. Inquieta por la presencia de tantos masai fuertemente pintados y con adornos tribales, Jelly me susurra:
—Corinne, ¿estás segura de que este es tu futuro?
—Sí —es todo lo que respondo.
Hacia la medianoche termina la representación y los masai se marchan. Lketinga viene y nos muestra orgulloso el dinero ganado con la venta de adornos. A nosotros se nos antoja poco, pero para él significa la supervivencia en los próximos días. Nos despedimos efusivamente, pues Eric y Jelly dejarán el hotel de madrugada y no los volveremos a ver. Mi hermano le tiene que prometer a Lketinga que volverá:
—¡Vosotros ser amigos míos ahora!
Jelly me estrecha fuertemente y, entre lágrimas, insiste en que me cuide, que me lo piense todo bien y que en diez días aparezca otra vez en Suiza. Por lo visto, no se fía de mí.
Iniciamos el camino de regreso. En el cielo brillan miles y miles de estrellas; en cambio, no se ve la luna. Pero, pese a la oscuridad, Lketinga conoce perfectamente el camino a través de la selva. Tengo que agarrarme a su brazo para no perderle de vista. A nuestra llegada al poblado nos espera en la oscuridad un perro que nos recibe con furiosos ladridos. Lketinga emite breves sonidos cortantes y el chucho se retira. En la casita busco a tientas la linterna de bolsillo. Cuando, al fin, la encuentro, busco cerillas para encender la lámpara de petróleo. Durante un breve instante pienso en lo fácil que todo resulta en Suiza. Allí hay farolas, luz eléctrica, y todo parece funcionar solo. Estoy agotada y quiero dormir. Lketinga, en cambio, viene de trabajar, tiene hambre y dice que le prepare un té. ¡Hasta ahora yo siempre había dejado este trabajo en manos de Priscilla! Primero tengo que rellenar el infiernillo de alcohol en la oscuridad. Miro el té en polvo y pregunto:
—¿Cuánto?
Lketinga se echa a reír y vierte un tercio del paquete en el agua que hierve. Luego hay que añadir el azúcar. Pero no dos o tres cucharadas, sino una taza entera. Aquello me sorprende, y pienso que no será posible tomar ese té. Y, sin embargo, sabe casi tan bien como el de Priscilla. Y ahora comprendo que el té puede reemplazar perfectamente una comida.
Paso el día siguiente con Priscilla. Queremos lavar la ropa, y Lketinga decide ir a la costa norte para averiguar en qué hoteles se organizan fiestas con representaciones de baile. No pregunta si quiero ir con él.
Voy con Priscilla al pozo y, como ella, intento traer a casa un bidón de agua de veinte litros. La cosa no resulta tan fácil. Para llenar el bidón, se baja unos cinco metros un cubo en el que caben tres litros. Se tira de él hasta subirlo. Luego, con una lata, se va sacando el agua y se vierte por la angosta abertura del bidón hasta que está lleno. Se trabaja con extremada precisión para que no se pierda ni una gota del preciado líquido.
Cuando mi bidón está lleno, intento arrastrarlo los doscientos metros que nos separan de la cabaña. Pese a que siempre me he creído fuerte, no lo consigo. Priscilla, en cambio, se coloca su bidón en la cabeza con dos o tres movimientos de las manos y, tranquila y relajada, se dirige a la choza. Cuando he recorrido la mitad del trayecto, me cruzo con ella y Priscilla lleva también mi bidón a casa. Ya me duelen los dedos. Aquella operación se repite un par de veces, pues el detergente que gastan aquí produce gran cantidad de espuma. Pronto noto en mis nudillos los efectos de lavar a mano y, encima, con agua fría y precisión suiza. Al cabo de un rato están completamente desollados y el agua con detergente me irrita la piel. Mis uñas están destrozadas. Cuando el dolor de espalda me impide seguir, Priscilla se encarga del resto.
Entretanto es mediodía, y aún no hemos comido. Pero ¿qué hubiéramos podido comer? En casa no tenemos provisiones, pues, si las tuviéramos, recibiríamos inmediatamente la visita de insectos y ratones. Tenemos que comprar, pues, todos los días todo lo necesario. Pese al inmenso calor, nos ponemos en marcha. Esto representa media hora de camino o más, ya que Priscilla inicia una larga charla con todas las personas con que nos cruzamos. Por lo visto, es costumbre aquí dirigirse a todo el mundo con la palabra jambo para contarle luego la historia de media familia.
Cuando al fin llegamos, compramos arroz y carne, tomates, leche e incluso pan tierno. Ahora tenemos que hacer el largo camino de regreso, y luego preparar la comida. A última hora de la tarde, aún no ha aparecido Lketinga. Cuando pregunto a Priscilla si sabe cuándo volverá, se echa a reír y dice:
—¡No, yo no poder preguntar eso a un hombre masai!
Agotada por el trabajo desacostumbrado bajo el calor, me echo en la cabaña fresca mientras Priscilla empieza parsimoniosamente a preparar la comida. Supongo que me siento tan débil porque no he comido nada durante todo el día.
Echo en falta a mi masai. Sin él, este mundo no es ni la mitad de interesante y digno de ser vivido. Y, al fin, poco antes de que caiga la oscuridad, se acerca con paso elegante a la cabaña, y se oye el familiar:
—Hello, ¿cómo estar tú?
—Oh, ¡no demasiado bien! —contesto un poco ofendida.
A lo que pregunta inmediatamente, asustado:
—¿Por qué no?
Un poco inquieta por la expresión de su cara, decido no hacer ningún comentario sobre su larga ausencia, pues, teniendo en cuenta nuestros escasos conocimientos de inglés, solo conduciría a malentendidos. Contesto, pues, señalando mi vientre:
—¡Estómago!
Me dirige una mirada radiante y arriesga:
—¿Tal vez bebé?
Riendo, digo que no. Esta posibilidad, realmente, no se me habría ocurrido, ya que la evito con la píldora, cosa que él ignora y seguramente desconoce que exista tal cosa.