POLE, POLE

Últimamente he atendido a menudo a personas heridas. Desde que curé con un ungüento antivesicante al bebé de una vecina que tenía una úlcera supurante en la pierna, todos los días vienen madres que me traen a sus hijos, algunos con abscesos horrorosos. Limpio, unto y vendo lo mejor que puedo y hago volver a la gente cada dos días. Pero empiezan a acudir tantos que pronto me quedo sin ungüento y sin poder ayudar. Los mando al hospital o a la misión, pero las mujeres se marchan sin decir palabra y sin seguir mi consejo.

Dentro de dos días, los alumnos regresarán al colegio. Lo siento, porque resultaba entretenido charlar con ellos. La idea de la tienda se ha ido asentando y, un buen día, tomo la decisión de hacer un viaje a Suiza para recargar las pilas y ganar algunos kilos. La posibilidad de que Roberto o Giuliano me lleven a Maralal resulta tentadora. Podría dejar aquí nuestro todoterreno y, en mi actual estado de debilidad, no tendría que enfrentarme a este trayecto yo misma. Sin más, le comunico mi decisión a Lketinga. Se muestra completamente confundido por mi intención de abandonarle dentro de dos días. Le prometo pensar en lo de la tienda y traer dinero. Le digo que averigüe dónde y cómo podemos levantar un edificio. Mientras lo comento todo con él, la idea de una tienda de los dos se va concretando para mí. Ahora solo necesito tiempo para prepararlo todo y reunir fuerzas.

Naturalmente, Lketinga tiene otra vez miedo de que yo quiera abandonarlo, pero esta vez me ayudan los muchachos, que pueden traducirle palabra por palabra mi promesa de regresar sana dentro de tres o cuatro semanas. Le comunicaré la fecha exacta cuando haya comprado el billete. Me marcharé a Nairobi para ver si tengo suerte y puedo coger pronto un avión a Suiza. Muy a pesar suyo, da su aprobación. Le dejo algo de dinero, unos trescientos francos.

Con poco equipaje espero ante la misión, en compañía de varios alumnos. No sabemos cuándo nos iremos, pero quien no esté allí en el momento de la partida tendrá que ir a pie. La madre y mi darling también están presentes. Mientras su madre da las últimas instrucciones a James, yo consuelo a Lketinga. Un mes sin mí se le antoja muy, muy largo. Entonces viene Giuliano. Puedo sentarme a su lado mientras los muchachos se apretujan en la parte de atrás. Lketinga saluda con la mano y me encarga:

—¡Tú cuidar nuestro bebé!

No puedo evitar una sonrisa al verle tan convencido de mi supuesto embarazo.

El padre Giuliano conduce a toda velocidad por aquella carretera. Me agarro lo mejor que puedo. Hablamos poco. Solo cuando le digo que quiero estar de vuelta dentro de un mes, me dice que necesitaré al menos tres meses para recuperarme. Pero esto es inimaginable para mí.

En Maralal reina un gran caos. La pequeña ciudad está abarrotada de alumnos que se marchan. Los reparten por toda Kenia para que las diferentes tribus se mezclen. James tiene suerte de poderse quedar en Maralal. Un chico de nuestro pueblo tiene que ir a Nakuru, así que podemos hacer un trozo del trayecto juntos. Pero primero tenemos que conseguir un billete de autobús. Parece imposible durante los próximos dos días. No quedan plazas. Algunos forasteros han venido a Maralal con pick-ups descubiertos para ganarse un buen dinero con viajes que cobran a precio excesivo. Ni siquiera en ellos encontramos sitio. Quizás al día siguiente, a las cinco de la mañana, nos ofrece un hombre. Hacemos la reserva pero, de momento, sin pagar nada.

El muchacho se queda de pie sin saber qué hacer, porque sin dinero no sabe dónde pasar la noche. Es muy tímido y servicial. Me lleva constantemente la bolsa de viaje. Propongo beber algo e ir a la pensión que conozco para ver si tienen habitaciones. La dueña me saluda con gran alegría, pero al oír mi petición de dos habitaciones responde negativamente. Solo dispone de una y me la cede porque soy cliente habitual. Tomamos chai y luego recorremos las demás pensiones en busca de una habitación para el muchacho. Estoy dispuesta a pagar la cantidad que piden, que para mí resulta irrisoria. Pero todas están llenas. Empieza a oscurecer y a refrescar. Doy vueltas a la posibilidad de alojar al muchacho en mi habitación y cederle la segunda cama. Para mí no sería problema, pero no sé cómo lo interpretará la gente. Le pregunto qué piensa hacer. Me explica que tendrá que recorrer varias manyattas en las afueras de Maralal. Si encuentra a una madre que tenga un hijo de su edad, tendrá que acogerle.

Eso me parece realmente demasiado complicado, pues queremos partir a las cinco de la madrugada. Sin pensármelo más, le ofrezco la segunda cama de mi habitación, colocada junto a la pared de enfrente. En el primer instante me mira azorado y agradece mi ofrecimiento, aunque lo rechaza. Dice que es imposible para él dormir en la habitación de la novia de un guerrero. Eso le acarrearía problemas. Me echo a reír. Yo no me tomo todo eso tan en serio y le digo que no se lo cuente a nadie. Soy la primera en ir a la pensión. Doy unos cuantos chelines al vigilante y le pido que me despierte a las cuatro y media. El muchacho aparece media hora más tarde. Completamente vestida, estoy ya acostada, aunque solo son las ocho de la tarde. Al caer la noche cesa fuera toda actividad, salvo en algunos bares que procuro evitar.

La desnuda bombilla ilumina la habitación en toda su fealdad. En las paredes se desconcha el revoque azul, y por todas partes se ven manchas marronáceas de las que descienden largas churretadas. Son los repulsivos restos de tabaco escupido. En casa, en la manyatta, la madre de Lketinga y algunos visitantes mayores también solían hacerlo hasta que me quejé. Ahora la madre escupe bajo una de las piedras del hogar. La habitación de la pensión se me antoja especialmente repugnante. El muchacho se acuesta vestido y se vuelve inmediatamente hacia la pared. Apagamos las deslumbrantes bombillas y dejamos de hablar.

Alguien llama ruidosamente a la puerta. Me despierto sobresaltada y pregunto qué ocurre. Antes de que se oiga una respuesta, el muchacho dice que son casi las cinco de la mañana. ¡Tenemos que partir! Cuando el pick-up esté lleno saldrá sin más. Recogemos nuestras cosas y a toda prisa nos dirigimos al lugar convenido. Por todas partes se ven pequeños grupos de alumnos. Algunos suben a un vehículo. El resto espera como nosotros en la fría oscuridad. Tengo muchísimo frío. A estas horas, en Maralal hace fresco y hay mucha humedad por el rocío. Ni siquiera podemos tomar té, porque en las pensiones aún no sirven.

A las seis, el autobús de línea pasa ante nosotros tocando la bocina y lleno hasta los topes. Nuestro conductor aún no ha aparecido. Parece no tener prisa porque dependemos de él. Ahora la rabia se apodera de mí. Quiero marcharme de aquí, y quiero llegar hoy mismo a Nairobi. El muchacho busca desesperado a alguien con quien poder hacer el viaje, pero los escasos coches están todos abarrotados. Solo queda la posibilidad de que nos lleve alguno de los camiones cargados de coles. Yo acepto en el acto, pues no tenemos otra opción. Ya tras los primeros metros dudo de haber hecho bien. Es una auténtica tortura estar sentada sobre aquellas coles duras que no paran de moverse. Solo puedo sujetarme en la barandilla, que me golpea las costillas constantemente. En cada bache saltamos por los aires para caer, a continuación, sobre las duras coles. No es posible mantener una conversación. Hay demasiado ruido y resulta peligroso, pues con estos golpes podría uno morderse los labios. No sé cómo, pero sobrevivo a las cuatro horas de viaje hasta Nyahururu.

Completamente destrozada, bajo del camión y me despido de mi acompañante, porque quiero ir a un restaurante para usar el lavabo. Cuando me bajo los tejanos descubro grandes manchas violeta en los muslos. ¡Dios mío, hasta que llegue a Suiza, mis escuálidas piernas se habrán cubierto además de moratones! Mi madre se llevará un susto de muerte, pues físicamente he cambiado muchísimo desde mi última visita, hace dos meses. Ni siquiera sabe que vuelvo otra vez a casa, sin estar casada y seriamente desmejorada.

En el restaurante pido una Coca-Cola y una verdadera comida. Hay pollo, y me como la mitad de uno acompañado de pringosas patatas fritas. Aún es demasiado pronto para pasar la noche aquí. Por esto arrastro mi bolsa a la estación de autobuses donde, como siempre, hay un gran ajetreo. Tengo suerte, hay un autocar para Nairobi a punto de salir. La carretera está asfaltada, cosa que resulta un alivio. Me quedo dormida en mi asiento. Cuando vuelvo a mirar por la ventana, nos encontramos aproximadamente a una hora de mi destino. Si tengo suerte, llegaremos a la megaciudad antes de que oscurezca. El Igbol no se encuentra precisamente en una zona carente de peligro. Está anocheciendo ya cuando llegamos a las afueras de la ciudad.

Ahora, por todas partes baja gente con sus pertenencias mientras yo aplasto mi rostro desesperadamente contra el cristal para orientarme en aquel océano de luces. Hasta ahora nada me resulta conocido. Quedan cinco personas en el autocar y no sé si no será mejor bajar sin más, pues de ninguna manera quiero ir hasta la estación de autobuses. Aquello resulta demasiado peligroso para mí a estas horas. El conductor me mira constantemente por el retrovisor, sorprendido de que la mzungu no baje. Al cabo de un rato pregunta adónde pretendo ir. Contesto: «Al hotel Igbol». Se encoge de hombros. Entonces me acuerdo del nombre de un inmenso cine que se encuentra muy cerca del Igbol.

—Señor, ¿conoce el cine Odeon? —pregunto esperanzada.

—¿Cine Odeon? ¡Lugar no ser bueno para señora mzungu! —me alecciona.

—Para mí no es ningún problema. Voy al hotel Igbol. Allí hay otros blancos —contesto.

Cambia algunas veces de carril, dobla a veces a la izquierda, otras a la derecha y para directamente delante del hotel. Agradecida por este servicio, le doy unos cuantos chelines. En mi agotamiento, agradezco cualquier metro que no tengo que recorrer a pie.

En el Igbol reina un enorme ajetreo. Todas las mesas están ocupadas y por todas partes hay mochilas de autoestopistas. Ahora el recepcionista ya me conoce y me saluda con un Jambo, Massai lady! Solo le queda una cama libre en una habitación para tres personas. En la habitación me encuentro con dos inglesas que estudian la guía de viajes. Me encamino inmediatamente a la ducha. Llevo conmigo mi bolsa con el dinero y el pasaporte. Me desnudo y veo con espanto lo maltrecho que ha quedado mi cuerpo. Mis piernas, las nalgas y los antebrazos están sembrados de moratones. Pero la ducha vuelve a convertirme en una persona un poco más confortada. Después voy al restaurante para comer algo, al fin, y observar a los diferentes turistas. Cuanto más contemplo a los europeos, sobre todo a los hombres, tanto mayor es la añoranza que siento por mi hermoso guerrero. Poco después me retiro a mi cama para extender mis cansados huesos.

Tras el desayuno me dirijo a la oficina de Swissair. Mi decepción es grande cuando me entero de que no queda ninguna plaza hasta dentro de cinco días. Es demasiado tiempo. En Kenya Airways el plazo de espera es aún más largo. Cinco días en Nairobi. Seguro que caería en una depresión. Por eso recorro las oficinas de otras compañías aéreas hasta que consigo un vuelo con Alitalia para dentro de dos días, aunque con cuatro horas de escala en Roma. Pregunto por el precio y hago la reserva. A continuación, voy corriendo al cercano Kenya Commercial Bank para sacar dinero.

En el banco la gente forma colas. La entrada está vigilada por dos policías armados con ametralladoras. Me pongo en una de las colas y, al cabo de media hora larga, puedo exponer mi deseo. He extendido un cheque por el importe que necesito. Será un enorme fajo de dinero con el que tendré que atravesar Nairobi para llevarlo a la oficina de Alitalia. El hombre que está tras el mostrador da vueltas y vueltas al cheque y me pregunta dónde está Maralal. Se marcha y, al cabo de unos minutos, regresa. Me pregunta si estoy segura de querer llevarme tanto dinero en metálico.

Yes —contesto, irritada.

Tampoco a mí la idea me hace la menor gracia. Después de haber firmado varios comprobantes, me da montones de fajos de billetes que hago desaparecer inmediatamente en mi mochila. Por suerte, apenas queda gente en la oficina. El empleado del banco pregunta de pasada qué es lo que quiero hacer con tanto dinero y si necesito un boyfriend. Rechazo su oferta dándole las gracias y me marcho.

Llego hasta la oficina de Alitalia sin que nadie me moleste. De nuevo tengo que rellenar impresos y controlan mi pasaporte. Una empleada pregunta por qué no tengo un billete de ida y vuelta a Suiza. Me limito a explicar que vivo en Kenia y que solo fui a pasar las vacaciones a Suiza hace dos meses y medio. La señora objeta cortésmente que a pesar de todo soy turista, porque en ningún lugar se indica que yo tenga mi residencia en Kenia. Todas estas preguntas me desconciertan. Solo quiero un billete de avión para volver y lo pago al contado. Pero allí está precisamente el problema. Tengo un comprobante conforme he sacado el dinero de una cuenta bancaria en Kenia. Que, como turista, no puedo ser titular de una cuenta y, además, tengo que justificar que el dinero procede de Suiza. Si no, tendrá que suponer que es dinero negro, porque a los turistas no les está permitido trabajar en Kenia. Ahora sí que me quedo pasmada. Es mi madre quien me ha hecho transferir el dinero, por esto tengo los comprobantes en Barsaloi. Consternada, me encuentro ante esta señora con un fajo de dinero que no quiere aceptar. La africana que está tras el mostrador lamenta no poder extenderme ningún billete sin comprobante sobre la procedencia del dinero. Al borde de un ataque de nervios, me echo a llorar, balbuciendo que no estoy dispuesta a volver a salir de esta oficina con tanto dinero, no soy una suicida.

La africana me mira asustada y, al ver mis lágrimas, deja inmediatamente de mostrarse arrogante.

—Espere un momento —dice en tono tranquilizador y desaparece.

Poco después aparece una segunda señora, me vuelve a explicar el problema y me asegura que no hacen más que cumplir con su deber. Les pido que llamen al banco de Maralal, pues el gerente me conoce muy bien. Las dos comentan el asunto. Después se limitan a fotocopiar mi pasaporte. Diez minutos después abandono la oficina con el billete de avión. Ahora tengo que encontrar un teléfono válido para llamadas internacionales para anunciarle a mi madre la visita sorpresa.

Durante el vuelo mis sentimientos fluctúan entre la ilusión por volver a la civilización y la nostalgia de mi familia africana. En el aeropuerto de Zúrich, mi madre apenas puede disimular el horror que siente al verme. Le agradezco que no lo exprese además con palabras. No tengo hambre, porque disfruté al máximo de la comida del avión, pero sí quiero tomar un buen café suizo antes de que nos pongamos en marcha en dirección a las tierras altas de Berna. Durante los siguientes días, mi madre me mima con sus artes culinarias y poco a poco voy resultando más presentable. Hablamos mucho de mi futuro y le cuento mi proyecto de montar la tienda de comestibles. Ella comprende que necesito unos ingresos y un trabajo.

El décimo día puedo ir al fin a la consulta de un ginecólogo. Quiero que me visite. Desgraciadamente el resultado es negativo, no estoy embarazada. En cambio, padezco una fuerte anemia y estoy infraalimentada. Tras la visita al médico me imagino la decepción que sentirá Lketinga. Pero me consuelo con la certeza de que nos queda mucho tiempo por delante para tener descendencia. Todos los días doy paseos por los campos verdes y, con el pensamiento, estoy en África. Después de dos semanas ya estoy planeando mi partida y reservo el vuelo de regreso, que será dentro de diez días. De nuevo compro muchos medicamentos, diversos condimentos y paquetes enteros de pasta. Le comunico mi llegada a Lketinga mediante un telegrama dirigido a la misión.

Los restantes nueve días transcurren con lentitud y sin acontecimientos de relieve. La única ruptura de la monotonía es la boda de mi hermano Eric con Jelly. Yo la vivo como en trance, y el lujo y la copiosa comida me resultan desagradables. Todos quieren saber cómo es la vida en Kenia y, al fin, todos acaban por intentar hacerme entrar en razón. Pero para mí la razón está en Kenia, junto a mi gran amor y aquella vida modesta. Quiero volver a marcharme de una vez.