VIDA COTIDIANA
Podemos dedicarnos ahora a disfrutar verdaderamente de los días siguientes. Tenemos bastantes comestibles y gasolina en abundancia. Todos los días vamos a visitar a algunos parientes con el coche o a cortar leña y la llevamos a casa en el todoterreno. De vez en cuando vamos al río. Allí realizamos el ritual de lavarnos y subimos bidones de agua para medio Barsaloi, a veces hasta veinte unidades. Estas pequeñas excursiones consumen gran parte de nuestra preciosa gasolina, por lo que formulo ciertas objeciones. Pero eso desata cada vez una gran discusión.
Esta mañana, cuenta un moran, ha parido una de sus vacas. Es un acontecimiento que exige una visita. Nos trasladamos a Sitedi. Como no es una carretera oficial, tengo que ir siempre pendiente de no pasar por encima de matorrales espinosos. En el poblado, visitamos a su hermanastro. Aquí reúnen las vacas por la noche. Por eso tenemos que pasar por encima de una gran cantidad de boñigas que atraen a cientos de moscas. El hermanastro de Lketinga nos muestra el ternero recién nacido. El primer día, la vaca madre se queda en casa. Lketinga se muestra radiante mientras yo lucho con las moscas. Mis sandalias de plástico se hunden en los excrementos de vaca. Ahora veo la diferencia entre nuestro poblado sin vacas y este. No, aquí no quiero permanecer mucho tiempo.
Nos invitan a tomar chai, y Lketinga me lleva a la cabaña de su hermanastro y la joven mujer de este que tiene un bebé de dos semanas de edad. Parece alegrarse de nuestra visita. No paran de charlar, pero yo no entiendo ni palabra. La masa de moscas acaba con mis nervios. Mientras tomamos el té, tapo constantemente el vaso caliente con la mano para, al menos, no tragarme ninguna. El bebé cuelga desnudo en un kanga sujeto en el cuerpo de su madre. Cuando señalo con la mano el kanga, porque, sin que nadie se diera cuenta, el bebé se está haciendo caca, la mujer se echa a reír, saca al niño y lo limpia, escupiéndole en el culito y frotándoselo. Sacude el kanga y la falda y los frota con arena hasta secarlos. Me entran ganas de vomitar cuando pienso que esto ocurre varias veces al día y que esta es la forma en que se realiza el ritual del aseo. Se lo comento a Lketinga, pero lo encuentra normal. Sea como fuere, las moscas ayudan a hacer desaparecer los restos.
Cuando, al fin, quiero regresar a casa, Lketinga me comunica:
—¡No ser posible, hoy nosotros quedar y dormir aquí!
Quiere quedarse con la vaca, y su hermanastro quiere matar una cabra para nosotros porque también su mujer necesita urgentemente carne tras el parto. La idea de pasar aquí la noche casi me produce pánico. Por una parte, no debo rechazar su hospitalidad, pero por otra me siento verdaderamente perdida aquí.
Lketinga pasa la mayor parte del tiempo con las vacas en compañía de otros guerreros, y, mientras tanto, permanezco sentada en la oscura cabaña con otras tres mujeres sin poder decir ni palabra. Salta a la vista que están hablando de mí. A veces sueltan unas risitas extrañas. Una comprueba en el brazo mi piel blanca, otra agarra mis cabellos. El pelo largo de color claro las desconcierta tremendamente. Todas llevan la cabeza rasurada; en cambio se adornan la frente con cintas de cuentas multicolores y largos pendientes.
La mujer vuelve a amamantar a su bebé y, poco después, me lo tiende. Lo tomo en brazos, pero no acabo de sentirme a gusto, porque temo que no va a tardar en ocurrirme lo mismo que antes le sucedió a su madre. Ya he comprendido que aquí no hay pañales, pero aún me cuesta acostumbrarme a la situación. Después de haberlo admirado durante un rato, se lo devuelvo, aliviada.
Lketinga asoma la cabeza al interior de la cabaña. Le pregunto dónde estuvo durante tanto tiempo. Me explica riendo que estuvo tomando leche con los guerreros. Después quieren matar la cabra y traernos unas tajadas. Él tiene que comer otra vez en la selva. Pretendo ir con él, pero esta vez no puede ser. El poblado es enorme, y hay demasiadas mujeres y guerreros. Esperamos, pues, unas dos horas hasta que nos traen nuestra parte de la carne.
Entretanto, se ha hecho de noche, y la mujer cuece la carne destinada para nosotras. Somos tres mujeres y cuatro niños para repartirnos media cabra. La otra mitad se la han comido Lketinga y su hermanastro. Cuando estoy harta, salgo de la cabaña y me voy a donde está mi masai con los otros guerreros, que se mantienen un poco apartados junto a las vacas. Pregunto a Lketinga cuándo vendrá a dormir. Se ríe.
—Oh no, Corinne, aquí yo no poder dormir en casa con señoras, yo dormir aquí con amigos y vacas.
No me queda más remedio que volver con aquellas mujeres extrañas. Es la primera noche sin Lketinga y echo mucho de menos su calor. En la parte de la cabaña donde coloco la cabeza, han sujetado tres cabritas recién nacidas que no paran de balar. No puedo pegar ojo.
A primeras horas de la mañana hay un ajetreo mucho mayor que en casa, en Barsaloi. Aquí no solo hay que ordeñar las cabras sino también las vacas. Por todas partes se oyen impacientes balidos y mugidos. Son las mujeres y las niñas las que se cuidan de ordeñar los animales. Después de haber tomado el chai, al fin, nos ponemos en marcha. Siento un verdadero entusiasmo al pensar en nuestra limpia manyatta con la gran cantidad de comida y en el río. Nuestro todoterreno va abarrotado de mujeres que quieren vender leche en Barsaloi. Están contentas de no tener que hacer hoy el largo camino a pie. Al cabo de poco tiempo, Lketinga insiste en querer conducir el coche. Hago lo que puedo para disuadirle, pero no encuentro palabras convincentes, porque, por lo visto, las mujeres le incitan a hacerlo. Constantemente se interfiere en la conducción cogiendo el volante hasta que detengo el coche, irritada. Orgulloso se sienta en el asiento del conductor, y todas las mujeres aplauden. Me siento muy mal y, desesperada, hago un último intento por explicarle cómo funcionan el acelerador y el freno. Él rechaza mis explicaciones:
—Yo saber, yo saber. —Arranca el coche con un traqueteo y está radiante de felicidad.
Solo puedo compartir esta felicidad durante unos segundos, pues al cabo de unos cien metros exclamo:
—¡Despacio, despacio!
Lketinga, en cambio, va cada vez más rápido en vez de aminorar la marcha y se dirige directamente a un árbol. Parece confundirlo todo. Yo grito:
—¡Despacio, más a la izquierda!
El pánico me hace girar bruscamente el volante a la izquierda, poco antes de que choquemos contra el árbol. Así evitamos una colisión frontal, pero el guardabarros del coche se ha enganchado en el árbol, el motor se cala.
Ahora ya no puedo dominarme. Bajo, miro los daños y golpeo furiosa con la mano el condenado vehículo. Las mujeres gritan, pero no por el accidente, sino porque estoy gritando a un hombre. Lketinga se queda de pie a mi lado, está completamente destrozado. No era su intención. Confuso, coge sus lanzas y se dispone a regresar a casa a pie. Nunca más subirá a este coche. Viéndole así, cuando dos minutos antes estaba tan alegre, me da pena. Me subo al todoterreno, hago marcha atrás, y, como todo sigue funcionando, logro convencer a Lketinga de que vuelva a subir. El resto del viaje transcurre en silencio. Imagino cómo se burlarán todos en Maralal cuando vean que la mzungu vuelve con el coche abollado.
En Barsaloi, la madre de Lketinga nos está esperando ya con grandes muestras de alegría. Incluso Saguna me saluda contenta. Lketinga se tumba en nuestra cabaña. Se siente mal y está preocupado por la policía, puesto que no tiene permiso de conducir. Se encuentra en un estado tan preocupante que temo que pueda volverse loco otra vez. Le tranquilizo, prometiéndole que no diré nada a nadie. Diré que me pasó a mí, y en Maralal llevaremos el coche a reparar.
Quiero ir al río a lavarme. Lketinga no me acompaña, no quiere salir de la cabaña. Voy, pues, sola, a pesar de que su madre se enfada. Le da miedo que vaya al río sin que nadie me acompañe. Hace ya años que ella no ha estado allí. Aun así me pongo en marcha y me llevo el bidón del agua. Me lavo en nuestro lugar de costumbre. Pero, sola, no me siento tan cómoda y no me atrevo a desnudarme. Me doy prisa. A la vuelta, cuando me meto en la cabaña, Lketinga me pregunta qué es lo que estuve haciendo durante tanto tiempo en el río y con quién me encontré. Sorprendida, contesto que no conozco a nadie, y que me he dado muchísima prisa. No contesta.
Con él y su madre comento mi viaje a Suiza, ya que pronto expirará mi visado y tengo que abandonar Kenia dentro de dos semanas. No se muestran precisamente felices. Lketinga pregunta temeroso qué pasará si no regreso, puesto que en el registro ya hemos anunciado nuestra intención de casarnos.
—¡Volveré, no hay ningún problema! —contesto.
Como no tengo billete de avión válido, ni reserva en ningún vuelo, me propongo partir dentro de una semana. Los días pasan volando. Aparte de nuestro ceremonial de ir a lavarnos todos los días, nos quedamos en casa hablando de nuestro futuro.
El penúltimo día de mi estancia, estamos tumbados en la cabaña haciendo el vago cuando, fuera, empiezan a oírse gritos de mujeres.
—¿Qué pasa? —pregunto sorprendida. Lketinga aguza el oído. Su rostro adopta una expresión sombría—. ¿Qué es esto? —vuelvo a preguntar.
Me doy cuenta de que algo va mal. Poco después, su madre entra en la cabaña, fuera de sí. Echa una mirada enfadada a Lketinga mientras cambia dos o tres frases con él. Lketinga sale, y oigo una ruidosa discusión. También yo quiero salir de la cabaña, pero la madre me retiene haciendo gestos negativos con la cabeza. El corazón se me desboca mientras vuelvo a sentarme. Ha de tratarse de algo grave. Al fin, regresa Lketinga y, alteradísimo aún, se sienta a mi lado. Fuera, las voces se van calmando. Ahora quiero saber qué es lo que ha ocurrido. Tras un prolongado silencio, me entero de que la madre de la que fue su novia durante muchos años, se encuentra ante la cabaña con dos acompañantes.
Empiezo a sentir miedo. Es la primera vez que oigo hablar de la existencia de una novia. Dentro de dos días me marcharé, quiero aclarar la situación, y quiero hacerlo ahora mismo:
—Lketinga, ¿tienes una novia y tienes que casarte con ella?
Lketinga suelta una risa atormentada, diciendo:
—Sí, yo tener amiga muchos años, pero yo no poder casarme con esa chica.
No entiendo nada.
—¿Por qué no?
Me explica ahora que casi todos los guerreros tienen una novia. Las adornan con perlas e intentan comprarles muchas joyas en el transcurso de los años para que sean hermosas el día en que se casen. Pero un guerrero jamás puede casarse con su novia. Pueden practicar libremente el amor hasta un día antes de la boda, entonces sus padres se la venden a otro. La chica no sabrá hasta el día de su boda quién será su marido.
Conmocionada por lo que acabo de escuchar, digo que eso ha de ser terrible.
—¿Por qué? —me pregunta Lketinga—. ¡Eso ser normal!
Me cuenta que la chica se arrancó todas las joyas del cuello cuando se enteró de que yo estoy conviviendo con él antes de que ella se haya casado. Es grave para ella. Lentamente, los celos se van apoderando de mí, y pregunto cuándo fue a verla por última vez y dónde vive. Muy lejos de aquí, en dirección a Baragoi, y desde que estoy aquí no la ha vuelto a ver, es su respuesta. Voy dando vueltas a la historia y le propongo que, cuando yo esté fuera, vaya a verla para aclararlo todo. Si es necesario, que le compre joyas, pero cuando yo haya vuelto, el asunto tiene que haber terminado. No contesta, de modo que ni siquiera en el día de mi partida sé qué es lo que va a hacer. Pero confío en él y en nuestro amor.
Me despido de su madre y de Saguna, que obviamente me ha tomado cariño.
—Hakuna, matata, no problema —les digo riendo.
Luego nos dirigimos a Maralal en nuestro todoterreno, porque quiero que lo reparen en el taller durante mi ausencia. Lketinga quiere regresar a pie. En la selva nos encontramos con un pequeño grupo de búfalos que, no obstante, se alejan en el acto al oír el ruido del motor. Aun así, Lketinga agarra sus venablos y emite un gruñido. Le miro riendo, y él vuelve a tranquilizarse.
Aparcamos directamente en el taller para que no haya más gente que descubra el guardabarros abollado. El somalí jefe se acerca y mira los daños. Dice que la reparación costará unos seiscientos francos. Estoy consternada por el hecho de que los daños me cuesten una cuarta parte del precio de compra. Negocio tenazmente y, al fin, acordamos trescientos cincuenta francos, una cantidad todavía excesiva. Pasamos la noche en nuestra pensión de costumbre. Apenas podemos dormir, en parte a causa de mi partida, en parte por los numerosos mosquitos. La despedida se nos hace difícil, y Lketinga se queda un poco perdido al lado del autocar cuando este se pone en marcha. Me tapo la cara para no llegar a Nairobi completamente cubierta de polvo.