LA MUJER DEL MAESTRO
—Darling, tenemos que llevarla a Maralal —le digo, excitada, a mi marido. Pero él opina que aquello no es asunto suyo, que tiene que ir a buscar sus cabras. En este momento, no le entiendo en absoluto y le pregunto furiosa si una vida humana no le importa más que la de un animal. No consigo convencerle. Al fin y al cabo, no se trata de su mujer, pero dentro de dos horas, a más tardar, no quedará ni rastro de sus cabras. Dicho esto, abandona la tienda. Me he quedado pasmada y me desespera ver que precisamente el buenazo de mi marido pueda mostrarse tan frío de corazón.
Le hago saber a Anna que voy a ver a la mujer y que entonces decidiré. Su cabaña de madera se encuentra a dos minutos de nuestra tienda. Al entrar en la cabaña, me quedo de piedra. Por todas partes se ven paños empapados en sangre. La joven yace encogida en el suelo desnudo, emitiendo fuertes gemidos. Me dirijo a ella, porque en la tienda me han dicho que habla inglés. Me cuenta a trompicones que las hemorragias comenzaron ya hace dos días, pero que su marido no le permitió que fuera al médico. Es muy celoso y por eso no quiere que ella se someta a una revisión. Ahora que él se ha marchado, ella quiere irse.
Por primera vez me dirige la mirada y veo el miedo desnudo en sus ojos.
—Please, Corinne, ¡ayúdame, me estoy muriendo!
Se levanta el vestido y veo un bracito azulado que le cuelga de la vagina. Hago un enorme esfuerzo por dominarme y le prometo ir a buscar inmediatamente el todoterreno. Corro de la casa a la tienda y le digo a Anna que ahora mismo me marcho a Maralal, que cierre la tienda a las siete de la tarde si para entonces mi marido no ha regresado.
Hago el trayecto hasta la manyatta corriendo y apenas noto cómo los matorrales espinosos me arañan las piernas. Por mi rostro van cayendo lágrimas de espanto y también de rabia hacia mi marido. ¡Ojalá lleguemos a tiempo a Maralal! En casa, la madre de Lketinga me observa sin entender por qué saco de nuestra manyatta todas las mantas de lana e incluso nuestra piel de cabra, que tiendo en la parte trasera del todoterreno. No tengo tiempo de explicarle la historia. Es cuestión de minutos. Me cuesta pensar con claridad cuando me marcho a toda prisa con el coche. Una mirada a la misión me confirma que no hay nadie, porque no está ninguno de los dos vehículos. Detengo el todoterreno ante la cabaña de madera. Subimos a la mujer al coche con ayuda de su criada.
Resulta difícil, porque ya no es capaz de mantenerse en pie. La tumbamos cuidadosamente sobre las dos mantas que solo la protegerán contra la plancha fría, pero que de ninguna manera bastarán para amortiguar los golpes fuertes. La chica sube también y nos ponemos en marcha. Paro ante la «casita del médico» para ver si el doctor puede venir con nosotras. ¡Pero tampoco él está en casa! ¿Dónde se meterán todos cuando más se les necesita? Ante la casa del médico hay, en cambio, un desconocido de Maralal que quiere venir con nosotras. No es un samburu.
Es cuestión de vida o muerte, pero aun así no puedo ir demasiado deprisa, porque, si no, la mujer rodará de un lado a otro en la parte trasera del coche. A cada golpe se pone a gritar. La muchacha le va hablando en voz baja mientras sostiene la cabeza en su regazo. Bañada en sudor, me seco las lágrimas. ¡Por celos, ese maestro deja morir a su mujer! Él, que todos los domingos traduce la misa en la iglesia; él, que sabe leer y escribir. Me costaría creerlo si yo misma no hubiera visto la reacción de mi marido. Para él, evidentemente, la vida de una mujer vale menos que la de una cabra. Si un guerrero se encontrara en apuros como aquel que permaneció durante un mes en nuestra cabaña, seguramente la reacción de Lketinga sería otra. Ahora, en cambio, solo se trata de una mujer que, además, ni siquiera es la suya. ¿Qué pasará si se presentan complicaciones cuando me llegue a mí el momento?
Todos estos pensamientos me pasan por la cabeza mientras el coche va avanzando lentamente. Una y otra vez, la mujer va perdiendo la conciencia por breves instantes, y entonces cesan los gemidos. Hemos llegado a la roca y al pensar en las sacudidas a que se verá ahora sometido el coche, me pongo enferma. Aquí no sirve ya de nada que conduzca despacio. Le digo a la sirvienta que sostenga a la mujer lo mejor que pueda. El hombre que va a mi lado aún no ha pronunciado una sola palabra. El coche trepa por los grandes pedruscos con la tracción de las cuatro ruedas. La mujer grita espantosamente. Cuando hemos atravesado las rocas, se tranquiliza al instante. Conduzco por la selva lo más rápidamente posible. Poco antes de llegar a la ladera de la muerte, tengo que accionar la tracción de las cuatro ruedas para la subida. El coche va subiendo muy despacio. A mitad de la ladera, de repente el motor empieza a titubear. Inmediatamente, echo un vistazo al piloto de la gasolina y me tranquilizo. Sigue avanzando con normalidad, pero luego vuelve a titubear. Con tirones y sacudidas, el coche pasa el alto para pararse después del todo, directamente al lado de la plataforma donde ya me dejó tirada una vez.
Desesperada, intento de nuevo poner el motor en marcha, pero sin éxito. Ahora el hombre a mi lado empieza a despabilarse. Bajamos e inspeccionamos el motor. Saco todas las bujías, pero están perfectamente. La batería está llena. ¿Cuál es el problema de este condenado coche? Sacudo todos los cables, miro bajo el coche, pero soy incapaz de encontrar la causa. Lo vuelvo a intentar una y otra vez, pero ya no funcionada nada, ni siquiera las luces.
Empieza a caer la oscuridad, y los tábanos gigantes casi nos devoran. Me va entrando auténtico miedo. En la parte trasera del coche gime la mujer. Las mantas de lana están empapadas en sangre. Explico al desconocido que estamos perdidos aquí, porque esta carretera apenas se utiliza. Solo queda la posibilidad de que vaya a Maralal en busca de ayuda. Calculo que, a pie, necesitará una hora y media para el trayecto. Se niega a marcharse solo sin un arma. Ahora pierdo del todo la cabeza y le increpo furiosa, porque no comprende que, de todos modos, la situación es muy peligrosa y que cuanto más espere, mayor será la oscuridad y más frío hará. Solo tenemos alguna posibilidad si parte ahora mismo. Al fin, se pone en marcha.
Pasarán por lo menos dos horas hasta que venga alguien a ayudarnos. Abro la puerta trasera del coche e intento hablar con la mujer. Pero, de nuevo, está momentáneamente inconsciente. Empieza a hacer frío y me pongo mi chaqueta. Ahora se despierta y pide agua. Tiene mucha sed, sus labios están completamente cortados. ¡Dios mío! Con las prisas he vuelto a cometer un error garrafal. ¡No tenemos agua potable! Registro todo el coche, encuentro una botella vacía de Coca-Cola y me marcho para buscar agua. ¡Tiene que haber agua aquí, con lo verde que está todo! Después de cien metros oigo el murmullo de agua, pero en la oscuridad no veo nada. Cuidadosamente, me adentro paso a paso en los matorrales. Después de dos metros, la ladera da paso a un profundo declive. Abajo hay un riachuelo. Pero no puedo llegar hasta él, porque me resultaría imposible volver a subir por la resbaladiza pared de la roca. Regreso corriendo al coche y me llevo la cuerda de los bidones de gasolina. La mujer llora como loca de dolor. Con el cuchillo, abro un extremo de la cuerda y lo ato a la botella para poderla bajar hasta el agua. Se va llenando con infinita lentitud. Cuando, poco después, pongo la botella en los labios de la mujer, noto que está ardiendo. Al mismo tiempo tiene frío, y sus dientes castañetean. Vacía toda la botella. Voy otra vez a buscar agua.
De vuelta al coche, oigo unos alaridos como no los había oído en toda mi vida. La chica sostiene a la mujer y llora. Es aún muy joven, tal vez tenga trece o catorce años. Miro la cara de la mujer, y su mirada delata su angustia mortal.
—¡Me estoy muriendo, me estoy muriendo, Enkai! —balbucea—. ¡Por favor, Corinne, ayúdame! —vuelve a suplicar.
¿Qué puedo hacer? Jamás he asistido a un parto, sino que yo misma estoy embarazada por primera vez.
—¡Por favor, sácame este niño, por favor, Corinne!
Le subo el vestido y la imagen que se me presenta es la misma que antes. Ahora el bracito amoratado cuelga hacia fuera hasta el hombro.
El niño está muerto, se me pasa por la cabeza. Está colocado de lado y sin cesárea es imposible que nazca. Entre lágrimas, le explico que no puedo ayudarla, pero que con algo de suerte vendrá ayuda dentro de más o menos una hora. Me quito la chaqueta y la extiendo sobre aquel cuerpo tembloroso. ¡Dios mío!, ¿por qué nos dejas tan solas? ¿Qué he hecho mal para que precisamente hoy este coche nos volviera a dejar tiradas? Ya no entiendo el mundo. Al mismo tiempo no aguanto más los estridentes chillidos. Presa del pánico, y completamente desesperada, corro en dirección a la oscura selva, pero inmediatamente regreso al coche.
En su angustia mortal, la mujer me pide mi cuchillo. Febrilmente reflexiono qué debo hacer, luego decido no entregárselo. De repente, se levanta de la manta y se pone en cuclillas. La muchacha y yo miramos horrorizadas a aquella mujer que está luchando con la muerte. Se introduce ambas manos en la vagina, tirando y girando aquel brazo, hasta que al cabo de un rato un niño amoratado, subdesarrollado, yace sobre la manta. En el mismo momento, la mujer se desploma agotada y se queda completamente rígida.
Soy la primera en reaccionar y envuelvo en un kanga al niño muerto, ensangrentado, sietemesino. Después vuelvo a instilarle agua a la mujer. Todo su cuerpo está temblando, pero ahora irradia una calma absoluta. Intento limpiarle las manos y le hablo en tono tranquilizador. Mientras tanto, aguzo el oído en dirección a la selva. Al cabo de un rato percibo el suave sonido de un motor.
Se me quita un peso de encima cuando, poco después, veo luces de faros entre los matorrales. Sostengo en alto mi linterna de bolsillo para que nos descubran rápidamente. Es el Rover sanitario del hospital. Descienden tres hombres. Les explico lo ocurrido y colocan a la mujer sobre una camilla, al igual que el fardo con el niño muerto. También la muchacha se va con ellos. El conductor del Rover mira mi coche. Gira la llave de contacto y sabe en el acto lo que le pasa. Me muestra un cable que cuelga tras el volante. El cable del encendido estaba arrancado. Lo vuelve a sujetar en solo un minuto, y el coche se pone en marcha.
Mientras los demás regresan a Maralal, yo vuelvo a casa en dirección contraria. Completamente agotada y desconcertada, llego a nuestra manyatta. Mi marido quiere saber por qué vuelvo tan tarde. Mientras intento contárselo, me doy cuenta de que no me cree. Desesperada por su reacción, no comprendo por qué me muestra tan poca confianza. En definitiva, no es culpa mía que el coche se averíe siempre que él no viene conmigo. Me acuesto sin dar pie a otra discusión.
Al día siguiente voy desanimada a trabajar. Apenas he abierto la tienda, aparece el maestro y, efusivamente, me da las gracias por la ayuda prestada, pero ni siquiera pregunta por lo que le pasó a su mujer. ¡Vaya hipócrita!
Un poco más tarde, se presenta el padre Giuliano y me hace explicar lo ocurrido. Siente que hayamos tenido que pasar por todo aquello. Para mí no es ningún consuelo el que me restituya generosamente los gastos del viaje. Por radio ha oído que la mujer se encuentra bien, dentro de lo que cabe en su situación.
El trabajo en la tienda me agota más de lo que quiero admitir. Desde la experiencia pasada duermo mal y no sueño más que cosas horribles relacionadas con mi embarazo. A la tercera mañana después del incidente estoy tan destrozada que envío a Lketinga solo a la tienda. Que se ocupe del trabajo junto con Anna. Me quedo sentada en compañía de su madre bajo el gran árbol que hay ante la cabaña. Por la tarde pasa el médico y me cuenta que la mujer del maestro está fuera de peligro, pero que aún tiene que permanecer en Maralal un par de semanas más.
Hablamos de lo ocurrido y él intenta tranquilizar mi conciencia diciendo que todo aquello pasó porque ella no quería ese niño. Que con su fuerza mental había hecho parar el coche. En el momento de la despedida me pregunta qué es lo que me pasa. Le digo que me encuentro sin fuerzas y que lo atribuyo a los nervios pasados. Preocupado, me insinúa la posibilidad de que pueda tener la malaria porque el blanco de mis ojos está teñido de amarillo.