DE VUELTA EN MOMBASA
Poco después de las cinco llegamos, al fin, a Mombasa. Algunas personas bajan en la estación de autobuses. También yo quiero bajar, pero Lketinga me retiene diciendo que hasta las seis no sale ningún autocar hacia la costa y que tenemos que esperar aquí, porque fuera resulta demasiado peligroso. Por fin hemos llegado, ¡pero todavía no podemos bajar! Tengo la vejiga a punto de estallar. Intento hacérselo entender a Lketinga.
—¡Ven! —dice y se levanta.
Bajamos y nos colocamos entre dos autocares vacíos. Como no se ve ni un alma a la redonda aparte de algunos gatos y perros vagabundos, vacío mi vejiga protegida por los autocares. Lketinga se ríe al ver mi «riachuelo».
El aire de la costa es maravilloso y le pregunto si no podemos ir despacio hasta la parada de matatus más cercana. Va a buscar mi bolsa y nos ponemos en marcha con la luz del alba. Hasta podemos tomar nuestro té del desayuno, pues nos lo ofrece un guardián que vigila una tienda y calienta su chai sobre un fogón de carbón. A cambio, Lketinga le da un poco de miraa. De vez en cuando pasan a nuestro lado figuras harapientas, unas en silencio, otras balbuciendo. Aquí y allá hay gente durmiendo en el suelo sobre cartones o periódicos. Realmente, aún es la hora de los fantasmas antes de que empiece el diligente trajín. Pero me siento completamente segura en presencia de mi guerrero.
Poco antes de las seis, los primeros matatus empiezan a tocar las bocinas, y solo unos diez minutos más tarde se despierta toda la zona. También nosotros volvemos a estar sentados en un autocar en dirección al ferry. En el ferry, se apodera de mí otra vez una inmensa sensación de felicidad. Ahora falta ya solo una hora de viaje en autobús hasta la costa sur. Lketinga parece ponerse nervioso y le pregunto:
—Darling, ¿estás bien?
—Yes —contesta y luego se dirige a mí con largas parrafadas.
No entiendo todo lo que me dice, pero, por lo visto, quiere averiguar cuanto antes quién es el masai que ha robado mis cartas y quién me ha contado que está casado. Acompaña sus palabras con una mirada tan sombría que me hace sentir incómoda. Intento tranquilizarle y hacerle ver que esto ya no tiene importancia porque le he encontrado. No contesta y, nervioso, mira por la ventana.
Vamos directamente al poblado. Priscilla se muestra sorprendida al vernos aparecer juntos. Nos saluda con gran alegría e inmediatamente se pone a preparar chai. Esther ya no está. Mi ropa cuelga, perfectamente ordenada, sobre un cordón tras la puerta. Priscilla y Lketinga conversan primero amablemente, pero pronto empiezan a discutir. Intento averiguar qué sucede. Priscilla explica que le hace reproches, diciendo que seguro que ella sabía que yo le había escrito. Finalmente, Lketinga se tranquiliza y se echa a dormir en nuestra gran cama.
Priscilla y yo nos quedamos fuera, intentando buscar una solución para el problema de dormir, pues no es posible que los tres durmamos juntos en la misma casita. Entonces otro masai, que planea marcharse a la costa norte, nos ofrece su cabaña. Así que la limpiamos y llevamos mi ropa y la gran cama a nuestra nueva morada. Después de haberla arreglado de la forma más acogedora posible, me siento contenta. El alquiler cuesta, al cambio, unos diez francos.
Pasamos dos semanas agradables. Durante el día enseño a Lketinga a leer y escribir. Se muestra entusiasmado y aprende con auténtica alegría. Los libros ilustrados en inglés nos ayudan mucho, y se siente orgulloso de cada nueva letra que es capaz de reconocer. A veces asistimos por las noches a algunos espectáculos masai con venta de adornos. Nosotros mismos fabricamos parte de estas baratijas. Lketinga y yo confeccionamos hermosas pulseras, Priscilla borda cinturones.
Se organiza toda una jornada de venta de adornos, escudos y lanzas en el club Robinson. Para esta venta viene mucha gente de la costa norte, y también mujeres masai. Lketinga se marchó a Mombasa, donde compró a los comerciantes varios objetos para tener más mercancía que exponer. El negocio marcha a las mil maravillas. Todos los blancos asedian nuestro puesto y me atosigan a preguntas. Cuando hemos vendido casi todo, ayudo también a los demás a vender sus cosas. A Lketinga no le gusta, pues, al fin y al cabo, esos masai tienen la culpa de que pasáramos tanto tiempo separados. Por otra parte, no quiero que haya mal ambiente, pues hay que admitir que nos dejan participar generosamente.
Frecuentemente los turistas nos invitan a tomar algo en el bar. Una o dos veces me siento con ellos, después ya tengo bastante. Al fin y al cabo, la venta es más divertida. Lketinga está sentado ante el bar en compañía de dos alemanes. De vez en cuando le echo un vistazo, pero no veo más que sus espaldas. Después de un tiempo, me uno a ellos y me asusto al ver que Lketinga está tomando cerveza. Como guerrero le está prohibido tomar alcohol, aunque los guerreros de la costa lo hagan de vez en cuando; Lketinga acaba de llegar de la región de los samburu y seguro que no está acostumbrado al alcohol. Preocupada, pregunto:
—¿Darling, por qué tomas cerveza?
Pero se limita a reír.
—Estos amigos invitar a mí.
Les digo a los alemanes que dejen inmediatamente de pagarle cervezas, porque no está acostumbrado al alcohol. Piden disculpas e intentan tranquilizarme diciendo que solo ha bebido tres vasos. ¡Ojalá no ocurra nada malo!
La venta está llegando a su fin y nos ponemos a envolver los objetos que sobran. Fuera, ante el hotel, se reparte dinero entre los masai. Tengo hambre, estoy agotada por el calor y las largas horas de pie y quisiera ir a casa de una vez. Lketinga, algo achispado pero todavía alegre, decide ir a Ukunda a comer con los demás. Al fin y al cabo, ha sido un enorme éxito, y todos tienen dinero. Yo declino ir con ellos y, decepcionada, regreso sola al poblado.
Es un gran error, como comprobaré más tarde. Dentro de cinco días expira mi visado. De repente, durante el camino a casa, me acuerdo de que Lketinga y yo hemos decidido ir juntos a Nairobi. Me horroriza el largo viaje, ¡pero aún más las autoridades! Todo saldrá bien, me tranquilizo y abro la puerta de nuestra casita. Me preparo un poco de arroz con tomates, eso es todo lo que encuentro en la cocina. En el poblado reina el silencio.
Hace algún tiempo que me ha empezado a llamar la atención el hecho de que desde mi regreso con Lketinga ya casi nadie venga a vernos a nuestra casa. Ahora lo echo un poco de menos, pues las noches jugando a las cartas eran siempre divertidas. Priscilla tampoco está en casa. Así que me tumbo en la cama y escribo una carta a mi madre. La informo sobre la pacífica vida que llevamos ahora y le comunico que soy feliz.
Ya son las diez de la noche, y Lketinga aún no ha vuelto. Empiezo a ponerme nerviosa, pero el canto de las cigarras atempera mis nervios. Poco antes de la medianoche, la puerta se abre con estrépito, y Lketinga aparece en el umbral. Primero me mira a mí y luego, con una sola mirada, abarca el interior de la habitación. Tiene los rasgos angulosos, ya no queda en él ni asomo de alegría. Está masticando miraa y, cuando le saludo, pregunta:
—¿Quién estar aquí antes?
—Nadie —replico.
Al mismo tiempo se me dispara el pulso. De nuevo pregunta quién abandonó la casa hace un rato. Enojada, le aseguro que, realmente, no ha venido nadie mientras él, todavía plantado en el umbral de la puerta, afirma saber seguro que tengo un amigo. ¡Aquello es un golpe para mí! Me incorporo en la cama, dirigiéndole una mirada furiosa.
—¿Cómo se te ha ocurrido esa idea absurda?
Lo sabe, en Ukunda le han contado que todas las noches recibía la visita de otro masai. Se quedaba hasta altas horas de la noche conmigo y Priscilla. Todas las mujeres son iguales, ¡siempre hubo alguien en mi cama!
Escandalizada por sus duras palabras, he dejado de entender el mundo. Ahora que, por fin, le he encontrado y hemos pasado dos hermosas semanas juntos, me viene con eso. El consumo de cerveza y esa miraa tienen que haberle trastornado completamente. Para no echarme a llorar, me sobrepongo a mí misma y pregunto si no quiere tomar un chai. Enciendo el fuego con manos temblorosas, intentando aparentar tranquilidad. Pregunta dónde está Priscilla. Yo tampoco lo sé, en su casa todo está a oscuras. Lketinga suelta una risita maliciosa y dice:
—¡Quizás estar en Bush Baby para cazar algún blanco!
Casi me da la risa, pues es algo que, con sus dimensiones, resulta difícil de imaginar. Pero prefiero callarme.
Tomamos chai y, cautelosamente, le pregunto si se encuentra bien. Afirma que todo está en orden, salvo que el corazón le late con mucha fuerza y la sangre le murmura por las venas. Intento interpretar estas palabras, pero no lo consigo. No para de dar vueltas a la casa o por el poblado. Y, luego, de repente, vuelve a estar allí, masticando su hierba. Parece nervioso e intranquilo. ¿Qué puedo hacer para ayudarle? Seguro que tanta miraa le hace daño, ¡pero no puedo quitársela así por las buenas!
Tras dos horas, por fin, se lo ha comido todo, y espero que venga a dormir y mañana todos esos fantasmas se hayan alejado. Se tumba, efectivamente, en la cama, pero no logra tranquilizarse. No me atrevo a rozarle, me acurruco contra la pared, y doy gracias de que la cama sea tan grande. Al cabo de un rato, se levanta de un salto, diciendo que no puede dormir en la misma cama que yo. La sangre, dice, murmura en él con tanta fuerza que tiene la sensación de que le va a estallar la cabeza. Quiere salir. Me siento desesperada.
—Darling, ¿adónde vas?
Dice que se va a dormir con los otros masai, y, dicho eso, desaparece. Me siento abatida y furiosa a la vez. ¿Qué le habrán hecho en Ukunda?, me pregunto. La noche se hace interminable. Lketinga no regresa. No sé adónde ha ido a dormir.