NUEVAS ESPERANZAS
La primera vez que voy a la tienda me siento como en el paraíso. Aquí hay de todo, incluso pan, leche, mantequilla, huevos, fruta, ¡y todo esto a unos doscientos metros de nuestra vivienda! Empiezo a recuperar la confianza en una nueva existencia en Mombasa.
James quiere ver, por fin, el mar y nos ponemos en marcha. A pie llegamos a la playa en media hora escasa. Ver el mar me llena de alegría y de una sensación de libertad. No obstante, a lo que ya no estoy acostumbrada es a los turistas blancos con sus minúsculos trajes de baño. James, que nunca ha visto nada semejante, aparta vergonzoso la vista y contempla maravillado las masas de agua. Al igual que en su día su hermano mayor, está completamente confuso. Napirai, en cambio, juega alegremente en la arena bajo umbrosas palmeras. Aquí soy capaz de imaginar de nuevo mi vida en Kenia.
Entramos en un chiringuito, construido para los europeos, para apagar nuestra sed. Todos clavan la mirada en nosotros y su curiosidad hace que me sienta algo perdida con mi falda remendada, aunque limpia. Queda poco de mi anterior confianza en mí misma. Cuando una alemana se dirige a mí y quiere saber si Napirai es hija mía, hasta me faltan las palabras para contestarle. Hace demasiado tiempo que no hablo ya en alemán o incluso en suizo alemán. Me siento como una idiota al no poder evitar contestar en inglés.
Al día siguiente, Lketinga se marcha a la costa norte. Allí quiere comprar algunos adornos para poder participar en los bailes masai con posterior venta de objetos decorativos. Me alegra ver que también él muestra interés por ganar dinero. En casa lavo los pañales mientras James juega con Napirai. Junto con Priscilla hacemos planes para el futuro. Se muestra entusiasmada cuando le explico que busco una tienda para poder montar un negocio para turistas. Como James no puede quedarse más de un mes, porque tiene que regresar a casa para la gran ceremonia de su circuncisión, decido recorrer los hoteles en compañía de Priscilla para ver si encuentro alguna tienda desocupada.
En los elegantes hoteles algunos de los gerentes nos reciben con escepticismo para, un instante después, darnos una respuesta negativa. En el quinto hotel, mi escasa confianza en mí misma ha desaparecido y me siento como una mendiga. Claro que mi aspecto no es el de una mujer de negocios como Dios manda, vestida así con mi falda a cuadritos rojos y llevando a la niña en la espalda. Por casualidad, en la recepción de un hotel, un hindú escucha nuestra conversación y me anota un número de teléfono al que puedo llamar para hablar con su hermano. Ya al día siguiente, mi marido, James y yo nos dirigimos a Mombasa para encontrarnos con ese hombre. Tiene un local libre cerca de un supermercado en una urbanización nueva, aunque el alquiler será de setecientos francos al mes. Mi primer impulso es dejarlo, porque la cantidad me parece excesiva, pero luego accedo a que me enseñe el edificio.
La tienda está situada en una zona elegante, un poco apartada de la calle principal, en Diani Beach. Desde casa son quince minutos en coche. En el edificio ya hay una inmensa tienda de souvenirs hindúes y enfrente mismo un restaurante chino recién inaugurado. El resto está vacío. Como todo está dispuesto en forma de escalera, la tienda no se ve desde la calle. Aun así, aprovecho la oportunidad, pese a que la tienda no tiene más de sesenta metros cuadrados. Las paredes del local están completamente desnudas, y Lketinga no entiende por qué gasto tanto dinero en una tienda vacía. Él sigue yendo a las actuaciones para turistas, pero el dinero que gana lo gasta después tomando cerveza o consumiendo miraa, lo que da pie a desagradables discusiones.
Mientras siguiendo mis instrucciones unos indígenas construyen los estantes de madera, me voy con James a Ukunda para conseguir unos postes de madera que llevo a la tienda en coche. Durante el día, trabajamos como locos, mientras mi marido se pasa el tiempo holgazaneando por Ukunda con otros guerreros.
Por la noche, preparo la comida y luego suelo lavar la ropa, y cuando Napirai está dormida hablo con Priscilla. A la caída de la noche, Lketinga coge el coche y se marcha con los guerreros a los sitios donde tienen lugar las actuaciones. A mí aquello no me hace ni la menor gracia, porque carece de permiso de conducir y, además, toma cerveza. Cuando reaparece de noche, me despierta y quiere saber con quién he estado hablando. Si en la casa de al lado algunos guerreros ya han regresado está convencido de que estuve hablando con ellos. Le ruego encarecidamente que no vuelva a estropearlo todo con sus celos. También James intenta tranquilizarle.
Al fin ha vuelto Sophia. La alegría de nuestro reencuentro es enorme. Le cuesta creer que ya estemos montando una tienda. Ella lleva cinco meses aquí y todavía no ha abierto su cafetería. No obstante, mi euforia se ve frenada cuando me habla de toda la burocracia con que tendré que enfrentarme. A diferencia de nosotros, ella vive de una manera muy confortable. Nos vemos casi todos los días, pero a mi marido estos encuentros empiezan a no gustarle. No entiende qué es lo que tenemos que comunicarnos y supone que hablo de él. Sophia intenta tranquilizarle y le sugiere que tome menos cerveza.
Desde que firmé el contrato de alquiler han pasado quince días y la tienda ya está amueblada. Quiero abrir a finales de mes, y tenemos que solicitar la licencia de venta y mi permiso de trabajo. Sophia sabe que la licencia se consigue en Kwale. Ella y su novio nos acompañan. De nuevo hay que rellenar impresos y esperar. Primero llaman a Sophia, que desaparece con su compañero en la oficina. Cinco minutos después ya están fuera los dos. No le han dado la licencia porque no están casados. A nosotros no nos va mejor, algo que me niego a creer, pero el funcionario dice que sin permiso de trabajo no me darán la licencia, a no ser que lo ponga todo a nombre de mi marido. Además, primero hay que registrar el nombre de la tienda en Nairobi.
¡Cómo he llegado a odiar esta ciudad! Y ya tenemos que volver a ella. Cuando nos dirigimos al coche, decepcionados y llenos de desaliento, el funcionario nos sigue para decirnos que sin licencia tampoco habrá permiso de trabajo. Pero que, pensándoselo bien, tal vez haya alguna posibilidad de eludir lo de Nairobi. A las cuatro de la tarde estará en Ukunda y podrá ir a vernos a casa de Sophia. Naturalmente, en el acto todos entendemos de qué se trata: ¡de un soborno! A mí se me sube la bilis, pero Sophia anuncia enseguida su disposición a conseguir la licencia de esa manera. Esperamos en su casa y me arrepiento enormemente de no haber ido sola a Kwale con Lketinga. Efectivamente, el individuo se presenta y entra sigilosamente en la casa. Vacilando y con muchos rodeos va al fin al grano para decirnos que mañana estarán las licencias si cada una de nosotros le trae cinco mil chelines en un sobre. Sophia accede en el acto y a mí no me queda otro remedio que asentir también.
Ahora conseguimos la licencia sin problemas. El primer paso está dado. Mi marido ya podría vender, pero yo solo puedo permanecer en la tienda sin entablar ni siquiera una conversación que tenga por objeto vender algo. Sé que así no funcionará, y convenzo a mi marido para que me acompañe a Nairobi para solicitar el permiso de trabajo y el nombre de la tienda. Bautizamos la tienda como Sidais Massai Shop, algo que da pie a grandes discusiones con Lketinga. Sidai es su segundo apellido, pero no quiere que en el nombre aparezca la palabra masai. Pero como la licencia ya está expedida, no hay vuelta atrás.
En Nairobi, en la oficina competente, tenemos que esperar varias horas hasta que nos hacen pasar. Sé que hay muchísimo en juego e intento explicárselo con insistencia a mi marido. Una respuesta negativa seguirá siendo una respuesta negativa. Nos acribillan a preguntas y quieren saber por qué y para qué necesito un permiso de trabajo. Dificultosamente, le explico a la funcionaria que somos una familia y que, al no haber ido mi marido al colegio, no me queda más remedio que trabajar. Este argumento la convence. Pero no he traído suficientes divisas y me faltan casi veinte mil francos para que me den el permiso después de haberles mostrado la licencia. Prometo hacerme transferir el dinero de Suiza y volver pronto. Abandono la oficina llena de esperanza. De todas formas, necesito ahora dinero para poder comprar la mercancía. Exhaustos, iniciamos el largo viaje de regreso.
Cuando llegamos a casa muertos de sueño, nos encontramos en ella con algunos guerreros que están preparando lanzas para la venta. También Edy está entre ellos. Nos alegramos muchísimo de volver a vernos después de tanto tiempo. Mientras hablamos de tiempos pasados, Napirai se dirige a él, gateando alegremente. Como ya es tarde y estoy cansada, me permito invitar a Edy a tomar mañana el té. Al fin y al cabo fue él quien me ayudó cuando buscaba desesperadamente a Lketinga.
Apenas se han marchado los guerreros, cuando mi marido empieza a atormentarme con reproches y suposiciones sobre Edy. Dice saber ahora por qué me pasé tres meses sola en Mombasa y no lo busqué antes. Es increíble lo que llega a sospechar de mí, y lo único que quiero es marcharme para no tener que soportar por más tiempo sus feas acusaciones. Cojo a mi Napirai y, dormida como está, me la echo a la espalda y corro afuera, a la oscuridad de la noche.
Voy caminando sin rumbo y de repente me encuentro ante el hotel Africa-Sea-Lodge. En ese momento se apodera de mí la necesidad de llamar a mi madre y de comunicarle por primera vez cómo está mi matrimonio. Entre sollozos, le cuento a mi sorprendida madre una parte de mi desgracia. Es difícil dar un consejo en tan poco tiempo, así que le pido que haga lo necesario para que alguien de nuestra familia venga a Kenia. Necesito un consejo sensato y apoyo moral, y tal vez le ayude también a Lketinga a tener al fin más confianza en mí. Acordamos volvernos a llamar al día siguiente a la misma hora. Después de la conversación con mi madre me siento mejor y lentamente regreso a nuestra casita.
Naturalmente, mi marido se ha vuelto aún más irritable y quiere saber de dónde vengo. Cuando le hablo de mi conversación telefónica y de la inminente visita de alguien de mi familia se tranquiliza en el acto.
Es un alivio para mí cuando, al día siguiente, me entero de que mi hermano mayor está dispuesto a venir. Dentro de una semana estará aquí con el dinero que necesito. Lketinga siente curiosidad por conocer a otro miembro de mi familia. Como se trata de mi hermano mayor, incluso demuestra respeto y me trata con más amabilidad. Como regalo, le cose una pulsera masai con su nombre en cuentas de cristal. De alguna manera, me emociona ver lo importante que esta visita es para él y para James.
Mi hermano Marc ha llegado al hotel Two Fishes. Todos sienten una gran alegría, a pesar de que solo se puede quedar una semana. A menudo nos invita a comer al hotel. Es maravilloso, aunque no quiero pensar en lo que le cuesta. Naturalmente, ante él, mi marido muestra su mejor faceta. Durante esta semana, no se ausenta ni una sola vez para consumir cerveza o miraa y acompaña a mi hermano a todas partes. Cuando Marc nos visita en nuestra casa, le sorprende ver cómo vive su hermana, antes tan elegante. Pero la tienda le entusiasma y me da un par de buenos consejos. La semana pasa demasiado deprisa y la última noche habla largo y tendido con mi marido. James traduce cada una de sus palabras. Cuando promete respetuoso y remiso que no volverá a atormentarme con sus celos, estamos convencidos de que la visita ha sido un éxito total.
Dos días después, también James tiene que partir para regresar a casa. Le acompañamos, pues, a Nairobi y de nuevo nos dirigimos al edificio Nyayo por el permiso de trabajo. Estamos de buen humor y por esto estoy segura de que todo saldrá bien. El nombre ha sido registrado y ya tenemos todos los papeles. De nuevo, nos encontramos en la oficina frente a la misma señora de hace dos semanas y media. Cuando ve el dinero que mi hermano ha traído de Suiza, se esfuman todos los problemas y me dan mi permiso de trabajo. Me tacha, en cambio, la residencia, que no volveré a necesitar durante los próximos dos años. Hasta entonces, en mi pasaporte tengo que llevar el apellido de mi marido y Napirai necesita un documento keniano de identidad. A mí me da igual. Lo que me importa es tener un permiso de trabajo para los próximos dos años. Mucha gente tiene que esperar este sello durante años, aunque a mí me ha costado dos mil francos.
En Nairobi vamos al mercado masai, donde compramos un montón de cosas. Ahora el negocio puede empezar. En Mombasa busco talleres donde poder comprar a buen precio adornos, máscaras, camisetas, kangas, bolsos y otros productos. Casi siempre, mi marido me acompaña con Napirai. Raras veces está de acuerdo con los precios. Sophia se muestra sorprendida cuando viene a ver mi tienda. Solo llevamos cinco semanas en la costa y ya tenemos la tienda montada e incluso he conseguido un permiso de trabajo. Desgraciadamente, ella aún no lo tiene.
Mando hacer cinco mil impresos en los que anuncio nuestra tienda. Hasta tienen un plano que indica el camino. El impreso está dirigido principalmente a alemanes y suizos. En las recepciones de casi todos los hoteles me permiten depositar mis hojas de anuncio a la vista de los clientes. En los dos hoteles más grandes alquilo además unas vitrinas para exponer algo de nuestra mercancía. Naturalmente, cuelgo además una inusual foto de boda. Ahora estamos preparados.
A las nueve de la mañana abrimos la tienda. Para Napirai me llevo tortilla y plátanos. Apenas vienen clientes, solo dos personas entran brevemente en la tienda. Al mediodía hace muchísimo calor y en la calle no se ve ni un solo turista. Vamos a comer a Ukunda y a las dos volvemos a abrir. De vez en cuando algunos turistas se dirigen al supermercado del piso inferior, pero no reparan en nuestra tienda.
Por la tarde, viene al fin un grupo de suizos que llevan el impreso en las manos. Contenta, entablo una conversación con ellos. Naturalmente, quieren saber muchas cosas. Casi todos compran algo. Para ser el primer día estoy satisfecha, aunque tengo claro que tenemos que mejorar la forma de atraer la atención de los turistas. Al segundo día, le propongo a mi marido que, tan pronto vea acercarse a algún blanco, le entregue uno de nuestros folletos. Todos el mundo se fija inmediatamente en él. Y, efectivamente, funciona. El hindú de la tienda de al lado no entiende lo que ha pasado cuando todos los turistas pasan de largo ante su tienda y vienen a la nuestra.
Hoy, el segundo día, ya hemos hecho una buena venta. No obstante, a veces resulta difícil mantener a raya a Napirai, a no ser que esté dormida. He colocado un pequeño colchón para ella bajo el estante de las camisetas donde puede dormir tranquilamente. Pero como todavía le doy el pecho, puede ocurrir que aparezcan turistas en aquel preciso instante y que tenga que atenderlos. La interrupción no le gusta nada y, con gran estrépito, hace notar su presencia. Decidimos, pues, contratar a una niñera para que venga todos los días a la tienda. Lketinga encuentra una joven de unos dieciséis años que está casada con un masai. Me gusta en el acto, porque se presenta vestida con la tradicional vestimenta masai y bellamente adornada. Hace buena pareja con Napirai y encaja en nuestra tienda masai. Todos los días la recogemos en coche y, por la tarde, la dejamos en la casa donde vive con su marido.
Hace ya una semana que abrimos la tienda y las ventas aumentan día a día. Pero esto significa que tenemos que ir a Mombasa a traer más mercancía. Y surge un nuevo problema. Lketinga no puede vender solo durante todo el día, porque a veces hay hasta diez personas en la tienda. Por esto necesitamos otro dependiente que nos ayude a mi marido o a mí durante las ausencias de uno u otro. Pero tiene que ser una persona de nuestro poblado, porque dentro de unas tres semanas mi marido se marchará a casa para asistir a la ceremonia de circuncisión de su hermano James. Quería que asistiera también yo a la fiesta, como miembro de la familia, y me resultó muy difícil hacerle entender que no puedo cerrar la tienda tan poco tiempo después de haberla abierto. Solo cuando mi hermana menor, Sabine, anuncia su visita exactamente para esas fechas, lo acepta. El anuncio de su llegada me ha venido de perlas, porque por nada del mundo hubiera vuelto a Barsaloi.
Ahora Lketinga ya no puede objetar nada. Por el contrario, intentará regresar a tiempo para conocerla antes de que se marche. Pero aún no ha llegado ese momento. Primero hay que encontrar a alguien que nos ayude en la tienda. Le sugiero a mi marido que se lo propongamos a Priscilla, pero en el acto se muestra contrario a esta posibilidad. No se fía en absoluto de ella. Indignada, le recuerdo todo lo que ha hecho por nosotros. Pero no hay manera de hacerle cambiar de opinión. Una noche trae, en cambio, a un muchacho masai. Procede de Masai Mara y ha ido al colegio. En consecuencia, viste tejanos y camisa. No me molesta, porque parece honrado. Acepto y William se convierte en nuestro nuevo colaborador.
Por fin puedo ir a comprar más camisetas y tallas de madera mientras los otros dos se quedan al cuidado de la tienda. La niñera me acompaña con Napirai. Resulta fatigoso ir de tienda en tienda, elegir la mercancía y negociar el precio. Sobre el mediodía estoy de vuelta. Lketinga está sentado en el bar del restaurante chino tomando cerveza cara. William se encuentra en la tienda. Le pregunto cuánta gente vino. Desgraciadamente pocos, solo se vendió un adorno masai. Irritada, sigo preguntando si Lketinga repartió nuestros folletos. William contesta negativamente con la cabeza explicándome que se pasó casi todo el tiempo tomando cerveza en el bar. Que cogió dinero de la caja para pagarla. Aquello me pone furiosa. En ese instante Lketinga entra en la tienda y me llega un hedor a cerveza. Naturalmente, se inicia una discusión que acaba cuando él coge el coche y desaparece. Me siento decepcionada. Ahora tenemos un empleado y una niñera, y mi marido se gasta nuestro dinero en bebida.
William me ayuda a colocar la nueva mercancía. Tan pronto vemos aparecer algunos blancos, va corriendo a la calle y les entrega un folleto. A casi todos los trae a la tienda y cuando Lketinga aparece sobre las cinco y media, la tienda está abarrotada de gente y estamos charlando agradablemente con los clientes. Naturalmente, me preguntan por mi marido y se lo presento. Pero él no presta ninguna atención a los interesados turistas. En cambio, quiere saber qué es lo que hemos vendido y a qué precio. Su comportamiento me resulta más que violento.
Un suizo compra para sus dos hijas algunas joyas y una máscara tallada. ¡Un buen negocio! Antes de marcharse, me pregunta si puede hacernos una foto a mi marido y a mí con Napirai. Naturalmente, acepto, porque se ha gastado una gran cantidad de dinero en nuestra tienda. Pero mi marido dice que solo nos puede fotografiar si nos lo paga. El amable suizo se muestra desconcertado y yo siento vergüenza. Hace dos fotos y realmente le da diez chelines a Lketinga. Cuando se ha alejado lo suficiente y ya no nos oye, intento explicarle a Lketinga por qué no se les puede pedir dinero a los clientes por tomar unas fotos. No lo entiende y me reprocha que siempre tengo algo que objetar cuando él intenta ganar dinero. Todos los masai piden dinero por dejarse fotografiar, ¿por qué no puede hacerlo él? En sus ojos hay destellos de furia cuando me mira. Cansada, contesto que los otros no tienen una tienda como la tenemos nosotros.
Aparecen nuevos clientes y hago un esfuerzo por sobreponerme y mostrarme atenta con ellos. Desconfiado, mi marido observa a los clientes y apenas alguien toca algún objeto, insiste en que tiene que comprarlo. Hábilmente, William intenta atraer la atención de los clientes y alejarlos de Lketinga para salvar la situación.
Diez días después de la apertura de la tienda ya hemos recuperado el importe del alquiler. Estoy orgullosa de mí misma y de William. La mayoría de los turistas trae al día siguiente a más gente de su hotel, así unos van recomendando nuestra tienda a otros, porque, además, los precios son más bajos que en las tiendas de los hoteles. Cada tres o cuatro días tengo que ir a Mombasa para traer mercancía nueva.
Como muchos preguntan por joyas de oro, busco una vitrina adecuada. No resulta tan sencillo, pero al fin encuentro un taller que las fabrica a medida. Una semana después puedo ir a recogerla. Me llevo todas las mantas y aparco directamente ante el taller. Cuatro hombres traen la pesada vitrina de cristal hasta el coche. Durante esos diez minutos alguien me ha robado las mantas, pese a que había cerrado el coche. Por el lado del conductor han forzado la cerradura. El propietario de la tienda me presta viejos sacos y cajas de cartón para que, al menos, pueda forrar un poco el suelo del coche. La pérdida de mis mantas suizas me da mucha rabia. También Lketinga se pondrá triste por el robo de su manta roja. Decepcionada, regreso a la costa sur.
En la tienda solo está William, que se me acerca contento y me cuenta que ha vendido mercancía por ochocientos chelines. Comparto su alegría. Como no podemos descargar la vitrina, se marcha a la playa para buscar a unos amigos que nos ayuden. Al cabo de media hora aparece con tres masai que descargan cuidadosamente la pesada vitrina y la colocan en la tienda. Para agradecerles su ayuda, doy a cada uno un vaso de soda y diez chelines. Lleno la vitrina de bisutería mientras los demás toman su soda ante la tienda en compañía de la niñera y de Napirai.
Como siempre que un trabajo está terminado, aparece también mi marido. Le acompaña el marido de nuestra niñera. Enfadado, increpa a su joven esposa y veo cómo se marchan los masai. Pregunto asustada qué es lo que ocurre y me entero por William de que el marido no quiere que su mujer esté sentada en compañía de otros hombres. Si la descubre otra vez haciéndolo, no la dejará seguir trabajando aquí. Desgraciadamente, no debo intervenir y tengo que agradecer que Lketinga no se ponga también a increparme a mí. El marido de la chica me ha causado una impresión horrorosa y ella me da pena, porque, cabizbaja, permanece un poco apartada de nosotros.
Afortunadamente, aparecen algunos clientes y William se dirige a ellos con gran celo. Cuando por la conversación me doy cuenta de que son suizos, me dirijo a ellos. Son de Biel. Curiosa, quiero que me cuenten cosas de mi ciudad. Conversamos y al cabo de un rato quieren invitarme a tomar una cerveza en el bar del restaurante chino. Pregunto a Lketinga si está de acuerdo.
—Por qué no, Corinne, no problema, si tú conocer esta gente —declara generosamente. Naturalmente, no conozco a aquella pareja que tiene más o menos mi edad y que tal vez conozca a antiguos amigos míos.
Pasamos una hora en el bar y luego nos despedimos. Apenas he regresado y ya empieza a bombardearme otra vez a preguntas. ¿De qué conozco a esa gente? ¿Por qué me he reído tanto con el hombre? ¿Es amigo de Marco o fue alguna vez novio mío? Preguntas y más preguntas y siempre lo mismo:
—Corinne, tú poder decir a mí, yo saber, no problema, ahora ese hombre tener otra mujer. Por favor decirme, ¿antes tú venir a Kenia quizá dormir con él?
No lo aguanto más y me tapo los oídos mientras las lágrimas corren por mis mejillas. Tengo que dominarme para no gritarle de rabia.
Al fin es hora de cerrar y nos vamos a casa. Naturalmente, William lo ha oído todo y se lo ha contado a Priscilla. El caso es que viene a vernos para preguntar si tenemos problemas. No soy capaz de callármelo y le cuento el incidente. Ella intenta hacer entrar en razón a Lketinga y yo me acuesto con Napirai. Dentro de dos semanas vendrá mi hermana y, si tengo suerte, mi marido ya no estará aquí. Nuestras peleas son cada vez más frecuentes y ya no queda nada de los buenos propósitos que tuvo después de la visita de mi hermano.
Todas las mañanas me levanto a las siete para estar en la tienda a las nueve. Ahora casi todos los días se presentan representantes que ofrecen tallas de madera o joyas de oro. Esta forma de conseguir mercancía nueva representa un gran alivio. Pero solo puedo hacer uso de ella cuando Lketinga no se encuentra en la tienda, porque su comportamiento es inadmisible. Todos los representantes se dirigen primero a mí, y esto es algo que mi marido no soporta en absoluto. Les dice que se marchen y que vuelvan cuando sepan de quién es la tienda, no en vano el letrero de la tienda reza Sidais Massai Shop.
William, en cambio, representa una auténtica ayuda. Se ausenta sigilosamente para decirles a los representantes que vuelvan por la tarde cuando mi marido se encuentre en Ukunda. De esta forma transcurre aún una semana entera hasta que al fin parte para ir a su casa. Tiene previsto estar de vuelta dentro de tres semanas, de modo que podrá conocer a Sabine durante su última semana de vacaciones.
Todos los días recojo a William en coche y nos vamos juntos a la tienda. La niñera suele estar esperándonos ya o nos la encontramos en el camino. Ahora algunos turistas vienen ya por la mañana. Frecuentemente son italianos, americanos, ingleses o alemanes. Disfruto pudiendo conversar con ellos de forma tan despreocupada. Sin que tenga que decirle nada, William se va corriendo a la calle y esta forma de atraer clientes funciona siempre. Hay días en que, entre otras cosas, vendemos hasta tres cadenitas de oro con el escudo de Kenia. Uno de los comerciantes nos visita dos veces por semana, de modo que incluso puedo pasarle los pedidos de algún que otro cliente.
Al mediodía cerramos regularmente durante hora y media y nos vamos al restaurante de Sophia. Ahora puedo comer allí despreocupadamente espaguetis o ensalada. Hace poco que lo abrió y ella misma aún no tiene permiso para trabajar en él. Se alegra siempre de que nuestras hijas jueguen juntas. Naturalmente, pago también la comida de William, porque cuesta casi la mitad de su sueldo mensual. Cuando se da cuenta de lo cara que es, no quiere venir más. Pero sin él no podría desplazarme al restaurante en coche con Napirai. Como demuestra tanto celo en el trabajo, le invito con mucho gusto. La niñera va todos los días a comer a su casa.
Mis ingresos son ya tan elevados que todos los días al mediodía tengo que llevar dinero al banco. También se han acabado los problemas con el coche. Una vez por semana voy a Mombasa a comprar, y el resto se lo compro a comerciantes ambulantes. Me siento a gusto siendo una mujer de negocios. Aquellos son los primeros días armónicos en la tienda.
En la segunda semana de agosto, Sabine llega al Africa-Sea-Lodge. El día de su llegada me dirijo al hotel con Priscilla y Napirai mientras William se ocupa de la tienda. Es grande nuestra alegría por el reencuentro. Son sus primeras vacaciones en otro continente. Desgraciadamente, no tengo mucho tiempo, porque quisiera estar pronto de vuelta en la tienda. De todas formas, por de pronto, ella se pasará el día tumbada al sol. Quedamos en encontrarnos por la noche, después del cierre de la tienda, en el bar del hotel. Me la llevo enseguida a nuestra casa en el poblado, y también a ella le sorprende ver cómo vivimos, pero le gusta.
Algunos de los guerreros que viven al lado están en casa. Curiosos, preguntan quién es esta chica y no pasa mucho tiempo hasta que todos cortejan a mi hermana. También ella parece sentirse fascinada. La prevengo con buenos consejos y le cuento mi desgracia con Lketinga. Le cuesta imaginarlo y está decepcionada por su ausencia.
Sabine quiere regresar al hotel para la cena. La llevo en coche y algunos guerreros aprovechan el viaje. Ante el hotel los hago bajar a todos y con Sabine quedo para la tarde del día siguiente en el bar. Cuando me marcho aún está hablando con los masai. Me dirijo a casa de Priscilla para cenar con ella. Ahora que Lketinga no está, nos turnamos en la preparación de la comida.
Al día siguiente, Sabine aparece por sorpresa en la tienda en compañía de Edy. Anoche se conocieron en la Bush Baby. Solo tiene dieciocho años y quiere vivir la vida de la noche. Al ver a los dos juntos, no intuyo nada bueno, pese a que Edy me cae bien. Se pasan la mayor parte del tiempo junto a la piscina que forma parte del complejo de edificios.
Yo sigo trabajando intensamente en la tienda y veo poco a mi hermana. Edy la lleva de un lado a otro. De vez en cuando me encuentro con ella para tomar el chai en nuestro village. Naturalmente, quiere que la acompañe a la disco, pero no puedo por Napirai. Además, tendría muchos problemas con Lketinga cuando volviera. Mi hermana no me entiende, porque siempre fui una persona muy independiente. Lo que pasa es que aún no ha tenido ocasión de conocer a mi marido.