NAIROBI

James lleva a Napirai en brazos y Lketinga lleva mi bolsa. ¡Por fin he recuperado la libertad! En la recepción pago los gastos de mi estancia y nos dirigimos a la misión. Debajo del todoterreno hay un mecánico tumbado en el suelo manipulando varias piezas. Se levanta manchado de aceite y nos dice que el cambio de marchas no aguantará mucho tiempo más. Ya no podemos utilizar la segunda.

En este momento me digo a mí misma que ya está bien. No quiero correr ningún riesgo más después de haber recuperado la salud y con la niña. Por eso le propongo a mi marido que vayamos primero a Maralal y que mañana sigamos camino a Nairobi para comprar un coche nuevo. James se muestra inmediatamente entusiasmado por la posibilidad de poder ir a Nairobi. Llegamos a Maralal antes del anochecer. La caja de cambios no ha dejado de crujir, pero llegamos a la pensión sin incidentes. Allí dejamos el coche aparcado y los cinco nos ponemos en marcha hacia Nairobi.

James ha insistido en traer un amigo, porque en Nairobi no quiere pasar la noche solo en una habitación. En nuestro equipaje llevamos doce mil francos, todo lo que en estos momentos hemos podido reunir entre las reservas de la tienda y el saldo de mi cuenta. Aún no tengo muy claro cómo vamos a conseguir otro coche, pues en Kenia no hay tiendas que vendan coches de segunda mano en las que uno se limita a escoger el que más le gusta. Los coches son una mercancía que escasea.

Llegamos a la ciudad sobre las cuatro de la tarde, y este día solo lo dedicamos a encontrar un lugar en el que podamos alojarnos todos. El Igbol está lleno, así que lo volvemos a intentar en la pensión barata, puesto que supongo que, como máximo, será para una o dos noches. Tenemos suerte, les quedan dos habitaciones libres. Primero tengo que lavar a Napirai y cambiarle los pañales. En un lavabo puedo librar a mi niña del polvo y de la suciedad. Naturalmente, la mitad de los pañales ya está otra vez sucia, pero no hay ningún sitio donde pueda lavar. Después de comer algo nos acostamos temprano.

Por dónde empezamos es la pregunta que nos planteamos por la mañana. En un listín de teléfonos miro si aparecen tiendas que se dediquen a vender coches de segunda mano, pero en vano. Paro un taxi y se lo pregunto al conductor. Enseguida pregunta si llevamos dinero encima, a lo que contesto prudentemente que no, diciendo que, primero, quiero encontrar un coche que me convenga. Nos promete que irá a recabar información. Que mañana a la misma hora nos presentemos en el mismo lugar. Aceptamos su propuesta, pero no quiero pasar el rato inactiva. Por esto se lo pregunto a otros tres conductores de taxi, que se limitan a mirarnos con expresión extraña. No nos queda, pues, más remedio que presentarnos al día siguiente en el puesto de taxis acordado.

El conductor nos está esperando y nos dice que conoce a un hombre que tal vez tenga un todoterreno. Atravesamos medio Nairobi y paramos ante una tienducha pequeña. Hablo con el africano. Efectivamente, tiene tres coches para ofrecernos, pero desgraciadamente ninguno con tracción en las cuatro ruedas. De todas formas, no podemos ver los coches, pues si estuviéramos interesados tendría que llamar al propietario actual para que se presente con el vehículo. Nos dice que en ningún lugar encontraremos un coche de segunda mano que no esté aún circulando. Decepcionada, rechazo su oferta, porque sin falta necesitamos un coche con tracción en las cuatro ruedas. Le pregunto desesperada si realmente no conoce a nadie más. Llama varias veces por teléfono y le da una dirección al conductor del taxi.

Nos dirigimos a otra zona y en el centro de la ciudad nos detenemos ante una tienda. Un hindú con turbante nos saluda sorprendido y quiere saber si somos nosotros quienes buscan un coche.

Yes —es mi escueta respuesta. Nos hace pasar a su oficina. Nos ofrece un té y nos dice que nos puede ofrecer dos coches.

El primero, un todoterreno, es demasiado caro y yo vuelvo a perder toda esperanza. Luego habla de un Datsun con cabina doble, de unos cinco años de uso y que costaría unos catorce mil francos. También esta cantidad está muy por encima de mis posibilidades. Además, ni siquiera sé qué aspecto tiene ese modelo de coche. Me vuelve a explicar una y otra vez lo difícil que es encontrar un coche. Aun así, nos volvemos a marchar sin comprarle nada.

Cuando ya nos encontramos en la calle, nos sigue y nos dice que volvamos a pasar al día siguiente, que quiere enseñarnos ese coche sin compromiso. Acordamos una hora, pese a que no estoy dispuesta a gastar tanto dinero.

De nuevo tenemos que pasar el resto del día esperando. Compro más pañales, ya que todos están sucios. Entretanto, los pañales sucios empiezan a amontonarse en la habitación del hotel, algo que no ayuda precisamente a mejorar el aire.

Vamos una vez más a ver al hindú, pese a que no tengo intención de comprar. Nos recibe con gran alegría y nos enseña el Datsun. En el acto decido comprarlo si logramos ponernos de acuerdo. Parece cuidado y cómodo. El hindú me ofrece la posibilidad de dar una vuelta para probarlo, pero, horrorizada, rechazo su ofrecimiento, porque estoy segura de que no me aclararía en este tráfico con tres carriles y circulando por la izquierda. Así que nos limitamos a poner el motor en marcha. Todos se muestran entusiasmados con el coche, yo soy la única que sigue teniendo dudas a causa del precio. Nos vamos a la oficina del hindú. Cuando le hablo de mi todoterreno que se encuentra en Maralal, se ofrece a comprármelo por dos mil francos, lo que representa un buen negocio. Aun así, dudo en gastar doce mil francos, pues es todo el dinero que tenemos y aún hay que regresar a casa. Le digo que tengo que pensármelo, pero entonces se ofrece a proporcionarnos un chófer que nos lleve a Maralal y que recoja allí nuestro todoterreno. Tengo que pagarle ahora diez mil francos, por el resto puedo darle un cheque al chófer. Estoy realmente sorprendida ante su confianza y la generosa oferta, pues, al fin y al cabo, Maralal se encuentra a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia.

Sin pensármelo más, acepto la oferta, ya que de este modo también queda resuelto el problema de atravesar Nairobi. Mi marido y los muchachos sonríen radiantes al oír que quiero comprar el coche. Pago y redactamos un auténtico contrato. El hindú observa que somos muy valientes al atravesar Nairobi con tanto dinero en efectivo. Mañana por la noche el coche estará listo junto con la documentación, porque aún tiene que ocuparse de matricularlo a mi nombre. Pero la perspectiva de ser propietaria de este hermoso coche impide que me desespere. Lo hemos conseguido y regresaremos con un coche fabuloso.

Según lo acordado, dos días después el chófer se presenta a primera hora de la mañana ante nuestro alojamiento. Le pido que me enseñe la documentación en la que, realmente, consta ahora mi nombre. Cargamos nuestro equipaje del que forman parte varios kilos de pañales sin lavar. Nos sentimos como reyes en aquel bonito y silencioso coche con chófer. Incluso Napirai parece haberle cogido gusto a viajar en coche. Al atardecer llegamos a Maralal. El chófer muestra su asombro al ver dónde se encuentra. Naturalmente, en Maralal llama enseguida la atención la llegada de un coche nuevo. Lo aparcamos en la pensión, directamente tras el todoterreno. Al chófer, que es también mecánico, le explico los problemas del coche.

—Está bien —contesta y se va a dormir. Al día siguiente, le doy el cheque y se marcha.

Pernoctamos una noche más en Maralal, donde vamos a ver a Sophia. Ella y su hija Anika se encuentran bien. Se sorprendió de no volver a verme. Cuando le cuento lo de mi hepatitis, se muestra horrorizada. Brevemente nos contamos nuestras últimas experiencias. Después nos ponemos en marcha. Al ver que su gato tiene tres gatitos pequeños, le digo que me guarde uno.

Pasamos por Baragoi y llegamos a Barsaloi casi una hora antes que con el viejo todoterreno. La madre de Lketinga nos recibe con una sonrisa radiante, contenta de volver a vernos, pues estuvo muy preocupada. Y es que no sabía que nos habíamos ido a Nairobi. Apenas hemos llegado y ya los primeros admiradores rodean nuestro coche. En Maralal le escribí a mi madre para pedirle que me transfiriera dinero de mi cuenta en Suiza.

Después del chai bajamos hasta nuestra casa. Por la tarde, le hago una visita al padre Giuliano y le cuento, orgullosa, lo de mi nuevo coche. Me felicita por la compra y ofrece pagarme generosamente si llevo a los alumnos a Maralal o traslado de vez en cuando a enfermos. Así, al menos, tendré algunos ingresos.

Disfrutamos de la vida, estamos bien. Todavía tengo que hacer régimen, algo que resulta difícil aquí arriba. Los alumnos se quedan unos días más hasta que finalizan sus vacaciones. Mientras Napirai se queda con la gogo, su abuela, los llevo a Maralal. Durante el trayecto, James y yo acordamos que no volveré a abrir la tienda hasta dentro de tres meses, cuando él haya terminado el colegio. Entonces con mucho gusto está dispuesto a ayudarme.

En la ciudad, le hago una breve visita a Sophia, que me cuenta que dentro de dos semanas irá a Italia para mostrar su hija a sus padres. Me alegro por ella y al mismo tiempo siento una leve añoranza de Suiza. ¡Cuánto me gustaría mostrar también a mi hija! Ni siquiera las primeras fotos han salido bien, porque a alguien se le veló el carrete. Escojo un gatito atigrado de color rojizo y blanco, que me llevo en una cajita. El viaje de regreso se desarrolla perfectamente, y, pese al rodeo, llego a casa poco antes de que anochezca. Durante todo el día le han estado dando a Napirai leche de vaca, que le administraban con una cucharilla. Pero cuando me oye, ya no hay manera de tranquilizarla hasta que le doy su amado pecho.

Mi marido se ha pasado el día entero con sus vacas. En Sitedi hay peste bovina, y todos los días mueren valiosos animales. Lketinga regresa a altas horas de la noche, muy abatido. Dos de nuestras vacas han muerto, otras tres ya no se pueden levantar. Pregunto si no hay ninguna medicina. Contesta afirmativamente, pero solo para los animales que aún están sanos, los que se han contagiado morirán todos. La medicina es cara y solo con mucha suerte se puede conseguir en Maralal. Va a casa del veterinario para que le aconseje. Al día siguiente, vamos nuevamente a Maralal. Nos llevamos al veterinario y también a Napirai. Nos dan la medicina, muy cara, y una jeringuilla para vacunar a los animales que aún están sanos. Tenemos que administrarles la vacuna consecutivamente durante los cinco días siguientes. Lketinga decide pasar todo este tiempo en Sitedi.