EN LA LADERA DE LA MUERTE
Durante el viaje comprobamos que alguien ha circulado por este camino antes que nosotros. Las huellas son recientes y Lketinga reconoce por el perfil que han sido vehículos de gente extraña. Pasamos sin problemas la «ladera de la muerte» y yo intento alejar de mí el recuerdo espantoso del niño que nació muerto.
Doblamos la última curva antes de la roca y freno en el acto. En medio del camino hay dos viejos todoterrenos militares. Entre los vehículos se mueven, nerviosos, varios blancos. Resulta imposible pasar a su lado. Así que bajamos para ver qué es lo que ocurre. Por lo que oigo, se trata de un grupo de jóvenes italianos en compañía de un negro.
Uno de los jóvenes está sentado al sol abrasador; sollozando estrepitosamente, mientras le hablan dos mujeres jóvenes. También a ellas les caen lágrimas por el rostro. Lketinga habla con el negro y yo desentierro de mi memoria unas cuantas palabras en italiano.
Lo que cuentan produce escalofríos, pese a los casi cuarenta grados de temperatura. La novia del hombre que está deshecho en lágrimas se adentró hace casi dos horas en la espesura para hacer sus necesidades. Pararon aquí porque creían que en este lugar terminaba la carretera. La mujer recorrió menos de dos metros cuando, ante sus ojos, cayó al abismo. Todos oyeron un prolongado grito y después un golpe seco. Desde entonces no ha habido ya ninguna señal de vida, pese a sus llamadas y sus vanos intentos de bajar por la pronunciada pendiente.
Estoy temblando, porque sé que aquí es vana toda esperanza. De nuevo, el hombre grita en voz alta el nombre de su novia. Impresionada, regreso a donde está mi marido. También él está desconcertado y sentencia que esta mujer está muerta, pues en este lugar el precipicio tiene unos cien metros y abajo está el lecho reseco y pedregoso de un río. Hasta ahora ningún ser humano ha logrado bajar por aquí. Por lo visto, los italianos lo intentaron, pues en el suelo hay varias cuerdas atadas unas a otras. Las dos jóvenes sostienen al hombre deshecho en lágrimas que permanece sentado al sol abrasador, bañado en sudor y tembloroso y con la cara roja como un ascua. Me acerco a ellos y les sugiero que se sienten bajo los árboles. Pero el hombre continúa gritando.
Al mirar a Lketinga, veo que está reflexionando. Corro hacia él y le pregunto qué es lo que está planeando. Quiere encontrar la manera de bajar con su amigo y subir a la mujer. Presa del pánico, lo agarro, gritando:
—¡No, darling, no hagas ninguna locura, no vayas, es demasiado peligroso!
Lketinga aparta mi mano.
De repente, el hombre deshecho en lágrimas se encuentra a mi lado, increpándome, porque pretendo impedir la ayuda. Furiosa, le digo que yo vivo aquí y que aquel es mi marido. Que será padre dentro de tres meses y que no tengo intención de criar a mi hijo sin padre.
Pero Lketinga y el otro guerrero ya están iniciando el peligroso descenso unos cincuenta metros más arriba. Lo último que veo son sus rostros completamente petrificados. Los samburu evitan a los muertos, ni siquiera hablan de ellos. Me siento a la sombra y me pongo a llorar en silencio.
Ha pasado media hora sin que oyéramos nada. Mi miedo aumenta hasta lo insoportable. Uno de los italianos va a mirar el lugar donde iniciaron el descenso. Regresa, excitado, diciendo que los ha visto al otro lado del abismo, llevando consigo una especie de parihuelas.
Se produce una excitación histérica. Pasan otros veinte minutos hasta que los dos salen de entre los matorrales, completamente agotados. Inmediatamente, algunos corren hacia ellos para quitarles las parihuelas fabricadas con un kanga de Lketinga y dos largas ramas.
Por los rostros de los masai comprendo que la mujer está muerta. También yo echo una mirada a aquella figura y me sorprende ver lo joven que es y la paz que hay en su rostro. Si no fuera por el olor dulzón que con estas temperaturas los cuerpos emanan apenas pasadas unas horas, se podría pensar que está durmiendo.
Mi marido habla brevemente con el acompañante negro del grupo, y después apartan un poco sus todoterrenos. Lketinga toma la llave de contacto, pues él mismo quiere conducir. Habría sido inútil cualquier protesta por mi parte en vista de su obstinación. Con la promesa de avisar a la misión, continuamos el viaje atravesando el espacio de roca. En el coche reina un silencio total. Al llegar al primer río, ambos guerreros descienden y se lavan durante casi una hora. Es como una especie de ritual.
Al fin, continuamos viaje y los hombres conversan tímidamente. Faltan pocos minutos para las seis cuando llegamos a Barsaloi. Ante la tienda ya han descargado más de la mitad de la mercancía. El guerrero que la acompañó y el hermano de Lketinga supervisan a los ayudantes. Abro la tienda y lo encuentro todo muy sucio. Por todas partes hay harina de maíz esparcida y cajas vacías. Mientras Lketinga entra la mercancía, voy a ver al misionero. Se muestra sorprendido por el incidente, aunque, por radio, ya había oído noticias confusas. Inmediatamente sube a su Land Cruiser y se marcha a toda velocidad.
Me voy a casa. Después de los nervios que he pasado, no puedo soportar más caos en la tienda. Naturalmente, la madre de Lketinga quiere saber por qué el camión llegó antes que nosotros, pero solo me veo con ánimos para informarla escuetamente. Me preparo chai y me acuesto. Mis pensamientos giran constantemente en torno al accidente. Me propongo no ir más por esa carretera. En mi estado, empieza a ser peligroso. Sobre las diez de la noche, Lketinga viene a casa con los dos guerreros. Juntos se preparan una olla de puré de maíz. Su conversación solo gira en torno al espantoso accidente. Llega un momento en que me quedo dormida.
Por la mañana se presentan los primeros clientes que quieren ir a la tienda con nosotros. Como siento curiosidad por conocer al nuevo colaborador que sustituye a Anna, bajo temprano. Mi marido me presenta al muchacho. Desde el primer momento me resulta extraordinariamente desagradable, y no solo por su aspecto impresentable, sino porque, además, parece rehuir el trabajo. Pero me esfuerzo para que no se me note mis prejuicios, porque a partir de ahora, realmente, no debo trabajar tanto si no quiero perder a mi hijo. El muchacho rinde la mitad de lo que rendía Anna, y uno de cada dos clientes pregunta por ella.
Y ahora quiero que Lketinga me explique por qué no teníamos más dinero en Maralal. Con una sola mirada he visto que las existencias que quedan en el almacén no compensan de ninguna manera la diferencia que falta. Saca un cuaderno y me muestra orgulloso la libreta de crédito de diferentes personas. A unos los conozco, de otros ni siquiera soy capaz de descifrar su nombre. Me empiezo a enfadar, porque antes de que abriéramos la tienda, dije terminantemente:
—¡Nada de crédito!
El muchacho interviene en la conversación y afirma conocer a esas personas, seguro que no habrá ningún problema. Aun así, no estoy de acuerdo. Aburrido, casi despectivamente escucha mis argumentos, algo que me pone aún más furiosa. Finalmente, mi marido dice que esta es la tienda de un samburu y que tiene que ayudar a su gente. De nuevo, represento el papel de la blanca mala y codiciosa cuando, en realidad, no hago más que luchar por sobrevivir. Mi dinero en Suiza se habrá acabado antes de que pasen dos años, y ¿luego qué? Lketinga abandona la tienda, porque no soporta que me muestre enérgica. Naturalmente, todos los presentes nos miran cuando yo, su mujer, levanto la voz.
Ese día tengo interminables discusiones con los clientes que contaban con un crédito. Algunos, tenaces, se quedan simplemente a esperar a mi marido. El trabajo con el muchacho no me divierte tanto como con Anna. Apenas me atrevo a ir al retrete, porque sospecho que me engaña. Como mi marido no vuelve a aparecer hasta última hora de la tarde, ya el primer día he trabajado más de lo que me conviene. Me duelen las piernas. Y de nuevo he estado sin comer nada hasta la noche. En casa no hay ni agua ni leña. Un poco melancólica, pienso en el servicio del hospital: tres comidas al día sin tener que cocinar.
Como ahora las piernas se me cansan más deprisa, hay que encontrar una solución. Un chai por la mañana y una comida por la noche no son suficientes para ganar fuerzas. La madre de Lketinga comparte la opinión de que tengo que comer mucho más, si no, el niño no nacerá sano. Decidimos mudarnos cuanto antes a la parte trasera de la tienda. Esto significa que, desgraciadamente, después de cuatro meses tenemos que abandonar nuestra hermosa manyatta, pero la madre de Lketinga se quedará con ella y se siente muy feliz con la idea.
Cuando alquilemos el próximo camión, nos haremos traer en él una cama, una mesa y sillas para poder mudarnos. La idea de una cama me encanta, pues el dormir en el suelo me empieza a causar dolor de espalda. Durante más de un año no me molestó.
Hace unos días que el cielo, habitualmente siempre azul, se ha cubierto de nubes. Todo el mundo espera la lluvia. El país está totalmente reseco. Hace ya tiempo que la tierra está agrietada y dura como la piedra. Con frecuencia, se oye hablar de leones que atacan los rebaños a plena luz del día. Los niños que vigilan los rebaños, suelen ser presas del pánico cuando tienen que correr a casa sin las cabras para buscar ayuda. Ahora también mi marido vuelve a desaparecer más a menudo durante todo el día con nuestro rebaño y a mí no me queda más remedio que trabajar y controlar personalmente al muchacho en la tienda.