¿SE ARREGLARÁ TODO?
Cuando aterrizamos en Nairobi, mis nervios están tensos, porque no sé si Lketinga estará en el aeropuerto. Si no ha venido, no sabré cómo arreglármelas con el equipaje y con Napirai. Buscar un alojamiento en plena noche resultará difícil. Nos despedimos de las azafatas y nos dirigimos al control de pasaportes. Apenas lo he pasado, descubro a mi darling, a James y al amigo de este. Mi alegría es inmensa. Mi marido se ha pintado maravillosamente y lleva sus largos cabellos muy bien peinados. Está allí de pie, envuelto en su manta roja. Nos abraza con gran alegría. Inmediatamente, nos dirigimos al alojamiento donde ya han reservado habitaciones. Napirai tiene problemas con los rostros que ahora vuelven a ser negros, se echa a llorar y Lketinga se muestra preocupado porque no sabe si lo reconoce o no.
En la pensión quieren ver enseguida los regalos, pero solo desenvuelvo los relojes, porque mañana queremos continuar el viaje y me ha costado un gran esfuerzo y habilidad meterlo todo en el equipaje. Los muchachos se retiran a su habitación, y también nosotros nos acostamos. Esta noche hacemos el amor y ya no me duele. Feliz, espero que todo salga bien.
Durante el viaje de regreso se habla mucho y me entero de que pronto van a construir un gran colegio en Barsaloi. Vino un avión de Nairobi con hindúes que se alojaron durante unos días en la misión. Al otro lado del gran río quieren levantar el colegio. Vendrán muchos obreros de Nairobi, todos kikuyus. Pero aún nadie sabe cuándo comenzará la construcción. Les hablo de Suiza y, naturalmente, de la sarna, ya que también mi marido tiene que someterse a un tratamiento, si no volverá a contagiarnos.
Lketinga ha venido con el coche hasta Nyahururu y lo ha dejado en la misión. Me asombra su valor. Así llegamos a Maralal sin problemas, aunque las distancias vuelven a parecerme inmensamente largas. A Barsaloi llegamos al día siguiente. La madre nos saluda feliz y da gracias a Enkai de que hayamos vuelto sanas del «pájaro de hierro», como llama al avión. Es hermoso estar en casa.
También en la misión me reciben con muestras de alegría. A mi pregunta sobre el colegio, el padre Giuliano me confirma lo que me han dicho los muchachos. Es cierto que la construcción comenzará durante los próximos días. Ya han venido algunas personas, que están construyendo las barracas en las que se alojarán los obreros. En camiones traen el material vía Nanyuki-Wamba. Me sorprende que realicen aquí un proyecto de tanta envergadura. El padre Giuliano me explica que el gobierno quiere conseguir que los masai se vuelvan sedentarios. La situación es favorable, porque el río siempre lleva agua suficiente y hay bastante arena para mezclarla con cemento y fabricar bloques de construcción. El gobierno se ha decidido a realizar este esfuerzo por la cercanía de la moderna misión que hay ya aquí. Vivimos unos días maravillosos y una y otra vez damos paseos hasta el otro lado del río para observar los trabajos.
Mi gato ha crecido mucho. Por lo visto, Lketinga ha cumplido su promesa y le ha dado de comer, aunque, obviamente, solo carne, pues es salvaje como un tigre. Solo cuando se mete en la camita con Napirai, ronronea como un manso gato doméstico.
Después de algo más de dos semanas llegan los trabajadores de fuera. El primer domingo casi todos van a la iglesia, pues la misa es la única distracción para la gente de la ciudad. Los somalíes han aumentado drásticamente los precios del azúcar y del maíz, lo que provoca grandes debates y una reunión en el pueblo entre los ancianos y el subjefe. También nosotros asistimos, y a menudo me preguntan cuándo se volverá a abrir la tienda samburu. Algunos de los trabajadores están presentes y preguntan si no estaría dispuesta a organizar con mi coche el suministro de cerveza y de soda. Me pagarían bien, porque ganan mucho dinero pero no tienen ocasión de gastarlo. Los somalíes, que son musulmanes, no venden cerveza.
Al ver que incluso por la noche los obreros vienen constantemente a nuestra casa, empiezo a plantearme seriamente la posibilidad de hacer algo para volver a ganar dinero. Se me ocurre organizar una especie de discoteca con música kikuyu. Podríamos asar carne y vender cerveza y soda. Lo comento todo con Lketinga y con el veterinario, en cuya casa mi marido pasa frecuentemente algún que otro rato. Ambos se muestran entusiasmados con la idea, y el veterinario dice que también deberíamos ofrecer miraa, porque la gente no para de pedir esta hierba. Ya ha quedado decidido que a finales de mes lo vamos a intentar. Limpio la tienda y escribo hojas de propaganda que colgamos en diversos lugares y que entregamos a los obreros.
El eco es enorme. El primer día vienen ya algunas personas a preguntar por qué no comenzamos aquel mismo fin de semana. Pero el plazo es demasiado corto, ya que, además, a veces no hay cerveza en Maralal. Hacemos nuestro recorrido habitual y compramos doce cajas de cerveza y agua carbonatada. Mi marido compra miraa. El coche está lleno hasta los topes, por lo que necesitamos más tiempo para el viaje de regreso.
Una vez de vuelta, apilamos la mercancía en la parte delantera, en la tienda, porque nuestro antiguo piso quedará convertido en una pista de baile. Poco tiempo después se presentan ya los primeros que quieren comprar cerveza. Me mantengo inflexible, pues, de lo contrario, mañana estaríamos sin bebidas. Después aparece el subjefe y me pide la licencia para abrir una discoteca. Naturalmente, no la tengo y le pregunto si es realmente necesaria. Lketinga se pone de acuerdo con él. Mañana se ocupará de mantener el orden, naturalmente, a cambio de la paga correspondiente. Por algo de dinero y cerveza gratis nos exime de la licencia.
Ha llegado el día de la fiesta. Estamos todos muy ilusionados y nerviosos. El ayudante de la tienda tiene algunos conocimientos técnicos. Saca la batería del coche para conectarla al radiocasete. Ya tenemos sonido. Entretanto, matan una cabra. Dos muchachos destripan y descuartizan al animal. Muchos voluntarios ayudan. El único que se dedica más a dar órdenes que a trabajar personalmente es Lketinga. A las siete y media todo está dispuesto. La música suena, la carne se está asando y la gente espera en la puerta de atrás. Lketinga les cobra la entrada a los hombres. Las mujeres tienen entrada libre, pero se quedan fuera y solo se asoman de vez en cuando para mirar al interior, soltando risitas nerviosas. En una hora la tienda se ha llenado. Una y otra vez vienen obreros a presentarse y a felicitarme por la idea de haber organizado la disco. Incluso el maestro de obras viene a darme las gracias por mis esfuerzos. Los trabajadores se merecen una diversión, pues para muchos es la primera obra que se encuentra lejos de su lugar de residencia.
Me gusta encontrarme entre tanta gente alegre que, además, en su mayoría habla inglés. Vienen también algunos samburu del pueblo e incluso un par de viejos que se sientan sobre cajas puestas del revés y contemplan el baile de los kikuyu envueltos en sus mantas. Su asombro es infinito. En cuanto a mí, no bailo, pese a que Napirai se encuentra en buenas manos al cuidado de la madre de Lketinga. Algunos quieren invitarme a bailar, pero una mirada hacia Lketinga me lo desaconseja. Está allá al fondo tomando cerveza a escondidas y masticando miraa. Las existencias de esa hierba son las primeras en agotarse.
A las once de la noche, bajamos la música y algunos hombres toman la palabra para agradecernos la fiesta. Sobre todo, dirigen su gratitud a mí, la mzungu. Una hora después se vende la última cerveza. También la carne se ha vendido por kilos. Los huéspedes están de buen humor y este grato ambiente perdura hasta las cuatro de la mañana. Después, al fin, se marchan a casa. Recojo a Napirai en la choza de la madre de Lketinga y me marcho, agotada, a nuestra cabaña.
Cuando al día siguiente cuento los ingresos, compruebo con alegría que las ganancias son mucho mayores que las que nos daba la tienda. Sin embargo, pronto mi alegría se ve empañada cuando el padre Giuliano se acerca a toda velocidad montado en su moto y pregunta enfadado qué fue aquel espantoso ruido de la pasada noche en nuestra tienda. Con el rabo entre las piernas, le cuento lo de la fiesta. En principio, no le molesta, si no organizamos más de dos fiestas al mes, pero a medianoche exige tranquilidad para poder dormir. Como no quiero problemas con él, tendré que tener en cuenta sus advertencias con vistas a una posible repetición de la fiesta.