LA CABEZA ENFERMA

Con el primer rayo de sol, me levanto hecha polvo y me lavo la cara hinchada. Luego voy a la casita de Priscilla. No está cerrada con llave, así que está en casa. Llamo a la puerta y en voz baja exclamo:

—Soy yo, Corinne, ¡abre por favor, tengo un gran problema!

Completamente dormida, aparece Priscilla y se asusta al verme.

—¿Dónde está Lketinga? —pregunta.

Hago un esfuerzo desesperado por contener las lágrimas y se lo cuento todo. Me escucha con atención mientras se viste. Luego me indica que la espere, que irá a donde están los otros masai para ver qué pasa. Al cabo de diez minutos está de vuelta y dice que tenemos que esperar. No está allí. Tampoco pasó la noche con ellos. Se marchó a la selva. Seguro que regresará, si no, los demás irán a buscarle.

—¿Qué pretende hacer en la selva? —pregunto desesperada.

—Seguramente tendrá la cabeza trastornada por la cerveza y la miraa.

Me dice que tenga paciencia.

Pero no aparece. Regreso a nuestra casita y espero. Luego, sobre las diez, se presentan dos guerreros y me traen a un Lketinga totalmente agotado. Cada uno de ellos le ha pasado un brazo por el hombro. Lo arrastran así hasta la casa y lo tumban en la cama. Mientras tanto, no paran de discutir, y me saca de quicio el no entender nada. Yace apático en la cama, mirando el techo. Le hablo, pero, obviamente, no me reconoce. Su mirada me traspasa, y está sudando a mares por todo el cuerpo. Estoy al borde del pánico, porque no me explico nada de todo eso. También los demás están desconcertados. Lo encontraron en la selva bajo un árbol y cuentan que había corrido como un poseso. Por eso está tan agotado. Pregunto a Priscilla si le parece que debo avisar a un médico, pero ella replica que aquí, en Diani Beach hay uno solo, y ese no viene a casa. Tengo que ir a su consulta. Pero en el estado en que se encuentra Lketinga eso resulta imposible.

Lketinga está otra vez dormido y desvaría hablando confusamente de leones que lo atacan. Da golpes a su alrededor como un salvaje, y los dos guerreros tienen que sujetarlo. Casi se me desgarra el corazón al verlo en este estado. ¿Qué ha sido de mi orgulloso y alegre masai? No hago más que llorar. Priscilla me regaña:

—¡Eso no está bien! Solo se llora cuando alguien ha muerto.

En el transcurso de la tarde Lketinga vuelve en sí y me dirige una mirada llena de sorpresa. Le sonrío feliz y le pregunto suavemente:

Hello, darling, ¿sabes quién soy?

—¿Por qué no, Corinne? —replica débilmente, mira a Priscilla y pregunta qué es lo que pasa.

Los dos empiezan a hablar. Él niega con la cabeza y ni él mismo cree lo que oye. Me quedo con él mientras los demás se marchan a su trabajo. Dice tener hambre, pero también le duele el estómago. Cuando le pregunto si quiere que vaya a buscar algo de carne, contesta:

—Oh yes, estar bien.

A toda prisa me dirijo al puesto de carne y regreso corriendo. Lketinga yace dormido en la cama. Tras una hora aproximadamente, cuando la comida está lista, intento despertarle. Abre los ojos y, de nuevo, me mira desconcertado. Qué quiero de él, y, además, quién soy yo, me increpa rudamente.

—Soy Corinne, tu novia —es mi respuesta. Una y otra vez me pregunta quién soy. Me siento completamente desesperada, ya que, además, Priscilla aún no ha vuelto de la playa donde vende kangas. Le pido que coma algo. Pero se ríe con sarcasmo, diciendo que no piensa comer nada de esa food, seguro que quiero envenenarle.

Ahora ya no soy capaz de contener las lágrimas. Lo ve y pregunta quién se ha muerto. Para mantener la calma, me pongo a rezar en voz alta. Por fin vuelve Priscilla, e inmediatamente voy en su busca. También ella intenta hablarle, pero en vano. Al cabo de un rato dice:

—¡Está loco!

A muchos moran, los guerreros que vienen a la costa, les ataca el «síndrome de Mombasa». Aunque en el caso de Lketinga, es muy grave. Quizás alguien le ha hecho volverse loco.

—¿Qué, cómo y qué alguien? —tartamudeo e indico que no creo en esas cosas.

Aquí en África hay muchas cosas que tengo que aprender, me alecciona Priscilla.

—¡Tenemos que ayudarle! —le suplico.

Okay! —dice, mandará a alguien a la costa norte para buscar ayuda.

Allí está el gran centro de los masai de la costa. En un sentido amplio, todos los guerreros dependen de su jefe. Es él quien tiene que decidir lo que hay que hacer.

Sobre las nueve de la noche, se presentan dos guerreros de la costa norte. Pese a que no me resultan muy agradables, me alegro de que, por fin, ocurra algo. Le hablan insistentemente a Lketinga y le masajean la frente con una flor seca de intenso olor. Mientras hablan, Lketinga contesta con toda normalidad. Casi no puedo creerlo. Hace un rato aún estaba muy trastornado y ahora habla tranquilamente. Por hacer algo, preparo chai para todos. Entender no entiendo nada y, por eso, me siento desvalida y tengo la sensación de estar de más allí.

Entre los tres hombres existe tal familiaridad que han dejado de reparar en mi presencia. Aun así, aceptan encantados el té, y yo pregunto qué es lo que sucede. Uno de ellos habla un poco de inglés y me explica que Lketinga no está bien, que está enfermo de la cabeza. Quizá pase pronto. Que necesita calma y mucho espacio. Por eso los tres van a dormir a un sitio un poco apartado en la selva. Mañana se lo llevarán a la costa norte para arreglarlo todo.

—Pero ¿por qué no puede dormir aquí conmigo? —pregunto confusa, pues he llegado a un punto en que ya no le creo nada a nadie, aunque, de momento, es evidente que se encuentra mejor.

No, dicen, para su sangre mi cercanía no es buena ahora. Incluso Lketinga les da la razón, ya que, hasta ahora, no ha tenido una enfermedad como esa, así que yo tengo que ser la causa. Me siento escandalizada, pero no me queda más remedio que dejarle marchar en compañía de los otros.

Y, realmente, regresan a la mañana siguiente para tomar té. Lketinga está bien, casi vuelve a ser el de siempre. Pero, aun así, los dos insisten en que los acompañe a la costa norte. Riendo, asiente:

—¡Ahora yo estar bien!

Cuando explico que esta noche tengo que ir a Nairobi para buscar mi visado, dice:

No problem, nosotros ir a la costa norte y después juntos a Nairobi.

Una vez en la costa norte, se entretienen primero charlando con unos y otros hasta que se nos conduce a la cabaña del «jefe». No es tan viejo como yo suponía y nos recibe con cordialidad, a pesar de que no puede vernos, pues es ciego. Con paciencia, le va hablando a Lketinga. Yo permanezco sentada, observando la escena y sin entender ni lo más mínimo. Por otra parte, en estos momentos, no me atrevo a interrumpir el diálogo. Empieza a hacerse tarde. Aunque quiero tomar el autocar de la noche, tengo que comprar el billete tres o cuatro horas antes de la salida, si no, no encontraré sitio.

Al cabo de una hora, el jefe declara que me marche sin Lketinga, pues Nairobi no conviene a su estado y a su alma sensible. Ellos le cuidarán. Me pide que vuelva lo antes posible. Estoy conforme, porque me sentiría completamente desvalida si en Nairobi ocurriera algo parecido. Le prometo pues a Lketinga que, si todo transcurre de acuerdo con mis deseos, tomaré ya mañana por la noche el autocar de vuelta y regresaré pasado mañana de madrugada. Cuando subo al autocar, Lketinga está muy triste. Sostiene mi mano y me pregunta si, realmente, voy a regresar. Le aseguro que no se preocupe, que volveré y que, entonces, ya veremos. Si no se encuentra bien, también podremos ir a ver a un médico. Me promete que esperará y que hará todo lo posible para no recaer. El matatu se pone en marcha, y yo siento una gran pena. ¡Ojalá todo salga bien!

En Mombasa consigo mi billete y tengo que esperar cinco horas hasta la salida. Tras ocho horas de viaje llego, al fin, de madrugada a Nairobi. De nuevo tengo que esperar en el autocar hasta poco antes de las siete para poder bajar. Primero tomo un té y luego un taxi al edificio Nyayo, porque no conozco el camino. A mi llegada me encuentro con un gran desorden. En los diferentes mostradores se empujan blancos y negros, y todos quieren algo. Me afano con diversos formularios que tengo que rellenar, ¡naturalmente en inglés! Después los entrego y me quedo esperando. Pasan nada menos que tres horas hasta que, al fin, me llaman por mi nombre. Espero de todo corazón conseguir mi sello. La mujer que está tras el mostrador me mira inquisitiva y pregunta por qué quiero prolongar mi estancia otros tres meses. Intentando aparentar la mayor tranquilidad posible, contesto:

—Porque me queda muchísimo por ver de este maravilloso país y porque tengo dinero suficiente para quedarme otros tres meses.

Ella abre mi pasaporte, va pasando las páginas, y estampa un inmenso sello en una de ellas. ¡Tengo mi visado y he conseguido avanzar un paso más! Feliz, pago la tasa que me piden y abandono aquel horrible edificio. En esos momentos no tengo ni idea de que voy a volver a este edificio con tanta frecuencia que acabaré odiándolo.

A continuación voy a comer, con un billete para el autocar de la noche en el bolsillo. Es primera hora de la tarde y me doy un paseo por Nairobi para no dormirme. Llevo más de treinta horas sin dormir. Me limito a recorrer dos calles para no perderme. A las siete de la tarde es de noche y poco a poco, cuando cierran las tiendas, se va despertando la vida nocturna en los bares. Ya no quiero permanecer por más tiempo en la calle, pues de minuto en minuto las figuras que veo van teniendo un aire cada vez más sombrío. Un bar queda descartado, por eso entro en un cercano McDonald’s para pasar allí las últimas dos horas.

Al fin, vuelvo a estar sentada en el autocar a Mombasa. El conductor mastica miraa. Corre como un loco y, efectivamente, en un tiempo récord, llegamos a la meta a las cuatro de la madrugada. De nuevo, tengo que esperar hasta la salida del primer matatu en dirección a la costa norte. Me muero de ganas de saber cómo se encuentra Lketinga.

Poco antes de las siete ya estoy en el pueblo de los masai. Como todos están durmiendo y la casa de chai está aún cerrada, espero ante ella, porque ignoro en qué cabaña está Lketinga. A las siete y media aparece el dueño de la casa de té y abre. Entro, me siento a una mesa, y espero el primer chai. Me lo trae y, enseguida, vuelve a desaparecer en la cocina. Pronto van llegando algunos guerreros que se sientan a las otras mesas. Reina un ambiente de desaliento, y nadie habla. Debe de ser porque aún es muy temprano, pienso.

Poco después de las ocho no aguanto más y pregunto al propietario si sabe dónde está Lketinga. Contesta negativamente con la cabeza y vuelve a desaparecer. Pero al cabo de media hora se sienta a mi mesa y me dice que me marche a la costa sur y que deje de esperar. Le miro, sorprendida, y pregunto:

—¿Por qué?

—Ya no está aquí. Esta noche se ha marchado a su casa —me explica el hombre. Se me encoge el corazón.

—¿A casa?, ¿a la costa sur? —pregunto ingenuamente.

—No, a casa, a Samburu-Maralal.

Horrorizada, me pongo a gritar:

—¡No, no es verdad! Está aquí, ¡dime dónde!

Dos de la otra mesa vienen hacia mí e intentan tranquilizarme. Aparto sus manos a base de golpes, echando chispas y gritando a aquella gentuza a todo pulmón en alemán:

—¡Hijos de puta, canallas, lo teníais preparado todo!

Me caen por la cara lágrimas de rabia, pero esta vez me da lo mismo.

Me gustaría romperle la cara al primero que se me acercara, de lo furiosa que estoy. Por lo visto, lo metieron sin más en un autocar, a pesar de que sabían que yo regresaba con uno de la misma línea, solo que en dirección contraria, exactamente a la misma hora, de modo que tenemos que habernos cruzado en algún punto del trayecto. No puedo creerlo. ¿Es posible tanta ruindad? Corriendo, abandono el local, ya que se van acercando cada vez más curiosos, y apenas puedo dominarme. Para mí está claro que todos estaban conchabados. Triste y llena de rabia, regreso a la costa sur.