SENDEROS EN LA SELVA

El coche avanza serpenteando por la carretera roja y polvorienta. Al llegar a la curva en forma de S, nos entra la risa al guardabosques y a mí, porque recordamos nuestra aventura con los elefantes. En la parte trasera del coche charlan y ríen los muchachos. Poco antes de la ladera inclinada me dispongo a accionar la tracción de las cuatro ruedas. Freno y vuelvo a frenar, pero el coche sigue en dirección hacia la ladera de la muerte. Horrorizada grito:

—¡Me he quedado sin frenos!

Al mismo tiempo veo que no puedo desviarme hacia la derecha, puesto que inmediatamente junto al camino se abre el abismo cubierto por los árboles. Sin pensármelo más, doy un volantazo hacia la izquierda mientras el guardabosques se pone a manipular la puerta.

Como si fuera un milagro, el coche atraviesa con estruendo el inicio de la pared rocosa, que es cada vez más elevada. En el punto por donde estoy subiendo, la altura es de unos treinta centímetros. Un poco más allá y no hubiera tenido más remedio que dirigirme frontalmente contra la roca. Rezo para que el coche quede atrapado en los arbustos, la plataforma tiene a lo sumo cinco o seis metros, después viene un empinado precipicio y abajo está la selva.

Los muchachos están alteradísimos y el guardabosques se ha quedado lívido. Por fin, el coche queda enganchado, cuando falta aproximadamente un metro hasta el final de la plataforma. Todo el cuerpo me tiembla con tanta intensidad que soy incapaz de bajar.

Los alumnos salen por las ventanas, porque nosotros en la parte delantera permanecemos sentados sin movernos y las puertas de atrás no se pueden abrir si no se abren las de delante. Finalmente, acabo por descender para inspeccionar los daños. Las piernas me flaquean. En este momento el coche empieza a ponerse en marcha lentamente. Con gran presencia de ánimo, cojo la primera piedra a mi alcance y la coloco bajo una de las ruedas. Los muchachos averiguan que se ha roto el cable del freno. Confusos y fuertemente impresionados, rodeamos el vehículo, a menos de tres metros de la ladera de la muerte.

El guardabosques dice que de ninguna manera podemos quedarnos aquí en plena selva, aunque esta vez va armado. Además, en cuanto oscurece empieza a hacer mucho frío. Seguir sin frenos hasta Barsaloi resulta igualmente imposible. No nos queda, pues, otra posibilidad que la de regresar a Maralal. En el peor de los casos, con la tracción de las cuatro ruedas puedo recorrer ese trayecto incluso sin frenos. Primero hay que darle la vuelta al coche sobre la plataforma. Buscamos grandes piedras y, con cuidado, pongo el coche en marcha. No puedo ir más de medio metro hacia delante, por eso los muchachos tienen que frenar el coche colocando piedras bajo cada una de las ruedas. Después hay que hacer la misma maniobra hacia atrás sin que yo tenga apenas visibilidad. El sudor me corre por la cara y rezo a Dios para que nos ayude. Tras esta experiencia, en la que escapamos de la muerte por los pelos, quedo absolutamente convencida de su existencia. Al cabo de más de media hora, se ha conseguido el segundo milagro, hemos dado la vuelta al coche.

Ya se ha hecho de noche en la selva cuando nos ponemos en marcha, en primera y con la tracción de las cuatro ruedas. En las subidas el coche se embala demasiado, en las rectas, en cambio, el motor ruge espantosamente, pero no me atrevo a cambiar de marcha. En los momentos críticos, aprieto automáticamente el freno que no funciona. Tras más de una hora llegamos, aliviados, a Maralal. Aquí la gente cruza plácidamente la calle, pensando que los pocos coches que pasan van a frenar. Lo único que yo puedo hacer es tocar la bocina y la gente se aparta de un salto, lanzando improperios. Poco antes de llegar al taller apago el motor y dejo que el coche siga rodando hasta quedarse parado. En este momento, el jefe somalí se dispone a cerrar. Le explico mi problema y que el coche está repleto de mercancía que no puedo dejar sin vigilancia. Abre la puerta de hierro, y unos cuantos hombres empujan el vehículo al interior.

Todos juntos vamos a tomar chai y, todavía fuertemente impresionados, deliberamos sobre lo que podemos hacer. Tenemos que buscar un alojamiento. El guardabosques busca por su cuenta mientras que yo invito, naturalmente, a los muchachos y a mi ayudante. Tomamos dos habitaciones. Los chicos dicen que pueden compartir una cama entre dos. Yo quiero estar sola. Después de comer me retiro. Cuando pienso en mi marido me siento muy mal. No sabe lo que ha ocurrido y estará muy preocupado.

A primera hora de la mañana me dirijo al taller. Los hombres están reparando nuestro coche. También para el jefe somalí es un enigma cómo pudo ocurrir aquello. A las once podemos partir, pero esta vez no me atrevo a ir por la carretera de la selva. Tengo el miedo demasiado metido en el cuerpo y, además, estoy embarazada de tres meses. Tomamos el rodeo por Baragoi para el que se necesitan unas cuatro horas y media. Durante el viaje pienso en lo preocupado que ha de estar mi marido a estas alturas.

Avanzamos a buen paso. Esta carretera, cuyo único inconveniente son los guijarros, es mucho menos complicada. Hemos recorrido algo más de la mitad cuando, tras atravesar el lecho reseco de un río, empiezo a oír un silbido que ya me resulta familiar. ¡Para colmo de desgracia encima se nos ha reventado un neumático! Descendemos todos y los muchachos extraen la rueda de recambio de debajo de los sacos de azúcar. Mi ayudante coloca el gato y al cabo de media hora la avería está arreglada. Excepcionalmente, no tengo nada que hacer, estoy sentada a pleno sol, fumando un cigarrillo. Proseguimos nuestro viaje y llegamos a Barsaloi en el transcurso de la tarde.

Aparcamos al lado de la tienda y, cuando me dispongo a bajar, mi marido viene hacia mí con aire furioso. Se planta ante la puerta del coche, moviendo negativamente la cabeza:

—Corinne, ¿qué ocurrir? ¿Por qué tú venir tarde?

Le cuento lo ocurrido, pero, sin escuchar, hace un gesto despectivo y me pregunta con quién he pasado la noche en Maralal. Ahora la rabia se apodera de mí. Por los pelos hemos escapado de la muerte, y ¡mi marido cree que le he engañado! Jamás hubiera imaginado que pudiera reaccionar de esta manera.

Los muchachos vienen en mi ayuda y relatan los incidentes del viaje. Se mete bajo el coche e inspecciona el cable. Cuando descubre restos de aceite de frenos, acepta las explicaciones. Pero yo siento una honda decepción y decido ir a mi cabaña. Que se las arreglen sin mí, al fin y al cabo, también está James. Saludo fugazmente a la madre de Lketinga y a Saguna, después me retiro y me echo a llorar de agotamiento y de decepción.

A la caída de la tarde, empiezo a tiritar. No le doy mayor importancia y me preparo un chai. Viene Lketinga y se sirve el té. No hablamos apenas. A altas horas de la noche se pone en marcha para dirigirse a un poblado lejano donde quiere recoger las cabras que aún quedan de la boda. Me dice que estará de vuelta dentro de unos dos días. Se envuelve los hombros con su manta roja, coge sus dos lanzas y, sin decir apenas nada, abandona la manyatta. Le oigo hablar brevemente con su madre, después todo queda en silencio, salvo el llanto de un bebé en la cabaña vecina.

Mi estado empeora. Durante la noche el miedo se apodera de mí. ¿Será tal vez un ataque de malaria? Saco mis pastillas Fansidar y me leo detenidamente el folleto. Si hay sospechas, se deben tomar tres pastillas de golpe, pero las embarazadas deben consultar a un médico. Dios mío, en ningún caso quiero perder el niño, aunque si se tiene la malaria es muy fácil que ocurra hasta pasados los primeros cinco meses. Decido tomar las tres pastillas y echo leña al fuego para entrar en calor.

A la mañana siguiente no me despierto hasta que oigo voces fuera. Me deslizo al exterior, y la plena luz del sol me deslumbra. Son casi las ocho y media. La madre de Lketinga está sentada ante su cabaña y me recibe riendo.

Supa Corinne.

Supa mamá —replico, y me dirijo a la selva para hacer mis necesidades.

Me siento débil y sin fuerzas. Cuando regreso a la manyatta, ya hay cuatro mujeres esperando que preguntan por la tienda.

—Corinne, tuka —oigo exclamar a la madre de Lketinga.

—¡Ndjo, ja, más tarde! —contesto.

Como es fácil de comprender, todos quieren comprar el azúcar que traje ayer. Media hora después me arrastro a la tienda.

Habrá unas veinte personas esperando, pero Anna no está entre ellas. Abro, e inmediatamente empieza el parloteo. Todas pretenden ser la primera. Las atiendo de forma mecánica. ¿Por qué no viene Anna? Tampoco aparece mi ayudante e ignoro dónde están los muchachos. Mientras atiendo a las clientas siento fuertes ganas de ir al lavabo. Cojo papel higiénico y, corriendo, me dirijo a la casita del retrete. Ya tengo diarrea. Ahora me siento totalmente desesperada. La tienda está abarrotada de gente. La caja consiste en un cartón abierto, accesible para cualquiera que dé la vuelta al mostrador. Exhausta, vuelvo a donde están todas aquellas mujeres que no paran de hablar. La diarrea me obliga a ir repetidamente al lavabo.

Anna me ha dejado en la estacada, no ha venido. Hasta ahora no he visto ni un solo rostro conocido, nadie a quien pudiera explicar más o menos mi situación en inglés y pedir ayuda. Al mediodía, ya no me aguanto de pie.

Finalmente, aparece la mujer del maestro. La envío a la cabaña de la madre de Lketinga para que vea si los muchachos están en casa. Por suerte, aparece James con aquel chico que hace tiempo compartió la habitación conmigo en la pensión. Se muestran inmediatamente dispuestos a ocuparse de la tienda para que yo pueda marcharme a casa. La madre de Lketinga me mira sorprendida y me pregunta qué me pasa. Pero ¿qué puedo contestarle? Me encojo de hombros y digo:

—Tal vez malaria.

Me mira asustada y se echa las manos a la barriga. Comprendo lo que me quiere dar a entender, pero yo tampoco sé qué hacer y me siento muy triste. Viene a mi manyatta y me prepara té negro, pues, según ella, la leche no me conviene. Mientras espera que hierva el agua, no para de hablarle a Enkai. Reza así a su manera. Viéndola allí sentada, con sus largos pechos colgándole y su falda sucia, pienso que, realmente, la quiero mucho. Menos mal que mi marido tiene una madre muy amable y solícita. No quiero decepcionarla.

Cuando regresan nuestras cabras, el hermano mayor pasa, preocupado, a verme, e intenta entablar una conversación en suahili. Pero estoy demasiado cansada y, constantemente, me quedo dormida. En plena noche, me despierto bañada en sudor cuando oigo pasos junto a nuestra cabaña y a alguien clavando lanzas en el suelo. El corazón se me desboca al oír aquellos familiares gruñidos y ver poco después a una figura que entra en la cabaña. Hay tanta oscuridad que no reconozco nada.

Darling? —pregunto esperanzada hacia la oscuridad.

Yes, Corinne, no problema —resuena la voz familiar de mi marido.

Un gran peso se me quita de encima. Le explico mi estado y Lketinga se muestra muy preocupado. Como hasta ahora no he tenido escalofríos, continúa mi esperanza de que mi estado se vaya normalizando gracias a que, al primer síntoma de la enfermedad, tomé las pastillas de Fansidar.

Los días siguientes me quedo en casa, y Lketinga y los muchachos se ocupan de la tienda. Poco a poco me voy reponiendo, ya que después de tres días cede también la diarrea. Tras una semana de descanso estoy harta de no hacer nada y voy a trabajar por la tarde. Pero me encuentro la tienda patas arriba. Por lo visto, nadie ha limpiado y todo está cubierto de polvo de harina de maíz. Los estantes están casi vacíos. Los cuatro sacos de azúcar se han vendido en su totalidad, y del maíz no queda más que un saco y medio. Esto significa que tenemos que organizar otro viaje a Maralal. Lo planeamos para la semana siguiente, porque de todas formas terminan las breves vacaciones de los muchachos y así podré llevar a algunos a Maralal.

Hay poco movimiento en la tienda. En cuanto faltan los alimentos básicos dejan de acudir los clientes que vienen de lejos. Voy a hacerle una visita a Anna. Al llegar a su casita, la encuentro tumbada en la cama. A mi pregunta de qué es lo que le ocurre, al principio no quiere contestar. Con el tiempo me entero de que también ella está embarazada. Solo está en el tercer mes, pero recientemente tuvo unas pérdidas y esta es la causa de que faltara al trabajo. Acordamos que volverá cuando se hayan marchado los muchachos.

Se acerca la vuelta al colegio y nos ponemos en marcha. Esta vez la tienda permanece cerrada. Después de tres días podemos enviar a Barsaloi un camión lleno hasta los topes. Nuestro ayudante acompaña la mercancía. Lketinga regresa conmigo a través de la selva. Afortunadamente, el viaje transcurre sin problemas. Esperamos la llegada del camión poco antes del anochecer, pero en vez del camión se presentan dos guerreros que nos cuentan que el vehículo quedó embarrancado en el lecho del último río. Con nuestro coche recorremos el breve trayecto y allí nos encontramos con el desaguisado. En el cauce reseco del ancho río se hundió la rueda izquierda poco antes de llegar a la orilla. Como el conductor intentó salir de allí y la rueda estuvo girando durante mucho tiempo, quedó enterrada en la arena suelta.

Algunas personas han acudido ya al lugar de la desgracia y han colocado piedras y ramas bajo el coche. Debido al elevado peso, el camión se va inclinando cada vez más y el conductor proclama que ya no queda más remedio que descargar aquí la mercancía. Esta propuesta no me hace ninguna gracia, y quisiera pedirle consejo al padre Giuliano. Giuliano no se muestra precisamente encantado al verme, porque ya sabe lo que ha ocurrido. Pese a todo, se monta en el coche y viene con nosotros.

Lo intenta con un torno de cable, pero nuestros vehículos con tracción en las cuatro ruedas no consiguen sacar al camión. Ahora hay que trasladar a nuestros coches los sacos de cien kilos cada uno. En cada coche podemos cargar ocho sacos. Giuliano hace cinco viajes, después regresa, irritado, a la misión. Yo hago siete viajes más hasta que tenemos toda la mercancía en la tienda. Entretanto, se ha hecho de noche y he llegado al límite de mis fuerzas. En la tienda reina un desorden inimaginable, pero lo dejamos así y hasta la mañana siguiente no colocamos la mercancía.

A menudo la gente quiere vendernos sus pieles de cabra o de vaca. Hasta ahora, nunca las he aceptado, pero las mujeres no se conforman con mi negativa, y algunas abandonan la tienda despotricando y van a vendérselas a los somalíes. No obstante, hace poco tiempo que los somalíes solo compran pieles a aquellos que les compran a ellos el maíz o el azúcar. Así todos los días surgen nuevas discusiones. Por eso decido comprar también pieles, y las almaceno en la parte trasera de nuestra tienda.

No pasan ni dos días hasta que se presenta el astuto subjefe que pregunta por la licencia para comerciar con pieles de animales. Naturalmente, no la tenemos, porque yo ignoraba que fuese necesaria. Y además dice que me puede cerrar la tienda, porque no está permitido almacenar las pieles en el mismo edificio que los alimentos. Tiene que haber una distancia mínima de cincuenta metros entre unas y otros. Esta novedad me deja sin habla, porque hasta ahora los somalíes también guardaban sus pieles en el mismo recinto, algo que el jefe niega sin más. Ahora sé quién nos lo ha enviado. Como he ido acumulando ya unas ochenta pieles, que quiero revender en nuestro próximo viaje a Maralal, tengo que ganar tiempo para encontrar otro lugar que pueda cerrar con llave. Le ofrezco dos sodas al jefe y le pido que me dé tiempo hasta el día siguiente.

Tras un rato de tira y afloja, acuerdan con mi marido que al día siguiente habremos sacado las pieles de la tienda. Pero ¿adónde podemos llevarlas? No hay que olvidar que las pieles son dinero en efectivo. Voy a la misión para pedir consejo. Solo está Roberto, que me dice que tampoco tiene sitio. Tenemos que esperar hasta que venga Giuliano. Por la noche viene con su moto. Para gran alegría mía, me ofrece su vieja chabola de la bomba de agua, que se encuentra a poca distancia y donde guarda viejas máquinas. Me explica que no hay mucho espacio, pero que es mejor que nada, pues la casita se puede cerrar con un candado. He resuelto otro problema, y empiezo a comprender qué gran ayuda es para nosotros el padre Giuliano.

La tienda marcha bien, y Anna se presenta puntualmente. Vuelve a encontrarse mejor. Una tarde, normal como cualquier otra, se produce, de repente, un gran nerviosismo. El hijo del vecino entra corriendo en la tienda y, fuera de sí, se pone a hablar con Lketinga.

Darling, ¿qué sucede? —pregunto. Contesta que se han perdido dos cabras de nuestro rebaño y que tiene que salir inmediatamente en su busca, antes de que se haga de noche y los animales salvajes las atrapen. Cuando está a punto de marcharse, armado con sus dos largas lanzas, aparece en la tienda, lívida, la sirvienta del maestro de la selva. También ella se dirige a Lketinga y lo único que entiendo es que hablan de nuestro coche y de Maralal. Alarmada, pregunto a Anna:

—Anna, ¿qué ocurre?

Titubeando, me cuenta que la mujer del maestro está a punto de dar a luz en su casa, que hay que llevarla inmediatamente al hospital, pero que no hay nadie en la misión.