10.

Bajé por la calle del Comercio, la más ancha de aquellas estrechas vías, hasta pasar la catedral y entrar en la Plaza del Ayuntamiento, donde había varios pequeños grupos, compuestos por una veintena de personas, debatiendo un tema distinto en cada uno de ellos. Cualquiera podía unirse a esos corrillos para escuchar o exponer sus puntos de vista. Al final de cada sesión, o cuando se llegase a una conclusión, ésta se haría llegar a los miembros electos del gobierno de la Ciudad Estado que, en teoría, y muchas veces también en la práctica, harían lo posible para implantarla. Medio escuché los temas a debate y no llegué a interesarme por ninguno de ellos. El uso del Alcázar como almacén adicional para la cosecha de cereales que se preveía buena, o la ampliación de la utilización del alumbrado una hora más a partir de medianoche, no me parecían ni bien ni mal, y así se lo parecería también al resto de los ciudadanos, que consideraban que tenían cosas más provechosas que hacer que acudir a esas discusiones. Ése era el problema de la democracia en acción, aunque mirándolo de otra manera si una persona pensaba que cierto tipo de regulación, o falta de ella, le afectaba ya se preocuparía de asistir a los debates pertinentes y dar a conocer sus argumentos.

Subí por las escaleras del Ayuntamiento situadas en frente de la Catedral y entré en el edificio para encontrarme de cara con Vicente sentado, como siempre, detrás de su pupitre elevado y con su chaqueta de ujier engalanada, con brillos y deshilachada en los puños, calvo y con las cejas blancas más tupidas que había visto nunca. Me hizo el honor de levantarse, cuadrarse y saludarme tan marcialmente como sus años y su reuma le permitían, luego me abrazó.

“Benditos los ojos”, empezó a decirme, para apartarse rápidamente y concluir con: “¡Te podías haber duchado! ¡Hueles a caballo!”.

Yo también me alegraba de verle y le seguí el juego haciendo que husmeaba a mi alrededor.

“Yo no huelo a nada. Ya me he acostumbrado”, le dije, entregándole mi alforja y el fusil. Ni siquiera se me pasó por la cabeza entregarle la Glock, no porque sintiese que la iba a necesitar dentro de la ciudad, sino porque me daba la sensación de estar, no tanto desnudo, como sin calzoncillos, sin su peso en la parte trasera del cinturón.

“¿Me guardas esto?”, le pedí.

“Con mi propia vida”, se rió, aunque posiblemente fuese cierto aquel comentario, hecho tan a la ligera.

“No vale tanto”.

“Gracias”.

Muy pocas personas sospechaban del poder e influencia que Vicente mantenía en el gobierno de la Ciudad Estado de Toledo desde hacía mucho tiempo. La gran mayoría, si es que se paraba a fijarse en él, enseguida le catalogaría como el bedel, simpático o cascarrabias dependiendo del interlocutor, cuya labor consistía en llevar papeles de un lado a otro y, que estaba allí, sentado detrás de su pupitre, porque alguien tenía que rellenar ese espacio y el propio Vicente en algún sitio tenía que estar. Pensaban eso porque era precisamente lo que Vicente quería que pensasen. Yo mismo había tardado mucho tiempo en darme cuenta de su juego, hasta que vi que no se limitaba a abrir y entregar los documentos que pasaban por sus manos, sino que también los leía y tomaba pequeños apuntes en una libreta. Al preguntarle lo que hacía se limitó a contestarme que su memoria ya no era lo que fue antaño.

Su siguiente paso consistía en dar prioridad a ciertos asuntos, tramitándolos con urgencia, haciéndoselos llegar a la persona más competente para resolverlos y presionarles, muy sutilmente eso sí, para que sus decisiones fueran en la línea que Vicente consideraba más oportuna. En el caso de aquellos temas que él pensaba que tenían una importancia menor, o sobre los que simplemente no se debía actuar dejando las cosas como estaban, se limitaba a ponerlos a la cola o a traspapelarlos. En cualquier organización la labor desempeñada por Vicente hubiese tenido su reconocimiento en el escalafón: sería el consigliere de una familia mafiosa o el secretario general en una sociedad de las Marcas Globales, pero en la Ciudad Estado de Toledo era el conserje, y casi ninguno de los prohombres que habían ocupado cargos en la alcaldía eran conscientes de ser manipulados por aquel personaje. A fin de cuentas cómo iba a ser posible que un simple y viejo funcionario del nivel más bajo fuese capaz de llevar a los electos del pueblo por donde él quería.

Incluso, en el momento en el que se percató de que yo me había dado cuenta de su manera de actuar, supo manejarme con una finura extrema, evitando cualquier posible enfrentamiento.

“El secreto de torear consiste en hacer que el toro vaya por donde tú quieras que vaya y por donde él no quiere ir. Pero el verdadero arte se consigue cuando el toro va por donde tú quieres que vaya, pensando que él quiere ir por allí, a pesar de no haber querido ir por allí en un principio”, me dijo amistosamente, y tuve que pensar durante unos instantes para entenderlo, si es que había algo que entender de lo que me había dicho, sobre todo porque había tenido problemas en vocalizar aquel pequeño trabalenguas debido a la falta de sujeción de su dentadura postiza.

“Si te pasas de la raya te pego un tiro”, le respondí.

Nunca más volvimos a tratar del tema, aceptando tácitamente que habíamos llegado a un acuerdo: él no se aprovecharía de su posición y yo no le delataría, con el beneficio mutuo adicional de que él me mantendría informado de todo lo que ocurriese en la ciudad y yo haría lo mismo sobre mis andanzas en los territorios. La información es poder, como bien sabíamos los dos.

“No te esperaba hasta más tarde”, me dijo, guardando mi fusil y alforja en el armario situado detrás de su pupitre.

“¿Me vas a decir cómo has conseguido poner de acuerdo a todas las Ciudades Estado para que me reclamen por unanimidad?”.

“Exageras mi capacidad de convicción. Nuestros líderes electos son muy capaces de pensar por sí solos”, dijo Vicente, para añadir. “A veces”.

“Entonces, por lo menos, me podrás decir el motivo para el que me han hecho venir hasta aquí”.

Vicente me miró directamente a los ojos, para mentirme.

“No. No lo sé”, me dijo, y yo me di cuenta de que la gravedad del tema le impedía contármelo. No creo que fuese un arrebato de lealtad hacia sus superiores lo que le hacía sentirse obligado a mantener la confidencialidad y, desde luego, sabía de sobra el motivo por el cual yo había sido llamado. Más bien estaba reacio a decírmelo porque no quería ser él quien me diese la información. No quería ser el mensajero de una mala noticia ni tener que aguantar mi primera reacción al escucharla; con toda la razón del mundo pensaría que no entraba en su sueldo.

“La doctora Conde me habló de ir a Marbella”, le dije para intentar sonsacarle más datos, pero él lo aprovechó para cambiar de tercio.

“La Senescala”, se carcajeó por lo bajo, riéndose del apodo que le había puesto él mismo. “No sé qué le hiciste, pero volvió bastante alterada. Te pone a parir, algo que no me extraña dada tu falta de mano izquierda con las mujeres y con la autoridad en general, y con las mujeres con autoridad en particular. Entre otras cosas te llamó arrogante, indisciplinado y hasta grosero, incluso llegó a dudar de tu capacidad como Hombre Bueno”. Por el tono en que dijo esa frase, entendí que sus insultos hacia mi persona habían sido acogidos con comprensión, incluso con naturalidad, pero que cuestionar a estas alturas mis habilidades profesionales ante sus colegas sólo había servido para desacreditarla. Sin embargo, yo estaba dispuesto a ser generoso con su reacción y al menos excusarla, ya que a mí también me había afectado el descubrimiento del cadáver de Rosario y, seguramente, si hubiese tenido que descargar mis sentimientos contra alguien, lo hubiese hecho contra ella, de manera injusta.

“¿Por qué yo? ¿Por qué no otro Hombre Bueno? Pepe Manzano, por ejemplo. ¿Por qué, específicamente, me han elegido a mí?”.

Vicente debía haber alegado su ignorancia una vez más o haberse mantenido callado.

“Por muchas razones eres el más adecuado para hacer lo que hay que hacer”.

Se dio cuenta de inmediato de su desliz al hacer ese comentario que suponía que él había tenido acceso a esas conversaciones.

“O eso es lo que creen todos los representantes de todas las Ciudades Estado”, explicó, intentando justificar sus palabras anteriores.

“Y tú ¿qué piensas?”.

Ni siquiera intentó evadir la pregunta.

“Que eres nuestra única esperanza”.

Ante esa respuesta fui yo quien sentí la necesidad de hablar de cosas más frívolas, pero no encontré nada que decir. Vicente me dio una palmada en la espalda cariñosamente.

Dejamos correr unos minutos de silencio que Vicente dio por finalizados con su sonoro suspiro, indicando que, pese a todo, la vida continuaba.

“Vete al Archivo Histórico, pregunta por Ben Benaquiel y dile que vas de mi parte. Él te estará esperando y sabrá qué hacer”.

La sonrisa, inesperadamente, había vuelto a su cara y el tono jocoso que había utilizado me desconcertó, más aún si cabe, que sus instrucciones. No se me había perdido nada en el Archivo Histórico donde no había estado en mi vida y el ir allí no parecía que me fuese a aportar nada útil.

“No me mires así, que todavía no chocheo. Considéralo como un regalo, una pequeña muestra de mi gratitud por todo lo que has hecho y vas a continuar haciendo”.

Haría caso a Vicente por curiosidad y porque nadie me había hecho un regalo en mucho tiempo, desde que mi hermana me entregó un pequeño silbato de plata que había pertenecido a mi padre.

“Pero, por favor, dúchate primero y cámbiate de ropa interior”.

Tenía que reconocer que pocas personas eran capaces de cambiar el ánimo de sus interlocutores como lo hacía Vicente, y era lo que acababa de hacer conmigo. Había desactivado mi malestar e inquietud con la idea de un regalo misterioso en un lugar desconocido para mí y con cuatro palabras jocosas sobre mi lamentable estado de higiene personal. Pero no consiguió quitarme de la cabeza una imagen mucho más sangrante.

“¿Sabes algo del asesinato de Aldea del Rey?”.

“Sí. Sé cómo murió aquella pobre chica. Sé que te encontraste con la doctora Conde y sé que quieres encontrar al asesino. ¿Algo más que deba saber?”.

“Asegúrate de que busquen y encuentren a Pedro Antúnez. Haz correr la voz entre los Hombres Buenos. Es un hombre fornido, moreno como tantos, pero tiene una característica que le distingue fácilmente”. Vicente estaba anotando mis palabras en su pequeño cuaderno negro.

“¿Sí? ¿Cuál?”.

“Está tuerto”. Eso lo podía asegurar.

“Piensas que él lo hizo”.

“Posiblemente. No estoy seguro, pero lo sabré en cuanto disponga de una hora a solas con él”.

Vicente me miró y agachó la cabeza: tenía algo más que decirme.

“Bolto... Rosario Verdes no ha sido la primera mujer asesinada en esas circunstancias”.