11.

Seguí el consejo de Vicente y me fui a la Casa de Baños Municipales donde, tuve la fortuna de que hubiese agua caliente en abundancia, y a continuación acepté la propuesta de un barbero francés para afeitarme y arreglarme el pelo. Tuve que aguantar su parloteo continuo sobre los beneficios que podía aportar una granja, donde se cebasen patos y ocas, para producir foie-gras, que no sería como el francés, desde luego pero... Por fin acabó su trabajo y le impedí que me echase una loción perfumada en la cara, por desconocer su origen y el olor que podía tener. Me sentía limpio y el aroma a jabón negro era más que agradable después de cinco días de viaje sin haberme bañado.

El Archivo Histórico había sido instalado en varios de los sótanos del Alcázar y allí me dirigí. En la entrada principal me informaron de que la entrada al archivo se encontraba en una de las puertas laterales y tuve que recorrer todo el perímetro de la fortaleza hasta dar con una puerta desproporcionadamente pequeña en la inmensa fachada donde se hallaba; estaba cerrada y tuve que golpear el aldabón varias veces antes de escuchar los pasos de alguien que se acercaba. Me abrió la puerta un hombre diminuto con una colilla apoyada en la comisura de sus labios, que me invitó a entrar en la penumbra fresca del interior donde le pregunté por el señor Benaquiel.

“¿Padre, hijo o nieto?”, me respondió con otra pregunta. Vicente no me había comentado nada acerca de una saga familiar y le contesté que no lo sabía.

“El abuelo es el sastre y el hijo es el historiador”.

Seguía sin saber a quién de los dos deseaba ver.

“¿Y el nieto?”.

“El nieto es aprendiz de sastre y aprendiz de historiador”.

Con esta respuesta podía descontar al nieto y como no sabía muy bien cuál era el cometido de un sastre en un Archivo Histórico, opté por decir que quería ver al señor Benaquiel historiador. Aquel pequeño individuo me guió por unos estrechos y laberínticos pasillos cuyas paredes, me percaté una vez que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, estaban formadas por cajas ordenadamente apiladas una encima de la otra, pregunté qué contenían.

“Sólo papeles”, fue la escueta respuesta de mi guía.

Desembocamos en una sala más amplia donde media docena de personas estaban sitiadas por documentos de todo tipo; folios, legajos, algunos libros, boletines oficiales y cuadernos. Estaban tan concentrados en su cometido que nadie advirtió nuestra entrada hasta que mi acompañante se situó detrás de uno de ellos y tosió para llamarle la atención. Al girarse, vi que se trataba de un hombre de mi edad, entrado en los cuarenta años, y todos los rastros faciales característicos del judío y, más concretamente del judío sefardí de origen español. De mediana estatura y tez oscura, tenía una grande y elegante nariz sobre la que se asentaban cómodamente unos anteojos que parecían formar parte de ella. Tenía el pelo rizado y corto, entrecanoso, cubierto en su coronilla por la obligad kippa de su religión. Al verme me sonrió amablemente, arqueando sus cejas para preguntarme quién era. Le dije que era Eneko Amboto y siguió mirándome con un aire de interrogación, sin reconocerme en absoluto.

“También me conocen como Bolto, y me envía Vicente del Ayuntamiento”.

La sonrisa del señor Benaquiel, historiador, se mantuvo dando muestras de educación y amabilidad, pero reflejando que desconocía quién era yo y para qué estaba allí.

“A Vicente le conozco. ¿Qué desea usted?”. Sus palabras dejaban notar un claro acento extranjero en la pronunciación, inglés tal vez, con la característica entonación del hebreo. Al ver que no le contestaba, porque yo no tenía ni idea del motivo de mi visita, Benaquiel insistió: “¿Busca algún documento? ¿Vicente le ha pedido algo en concreto?”.

“No”, dije tentativamente. “Vicente me indicó que estarías al tanto de todo”. Los dos nos dimos cuenta simultáneamente de que no era con él con quien tenía que hablar sino con su padre, el sastre.

“Acompáñame, por favor”, me invitó y le seguí entre aquellos recovecos. Una vez más pregunté qué había en las cajas y Benaquiel me contestó que documentos, por lo menos su contenido habían subido de categoría, pues para mi anfitrión anterior se trataban simplemente de papeles.

“Esto”, dijo intentando abarcar con su mano toda la extensión del sótano que estábamos recorriendo, pero limitado por la estrechez del pasillo, “es el mayor archivo documental de Al-Andalus”. Luego se rió de sí mismo para confesarme que lo de archivo era una exageración. “Realmente es un almacén. Hasta aquí han llegado poco a poco todos los documentos administrativos de la región desde el inicio de los tiempos. Hemos recibido cajas enteras de ayuntamientos, conventos, notarios y juzgados para su custodia. Hubo un momento en el cual el papel, cualquier papel, era la manera más fácil de encender un fuego y la gente no distinguía entre lo que podía ser valioso o no. Después del incendio de la biblioteca de Cuenca y del robo de los registros del Palacio Episcopal de Sigüenza, la Ciudad Estado de Toledo hizo esta oferta y nos han llegado muchos documentos de muchas partes y, a decir verdad, no sabemos qué hacer con ellos. Hay veces que encontramos autenticas joyas: manuscritos del siglo X sobre las propuestas para erigir el Monasterio de Guadalupe o la Carta Fundacional de la Villa de Ciudad Real por ejemplo, pero la mayoría de ellos solo son el reflejo de la excesiva burocracia del siglo pasado y, sinceramente, hubiesen tenido mejor uso encendiendo la lumbre de los hogares”.

Subimos por unas escaleras y Benaquiel abrió una puerta, sin llamar, para pasar a una estancia no muy grande pero donde la luz entraba a raudales por unos grandes ventanales. El contraste con la penumbra del sótano me hizo entrecerrar los ojos antes de poder apreciar la vista sobre el Tajo y la Hostería de la Cooperativa Agrícola, ubicada en los edificios de la antigua Academia Militar de Infantería. Encima de una mesa cuya tapa estaba forrada de terciopelo verde, como si se tratase de una pequeña mesa de billar, se alineaban los instrumentos de trabajo de un sastre; unas tijeras de tamaño desproporcionado, una cinta de medir, pequeñas tizas planas y una especie de pelota blanda ensartada con cientos de alfileres.

El personaje que se levantó a saludarme no podía ser otro que Benaquiel, abuelo y sastre, el utillaje de su profesión le delataba, así como su forma de acercarse hacia mí, con la deferencia que se tiene hacia un cliente pero con la seguridad, exenta de servilismo, de saberse un experto en su materia. Físicamente era un reflejo de su hijo, o al revés. Tenía sus mismos rasgos faciales, llevaba unos anteojos con una montura oscura, que enfatizaba el efecto de que nariz y gafas formaban parte de una misma pieza. Su pelo era más gris que negro y daba la apariencia de ser más bajo de estatura que su retoño, por la curvatura de su espalda, que reflejaba el paso de los años.

“Shalom, Bolto, shalom”, me saludó. Por fin había dado con el Benaquiel correcto. “Veo que estás con la oveja negra de la familia”, me dijo refiriéndose a mi acompañante, en un tono cariñoso. “Es el primer Benaquiel desde la invención del ojal y del botón, allá por el año 1065, que no se dedica al arte de la sastrería, y eso que talento no le faltaba. Menos mal que mi nieto ha vuelto al redil, aunque su padre insiste en llenarle la cabeza con el estudio y la erudición. ¡Como si eso sirviese para comer!”.

No dije nada a este reproche familiar, porque no tenía nada que decir. Formaba parte de una discusión tantas veces repetida entre un padre y su hijo que ya, por asumida, carecía de importancia. Lo que, me imagino, había comenzado como un conflicto en toda regla no era más que una manera de romper el hielo ante un extraño. Con un gesto de desesperación exagerado de tal forma que sólo se podía tomar con humor, Benaquiel hijo volvió a sus legajos. Benaquiel padre, por su parte, me sonrió como un tiburón listo para merendar. Me iba a tener a su disposición durante un largo rato, sin escapatoria, y aprovecharía para no dejar de hablar, me interesasen o no sus historias.

“Me dijo Vicente que éste será el traje más importante que iba a coser en mi vida. Que no escatimase en nada, y he aquí el mejor paño jamás fabricado”. El viejo Benaquiel sacó de un armario un paquete envuelto en papel de estraza con una cuerda, lo empezó a abrir con esmero y descubrió a continuación una segunda capa de tela fina, lino tal vez, que también deshizo. Debajo de ella aparecieron tres pequeños sobres del tamaño de una caja de cerillas del mismo material abombadas por su contenido”.

“Son cristales anhídridos“, me explicó al retirarlos. “Absorben la humedad”.

Finalmente, como si de las capas de una cebolla se tratara, quitó un último envoltorio de papel de seda, para mostrarme un corte de paño gris con unos sutiles cuadros de Príncipe de Gales y una finísima veta azul entre ellos.

“La tela de entretiempo más elegante, sin duda; clásica con un toque de individualidad, lo suficientemente clara para no parecer un empleado de funeraria si sale el sol y lo suficientemente oscura para no destacar si caen algunas gotas. Y toca, toca... “, me obligó a pasar mis dedos por la tela, algo que hice y le sonreí mostrando mi aprobación, a pesar de no saber exactamente qué debía discernir.

“Me lo llevé cuando salí de Londres”, dijo refiriéndose al paquete que acababa de abrir. “Lo reservaba para hacerle un traje a mi hijo para el Bar-Mitzvah de mi nieto, pero el deber manda”.

Me gustaría haber sabido en aquel momento porqué Vicente pensaba que yo necesitaba un traje, supuestamente de una calidad más que superior, y lo que le había contado a Benaquiel para que se desprendiese de algo que él consideraba un tesoro.

“Pero el paño no hace al traje. La perfección del traje está precisamente en que no se note su perfección y ahí está la maestría del sastre. Para eso estoy yo, que fui la referencia de Saville Row, en Londres, antes de su absorción, dentro de la gama alta de prendas para hombres, para la marca Armani. Ya nadie puede hacer un traje a medida partiendo de cero, no saben; se han perdido los conocimientos y nadie tiene los años de aprendizaje imprescindibles para alcanzar el grado de maestría necesario. Las Grandes Marcas, para producir de una forma más efectiva, parten de un traje ya cortado y semi-cosido, y se limitan a hacer arreglos para que, más o menos, le encaje a su cliente”.

Me sentía halagado por el regalo de Vicente, pero poco más. Según me tomaba medidas, Benaquiel me contó su historia y la de toda su familia. Se quejaba de su hijo por no haber seguido la tradición artesanal de sus antepasados, pero le costaba mucho disimular el orgullo que sentía por él.

“Mi hijo quería tener más conocimientos, quería ser un gran sabio y quizá algún día lo sea”, me dijo mientras levantaba la mirada al medirme la entrepierna. “¿De qué lado cargas?”.

Cargar una pistola era para mí un acto reflejo, sobre todo si se trataba de una automática. Con el pulgar de la mano derecha apretaba el botón que liberaba el cargador usado, dejando que éste cayese al suelo; en la izquierda ya tenía el lleno que introducía en la culata del arma mientras que echaba el cerrojo hacia atrás, de tal manera que la primera bala del cargador se alojase directamente en la recámara y estuviese listo para disparar. Aún así no entendía el motivo de aquella pregunta, hasta que me di cuenta, por la postura de Benaquiel, en cuclillas delante de mí y con la cinta de medir en la mano, que se refería a la posición en la cual mis genitales se encontrarían más cómodos. Le dije que a la izquierda, y tenía plena confianza en que él actuaría en consecuencia para que mis pantalones fuesen lo más cómodos posible en esa zona.

“Mi hijo estudió Historia las universidades Cambridge y Tel Aviv, y se especializó en las distintas diásporas judías. No tenía que haberse ido muy lejos, con seguir los viajes de nuestra familia hubiese tenido suficiente. En el siglo XXII, nuestra familia vivía aquí mismo, en Toledo; con la expulsión promovida por los Reyes Católicos tuvimos que huir e instalarnos en Milán, donde vivimos durante tres o cuatro generaciones enseñando a los italianos a tejer y coser como Dios manda. Después de unos años de persecución y a causa de los continuos brotes de anti-semitismo, nos trasladamos a Amsterdam, ciudad que tuvimos que abandonar el siglo pasado antes de la llegada de los nazis. Nos instalamos en Londres, de donde partimos al ser imposible trabajar, en mi caso, sin pertenecer al entramado de las Marcas Globales. Mi hijo quizá hubiese podido seguir allí, o en otra Universidad, pero la privatización de todas éstas bajo el control de Harvard-Yale World Colleges, que como bien sabes es la Marca Global de la Educación, lo hacían imposible. Sus objetivos económicos no eran compatibles con el estudio de algo tan financieramente poco atractivo como la Historia. Nos vinimos a Toledo, de alguna forma sentimos que regresábamos a casa”.

Me pareció curioso cómo Benaquiel hablaba de las vicisitudes de sus antepasados como si le hubiesen ocurrido a él.

También me explicó que el trabajo de su hijo consistía en poner en orden todos los documentos del sótano, tarea imposible a toda vista, pero que veía en él una gran ilusión por descubrir algún secreto todavía desconocido de la Historia.

“Si existe algo ahí abajo de interés, mi hijo lo encontrará”, concluyó.

De interés para quién, estuve a punto de preguntarle. Creía que todos teníamos demasiados problemas más urgentes como para que nos interesase algo ocurrido hacía siglos. En aquel momento, no podía tener ni la más remota sospecha de lo mucho que me equivocaba al pensar de esa manera.

Me reveló con todo lujo de detalles el complejo proceso de la confección de un traje a medida según sus perfeccionistas y centenarios criterios pasados de generación en generación. Las capas y pequeños refuerzos que eran necesario poner en los hombros y pechera y así conseguir un toque de rigidez en la chaqueta, las pequeñas correcciones que se debían hacer para tener en cuenta las asimetrías y defectos del cuerpo humano, y hasta su preferencia por los botones en la bragueta en vez de una cremallera que permitían al pantalón caer de forma más natural, confiándome que era una preferencia obligada puesto que no había ningún suministro de cremalleras en Al-Andalus.

Cambiando de tema me preguntó por mi chaleco anti-balas; le dije que lo había conseguido de un soldado de las Marcas Globales y que era muy efectivo. Benaquiel mostró un interés profesional por la composición de sus tejidos que yo no supe satisfacer y acordé prestárselo para que lo pudiese analizar personalmente, también me preguntó si prefería llevar mocasines o zapatos con cordones.

“Con cordones”, no tuve ni que pensar mi respuesta. Los mocasines tienen una tendencia peligrosa a escaparse del pie cuando empiezas a correr, y son muy poco sólidos cuando llega la necesidad de pegar una patada a alguien con la intención de hacerle daño.

“Hablaré con el señor Zapatero”, me dijo, “nunca más apropiadamente llamado. Creo que tiene un excelente par de robustos wing-tips casi nuevos. ¿Qué número calzas?”.

Se lo dije y como de momento parecía que ya había terminado, intenté despedirme.

“Tendré que trabajar toda la noche y me harán falta dos pruebas más. Vuelve mañana al amanecer para la primera y al mediodía para la segunda. Todo estará listo para tu partida, me han dicho que sales mañana por la tarde”.

Me inquietaba saber que un anciano sastre judío sabía más sobre mi futuro inmediato que yo mismo. Nadie me había dicho que mi salida hacia Marbella iba a ser tan inmediata.