60.
La reconstrucción de unos hechos ocurridos hacía tanto tiempo era interesante pero no dejaba de ser un divertimento intelectual ocioso. Sería interesante conocer cómo un historiador en el futuro reconstruiría el enfrentamiento de Al-Andalus con las Marcas Globales por el agua de Marbella, o si los crímenes de un psicópata merecerían un diminuto pie de página. Me gustaba ver el entusiasmo profesional que Benaquiel hijo mostraba, pero aún más el desconcierto que mis preguntas le habían causado. No creía que los conocimientos históricos que acababa de adquirir me sirviesen de mucho pero tenía que reconocer que me habían servido para alejarme mentalmente de la presión que empezaba a sentir dando vueltas y más vueltas a los asesinatos que se seguían cometiendo.
“Me había equivocado en el enfoque de la investigación”, me dijo Benaquiel compungido apenas unas horas más tarde.
Yo estaba tumbado en el sillón de la sastrería y, con los últimos rayos de sol de la tarde, dormitaba. Mientras su padre cortaba paños en silencio, me había quedado medio dormido. Me molestó aquella interrupción en uno de los pocos momentos de tranquilidad que había conseguido en los últimos días.
“Fue precisamente uno de tus comentarios que me hizo cambiar el rumbo de mis estudios”, explicó.
“¿Has encontrado el tesoro?”, ironicé, sin más intención que la de tocarle las narices. La pregunta le cogió por sorpresa.
“Todo a su debido tiempo”, respondió, lo que me hizo pensar que la existencia de un tesoro fuese una posibilidad real. Esta vez fui yo quien tuvo que esconder mi perplejidad. A Benaquiel padre le interesaron las palabras de su hijo y, sin ningún tipo de rubor, se incorporó a nuestra conversación, abandonando sus tareas.
“Cuando mencionaste las cuentas del Gran Capitán no te hice demasiado caso, pero luego, meditando sobre ello, me di cuenta del error que había cometido en mi análisis. Como judío era normal que demonizase a Isabel la Católica y que centrase sobre ella el protagonismo de la pérdida de independencia de la Orden de Calatrava, así como las acusaciones a Argensola. Como historiador no debía haberme dejado llevar por mis prejuicios personales.
Todo el mundo sabe que el Gran Capitán, Fernando González de Córdoba, fue el general que cambió la forma de desplazar tropas en el campo de batalla. Sus tácticas militares representan el fin de la Edad Media en lo que al arte de la guerra se refiere. Fue el primero en utilizar a la infantería como columna vertebral del ejército, creando lo que se convertiría en los temibles tercios españoles, e incorporó a la artillería como una unidad integral de sus tropas. Sus victorias en Garellano, o Garigliano como lo llaman los italianos, y Cerignola contra los franceses, hicieron que el reino de Nápoles pasase a la corona española y que él entrase en la leyenda. En lo que nos concierne a nosotros, es importante saber que era uno de los favoritos de la reina Isabel, que le apoyó en todo momento. Tras la muerte de ésta, Fernando el Católico dejó lo de “tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando” para convertirse en el monarca absolutista típico del Renacimiento y como tal movido por la paranoia, los celos y la avaricia. El Gran Capitán con sus victorias, popularidad entre sus tropas y la riqueza que amasaba en sus campañas pronto se convirtió en el blanco de los sentimientos más bajos de su monarca, y sin el paraguas protector de la reina, empezó a sufrirlos.
Gonzalo Fernández de Córdoba se defendió como pudo y la leyenda de las Cuentas del Gran Capitán son una buena muestra de ello.
Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados... por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles... ciento cincuenta mil ducados... por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados... por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados... y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados...
Aunque con un sentido del humor encomiable, este comentario forma parte de una campaña de propaganda cuyo objetivo era engrandecer la figura del general ante sus tropas, con la crítica al monarca que conlleva. Pero esta leyenda, como todas, tiene su punto de partida en un hecho real. Fernando el Católico pidió a su general no sólo que le rindiese cuentas sino que envió a un emisario para que las comprobase y verificase su fiabilidad. Tardé en comprobarlo pero aquí tengo la prueba: Non est possibile entregare a D. Felipe Argensola los detalles de gastos que nos requiere y más adelante las soldadas pagados y el fundimiento para obuses son justificados, no así los forrajes de los caballos y los toneles de vino, a la satisfacción de D. Felipe Argensola. Te puedo dar más ejemplos. Estas referencias las he encontrado en diario del Jefe Intendente de Gonzalo Fernández de Córdoba en fechas coincidentes con la guerra de Nápoles. No tengo la más mínima duda de que Argensola, y sus investigaciones contables, fueron la causa directa de las Cuentas del Gran Capitán. Ante la imposibilidad de justificar sus gastos de campaña con el detalle exigido por Argensola, González de Córdoba hizo de la necesidad virtud, y para no tener que responder con la minuciosidad requerida, se inventó lo de las famosas cuentas.
Seguramente se arrepentiría de esa ocurrencia, porque no deja de ser triste que un gran soldado sea principalmente recordado por este episodio y no por sus éxitos militares. Además de poco le sirvió porque Fernando se encargó de que volviese a España para acabar sus días en el olvido en un pequeño pueblo andaluz. Ya se sabe que donde manda capitán no manda marinero, pero donde manda el rey no manda capitán, por muy grande que sea”.
El intento de Benaquiel por ser gracioso fue fallido, y yo me reí educadamente, su padre, sin embargo, soltó una carcajada de apreciación. Debía formar parte del sentido del humor judío.
“A la conclusión a la que he llegado finalmente es que Argensola no trabajaba para Isabel la Católica, sino que, desde el principio, era un hombre de confianza de su esposo, Fernando”, por el tono de sus palabras intuí que esta conclusión debía de dejarme boquiabierto, y, por lo tanto, abrí la boca.
“Esto cambia mucho las cosas”, puntualizó Benaquiel.
“Fernando de Aragón no era Isabel en muchos sentidos. Mientras que ella era políticamente pragmática con una serie de principios enraizados en sus creencias religiosas, él no estaba lastrado por estos últimos. Muchos historiadores han identificado a Fernando con “El Príncipe” de Maquiavelo y yo soy de su opinión. No creo que fuese Fernando quien leyese el libro del escritor florentino y actuase según sus pautas sino, más bien, que Maquiavelo estudiase la forma de actuar del monarca y la plasmase en sus escritos.
Maquiavelo nos dice cuando habla de los Consejeros del Príncipe que Hay tres clases de cerebro: el primero discierne por sí; el segundo entiende lo que otros disciernen y el tercero no discierne ni entiende lo que otros disciernen. El primero es excelente, el segundo bueno y el tercero inútil. No podemos esperar que Fernando el Católico tuviese conocimientos detallados de contabilidad, pero sí que fuera muy capaz de discernir los conocimientos de Argensola en la materia y pasarle a su servicio personal. De la misma manera que reconoció las habilidades del hasta ahora misterioso archero sindedos y las utilizó tanto como pudo, y a lo largo de toda su vida.
Antes de la unión de Castilla y Aragón por el matrimonio de Isabel y Fernando, éste último era el heredero de un reino que, a lo largo de su historia, había mantenido una vecindad, digamos que difícil, con los franceses. Estas relaciones variaban del conflicto abierto a las alianzas temporales, y su situación habitual podría describirse de guerra fría permanente. No era de extrañar que a la corte del príncipe Fernando llegase un arquero inglés lisiado en busca de empleo y eso fue lo que investigué en los archivos hasta dar con su nombre: Güilliam de Canford, quien según las soldadas pagadas directamente por Fernando en la Lista Bellorum de 1471, figura como teniente infante. Con un nombre se puede llegar lejos, y, tirando del hilo descubrí que nuestro inglés murió a la edad de sesenta y dos años, y que fue enterrado en el camposanto de Trujillo según los ritos religiosos de la época, no antes de haberse confesado y de haber recibido la extrema unción por parte del arcipreste de la región. Entre los documentos rescatados de la iglesia de Santa Marta de Trujillo, figuran los detalles de la misa funeraria por su alma y los nombres de los asistentes a este último adiós. Entre ellos están los de Fernando el Católico y la de Felipe Argensola. Güilliam de Canford no era un soldado común. Como tampoco lo fue su vida.
Sus conversaciones con el arcipreste, o quizá sus confesiones, llamaron tanto la atención al religioso que no dudó en hacer unas breves anotaciones al respecto. Estas me han sido más que útiles para recomponer lo ocurrido y encajarlo con los datos que ya conocemos. Nacido en el condado de Dorsetshire, cerca del lugar del burgo de Wimborne Minster, fue bautizado en la parroquia de Canford Magna, de ahí su nombre. Como tantos otros, desarrolló su fortaleza y habilidad en el manejo del arco largo para incorporarse a las huestes de los soldados ingleses en la Guerra de los Cien Años contra los franceses. Era eso o trabajar en el campo.
Todavía tenía todas sus dedos. En una de las múltiples escaramuzas que sin duda sobrevivió, fue capturado y sufrió el castigo que le correspondía como archero del diavolo. El odio que los nobles franceses tenían a los arqueros ingleses estaba fundado, tanto en su efectividad en el campo de batalla como en el hecho de que unos campesinos pudiesen enfrentarse a ellos haciendo inútiles sus armaduras. Si era capturado, todo los arquero sabía a qué atenerse, la amputatio digitalis, los dedos índice y corazón de su mano derecha serían cortados por un hacha, imposibilitando el desempeño de su profesión en el futuro. Güilliam no escapó a esta condena.
Sin embargo, y como bien me has indicado, Güilliam sí pudo seguir utilizando su arco. La explicación es bien sencilla y la podríamos haber descubierto desde el principio; siempre hemos pensado que las referencias a un archero sinistro indicaban que era un personaje siniestro, en el sentido de malvado o peligroso, cuando en realidad únicamente describían que era zurdo, del latín “sinister”. La derivación de sinister, izquierdo, a su significado actual proviene de la identificación de los zurdos como seres anómalos y proclives a influencias demoníacas, según los criterios medievales. A Güilliam le cortaron los dedos de su mano derecha, sin darse cuenta los franceses de que utilizaba la otra mano para tensar la cuerda del arco, cuya madera bien podía sujetar a pesar de estar lisiado.
Como siempre hay necesidad para soldados con experiencia en cualquier ejército, Güilliam no tuvo problemas en encontrar su lugar entre las huestes del joven Fernando, quien, enseguida identificó en él algo más que un mero guerrero. No sabemos ni cómo ni cuándo pero Güilliam se convirtió en el sicario de confianza de su nuevo señor, en otras palabras, en su asesino a sueldo.
Con esta idea como partida nos empiezan a encajar muchos de los eventos posteriores. No tenemos constancia de que, ya en el año 1466, Fernando estuviese considerando sus nupcias con la princesa Isabel, con quien se casó tres años más tarde, como una de sus prioridades políticas. Pero sí debió pensar que la unión de ésta con la Orden de Calatrava a través de su boda con Pedro Girón, el Maestre de la Orden en ese momento, le perjudicaría tanto en cuanto habría una concentración de poder que podía volverse contra el reino de Aragón. La manera más expeditiva de acabar con esa alianza era con la muerte del novio, y Fernando no dudó en utilizar los servicios de Güilliam.
No me queda la menor duda de que Pedro Girón murió con dos largas flexas atravesándole el pecho, tal como decía Zúñiga el caballero calatravo en el informe a su orden, y no del colicum miserere que el cura hizo figurar en el Libro de Muertos, seguramente sobornado por el propio Güilliam.
En cuanto a la revuelta en Fuenteovejuna, que acabó con el linchamiento de su Comendador, todo lo ocurrido tiene una explicación más sensata si tenemos en consideración no sólo la presencia de Güilliam, de la cual ya teníamos noticias por las referencias al anglo sin linaje agitator e provocator, sino también su relación con el rey Fernando el Católico. La experiencia militar del inglés habría servido para organizar a los habitantes del pueblo en algo más que una chusma, permitiéndoles hacer frente a unos pocos caballeros armados. Incluso pudiera haber ayudado a los amotinados de una forma más activa, disparando sus flechas desde la distancia para herir o descabalgar a la guardia del Comendador.
Por otro lado, si Güilliam fue una pieza clave en la ejecución del motín, sólo podía estar allí cumpliendo las órdenes del rey Fernando, en cuyo caso los orígenes de la revuelta no sólo se encontrarían en la ira justificada de los oprimidos habitantes de Fuenteovejuna, sino también en la agenda política del monarca. Desconocemos los motivos específicos del monarca para encomendar a Güilliam esta misión, pero es fácil intuir que deseaba debilitar la influencia de la Orden de Calatrava, sin llegar a un enfrentamiento abierto con ésta y sin levantar sospechas acerca de su actuación. Sus deseos de mantenerse en la sombra son comprensibles si tenemos en cuenta que en aquellos años le estaba asediando Granada y que las tropas de la Orden de Calatrava formaban parte fundamental del ejército de los Reyes Católicos y que eran necesarios para conseguir derrotar a Boabdil. Más a más, sólo con la connivencia real desde el principio se puede explicar el perdón general a la población de Fuenteovejuna. Un pueblo o aldea que se sublevase contra el poder establecido era castigado, ahorcando a varios de sus habitantes públicamente como ejemplo para los supervivientes. Era una forma de actuar automática. El hecho de que esto no ocurriese en Fuenteovejuna, independientemente de lo que nos cuenta Lope de Vega, sólo es atribuible a que los lugareños estaban siguiendo los designios del rey, si bien indirectamente y de forma inconsciente.
Al parecer Fernando el Católico había encontrado en Güilliam de Canford el perfecto ejecutor de sus políticas más inconfesables y Güilliam en él un digno señor. Pero para el monarca no siempre era cuestión de utilizar la violencia para conseguir sus propósitos, la conspiración, la sutileza y el conocimiento eran, en muchas ocasiones, armas más poderosas. Para estos menesteres le era más útil la experiencia del Bachiller Argensola y, más aún, la unión de las habilidades de nuestros dos protagonistas. La combinación de un guerrero fuerte, con pocos escrúpulos, y un contable tullido, con una mente privilegiada, fue más valiosa para Fernando que toda una tropa de caballeros. A fin de cuentas, gracias a ellos dos consiguió convertirse en Maestre de la Orden de Calatrava”.
La sala del sastre se había quedado a oscuras por la caída de la noche. Benaquiel, padre, se levantó para correr las cortinas y encender la única bombilla que nos iluminaría. El suministro eléctrico en la Ciudad Estado estaba sujeto a restricciones y no se permitía más potencia que la estrictamente necesaria para poder ver, aún así se apagaría el generador principal a medianoche, dejando en funcionamiento una pequeña cobertura de servicios imprescindibles. Unos educados golpes en la puerta precedieron la entrada del celador y su perenne colilla en los labios. Nos informó que estaba a punto de cerrar y preguntó si deseábamos algo. El viejo sastre se acercó a él y le dio una serie de instrucciones que no alcancé a oír.
“He pedido comida”, nos dijo. “Un viejo aguanta mal el ayuno”.
Yo también tenía hambre pero no la suficiente como para molestarme en ir a buscar algo de comer. Sin darme cuenta la habitación del Alcázar se había convertido en un refugio que no quería abandonar. Más allá de su puerta se encontraba un asesino en serie a quien éramos incapaces de parar, una delegación de las Marcas Globales que negociando la redistribución del agua, un ejército listo para marchar sobre Al-Andalus y, todavía mas lejos, una conspiración para desbancar al presidente de PeaceKeepers y las conjuras políticas requeridas para elegir al nuevo lehendakari de la República de Euskadi. La luz amarillenta de la bombilla acentuaba la sensación de estar en un mundo aparte, desligado y protegido de la realidad, donde nuestra preocupación inmediata era conocer el desenlace de unos hechos ocurridos hacía más de cuatro siglos y cuya relevancia no parecía ser especialmente directa.
“En cuanto a Felipe Argensola”, Benaquiel hijo retomó la palabra. “Empezamos a saber bastante sobre su vida y podemos ubicarle, con toda seguridad, como una especie de experto financiero al servicio del rey Fernando el Católico que estaba acompañado por Güilliam de Canford, tanto para protegerle como para ayudarle en sus pesquisas. El espacio de tiempo que más nos interesa conocer transcurre desde 1489, cuando sabemos que Felipe Argensola llega por primera vez al Castillo de Calatrava, hasta 1492 cuando Fernando el Católico es nombrado Maestre de la Orden. En ese periodo, Argensola descubrió un fraude a la corona que se mantuvo en secreto durante tres años. No sabemos, de momento, los motivos para ese retraso. También fue detenido por la Santa Inquisición, acusado por los tres poderes fácticos: la iglesia, la corona y la Orden de Calatrava. Conocemos la base formal de la acusación pero no las causas reales que la originaron. Igualmente sabemos que nunca llegó a confesar sus supuestos crímenes, pero que se salvó de la hoguera. Una vez más no hemos encontrado ninguna justificación para estos acontecimientos”.
Pensé que el relato de Benaquiel estaba tomando unas tintes en exceso barrocos.
“Con estas incógnitas abiertas nos ha sido posible seguir las pertinentes líneas de investigación en distintas áreas y hemos tenido la suerte, o el buen hacer, de encontrar más datos relevantes. Por ejemplo en los archivos de la Orden de Calatrava consta que Garci López de Padilla, el último Maestre, había dado instrucciones por carta sobre una serie de asuntos menores, a sus oficiales. Por sí sólo esto no es reseñable, lo curioso es que las misivas habían sido enviadas desde Le Marais en París, con fecha de mayo de 1483, desde Il Ghetto Ibraico di Venezia, el 21 de julio de 1483 y desde Jodenbeerstrat en Amstelledamme, sin fecha. El Maestre se había convertido en un gran viajero que, además, recorría grandes distancias con relativa rapidez. No parece que viajase en el confort que su rango le hubiese proporcionado, sino a caballo y cubriendo largas y duras etapas. El destino de estos viajes debía ser de gran importancia, sin duda.
Como no puede ser de otra manera las referencias al Maestre que hemos encontrado son innumerables. Sobresale su firma y sello en la cesión de la Orden de Calatrava al rey Fernando, donde, además de los propios monarcas, asistieron como testigos Don Bernardo de Balea, Duque de Masquesada y Don Diego de Orellana,Conde de Trujillo, entre otros.
Unos meses más tarde el 31 de marzo, Garci López de Padilla firmaba una orden de pago a favor de D. Rui Bornoz, tabernero de la calle Santo Tomé de Toledo por panes, viandas y brebajes, por una suma de cuarenta ducados, especificando que cinco de ellos fuesen para las mulieres e sirvientas que acompañáronnos en aquesta noche. Mis colegas me confirman que se trataba de una importante cantidad para gastarse en una fonda y que la fiesta que se organizó debió ser memorable.
Ésta es la última referencia que hemos encontrado de Garci López de Padilla en los archivos. A partir de ese momento desaparece por completo de la historia.
Por lo general yo no creo en las coincidencias y, menos aún, en este caso. El día 21 de marzo de 1492 era la fecha final para la ejecución del Edicto de Expulsión promulgado por los Reyes Católicos. Los judíos debían abandonar los territorios de la corona. Nuestra diáspora había comenzado”.
El viejo sastre se estaba conmoviendo con el relato de su hijo y se quitó disimuladamente lo que podía ser una lágrima de sus ojos. Esta reacción me parecía exagerada pero nunca había conseguido entender el sentimiento colectivo de los judíos como raza ni sus reacciones ante el recuerdo del sufrimiento de sus antepasados.
“Puesto que no encontrábamos más información sobre Felipe Argensola ni Güilliam de Canford, decidimos remover los archivos en busca de más datos sobre los testigos de la acusación que delataron a Argensola a la Inquisición. Si algo podemos decir a favor de vuestra Iglesia es la minuciosidad y diligencia con la que ha mantenido su documentación, sobre todo en sus estamentos más elevados. Rui de Tobalina, como escriba de Torquemada, formaba parte de esta maquinaria registral y, obviamente, no podía eludir su presencia en ella. Pronto vimos que su destino no se encontraba en las influyentes esferas del clero, sino en el de salvar almas. Antes, incluso de que Argensola fuese puesto en libertad, el clérigo formaba parte de la tripulación de la nave “La Sagrada”, viajaba para maior gloria Deus et Regina Catolica et Sacra Inquisitione. Era la segunda expedición que se hacía al Nuevo Mundo.
El fin de Hernán Noceda, el hidalgo perteneciente a los ayudas de cámara de la Reina Isabel, fue tan trágico como glorioso. En una cacería a caballo se separó de su grupo de compañeros, penetrando en un bosque en la persecución de un jabalí. Su cadáver fue encontrado tendido en el musgo, con lança ensangrentada en su diestra e xabalí morto a su vera. La conclusión de los alguaciles fue que se cayó de su caballo y que fue atacado por un jabalí a quien consiguió matar antes de morir”.
“Por lo menos parecía un accidente”, comenté.
“En cuanto al ecónomo de la Orden de Calatrava, fra Oñaterra, poco podemos añadir a la descripción recogida en el registro de la Santa Inquisición que se ocupó de investigar su muerte: degollado cual animal, con corte de oreja a oreja y abandonado en el campo del vertedero más allá de la Iglesia de San Juan Bautista. No hace falta que os diga que no fueron capaces de encontrar al asesino.
“Ser delator de Argensola era un oficio peligroso”, le dije.
“Eso parece. En poco tiempo todos los testigos en su contra estaban muertos o no disponibles”, me corroboró Benaquiel.
“La mano de Güilliam parece que fuese larga”.
“Tanto como la sombra del rey Fernando”, finalizó Benaquiel.
“Me imagino que, por falta de testigos y de pruebas en su contra, Argensola sería puesto en libertad”, concluí.
“¿No es un tanto excesivo?”, pregunté. “Dos asesinatos para salvar a alguien de la hoguera, cuando, seguramente, una orden de Fernando hubiese tenido el mismo efecto”.
“Seguramente. Pero creo que Fernando no quería que se le asociase con ese asunto bajo ningún concepto. No quería que Argensola confesase bajo tortura, ni quería su muerte porque, aparte de todo, le era un colaborador muy útil. Pero tampoco quería que se le vinculase a él”.
“¿Algún motivo en especial para que pienses así?”.
“Sólo sospechas y el hecho de que Fernando, después de la muerte de Isabel, pudo disponer del suficiente dinero como para sobornar al Bei de Melilla y enfrentar a sus piratas contra el rey Manuel de Portugal. Aparentemente su tesorería estaba vacía y esos ingresos salieron de la nada. Y esto es todo”.
“¿Cómo que esto es todo?”, le pregunté, intentando no gritar. No me podía creer que Benaquiel me había obligado a escucharle durante tanto tiempo sólo para demostrarme su capacidad como historiador.
“Esto es todo en cuanto a los datos que hemos encontrado, lo que pensamos que son hechos ciertos. Son los mimbres que tenemos a nuestra disposición, y ahora se trata de hacer un cesto. Debemos entrelazarlos para dar la versión, sino real, al menos la más verosímil de los hechos”.
“No me interesa”, le dije, harto de tanto diletantismo intelectual.
“Claro que te interesa”, me contestó. “A fin de cuentas todo ha sido idea tuya”.
“No lo creo”.
“Desde luego. No te quites ese mérito”.
No tenía ni idea de mi mérito y, por lo tanto, era difícil que me lo quitase.
“Tú dijiste que había un tesoro escondido. ¿Recuerdas?”.
“El de chorizo es para ti”, me dijo Vicente sacando un bocadillo del petate. Con un poco de suerte la procedencia original del embutido sería un cerdo, por lo tanto no hubiese sido correcto ofrecérselo a nuestros dos colaboradores judíos. El viejo bedel acababa de llegar, vestido con su uniforme desgastado, con la comida que había pedido Benaquiel y que en esos momentos repartía entre nosotros. Los bocadillos de queso tenían mejor aspecto que el mío, pero no era cuestión de quejarse. Comíamos los cuatro como si estuviésemos en el recreo antes de volver a retomar la clase de historia.
“De vez en cuando preguntan por ti”, me informaba Vicente, “pero sin demasiado entusiasmo. Nadie echa en falta tu presencia en las negociaciones. Además, con la desaparición de Luis Pizarro, nuestra postura de fuera ha retrocedido bastante. La doctora Conde intenta hacer ver que la contaminación de los pantanos sigue siendo una opción posible, pero nadie le cree porque, en el fondo, ella tampoco piensa que se pueda ejecutar”.
Soraya había cambiado de actitud resolviendo la postura del difunto Pizarro. Sabiendo, como yo sabía, que nuestras conversaciones al respecto habían sido monitorizadas en Marbella y cuál había sido su forma de pensar entonces, no me extrañaba que sus amenazas no fuesen tomadas demasiado en serio por Klein y Belair.
“¿Y Kenyon?”, pregunté. No es que me preocupe el devenir del burócrata, pero tampoco le deseaba ningún mal.
“No fue recibido con los brazos abiertos por sus jefes”, explicó Vicente. “Él está convencido de que albergan dudas sobre su comportamiento y que su lealtad a la empresa está en tela de juicio. Esto le ha puesto nervioso y pide consejos sobre su futuro a Gonzalerría, que se ha convertido en su confidente”.
“Que Dios le pille confesado”.
“Confidente no es exactamente la palabra correcta. Beben juntos y de ahí que Kenyon decida contarle sus penas. Su relación es una especie de síndrome de Estocolmo con efectos retardados incrementado por los excesos etílicos”.
“¿Alguna novedad?”, había dejado esta pregunta en último lugar, no hacía falta decir a qué me refería. Vicente bajó la mirada y se dio un momento para pensar.
“No se han encontrado más cadáveres”, fue su lacónica respuesta.
Echaba un trago de la botella de vino para bajar el último bocado cuando Benaquiel hijo dió muestras de impaciencia en su deseo de explayar sus conocimientos: el recreo se había terminado.
“Eneko tenía razón al decir que los pocos supervivientes de la Orden de Calatrava en el siglo XIX buscaban un tesoro. Únicamente se equivocaban en el tipo de riquezas que pertenecían a su Orden”, empezó Benaquiel su relato.
“Con los datos en la mano hemos podido reconstruir una cronología de lo ocurrido que se debe parecer bastante a la realidad. El Bachiller Felipe Argensola fue nombrado por la corona para inspeccionar las cuentas de la Orden de Calatrava. En un sentido estricto, la corona se refiere a Isabel y Fernando, pero en el caso del contable su primera lealtad se debía al segundo. En otras palabras, Argensola actuaba en nombre de los dos pero únicamente pasaba sus informes a Fernando, dejando a Isabel en la ignorancia.
Felipe Argensola descubre el desfalco y se lo cuenta a su protector. Éste, con la frialdad y capacidad para la intriga que le caracterizan, estudia la manera más provechosa de sacar partido a ese descubrimiento para su propio beneficio, y no incluye, necesariamente, a su esposa Isabel en sus cavilaciones. Como todo buen gobernante, lo primero que quiere saber Fernando es el importe que ha estado desapareciendo de las arcas de la orden y para ello vuelve a contar con la ayuda de su contable. En vista de que Argensola revisó los libros de cuentas correspondientes a los quince años previos, intuimos que el desfalco había sido perpetrado durante un largo período de tiempo y que las sumas de dinero que habían desaparecido eran incalculables. El Maestre de la Orden de Calatrava había estado redistribuyendo el patrimonio de ésta de una manera continuada durante una larga temporada, acumulando así lo que quizá fuese una de las fortunas más grandes de la época”.
“¿Para qué?”, pregunté. “El Maestre ya controlaba esas riquezas. Se estaría robando a sí mismo, que incluso en la Baja Edad Media es un sin sentido”.
“Por los mismos motivos que han guiado al capitalismo desde el principio de los tiempos y que han llegado a su apogeo con las Marcas Globales: la evasión de impuestos y la diversificación de riesgo. Todas las órdenes, todos los señores feudales y todos los burgueses debían pagar impuestos a la corona basados, generalmente, en el valor de sus propiedades y los ingresos que éstas les generaban. Al infravalorarlos, los calatravos pagarían menos impuestos”.
La idea de reducir los importes de las declaraciones de hacienda era algo corriente antes de la caída de los estados democráticos y seguramente fuese una de las constantes de la historia universal, era curioso saber de su aplicación en el siglo XV. No interrumpí a Benaquiel.
“La diversificación de riesgo bien se puede identificar como la definición financiera de no poner todos los huevos en la misma cesta. Garci, el Maestre de la Orden, conocía los deseos unificadores de la reina Isabel y su animadversión hacia ellos, también era consciente de que gran parte de su influencia venía del poder financiero que ostentaban.
Por lo tanto tomó la decisión de alejar las riquezas de la Orden lo más posible de Isabel la Católica, reduciendo de esa forma el riesgo de que pudiesen ser confiscados, como estaba ocurriendo con las posesiones de muchos nobles de dudosa lealtad a la corona. La forma en que lo hizo se adelantó a los tiempos.
En la Edad Media existían dos tipos de patrimonio: las tierras, por los ingresos en impuestos y arrendamientos que generaban, y el tesoro propiamente dicho, compuesto de oro, plata, en cualquier variante, y demás objetos de valor. En una expropiación Garci difícilmente podía llevarse sus tierras y el traslado de un tesoro en carretas, de un lado a otro, era peligroso tanto por los potenciales asaltos de bandoleros como por los ataques que podían sufrir de las huestes de los propios nobles al cruzar sus tierras.
Los viajes que efectúa por toda Europa y de los que tenemos constancia eran la clave de su operación.
En todos los casos se había dirigido a las juderías más importantes del continente donde se había puesto en contacto con una red bancaria incipiente organizada por las distintas familias hebreas. Garci mostró más confianza en los judíos que en su propia soberana aceptando sus letras de cambio y documentos de depósito, que no dejaban de ser documentos de papel, como contrapartida al oro físico que él les entregaría en Castilla y que se difuminaría a través de la red familiar y comercial de éstos.
En otras palabras, había montado una operación de blanqueo de dinero en toda regla, donde la gran parte de los tesoros de la Orden de Calatrava se habían esfumado, y donde él era el poseedor de unos derechos de cobro, en cualquier ciudad europea donde se encontrase una importante comunidad judía. Ni que decir tiene que la titularidad de estos documentos no constaría en ningún lado, haciendo del patrimonio de la Orden de Calatrava, posiblemente, la primera gran fortuna en cuentas secretas de la historia”.
Intenté hacerle la pregunta obvia pero Benaquiel no me dejó que le interrumpiese.
“Por desgracia para el Maestre de la Orden de Calatrava, no había contado con la pericia financiera de Argensola ni con la avidez política de Fernando el Católico. Argensola descubrió, o intuyó, el entramado y se lo desveló en primera instancia a su señor, quien a su vez confrontaría a Garci.
Conociendo ya un poco a estos dos personajes es imposible saber si fue Garci quien sobornó a Fernando o si fue éste quien chantajeó al primero. El caso es que llegaría a un acuerdo donde por una suma de dinero, en una cuenta secreta, fuera del control y conocimiento de su esposa la reina, Fernando guardaría el secreto de los calatravos permitiéndoles sacar la mayor parte de su fortuna. Era un buen negocio para los dos, puesto que Fernando obtendría un fondo reservado para su uso personal y secreto, que financiaría sus varios complots políticos, y Garci perdería una insignificante parte del patrimonio calatravo. Es posible que Fernando se hubiese conformado con mantener este acuerdo indefinidamente, puesto que le representaba unos ingresos constantes fuera del control de su esposa. Por desgracia, la reina Isabel quería imponer su concepto de la unificación y su estado monolítico por encima de todo, y hacía poco por esconder sus deseos de desmantelar las órdenes militares en general y la de Calatrava en particular.
Consciente de los vientos que soplaban, no era de extrañar que existiesen algunos cambios de lealtades, entre ellos el de fra Oñaterra, ecónomo de la Orden de Calatrava. Con el fin de granjearse el favor de la reina católica, el ecónomo le contaría sus sospechas, o conocimientos ciertos, acerca de las manipulaciones financieras de su superior, sin saber que, con su traición, convertía también a Fernando en su enemigo.
Es posible imaginarse, no sólo la reacción de la reina al enterarse del desfalco sino también la de su marido cuando ésta le diese los pormenores de su hallazgo. Por un lado, se vería obligado a apoyar a su mujer, aceptando que no podría seguir incrementando su fondo de reptiles, y por el otro debía mantener en secreto su conocimiento anterior de aquellos temas financieros. Isabel en su enfado quería que rodasen cabezas, empezando por la de Garci, el Maestre de la Orden de Calatrava, pero seguramente Fernando la convencería para que se limitase a chantajearle y así obtener la cesión de la Orden a la corona, como ya he apuntado. Sin embargo Isabel no se daría por satisfecha y fue necesario encontrar a un chivo expiatorio que sólo podía ser el licenciado Felipe Argensola, quien, como ya sabemos, acabó en manos de la Santa Inquisición. Esto concuerda con el hecho de que sus acusadores fuesen el ecónomo traidor, un caballero cercano a la reina y un representante de la propia Inquisición.
Con la detención de Argensola, el problema de Fernando el Católico tenía su enjundia. No podía dejar que torturasen a su experto contable puesto que, a pesar de su probada lealtad, era inevitable que en manos de la Inquisición diese información que le comprometiese. Tampoco podía actuar de manera directa para que lo soltaran sin levantar sospechas o tener que dar explicaciones a su esposa por su interés sobre un mísero burócrata. Optó por la solución más expeditiva y recurrió, una vez más, a los servicios de Güilliam de Canford.
El resto ya lo sabemos: el clérigo se va a los confines de la tierra, el noble muere de manera supuestamente accidental y el ecónomo es asesinado”.
“Aunque no necesariamente en ese orden”, le interrumpí, para su sorpresa. “Primero murió el hidalgo y Güilliam hizo que pareciese un accidente para no levantar sospechas. Después asesinó a fra Oñaterra de una manera visiblemente cruel y esto le facilitó el trabajo de amenazar al inquisidor, que viendo el final que le esperaba puso tierra, o mejor dicho mar, por medio”.
Benaquiel me dio la razón en mis conjeturas reconociendo que en los temas de extorsión, asesinatos y amenazas le superaba en experiencia.
“Sin testigos ni pruebas”, retomó su relato, “y con una mínima presión, Fernando consiguió que Felipe Argensola fuese liberado y el resto es historia. Tanto Güilliam de Canford como Felipe Argensola siguieron al servicio del rey católico desempeñando con éxito sus correspondientes papeles en las misiones que les encomendaban. La Orden de Calatrava pasó a la corona, con la prohibición de la elexión del maestre bajo pena de excomunión y nulidad según la Bula Papal de Inocencio VIII. Su último Maestre, Garci López de Padilla, desapareció después de un gran banquete de despedida con sus compañeros de armas en la Posada de Rui Bornoz, aprovechando la marcha de los judíos y seguramente incorporándose a sus caravanas, vistas las buenas relaciones que mantenía con ellos”.
Había sido una bonita historia mientras duró y no me aportaba nada. Las únicas muertes violentas a las que había hecho referencia Benaquiel no tenían su origen en un ritual calatravo sino en todo lo contrario. Güilliam de Canford era un asesino profesional sin más, como el que me había disparado en Marbella.
Finalmente pude hacer la única pregunta que faltaba.
“¿Qué pasó con las riquezas de la Orden de Calatrava? ¿Dónde está su tesoro?”.
Benaquiel hijo iba a empezar a hablar de nuevo, pero yo tendría que esperar para escuchar su respuesta.
Vicente, el viejo y entrañable bedel del Ayuntamiento de Toledo, había sacado una escopeta recortada de su bolsa.
Me apuntaba con ella a la cabeza.