17.
El viaje de Toledo a Marbella fue rápido y cómodo. Nunca había cruzado toda la extensión de los territorios de Al-Andalus en coche y con aire acondicionado. Como era natural éramos el único vehículo que circulaba por las antiguas autopistas construidas a finales del siglo pasado, y éstas, si bien deterioradas por el paso del tiempo con fisuras y socavones en su superficie, permitían que el todo terreno de la doctora Conde avanzase a buen ritmo. Salimos al amanecer y la doctora Conde ya había tomado la precaución de llenar el tanque y los dos bidones de reserva con gasolina, ya que no encontraríamos ninguna estación de servicio a lo largo de nuestro trayecto. Habían dejado de existir con la desaparición de los coches causada por el embargo de las Marcas Globales sobre el petróleo. Esto quedó patente cuando pasamos por Puertollano donde los esqueletos oxidados de las grandes refinerías ubicadas allí parecían monstruos del pasado. La gente local se había llevado todo aquello fácil de desmontar o de utilidad, como si de animales carroñeros se tratara, dejando las estructuras inamovibles que solamente el paso del tiempo haría desaparecer.
Cruzamos la estepa manchega donde, a la altura de Valdepeñas, los viñedos ya estaban casi listos para la recogida de la uva y pronto llegamos a Despeñaperros para iniciar el descenso que nos llevaría hacia la costa. Intenté romper el hielo con mis acompañantes para amenizar el viaje:
“Doctora Conde”, le dije, “¿tienes nombre de pila?”.
“Sí”, contestó sin facilitármelo.
“¿Cuál es?”.
“Doctora”.
Ante esa respuesta decidí mantener la boca cerrada y ver pasar el paisaje. Poco a poco nos adentramos en los olivares de la zona de Jaén y hubo un momento en el que sólo se veían aquellos árboles, encorvados y alineados militarmente que se perdían en el horizonte.
“Han estado aquí desde antes de los romanos y aquí siguen”, dijo Luis Pizarro, Maestre Mayor de la Ciudad Estado de Córdoba, y compañero embajador, con orgullo. Lo cierto era que en los años siguientes a las revueltas nadie se ocupó de su cuidado ni de la recogida de las aceitunas, lo que les había deteriorado considerablemente. Por suerte su forma de cultivo y métodos de producción milenarios habían impedido el uso indiscriminado de agentes químicos, salvaguardando la zona de la peste verde, y, ahora, revirtiendo al cooperativismo para su explotación, empezaban a ser de nuevo una fuente de riqueza para la región. El aceite de oliva de Al-Andalus se había convertido en su oro líquido verdadero, era un producto muy apreciado por las Marcas Globales que permitía obtener, a cambio, ciertos bienes imprescindibles para la economía de la región. También suponía la existencia de contrabandistas que llevaban carretas llenas de bidones a las zonas fronterizas, tanto de la costa marbellí al sur, como del Tajo al norte, para intercambiarlos por bienes de consumo, con marca.
Hicimos una parada en Córdoba, donde Luis Pizarro hizo de anfitrión invitándonos a comer; después seguimos viaje, dejando Antequera y la zona de los embalses de la discordia a un lado, para adentrarnos en Málaga. Antes de pasar el control de entrada de las Marcas Globales, la doctora Conde se dirigió a mí.
“¿Estás armado?”.
“Sí”. No consideré necesario dar más explicaciones.
“Somos una misión diplomática”, me amonestó, haciendo ver que el llevar una pistola no entraba dentro del protocolo de este tipo de visitas.
“Como bien dijo Clausewitz, la guerra es la continuación de la diplomacia pero con otras formas. Entiendo que yo formo parte de esas otras formas.”
La doctora Conde no añadió ningún otro comentario, pero con un gesto dejó claro que mi pistola era mi problema, y que no quería saber más de ese asunto. No nos registraron a nuestra llegada a la frontera; éramos diplomáticos.
Un apuesto relaciones públicas nos estaba esperando y, después de darnos la bienvenida en nombre de Sherahilton, se ocupó eficientemente de nuestro equipaje que fue trasladado a una limusina. Nos aseguró que el coche de la doctora Conde sería repostado y custodiado hasta nuestro regreso, y nos indicó que estaríamos alojados en el Royal Marbella, donde ya estaban preparadas las suites para nuestro uso y disfrute.
Es difícil transmitir la sensación que supone pasar de una sociedad rudimentaria, en cuanto a comodidad se refiere, y al filo de la supervivencia, donde no existe nada que no sea estrictamente necesario, como es el caso de Al-Andalus, a otra donde todo lo que se ve es superfluo. La limpieza del entorno, el buen estado de las carreteras, el cuidadoso mantenimiento de los edificios chocaba con la precariedad de los pueblos de Al-Andalus, donde no se había arreglado nada en diez años. La cantidad y calidad de los vehículos que circulaban por las carreteras de la costa también resultaban extraños, y la velocidad a la que viajaban me causaba una especie de desconcierto: no estaba acostumbrado a ver coches circulando a más de ciento veinte kilómetros por hora tan cerca los unos de los otros, ni al continuo ruido que producían. Los colores de los carteles publicitarios y de los rótulos de los comercios y bares me producían un impacto al que no estaba acostumbrado, como me parecía curioso el hecho que todo el mundo llevase gafas de sol y que la gran mayoría de ellos estuviesen hablando por sus teléfonos móviles. Hacía mucho tiempo que las últimas gafas de sol se habían roto en Al-Andalus, sin posibilidad de ser reemplazadas, y la cobertura de telefonía móvil era muy limitada, lo que hacía redundantes a los terminales.
Si La Alhambra de Granada era el reflejo de la civilización y cultura musulmana durante su época más esplendorosa, con su detallista y bien proporcionada arquitectura, sus jardines y vistas a la sierra, el Royal Marbella era su equivalente en relación al lujo consumista de las Marcas Globales de la actualidad. Desde las tiendas de ropa, joyas y electrónica de diseño que se repartían en torno a su vestíbulo principal, hasta su piscina con mullidas tumbonas y camareros yendo y viniendo sin parar, todo rezumaba el materialismo exagerado de la sociedad alcanzada a la estela de las Marcas Globales. En aquel hotel se percibía la necesidad de comprar lo último o lo mejor y de disfrutar de unos lujos que la propia dinámica instaurada había convertido en necesidades; desde los vinos franceses hasta el jacuzzi en que yo me encontraba sumergido.
El sonido de una delicada campanilla me hizo abrir los ojos. No supe identificar su procedencia y el sonido se volvió más insistente, por fin me di cuenta de que era el timbre de entrada a la suite, no tuve más remedio que salir del jacuzzi, y tapándome con una de las numerosas toallas que estaban a mi disposición, abrí la puerta. Un joven perfectamente uniformado con la librea del hotel me entregó un sobre; se lo agradecí pero vi que no se movía del umbral. Únicamente cuando ya había cerrado la puerta en sus narices me di cuenta de que estaba esperando una propina.
Abrí el sobre. Todavía no me había secado y el frescor del aire acondicionado, al cual no estaba acostumbrado, me hizo sentir un escalofrío. No era comparable a la impresión que tuve al ver las fotos que saqué del sobre: eran del cuerpo mutilado de una mujer.