19.
Me dirigí hacia el rincón donde estaban sentados, sacando la pistola de su funda. Según llegué a su altura apreté el cañón de la Glock en la nuca de Xabier Gonzalerría; su acompañante Ibon Ezpeleta apenas dejó escapar un acto reflejo de sorpresa que supo esconder inmediatamente detrás de su habitual semblante de relajo.
“Quiero ver cuatro manos encima de la mesa”, les dije. Me obedecieron al instante.
“¿Bolto?”, preguntó Gonzalerría tímidamente al reconocer mi voz.
“Quién si no”, dijo Ezpeleta con cierta fatalidad.
“¿A qué juegas?”.
Estuve a punto de explicarles que no tenía nada especial en contra de ellos, a parte del placer que me causaba desconcertarles, pero no me dio tiempo a hacerlo. Sin ningún tipo de alarma, cuatro hombres uniformados me rodearon, apuntándome con sus sub-fusiles. Eran profesionales y no se parecían en nada a los familiares de Pedro Antúnez. Bien equipados, con sus trajes anti-balas y los visores de sus cascos bajados, se desplegaron en torno a mí dejándose el suficiente espacio entre ellos para no molestarse en el caso de tener que abrir fuego. No tenía ninguna intención de enfrentarme a ellos. La seguridad del hotel y sus huéspedes funcionaba a las mil maravillas, tal como esperaba.
“Detengan a este sujeto”, les dije, señalando a Gonzalerría con la pistola y dando un tono de autoridad a mis palabras. Me hicieron caso parcialmente y nos llevaron esposados a los dos hasta que se aclarase la situación. Intenté quedarme con mi pistola pero me la confiscaron, eso sí, muy educadamente. Gonzalerría, cuya rapidez mental no era su punto fuerte, evaluó la situación para ver si merecía la pena empezar una pelea en el bar, algo que se le daba bastante bien, pero al ver a su oposición desistió, para, con la mirada, implorar a Ezpeleta que actuase en su favor. Éste, con una sonrisa afable, no hizo nada para ayudarle, curioso por saber a dónde llevaría aquella farsa. Los dos se estaban comportando como era habitual en ellos.
Xabier Gonzalerría era comisario de la Brigada de Legitimación de la República de Euskadi. Su apellido original había sido González, pero había sabido adaptarse a los tiempos que corrían en su país cambiándolo por uno de apariencia más autóctona. No le había visto desde hacía unos tres meses y tampoco podía haber cambiado tanto; era un personaje muy corpulento de más de dos metros de alto, su cabeza estaba cuidadosamente afeitada, camuflando su calvicie dentro de unos parámetros estéticos más aceptables y sus cejas parecían unirse encima de su nariz, que, por lo demás, no tenía nada de reseñable, algo de por sí curioso, puesto que, por su forma de vida, lo habitual hubiese sido que se la hubiesen roto en más de una ocasión. Esto decía mucho de sus aptitudes como comisario en particular y como matón en general, lo que, a fin de cuentas, era. Ni siquiera el intento de ir correctamente vestido con una chaqueta, que le tiraba de hombros debido a la anchura de sus espaldas, podía disimularlo. No sabía decir si era un amigo, o no, encontrándolo en Marbella, un sitio neutral y desconocido para los dos era probable que, por familiaridad, nos sintiésemos más cercanos que en otras circunstancias, si dejaba a un lado el hecho de que le acababa de apuntar con una pistola. A fin de cuentas yo había torturado a Gonzalerría para sacarle información y él, finalmente, me traicionó. En el entretiempo habíamos participado en dos peleas, tres tiroteos, un secuestro, varios interrogatorios, una ejecución, la captura de dos asesinos, la liberación de unos niños y el descubrimiento de una conspiración dentro del Comité de la República de Euskadi. Ese tipo de experiencias unen a la gente. Además no podía olvidar que era el padrino de Begoña; la niña de ocho años que me llamaba papá.
Su jefe, Ibon Ezpeleta, Director de la Brigada de Legitimación, era su opuesto: un sofisticado urbanita de cuarenta años que lo mismo hablaba de arte que de filosofía, era un personaje inteligente, calculador y con una habilidad para la manipulación que el propio Maquiavelo envidiaría; yo lo sabía por propia experiencia. Con su pose relajada de gentleman inglés y su elegancia sin estridencias, daba la impresión de ser un educado rentista sin ninguna preocupación en el mundo. Eso hasta que tener la desgracia de enfrentarte a él. No me fiaba, ni me fiaría nunca de él, y tampoco llegaría a odiarle porque, a pesar de su forma de actuar, jamás había visto en él un atisbo de crueldad y había demostrado ser valiente. Durante un largo tiempo había sido un ejecutivo ejemplar en el entramado empresarial de las Marcas Globales, donde su carrera profesional sólo podía calificarse de brillante: había sido su tapadera para espiar a favor de la República de Euskadi.
Me hubiese gustado saber el motivo de la estancia en Marbella de Gonzalerría y Ezpeleta, tan lejos de su país.
“¿Qué haces aquí?”, pregunté a Gonzalerría.
Los agentes de PeaceMakers Inc. nos habían llevado a una habitación en el sótano del hotel, una especie de sala de interrogatorios con una mesa y dos sillas funcionales en el centro, todas ellas atornilladas al suelo. Nos habían esposado a las patas de las sillas para impedir que nos moviésemos, o nos atacásemos: eran profesionales. No me cabía la menor duda de que estaban grabando todo lo que ocurría en aquella sala, aunque no conseguía ver las cámaras.
“Dímelo tú. Estoy aquí porque me pusiste una pistola en la nuca. Si no, estaría en el bar tomándome una caña”.
Intenté hacerle ver que nuestra conversación estaba siendo monitorizada con un gesto de los ojos. Gonzalerría tenía la suficiente experiencia en este tipo de situaciones, aunque él no era habitualmente el detenido, como para saber que así sería. De todas maneras no venía de más recordárselo, pues a veces no era capaz de darse cuenta de las cosas más obvias.
“Te podría preguntar lo mismo. ¿Qué haces tú aquí? o, incluso, con más razón, ¿por qué me has apuntado con una pistola?”.
“Soy embajador de las Ciudades Estado de Al-Andalus”, respondí a su primera pregunta, ignorando la segunda. Quería que nuestros observadores supiesen que no habían detenido a unos meros ejecutivos de vacaciones, aunque éstos seguramente no sacasen armas en los bares muy a menudo, ni tampoco a unos criminales habituales. Esperaba que haciendo referencia a mi rango se agilizasen los procedimientos y llegaría antes a mi objetivo, como así fue. Mientras tanto seguiría mi amigable conversación con Gonzalerría.
“¿Qué hace la Brigada de Legitimación en Marbella? ¿De vacaciones?”, pregunté.
“Ya no somos de la Brigada”.
“¿Os han despedido? Enhorabuena”.
“No. La Brigada ha sido disuelta”.
No me sorprendió que así fuese. A pesar de ser su máximo responsable Ibon Ezpeleta había estado debilitando aquella organización desde dentro durante varios años. No me cabía la menor duda de que había salido reforzado después de desmantelar aquel complot contra el Comité de la República de Euskadi con mi ayuda involuntaria, y que había convencido a sus colegas para acabar con aquella siniestra agencia.
“No me digas que estáis en el paro”.
“No exactamente. Nos han ascendido”.
“¿Nos?”, le pregunté. Nadie en su sano juicio ascendería a Gonzalerría.
“Ezpeleta es el nuevo Consejero de Finanzas”.
Por lo menos eso explicaba su presencia en Marbella: las pocas relaciones comerciales entre la República de Euskadi y las Marcas Globales se efectuaban a través de esa Consejería, estaría negociando las cantidades de maíz transgénico que vendería a cambio de barriles de petróleo o de componentes informáticos. No quería pensar que hubiese nada más siniestro detrás de su visita.
“¿Y tú?”.
“Soy su asesor de seguridad”.
“Su guardaespaldas, quieres decir”.
“Más o menos”.
Aquélla era una sabia elección por parte de Ezpeleta. A mí tampoco me importaría que Gonzalerría fuese mi matón personal.
“¿Tienes mucho trabajo?”, le pregunté.
“Aquí, casi nada. La seguridad de las Marcas Globales es muy buena, perfecta, diría yo. No han tardado ni veinte segundos en detenerte después de sacar la pistola”.
Las palabras de Gonzalerría estaban dirigidas a nuestros vigilantes, a veces tenía pequeños detalles de inteligencia que me sorprendían. No quise decirle que le podía haber metido un tiro entre ceja y ceja a su jefe de haberlo querido, aunque de haberlo hecho los agentes de seguridad me hubiesen acribillado a tiros inmediatamente, todo hay que reconocerlo.
“¿Qué tal está Begoña? ¿Y Cintia?”.
No tuve tiempo de responderle, un agente de seguridad, vestido con traje de campaña, sin chaleco anti-balas, ni casco y aparentemente desarmado, entró en la habitación. Tenía galones en su uniforme, pero no los suficientes, y desde el primer momento intentó tomar el control de la situación.
“¿Cuál ha sido el motivo del altercado?”, preguntó.
Inmediatamente supe porqué no tenía más galones, quizá fuese un excelente jefe táctico, desplegando a su compañía en una emboscada o defendiendo una posición, pero como interrogador no sabía por dónde se movía, incluso Gonzalerría se dio cuenta de ello, esbozando una pequeña sonrisa. Nunca nos tenía que haber mantenido juntos, ni haber hecho una pregunta que pudiésemos contestar a la vez y tenía que haber tardado más en entrar. No tanto para ponernos nerviosos, algo en lo que hubiese fracasado, sino para recopilar más información sobre quiénes éramos y detalles de los motivos de nuestra visita. Cuanto más sepas sobre alguien más sencillo es interrogarlo, eso era algo que le debían haber enseñado en los centros de formación de PeaceMakers Inc., seguramente así fue, pero había caído en saco roto.
Me imagino que el destacamento responsable de la seguridad del Royal Marbella Hotel estaba preparado para hacer frente a turistas borrachos, tramposos en el casino, orgías que se desmadraban, maridos o esposas celosos que descubrían a sus parejas en situaciones comprometidas o incluso intentos de violación, pero no para mediar en un posible conflicto internacional a tres bandas.
“Las Ciudades Estado de Al-Andalus no están dispuestas a tolerar ninguna injerencia más por parte de la República de Euskadi”, empecé diciendo con vehemencia, mientras Gonzalerría escondía su sorpresa lo mejor que podía. “No nos arrodillaremos ante nadie y menos aún ante una república que se cree superior a todos los demás y que siempre utiliza la violencia para conseguir sus propósitos”.
El agente de la PeaceMakers Inc. intentó calmarme acercándose a mí, algo que fue un error por su parte porque me permitió elevar el tono de voz.
“No permitiré que nadie me ponga las manos encima. Yo soy embajador y represento a un estado soberano. Primero ese gorila intenta extorsionar a mi país, y ahora usted intenta maltratarme. Hemos venido a Marbella para limar asperezas y llegar a acuerdos y desde el primer momento nos hemos sentido acosados por este fanfarrón”, le dije señalando a Gonzalerría, “y desprotegidos, en un lugar donde supuestamente se garantizaba nuestra seguridad”.
Agradecí llevar puesto el traje confeccionado por Benaquiel, ya que daba mayor empaque a mis palabras y el oficial no dudaba en creerme, sobre todo viendo el aspecto de matón que tenía Gonzalerría. En su mente estaba claro que Gonzalerría era culpable porque tenía aspecto de tal, y por la misma lógica yo era inocente gracias a la imagen que proyectaba. El único problema que tenía para ponerse firmemente a mi favor era que la persona que había sacado una pistola en público, sin motivo aparente, y según mostraban las cámaras de seguridad, había sido yo. Aún así el intentar solucionar un conflicto donde estaban involucrados la República de Euskadi, las Ciudades Estado de Al-Andalus y las Marcas Globales que controlaban la franja marbellí, le venía grande y era lo bastante inteligente para darse cuenta de que no le pagaban lo suficiente como para meterse en semejante lío.
Acabó pidiéndonos disculpas por tenernos encerrados y esposados de aquella manera, pero así se lo exigía su protocolo de seguridad, y se despidió esperando no tardar demasiado en volver, después de haber hecho las consultas pertinentes a sus superiores.
“Ése es mi Bolto”, dijo Gonzalerría cuando nos dejaron solos y a pesar de las cámaras que nos vigilaban. “Hagamos las cosas a lo grande ¿Por qué nos íbamos a limitar a una pelea de taberna cuando podíamos causar un conflicto internacional por el mismo esfuerzo? Llevamos años intentando llevarnos bien con todos a pesar de las tiranteces que existen y, sin ningún tipo de provocación, intentas dar al traste con años de paciente diplomacia. Qué querías: ¿empezar una guerra?”.
Gonzalerría no sabía que eso era precisamente lo que pretendía evitar.