34.
Volví corriendo y me metí en él. Vi cómo un Gonzalerría confuso estaba apretando todos los botones del salpicadero sin orden ni concierto, y escuché una voz neutra que repetía incansablemente: “Usuario desconocido. Para reconocer al usuario necesita la autorización y presencia de su propietario. El sistema de seguridad le impedirá arrancar el coche. No intente ponerlo en marcha. Usuario desconocido. Para reconocer...”.
Kenyon se estaba asfixiando, la bolsa de plástico se pegaba a su cara, marcando sus facciones.
No me veía llegando muy lejos a pie, acarreando con una víctima que, o bien dejábamos que se debilitase hasta el punto en que perdiese el conocimiento y tuviésemos que llevarle a cuestas, o que permitiríamos que se recuperase, dándole así la oportunidad de causarnos más problemas todavía. Era el momento de abortar la operación y huir. No quería volver a caer en las manos de PeaceMakers. Gonzalerría debió leer mis pensamientos, abrió las puertas del coche y, sin perder la calma, dijo simplemente: “Vámonos”.
“Espera”, le respondí con la misma tranquilidad.
Cogí a Kenyon por las muñecas y le arrastré entre los dos asientos delanteros, sin miramientos, Acerqué sus manos a la llave de contacto y forzándole a agarrarla hice que la girase. Estaban lo suficientemente sudorosas para que el sensor que identificaba las segregaciones unívocas no tuviese ningún problema en reconocer al propietario del coche. Arrancó a la primera.
Antes de llegar a la autopista de la costa abrí un agujero en la parte superior de la bolsa que estaba sofocando a Kenyon, esa pequeña entrada de aire le permitiría respirar, aunque con la dificultad suficiente como para tener que concentrarse en ello. Cada vez que inspiraba se le pegaba el plástico en la cara para separarse de ella al expirar, también le impedía ver lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Se sobresaltó cuando le empujé para que se tumbase en el piso, entre los dos asientos del coche. No quería que nadie viese a nuestro pasajero con la cabeza tapada por una bolsa; eso hubiese despertado sospechas incluso en el ser más ingenuo.
Gonzalerría pronto se acostumbró a la potencia del coche y le tuve que ordenar que condujese con más prudencia, sobre todo para no llamar la atención.
“Para una vez que puedo pisarle a gusto,” gruñó.
Dejamos Fuengirola y Torremolinos a nuestra derecha, con sus torres pegadas a las playas y al mar, para tomar la desviación que conducía al interior. Pedí a Gonzalerría que se concentrase en la carretera y en los otros coches, en vez de mirar continuamente a la pantalla de cristal que indicaba nuestra posición en el mapa y la mejor ruta a seguir para llegar a la frontera. Luego me dirigí a Kenyon, a quien ya consideraba estar lo suficientemente atemorizado e incómodo como para que siguiese mis instrucciones.
“Te voy a soltar y quitar la bolsa de la cabeza, y a cambio me tendrás que ayudar”, le comenté y entendí, por los ruidos guturales que hacía que estaba de acuerdo con mi oferta. Una vez cumplida mi parte del trato le apunté con el Colt en la cabeza, para enfatizar mis palabras.
“Vamos a salir de la franja marbellí y tenemos dos maneras de hacerlo”.
Kenyon asintió, indicando que había entendido lo que le estaba diciendo, mientras absorbía glotonamente bocanadas de aire.
“Podemos salir los tres juntos, dentro de este coche, para lo cual es imprescindible tu colaboración. También podemos irnos andando Gonzalerría y yo, en cuyo caso te encerraremos en el maletero, maniatado y con la bolsa de plástico en la cabeza. Como has podido comprobar sólo podrías respirar durante un tiempo muy limitado, después morirás de asfixia. No sé cuánto tiempo te mantendrás con vida, ni lo que se tardará antes de que alguien encuentre tu cadáver. Con este calor, me imagino, que tres o cuatro días serán suficientes para que tu cuerpo se descomponga y el olor llame la atención de algún inocente ciudadano”.
Por la cara que ponía era evidente que el morir de asfixia en el maletero del coche no era una alternativa válida para el burócrata.
“Tampoco pienses en llamar la atención de tus matones de PeaceMakers cuando crucemos la frontera. Ésa sería la peor solución para todos. Me obligarías a empezar un tiroteo, y eso se sabe cómo empieza pero no cómo acaba. El primer disparo te volaría la cabeza, y a partir de ese punto sobreviviría el que más suerte tenga. Pero con los sesos esparcidos por el interior del coche, eso a ti poco te importaría”.
Kenyon no puso en duda mi capacidad para llevar a cabo estas amenazas, algo que era de agradecer porque, en caso contrario, me hubiese causado un grave problema. Sólo hizo una pregunta al aceptar mi propuesta:
“¿Cómo sé que una vez en Al-Andalus no me matarás?”.
“No lo sabes”, le contesté. “Pero habrás vivido unas horas más”.
“Bolto, eres un ser generoso”, añadió Gonzalerría. “Ahora te dedicas a regalar horas de vida”. No sabía si aquel grandullón se estaba burlando de mí, si estaba dando rienda suelta a un desconocido sentido del humor macabro o si, simplemente, había dicho lo primero que le había pasado por la cabeza.
Fui yo quien se tuvo que meter en el maletero del coche, dejando el revólver a Gonzalerría para mantener a Kenyon a raya. Con Gonzalerría y su aspecto de chofer —guardaespaldas conduciendo, y Kenyon, un tanto pálido, en el asiento trasero, los guardas fronterizos nos dejaron pasar. A fin de cuentas Kenyon estaba unas decenas de niveles por encima de ellos en el escalafón de PeaceMakers, tal como se desprendía del reconocimiento de identidad al que fue sometido, y si quería adentrarse en Al-Andalus sus motivos tendría.
Era un maletero amplio pero empezaba a resultarme claustrofóbico e incómodo, por lo que di las gracias a Gonzalerría cuando paró el coche y me hizo salir. Continuamos nuestro viaje por la antigua autopista que conducía primero a Antequera y luego a Córdoba. Se notaban los baches y el mal estado del piso a pesar de la amortiguación del coche, sobre todo después de haber viajado por las carreteras de la costa marbellí, que las Marcas Globales mantenían en perfecto estado. En algunos lugares, pequeños desprendimientos de tierra la cubrían en gran parte, haciendo que Gonzalerría tuviese que reducir la velocidad para salvarlos. Al poco tiempo la pantalla, con el mapa informático, del coche empezó a parpadear, para enviarnos un mensaje informándonos de que estábamos en una zona fuera de cobertura de su sistema de comunicación. No era de extrañar. Si bien en las ciudades, sobre todo en Toledo, el sistema de comunicaciones para telefonía móvil se había podido mantener, en el resto del territorio había desaparecido por completo. Aquel mensaje, emitido por un robot en Dios sabe dónde, me hizo sentir, más que otra cosa, que estaba de vuelta en Al-Andalus.
Kenyon debió notar nuestra relajación al encontrarnos de nuevo en territorio amigo y, pensar que, quizá, pudiese llegar a salir con vida de aquella situación. Yo también estaba empezando a sentir el cansancio que causan las fuertes descargas de tensión y adrenalina, y no podía evitar que, de vez en cuando, se me cerrasen los ojos.
Aún así, debí haberme dado cuenta de que el trazado de la carretera, y el terreno a su alrededor, hacían de aquel lugar el sitio perfecto para una emboscada.