33.

“No sé para qué quieres complicarnos la vida”, me había dicho Gonzalerría mientras desayunábamos. “Le cogemos, le cortamos la mano, la metemos en formol para conservarla y escapamos”.

Yo no tenía ningún inconveniente en ejecutar la propuesta de Gonzalerría: alguien de la organización de Kenyon había intentado matarme y eso era suficiente para justificar cualquier acción por mi parte. Me parecía una propuesta macabra y, desde luego, poco elegante, pero sobre todo inefectiva. Una vez más Gonzalerría no se había enterado del problema.

“El reconocimiento de usuario por la Mente Global no se basa en las huellas dactilares, sino en las segregaciones cutáneas”, intenté explicarle.

“¿En qué segregaciones?”, preguntó.

“Las cutáneas”, le dije, y viendo que no entendía nada, añadí, “En el sudor”.

“¡Ah, claro!”, dijo, como si hubiese visto la luz. “Todos sudamos de forma distinta”.

No consideré necesario explicarle que la identificación unívoca nada tenía que ver con la manera de sudar de cada cual, sino con la composición química de ese mismo sudor. Por otro lado, incluso Gonzalerría era capaz de entender que una mano amputada y bañada en formol no segregaría nada y, por lo tanto, no nos sería de utilidad alguna.

El momento crítico ocurre cuando se obliga al objetivo a abandonar la protección de su vehículo. Las sugerencias de Gonzalerría sobre este tema tampoco habían sido muy constructivas.

“Con ese pistolón que tienes”, me dijo, en referencia al Colt, “le pegas un tiro al motor del coche y ya verás cómo lo paras en seco. Después apuntas al conductor a la cabeza y le haces salir”.

La potencia de fuego del revólver y la capacidad de penetración de sus proyectiles hubiesen traspasado el bloque del motor del coche de Kenyon haciéndolo parar, de eso no me cabía ninguna duda. También lo haría inutilizable como vehículo de fuga. Debíamos recurrir a la distracción y al engaño, por eso me encontraba uniformado de repartidor de pizzas de la Marca Global Telehut y sentado sobre una motocicleta cubierta con su logotipo, mientras Kenyon salía con su coche del garaje.

“Pretendes que deje fuera de combate a un pobre recadero. Que le desnude y le robe la moto”, me dijo Gonzalerría, indignado, cuando le hice mi propuesta. No tenía ganas de discutir con él.

“Déjale una buena propina y no le golpees demasiado fuerte”, le había sugerido.

Seguí al coche de Kenyon unos cien metros y, aprovechando que frenaba para tomar una curva, me puse a su altura. Golpeé la esquina delantera de su parachoques y salté de la moto, acelerándola y dejándola caer delante de sus ruedas. Kenyon no pudo frenar a tiempo y atropelló a mi vehículo, doblando su estructura con un fuerte golpe. Abrió la puerta de golpe y salió furibundo.

“Hijo de puta”, gritó. “A ver si...”.

Me imagino que iba a decirme que prestase más atención por donde iba, pero no llegó a acabar la frase. Le estaba apretando el cañón del Colt en la mejilla.

Abrí la puerta trasera y le forcé a entrar de nuevo en el coche, empujándole violentamente. Cogí su maletín, lo abrí y comprobé que allí estaban las gafas, la hoja cerámica y el lápiz necesarios para acceder a la Mente Global.

Una vez capturado el objetivo es necesario desconcertarle y generarle terror, para paralizarle, y así, evitar que reaccione. Normalmente se le inyecta con un tranquilizante potente que le vuelve dócil y sumiso.

“Olvídate de eso”, me había dicho Gonzalerría, y esta vez tenía razón. “No creo que podamos conseguir unas dosis de lidocaína. Ni sabemos dónde se distribuye ese tipo de fármacos, ni los requisitos que habría que cumplir para que nos lo diesen”.

Antes de que sugiriese que siempre se le podía noquear con un golpe, le hice saber que no podíamos correr el riesgo de marcarle la cara, no quería que despertase ninguna sospecha.

Sentado al lado de Kenyon, en la parte trasera del coche, le puse una bolsa de plástico por la cabeza. Saqué un rollo de cinta adhesiva ancha, Gonzalerría no había tenido ningún problema en conseguirla en la sección de fontanería de unos grandes almacenes, y la utilicé para sellar la bolsa en torno a su cuello. Pronto le empezaría a faltar aire y, mientras se preocupaba por respirar, no pensaría en causarnos ningún problema.

Vi cómo Gonzalerría se acercaba corriendo, con mi bolsa de deporte, al coche, mientras yo terminaba de inmovilizar a Kenyon, atando sus tobillos y muñecas con la cinta adhesiva. Jadeando, se sentó en el asiento del conductor.

Salí del coche y levanté la motocicleta del suelo. Con la rueda delantera totalmente doblada, tuve dificultades en arrastrarla hasta la acera y, después, apoyarla contra la pared de un edificio para que no llamase demasiado la atención.

Hasta ese momento todo había salido según nuestros planes. Ahora Gonzalerría debía conducir el coche, pararse para que yo subiese, y salir de allí. Habíamos efectuado toda la operación sin llamar la atención, más allá de la que genera la pequeña caída de un motociclista que es capaz de levantarse por su propio pie.

El coche no arrancaba.